6. El profesor love, ensangrentado

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EL PROFESOR LOVE, ENSANGRENTADO

Salieron todos a la oscuridad del campus, y allí se volvieron a encontrar con el médico. Wells se quedó atrás para cerrar con llave el edificio, y el director se excusó de acompañarlos hasta el domicilio del señor Love.

—Me da la impresión —dijo— de que mis condolencias a la señora Love no cuadrarán muy bien con las investigaciones que ustedes tienen que llevar a cabo. Además, estoy agotado, y realmente no creo que pueda ser de mucha ayuda.

—Muy bien, señor —admitió Stagge—. Entonces, por la mañana…

—El servicio religioso en la capilla es a las diez, pero estaré en mi despacho desde las nueve. Podrán encontrarme allí cuando quieran, y por supuesto, me encantará saber qué progresos han hecho. Por lo demás… —El director estaba encendiendo un cigarrillo, y la llama de la cerilla resaltó sus huesudas mejillas y dibujó profundas sombras en sus ojos—. Por lo demás, va a ser un día complicado. Estaré ocupadísimo, pero si tuvieran necesidad de verme urgentemente… —Sopló la cerilla, y la oscuridad pareció tornarse aún más opresiva después de aquella mínima iluminación.

—Seremos tan discretos como nos sea posible, señor —dijo Stagge—. Yo siempre asisto al día de diplomas y premios en cualquier caso, así que mi presencia no sorprenderá a nadie aquí.

—Buenas noches, entonces… Ah, querido Gervase, dejaré la puerta delantera abierta para que puedas entrar, y te dejaré whisky y sándwiches en el salón. Buenas noches, de nuevo. Y buena suerte.

Se montó en su coche y se alejó. El coche de policía y la ambulancia, seguidos por el Lily Christine III de Fen, se dirigieron al domicilio de Love. Fue un trayecto más largo del que Fen había supuesto, y calculó que un hombre a buen paso podría necesitar al menos un buen cuarto de hora para llegar desde el recinto escolar a la casa del profesor Love. El pequeño grupo volvió a reunirse de nuevo en su puerta.

—No tengo ni la más remota idea de dónde estamos —se quejó Fen—. Lo único que he hecho ha sido seguir sus luces rojas.

—Estamos en un extremo de Snagshill, señor —le explicó Stagge; y con aquella escasa información tuvo que contentarse Fen de momento, porque la oscuridad impedía cualquier pretensión de orientarse. Todos avanzaron en tropel por el camino de entrada hasta la puerta principal, y Stagge llamó al timbre. La casa parecía tener un tamaño mediano, era un domicilio vulgar de las afueras, tipo villa, con fachada de ladrillos rojizos. Por fin se abrió la puerta, y apareció una mujer de mediana edad, diminuta y miope, en cuyas mejillas se apreciaban los húmedos rastros del llanto reciente, y cuyos cabellos grises y deslustrados aparecían rebeldes y despeinados por encima de las orejas y por la frente. Parpadeó frente a los visitantes sin saber cómo actuar.

—¿Es la policía? —preguntó—. Pensé que ya no vendrían…

Se hizo a un lado mientras la extraña partida se adentraba en el vestíbulo. Era poco más que un recibidor, con su sintasol, y atestado de botas de goma, cuernos de venados, paraguas y viejos impermeables, y en el ambiente se mezclaban a partes iguales el aroma del café y el olor del abrillantador de suelos. La única bombilla eléctrica del vestíbulo brillaba muy débilmente, y había tarjetas de visita que amarilleaban en una deslustrada bandeja plateada. Respecto a la mujer, la expresión que el director había utilizado para describirla («una mujercilla diminuta, débil como un pajarito») era muy adecuada, pensó Fen, pero se sintió aliviado, si bien un poco sorprendido, al comprobar que no mostraba indicios de histeria. Aquel hecho, en realidad, le obligó a sospechar que su subordinación vital a su marido podría no haber sido enteramente de su gusto. Desde luego se la veía muy abatida, aunque no daba la impresión de que le hubieran arrebatado a un ser querido del que dependiera su vida.

Mientras Stagge explicaba la razón de su retraso con frases entrecortadas e hiperbólicas, la mujer le miraba, con los ojos abiertos como platos.

—¡Oh, Michael también…! —exclamó—. ¡Qué espanto, qué cosa tan espantosa…! Y mi marido lo adoraba, lo adoraba de verdad. Ay, Dios mío, qué noche tan trágica. —De repente cambió de discurso totalmente—. Al principio estaba bien, me refiero a estar sola con Andrew, y entonces empecé a tener miedo porque no venía nadie, y ya sé que pensarán ustedes que es una tontería, pero empecé a preguntarme si todo esto no sería más que un mal sueño, como cuando las cosas no ocurren como una espera y… —se detuvo entonces, y se ruborizó, como cuando se coge a una persona en falta—. Oh, pero querrán ustedes verlo, claro…

—Si no le importa, señora Love —dijo Stagge, con una expresión más bien extraña en la cara.

—Permítanme que no entre con ustedes —dijo—. No me van a necesitar. Y no quiero… Yo no…

Se le hizo un nudo en la garganta, y de pronto empezó a respirar con jadeos profundos y entrecortados. El médico, intentando brindarle un consuelo rápido y profesional, la condujo hasta una silla. Tras unos instantes de embarazoso silencio, los demás fueron aproximándose lentamente a una puerta que había en un extremo del vestíbulo, agradecidos por tener esa excusa para huir.

La estancia en la que se introdujeron era evidentemente el despacho de Love. Aunque nada pretencioso, su estilo era de cierto lujo. Los libros en las estanterías estaban agrupados por tamaños, una costumbre hiperdecorativa que Fen aborrecía con toda su alma. Había ficheros, un escritorio, y dos amplios butacones que tenían pinta de ser la mar de cómodos. Los ventanales, de estilo francés, daban al jardín trasero, cubiertos con unas cortinas cerradas de lo que parecía claramente como tela Point d’Alencon. En una bandeja de metal de diseño hindú, que descansaba en un caballete junto a la puerta, había un servicio de café, con galletas, y con dos tazas limpias. Estaba intacto. El flexo de cromo para leer parecía sugerir a primera vista que aquello era un laboratorio, y la sugerencia se veía reforzada por la penetrante atmósfera de higiénica limpieza que contrastaba extrañamente con el desorden que todos ellos habían visto en el vestíbulo. El modo en que los distintos objetos estaban dispuestos en el escritorio, según notó Fen, revelaba la mano de un individuo casi fanático del orden.

Luego todos se fijaron en Love, que se encontraba doblado hacia delante y sentado en uno de los butacones, dando la espalda al ventanal francés.

A primera vista, había muerto de modo violento, como Somers, aunque seguramente no de un modo tan espantoso. Unos mechones lacios de pelo gris caían sobre su frente alta y huesuda. Una mano colgaba lánguida sobre la rodilla, mientras que la otra estaba crispada probablemente por un espasmo nervioso. Su ancho pecho reposaba sobre el brazo izquierdo de la butaca, y tenía la cabeza caída, forzando los nervios de su cuello delgado y marrón. Tenía un libro en el regazo, y Fen se acercó para leer el título. Era la Pilkington’s French Grammar: The Use of the Subjunctive (I). También había una mancha de sangre. Los adornos de la muerte, pensó Fen, se nos revelan con demasiada frecuencia así de vulgares: no había más que fijarse en Pitt[15], que entró en la eternidad engullendo pasteles de carne de cerdo, o en Love, de cuerpo presente, que dejó este mundo, al parecer, preocupado únicamente por la conjugación del subjuntivo en francés…

—No se ha enterado de nada, el pobre —estaba diciendo Stagge—. Le dispararon por detrás, a través de las ventanas de estilo francés. Su cabeza debió de ser un objetivo fácil, porque sobresaldría un poco por encima del respaldo del sillón. —Sin mover el cuerpo, el superintendente se agachó para mirarle la cara—. Sí, fíjense. Hay un orificio de salida en la mejilla. —Se enderezó y miró por toda la estancia, y tras unos instantes, avanzó en un par de zancadas hasta el escritorio—. Y aquí está la bala, me temo, incrustada en la madera. —Sacó una pequeña navaja, y comenzó a extraerla.

Casi inmediatamente se les unió el médico, anunciando que había dejado a la señora Love bien instalada en el saloncito. Se procedió a reiniciar el forense ritual de la sala de profesores. Se hicieron fotografías; todas las superficies imaginables, incluyendo los picaportes y los marcos de las ventanas francesas, se sometieron a un estricto control de huellas dactilares; el doctor, tras examinar el cuerpo, anunció que también habían utilizado un calibre 38, que Love había sido asesinado hacía entre una hora y media y tres horas, y que no había más problemas que pudiera detectar; por otra parte, los bolsillos de Love no proporcionaron nada interesante.

—Este caso está tan vacío de indicios como el otro —gruñó Stagge—. Los hechos básicos son los mismos, por supuesto: a Love le dispararon con el mismo tipo de arma, desde una distancia similar, y entre las diez y las once de la noche. Aparte de eso…

Agitó la mano con amarga displicencia, y se adentró en el jardín hasta desaparecer; allí se dedicó a pasear durante algunos minutos, rondando con una linterna eléctrica. Fen, que comenzaba a ser dolorosamente consciente de su propio cansancio, se dispuso a investigar los objetos del escritorio, aunque fue más por deber que por devoción. Al final Stagge regresó. Se le veía terriblemente deprimido.

—Hay un sendero asfaltado —informó—, que parte de este ventanal y rodea la casa hasta la puerta principal. Y la tierra está dura como una piedra: no he podido encontrar ni una huella. No hay colillas, ni hilos de tejidos prendidos en clavos o en las plantas… Nada.

—Aquí hay algo, sin embargo —dijo Fen, revisando un montón de papeles que había sacado de un cajón del escritorio—. Y creo que puede ayudarnos con respecto al móvil del crimen. Lea esto.

—«Y escribo estas páginas para registrar el hecho de que dos de mis colegas del Instituto Castrevenford están en connivencia en lo que solo podría denominarse un fraude deliberado, que…» —Stagge resopló con disgusto—. Y ahí se acaba. Pero tiene usted razón, Fen. Sin duda esto es importante.

—Lo realmente interesante de todo esto —dijo Fen— es que, como ve, ha tachado, al menos en parte, la palabra «colegas».

—Efectivamente. Curioso. Y es extraño que no concluyera la frase. Supongo que lo interrumpieron, o puede que pensara que escribir esto no serviría de nada.

—Ah… —dijo Fen con gesto sombrío—. Déjeme la lupa un momento, ¿quiere?

Examinó la caligrafía y la comparó con otros ejemplos de la caligrafía de Love que había encontrado en el escritorio.

—Es auténtica, lo cual es perfecto —apuntó—; y a juzgar por el aspecto de la tinta, seguramente lo escribió esta misma mañana. A mediodía a más tardar. —Luego le entregó la lupa y el papel a Stagge, y parecía dispuesto a hacerle algún comentario cuando le llamó la atención un montón de trabajos corregidos que había sobre la mesa. Cogió el de arriba y lo observó con gesto pensativo.

—Mire lo que escribió este chico —dijo, mientras leía—. «La frase ‘άpχόμενος ώσέι ’ετών τριάγουια’ utilizada en el evangelio de San Lucas es ambigua[16]». Y aquí está la corrección al margen de Love: «La palabra ‘ambiguo’ solo puede utilizarse con propiedad para algo que tiene dos significados posibles, no para algo que tiene más de dos; sustitúyase por el adjetivo ‘imprecisa’ o ‘indefinida’».

Stagge miró con un gesto muy desconcertado.

—Me temo que no le sigo, señor.

Fen devolvió el trabajo a su sitio.

—¿No? —dijo alegremente—. A mí me parece de lo más relevante, creo… Bueno, ¿y qué más tenemos?

Stagge consultó su reloj.

—La una y media. No creo que podamos hacer mucho más aquí, aparte de hablar con la señora Love. ¿Está en condiciones de contestar a nuestras preguntas, doctor?

—Sí, creo que sí —dijo el médico—. Tiene una conmoción importante, pero no creo que se derrumbe por el dolor. Yo conocía un poco a Love, por encima, y era un tirano, un tirano de lo más insidioso, me atrevería a decir. Su mujer puede parecer una persona sin carácter, pero sospecho que secretamente odiaba su posición de servidumbre.

—¿Podría haber sido ella la que le disparó? —preguntó Stagge con curiosidad.

—¿Desde el punto de vista psicológico, dice usted? Sí, no veo por qué no.

—Pero ella no lo hizo —dijo Fen, y lo dijo con tan implacable certeza que el superintendente dejó entrever indicios de enojo.

—Eso habrá que verlo —sentenció de modo cortante—. Doctor, será mejor que se lleve el cadáver a la ambulancia mientras nosotros hablamos con la señora Love.

El saloncito, en marcado contraste con el despacho, era una estancia andrajosa y desordenada, tan propia de la mujer como el despacho lo era del marido. Su único rasgo destacable era una sorprendente imagen que había encima de la chimenea, en un gran marco dorado, que mostraba a la mujer de Lot transformada en una columna de sal, con las ciudades a lo lejos ardiendo entre furiosas llamas, y al propio Lot mirando como si aquella metamorfosis fuera en realidad algún tipo de curioso proceso químico especialmente orquestado por Dios para su disfrute personal. Aparte de aquel sobrecogedor óleo, como ofrendas votivas en el altar de una divinidad pagana, había, salpicando la habitación entera, una profusión de tejidos, ganchillos, zurcidos y bordados, todos inacabados y dispersos por las mesas y sobre los respaldos de las sillas. Incluso para un ojo poco avisado, era evidente que la manera de llevar la casa de la señora Love era de lo más rudimentaria y primitiva. A Fen, pensando en las pequeñas tensiones —pero múltiples y constantes— que debían de haberse producido como resultado del matrimonio de un obsesivo crónico del orden con una mujer crónicamente desordenada, no le sorprendió la inexistencia de un verdadero dolor en las reacciones de la señora Love durante aquella fatídica noche.

Ella, mientras tanto, había vuelto a su dispersión inicial, y aunque seguía sosteniendo un pañuelo empapado y retorcido entre las manos, un brillo poco saludable de nerviosismo se dejaba entrever en sus ojos. Stagge, embarcado en unos prolegómenos discretamente amables y consoladores con la señora, se vio interrumpido de repente.

—¿Quién lo hizo, señor Stagge? —exclamó la mujer—. ¿Me puede decir quién lo hizo? ¿Se suicidó? ¿Qué ocurrió?

Stagge disimuló lo mejor que pudo una extraña sensación de asombro.

—No creemos que su marido se haya suicidado, señora Love. No hemos encontrado arma alguna en la estancia. Y respecto a lo que pudo haber ocurrido, nosotros esperábamos que usted nos pudiera ayudar.

Se detuvo, y oyeron en el vestíbulo una trifulca de pasos y varias voces murmurando.

—Pero ¿cómo puedo ayudarles yo, señor Stagge? —dijo la señora Love—. Yo no sé nada de nada. Esto ha sido una absoluta sorpresa para mí, yo diría que una espantosa conmoción. Y luego el pobre Michael, también, un muchacho tan agradable. Lo recuerdo bien cuando estaba en Merfield; mi marido tenía una residencia allí, ya sabe, Peterfield se llamaba, aunque yo creo que el sistema que tienen aquí para nombrar las residencias por los nombres de los supervisores es mucho mejor. En fin, el pobre Michael fue delegado durante un año antes de salir, ¿o fue un año y un trimestre…?

—Sí, señora… —cortó Stagge apresuradamente—. Algo sabemos de eso. Pero respecto a lo de esta noche…

—Fue por el café —dijo la señora Love por sorpresa.

—Perdón, ¿qué dice, señora?

—Me quedé sin café, una cosa rara en mí, no sé cómo ha podido ocurrir, a no ser que la señora Fiske, que es mi asistenta, haya estado gastándolo, porque los criados, ya sabe, son tan distintos hoy en día, una nunca sabe lo que han estado haciendo en casa y cuando vuelve una, pero en fin, yo sabía que Andrew no tomaría ni té ni cacao, porque es muy particular para sus cosas y para eso, y nunca toca el alcohol, desde luego, así que pensé yo para mí…

—Un momento, un momento, señora Love…, vayamos por orden. Exactamente, ¿cuándo vio usted con vida a su marido por última vez?

La mujer pareció sorprendida por la pregunta.

—Bueno, pues a la hora de cenar, naturalmente. Después de cenar Andrew siempre trabajaba solo en su despacho hasta las once menos cuarto exactamente, y siempre daba órdenes terminantes de que no se le molestara bajo ningún pretexto…, unas órdenes muy engorrosas, porque la gente que no conoce sus costumbres sabe que está en casa y a veces se presentan y yo tengo que explicarles que no puede atenderlos, y a menudo se van muy ofendidos.

Fen, esperando una pausa, aprovechó la oportunidad.

—Pero, claro —apuntó—, los otros profesores sí que conocerían esa costumbre.

—Oh, sí, era casi una cosa de broma entre ellos. Siempre decían que podían poner en hora sus relojes de acuerdo con las costumbres de Andrew, y era tan cierto que casi no había diferencia, y a veces yo le tomaba el pelo por eso, y le decía que no debía hacerse esclavo de la rutina, pero él nunca alteraba sus costumbres, y naturalmente yo me tenía que adecuar a sus hábitos, y como no soy una mujer muy puntual, por mi carácter, ya sabe, siempre me resultaba muy difícil hacerlo, en fin, uno no puede tenerlo todo, ¿sabe?

Stagge asintió a esta propuesta de muy buena gana, menos porque estuviera impresionado por la profunda filosofía que destilaba que porque previo que la entrevista podía durar por lo menos hasta el amanecer si no aprovechaba todas las oportunidades de meter baza que se le ofrecieran.

—¿Y qué ocurrió después de cenar? —dijo.

—Bueno, Andrew estuvo trabajando solo en su despacho y yo me senté aquí a escribir cartas; es una tarea que odio, siempre lo he dejado para el último momento, y más tarde incluso, aunque Andrew siempre tenía como norma responderlas el mismo día que llegaban, que por otra parte es el modo más adecuado realmente de llevar una correspondencia, porque si no, uno no hace más que darle vueltas en la cabeza y…

—Y dígame, ¿vino alguien a lo largo de la tarde?

—Oh, no, señor Stagge. ¿No le he dicho que Andrew era muy regular en sus costumbres? Verá, siempre…

—Sí, sí, ya sé, ya sé… —dijo Stagge enseguida—. Ya me lo ha dicho. Lo he entendido perfectamente. Y bien, ¿escuchó usted algo raro esta noche?

—Bueno —dijo la señora Love, tras una pausa sin precedentes para pensárselo bien—, hubo una obra de teatro muy rara en la radio, muy intelectual, supongo, pero no es el tipo de cosas que a mí me gustan, porque hacen programas extraordinarios a veces, y me atrevo a decir que Andrew se habría enfadado, porque yo siempre tuve la sensación con él de que tenía mucho que aprender, y eso me resultaba un poco agobiante.

—Sin duda, sin duda… —apuntó Stagge sin demasiado tacto—. Sin duda era un poco agobiante. ¿Y usted no ha salido de la casa en ningún momento?

—Pues claro. Fui a llevar mis cartas al buzón.

—¿A qué hora, señora?

—Puedo decírselo porque yo siempre le echo un vistazo a mi reloj, y recuerdo, fíjese, que pensé que tenía el tiempo justo para ir a echar las cartas si me daba prisa, porque así saldrían con el correo de la mañana, y aunque es un engorro que el buzón esté tan lejos, me pareció que debería ir de todos modos, porque dos de las cartas ya debería haberlas escrito hacía dos semanas, y aunque un correo más temprano probablemente no cambiaría mucho las cosas, una siempre piensa que en un caso así eso es lo que una tiene que hacer…

Stagge reprimió un suspiro de impaciencia. Se tocó la frente con la mano.

—Pero aún no nos ha contado, señora, a qué hora salió usted.

—Ah, ¿no se lo he dicho? Eran las diez y veinticinco. Sí. Las diez y veinticinco, ni un minuto más tarde. Dejé la tetera puesta para la última tacita antes de dormir, ya sabe…

—¿Y a qué hora regresó?

—A las once menos veinte, señor Stagge. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no quedaba café, yo uso de ese café que se puede poner con leche o con agua, y la lata estaba totalmente vacía, y estoy segura de que fue la señora Fiske, ya hablaré yo con ella, porque yo sabía que Andrew se enfadaría, a él le gusta tomarse su café a las once menos cuarto, ni un minuto más pronto ni un minuto más tarde, pero ya no se podía, y entonces fui corriendo a casa de la señora Philpotts para que me prestara un poco, que fue lo único que se me ocurrió, y luego, claro, con la charla y la conversación con ella, porque hay gente capaz de estar hablando durante horas sin respirar, que no sé cómo lo hacen, así se lo digo, en fin, que ya eran las once para cuando conseguí el café y lo tuve preparado, y lo cogí para llevárselo a Andrew, y entonces…, y entonces… —de repente, su verborrea se anegó—, y entonces lo encontré.

Se enjugó los ojos con el pañuelo. No era una emoción fingida, pensó Fen, sino el producto de los nervios más que de los afectos.

—Una cosa más, señora —dijo Stagge, aprovechando el silencio de la mujer—. ¿Sabe usted de alguien que pudiera desear hacerle algún mal a su marido?

A continuación la mujer procedió a una prolija y confusa explicación, pero una vez cribadas todas las irrelevancias se pudo deducir muy poca cosa, y su verborrea no permitió imaginar ninguna sugerencia útil sobre los motivos del crimen. Y como la cuestión había sido puramente formal, Stagge decidió que no tenía sentido permanecer más tiempo allí. Se puso en pie, lanzando a Fen una mirada de complicidad, y Fen, que para entonces ya estaba en estado casi comatoso, siguió obedientemente su ejemplo.

—Nos ha sido usted de mucha ayuda, señora Love —dijo Stagge, y su rostro enrojeció ligeramente ante aquella inocente demostración de hipocresía—. Ahora nos tenemos que ir. Procure descansar.

—¿Van ustedes a…, van ustedes a llevárselo?

—Con su permiso, sí —dijo Stagge entre titubeos—. No sé si tiene usted alguna amiga con la que le gustaría pasar la noche o…

—Oh, no, no —y lo dijo con un curioso énfasis—. Estaré bien. Será la primera vez en los últimos cuarenta años casi. Estaré bien.

Ya en la puerta, se encontraron con el sargento, el policía y el doctor.

—Ya lo tengo dentro —dijo este último, haciendo un gesto con la mandíbula en dirección a un bulto negro que con toda seguridad era la ambulancia—. Y si quiere que le sea sincero, ya va siendo hora de que todos nos vayamos a dormir.

Stagge estaba ausente, pensativo, encendiendo y apagando la linterna.

—Sí, claro… —dijo como en un susurro—. Creo que sí. Bueno, no sé si he hecho todo lo que debería haber hecho. Como ya le dije, todo esto es nuevo para mí.

—En mi opinión —apuntó Fen—, ha manejado usted el caso admirablemente. Y en unas circunstancias muy difíciles y complejas, además.

Stagge se mostró agradecido por aquel comentario.

—Bueno —dijo con un poco más de ánimo—, ¿y qué piensa usted de todo esto?

—Puede que a Love le hayan disparado mientras su mujer se encontraba fuera, pero si se empleó un silenciador…

—Es probable, ¿no? —dijo Stagge—, que fuera asesinado antes de las once menos cuarto, la hora a la que habitualmente tomaba su café. Es decir, me parece probable, si el asesino conocía esa costumbre particular. Había dos tazas en la bandeja, así que doy por supuesto que ella tomaba el café con su marido en el despacho… Bueno, lo consultaré con la almohada, señor, y le veré a usted por la mañana.

Se dieron las buenas noches y, después de que Fen recibiera información para llegar hasta la casa del director, se despidieron, silenciosos y agotados. Y Fen sintió un escalofrío cuando se montó en su coche, porque ya casi estaba empezando a amanecer; era la hora, pensó, a la que la mayoría de los hombres enfermos mueren. Fue abrumándolo cada vez más la melancolía mientras conducía en dirección a la casa del director, en medio de la oscuridad.