13. Nueva fanfarria: entra el segundo asesino
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NUEVA FANFARRIA: ENTRA EL SEGUNDO ASESINO
Sin embargo, resultó que sí que lo había encontrado. Fen corrió para reunirse con ella —el señor Merrythought iba trotando con bastante rapidez a su lado— y descubrió a la joven inspeccionando con profundo interés una pequeña salpicadura oscura en el suelo, junto a la cuneta. El señor Merrythought enseguida mostró una notable curiosidad en aquel fenómeno; sin duda, las glorias de su juventud estaban regresando por algún oscuro conducto a su mente llena de recovecos inexplorados, porque profirió un gruñido de satisfacción y comenzó a olisquear el rastro lentamente dando vueltas por la cuneta y gañendo.
—¡Ahí está! Lo tenemos —dijo Elspeth, con los ojos lanzando destellos de emoción—. ¡Le apuesto lo que quiera a que se trata del rastro!
—Puede ser —dijo Fen con precaución.
—Oh, no sea aguafiestas, señor Fen… ¡Por supuesto que lo es!
—No quiero desanimarte, querida —dijo Fen—. Pero aunque eso fuera sangre, puede que se trate simplemente de un conejo herido, ¿sabes?
—No importa. Lo seguiremos. ¿Tiene algún papel?
—¿Un papel? —preguntó Fen—. ¿Y para qué demonios…?
—Si vamos a adentrarnos mucho por el bosque, debemos dejar algún tipo de rastro —dijo Elspeth con sentido práctico—. De lo contrario tardaríamos horas en encontrar el camino de regreso, sobre todo si se hace de noche. Puede que nunca consiguiéramos regresar, y los cuervos se nos comerían hasta dejar nuestros huesos mondos.
—¿Cuervos? —dijo Fen, visualizando aquella escena sin excesivo placer—. Que el Cielo no lo permita. —Rebuscó en los bolsillos de su gabardina y sacó, para su propia sorpresa, una pequeña Biblia.
—Quinientas páginas —apuntó—. Eso debería permitirnos internarnos bastante lejos en el bosque, si las vamos soltando con moderación.
El señor Merrythought tuvo algunas dificultades a la hora de trepar a la parte alta de la cuneta; iba haciendo ruidos que sugerían que sufría en silencio de reumatismo. Fen le propinó un buen empujón en los cuartos traseros y luego subieron a gatas tras él. El borde del bosque estaba poblado por densas nubes de mosquitos. Los tojos estaban en flor, con sus apretados capullos amarillos, y, junto con las ortigas, las jaras, y enormes frondas de zarzales como pagodas, constituían la mayor parte de la vegetación del sotobosque. Había pequeñas zonas ennegrecidas, arrasadas por algún tipo de fuego reciente. Las pequeñas flores púrpuras de las aguileñas colgaban de sus tallos. Los troncos de los árboles estaban rodeados de hiedra. Pronto los rodearon los extraños y ligeramente amenazantes susurros del bosque.
El señor Merrythought, con la nariz resoplante arrastrando por el suelo, salió disparado en lo que Fen interpretó con aire optimista como «una actitud decidida».
Durante la siguiente media hora —con la oscuridad creciendo a pasos agigantados y con Fen arrancando como un loco páginas de la Biblia y dejándolas caer en el suelo—, los progresos de Fen, Elspeth y el señor Merrythought resultaron bastante lentos. En parte se debía al hecho de que empleaban muchísimo tiempo en apartar de su camino los arbustos de vegetación selvática: su ropa, como Elspeth observó tristemente, nunca volvería a ser la misma; y en parte se debía a la dispersa conducta del señor Merrythought. Al final del Levítico, por ejemplo, después de un arranque inicial bastante prometedor, el perro pareció perder de repente cualquier interés en el asunto, y se fue a un lado para olisquear las madrigueras de unos conejos. Los lepóridos hicieron bien en esconderse. Bien adelantados en el terreno de los Proverbios, de nuevo, el sabueso se quedó parado de repente, y se distrajo con alguna cosa en la lejanía… (¿Qué era y por qué le interesaba tanto? Ninguno de sus dos acompañantes humanos podría decirlo.) Se quedó mirando a lo lejos con el gesto sublime y espiritual que debió de mostrar Cortés mientras observaba el océano Pacífico desde un altozano en Darien; así que Fen, que desconfiaba de la estatura intelectual del señor Merrythought, comenzó a preguntarse si realmente estaba siguiendo algún rastro concreto o si directamente estaban vagando por el bosque y dando vueltas.
Por desgracia —aunque a la vista de lo que ocurrió después, tal vez uno debería decir «afortunadamente»—, no podían describir los esfuerzos del señor Merrythought sino como meras ilusiones de la senilidad. Aunque Fen sospechó con ánimo lúgubre que el sabueso simplemente dio por supuesto que había ido a dar un paseíto por el campo, en dos ocasiones la linterna, que al aumentar la oscuridad se hizo casi imprescindible, les mostró restos de lo que parecía ser sangre seca, y esos restos fueron suficientes para que continuaran con la búsqueda, aunque de todos modos nunca les proporcionaron serias esperanzas de obtener ningún éxito en su empresa. Además, una persistente ansiedad se revolvía en lo más profundo del pensamiento de Fen; si por alguna casualidad —fantástica e inimaginable— el señor Merrythought conseguía al final conducirlos hasta Brenda Boyce, sin duda la encontrarían muerta, tal vez de forma horrible, y para Elspeth el golpe de un descubrimiento semejante sería descomunal. Fen avanzó en silencio, meditando cuál sería el mejor modo de actuar si se diera el caso. Para empeorar las cosas, pronto la amigable charla con la que Elspeth había amenizado la primera parte de su caminata empezó a languidecer y finalmente murió. La muchacha parecía desmoralizada, a decir verdad, por el hecho de que su mejor falda y sus calcetines estaban quedando lenta pero inexorablemente reducidos a harapos, y solo el orgullo evitó que sugiriera que debían dejarlo por imposible y regresar a casa.
—Dios mío, esto es aterrador… —dijo con un escalofrío.
Y ciertamente había algo estremecedor en aquel enorme bosque a la hora del crepúsculo. Aparte del distante graznido de un chotacabras, el silencio era absoluto, y en esos momentos, cuando la luz prácticamente había desaparecido, los árboles parecían multiplicarse y cerrarse sobre ellos a medida que caminaban. Se sentían como si estuvieran a punto de caer en una emboscada. Elspeth se alegraba de no estar sola, porque si lo hubiera estado, habría tenido dificultades a la hora de mantener a raya la impresión de que alguien o algo los seguía de cerca. Un par de veces tuvo la sospecha de que había entrevisto una pálida sombra moverse entre los árboles, que alguna persona estaba moviendo los arbustos a su paso mientras avanzaba por un sendero paralelo a su camino. «Y al pobre chico lo siguieron, y al final lo acosaron y cazaron, y lo hicieron pedazos y lo esparcieron por ahí, y fue una horrible criatura sigilosa vestida de blanco, que primero viste merodeando entre los árboles, y gradualmente apareció más y más claramente.»[31] Era una tragedia, pensó Elspeth, que estuviera condenada a encontrar una cita para cada momento, por espeluznante que este fuese.
Algo tenue y sedoso cubrió su rostro. Dejó escapar un pequeño grito.
—Solo es una tela de araña… —dijo Fen alegremente cuando le iluminó la cara con la linterna.
—Lo siento… —dijo la joven, avergonzada—. No sé lo que me pasa.
Siguieron adelante, y en el cielo se escuchó un trueno. La lluvia no tardó en empezar a caer, ligeramente al principio, y luego susurrando y crujiendo sobre las hojas que goteaban sobre sus cabezas. A pesar de las negativas de la joven, Fen consiguió que se pusiera su gabardina. Él se subió el cuello de la chaqueta y empezó a silbar entre dientes la marcha funeral de la sinfonía Heroica. Se percató de que habían llegado ya al tercer capítulo de los Hechos de los Apóstoles; y cuando ya habían entrado en el Apocalipsis, se vieron obligados a detenerse y volver sobre sus pasos.
A mitad de la primera epístola de San Pablo a los Corintios, sin embargo, el señor Merrythought comenzó a actuar por su cuenta. Su trabajo durante los minutos anteriores había sido considerablemente lento, pero llegados a ese punto se sentó sobre sus cuartos traseros con el aire de haber terminado la labor y soltó un enorme soplido; era evidente que no pensaba dar ni un paso más. Lo que no estaba tan claro era si ellos estarían obligados a cargar con él para volver al coche. Se detuvieron junto al sabueso.
—Y esto parece ser todo —dijo Fen.
—Debo disculparme —dijo Elspeth con frialdad, intentando retener las lágrimas de la humillación en su ojos—. Lo he embarcado a usted en una búsqueda inútil.
—Mi querida amiga… —dijo Fen amablemente—. Nada de disculpas. Vine por mi propia voluntad, sabiendo que era probable que fracasáramos. Verás…
—¡Ssssh…! —siseó Elspeth de repente. Ambos escucharon con atención. Elspeth volvía a estar alerta, y todos sus temores supersticiosos habían desaparecido. Se dio cuenta, con un momentáneo sobresalto de sorpresa, de que aunque mantuviera un estado de ánimo sereno y racional, no se había desvanecido la sensación de que había una tercera persona por allí, cerca de ellos. Pero de momento aquellas consideraciones eran irrelevantes. Aguzó sus sentidos.
—¿Qué pasa? —susurró Fen.
—Me pareció oír a alguien gritando.
Fen miró a la joven con gesto contrariado.
—¿Estás segura de que no ha sido un búho?
—No… no… No era un búho. Por lo menos…, eso creo. ¿No oyó usted nada?
—No. Nada.
Durante al menos un minuto ambos permanecieron inmóviles.
—Nada… —dijo Elspeth al final—. Deben de haber sido imaginaciones mías.
Fen suspiró.
—¿A casa entonces?
—Supongo que sí.
—No tengo ni idea de lo que vamos a hacer con el señor Merrythought. Parece incapaz de moverse, me da la impresión, y por lo que puedo ver…
—¡Escuche!
Y en esa ocasión ambos lo oyeron… Era una voz débil, mínima, casi de ultratumba, pidiendo auxilio. No sonaba muy lejos.
—¡Dios mío! —murmuró Fen—. Tenías razón. ¿De dónde viene?
Pero Elspeth le arrebató la linterna de la mano sin decir ni una palabra; parecía que al menos ella no tenía ninguna duda. Echó a correr a toda prisa.
—¡Vamos! —gritó.
Fen corrió tras ella. El señor Merrythought, tambaleándose sobre sus patas y temeroso, probablemente, de que estuvieran pensando simplemente en abandonarlo allí en plena noche para que se muriera de hambre y aburrimiento, siguió a Fen trotando, y soltando lastimeros aullidos. Los zarzales se prendían en sus ropas, y se trastabillaban con las matas de hierba y las raíces cubiertas de musgo. Fen se cayó en un charco que había colocado allí a propósito la bendita Providencia, y se levantó todo embarrado y hecho un desastre, solo para volver a caerse gracias al topetazo del señor Merrythought, que le seguía a corta distancia. Un búho, aterrorizado ante aquel tropel, levantó el vuelo con un graznido y un aterrador batir de alas desde las ramas bajas de un olmo.
En menos de un minuto salieron a un claro del bosque, bordeado de alerces, donde las luces del atardecer aún se demoraban. Pequeños macizos de margaritas refulgían con una blancura espectral. Elspeth y Fen se detuvieron sin saber hacia dónde dirigirse.
Pero el señor Merrythought no se detuvo. Continuó su trote directamente hacia un matorral de helechos y comenzó a olisquearlo con preocupación. Ellos se aproximaron, y el perro se tumbó y los miró con la vanidosa complacencia de una gallina que ha puesto un huevo especialmente hermoso.
Entre los helechos, tumbada boca arriba, se encontraba tendida una muchacha de la edad de Elspeth. Era rubia, pero tenía el pelo enmarañado y sucio. Tenía ojos, enrojecidos e hinchados a causa del llanto, y el cuello lleno de abrasiones violáceas. Bajo su cuerpo, una pierna, con su calcetín negro medio bajado, se doblaba de un modo antinatural.
Era Brenda Boyce, gracias al cielo, y aún estaba viva.
Elspeth se arrodilló junto a ella.
—¡Brenda! —dijo jadeante y sin aliento—. ¡Soy yo! ¡Elspeth!
Brenda estaba muy pálida, y unos enormes lagrimones de alivio y agotamiento comenzaron a caer silenciosamente por sus mejillas.
—Llévame a casa… —susurró casi de modo inaudible—. Por favor, llévame a casa…
Elspeth tragó saliva; tenía la boca seca.
—¡Oh, Brenda! ¿Estás muy malherida…?
Fen la cogió del hombro, y ella se apartó. El profesor tenía una petaca de whisky en la mano.
—Bebe esto —le dijo—. Te sentará bien.
—Por favor, solo quiero…
—Hazme caso —le dijo Fen, amistosa pero firmemente—. Te necesito apaciblemente borracha, y que sea lo más rápido posible… Y tú, Elspeth, mantén esa linterna firme. No, alma de cántaro, no le metas la luz en los ojos a la pobre muchacha…
Fen le cogió con cuidado la cabeza a Brenda, acunándola en el hueco de su brazo, y le puso la petaca en los labios. Ella tragó el licor. Pareció reanimarse un poco, porque incluso trató de sonreír entre las lágrimas.
—El whisky siempre me marea un poco… —farfulló—. Ojalá tuviera ginebra con limón.
—Vaya si tienes agallas, jovencita —le dijo Fen con verdadera admiración. Se giró luego hacia Elspeth, cuya reacción nerviosa se estaba resolviendo en una cascada de silencioso llanto.
—Y tú, deja de lloriquear como una tonta —le dijo sin miramientos—. Mejor que hagas algo de provecho. Tienes que ir a buscar un teléfono cuanto antes. —Elspeth se restregó los ojos y asintió repetidamente—. Cógete el Lily Christine si te atreves a conducir. Llama a la comisaría de policía y cuéntale al superintendente lo que ha ocurrido. Si él no está, insiste en que te pongan en contacto con él de inmediato. Dile que necesitamos un médico y una ambulancia urgentemente. Luego, espera en la carretera y cuando lleguen tráelos hasta aquí. Venga, no hay tiempo que perder.
—¿Le dejo la linterna?
—¡Santo cielo, no! La necesitarás para seguir el rastro de papeles… Espera un segundo. Quítate mi gabardina, por favor —Elspeth obedeció, y Fen cubrió a Brenda con ella—. Así está mejor… —dijo—. Por el amor de Dios, Elspeth: deja de temblar y lárgate corriendo ya.
—Pero ¿se va a…?
—Está perfectamente —dijo Fen, colocando el envés de la mano en la frente de Brenda—. Ni siquiera tiene fiebre. Su vida no corre peligro. Estará completamente recuperada en menos de una semana. Pero de todos modos, no podemos quedarnos mucho tiempo aquí sentados entre estos helechos empapados. ¡Así que date prisa!
Elspeth se puso en pie rápidamente.
—De acuerdo —dijo—. Me voy. Adiós, hasta ahora, Brenda. No tardaré.
Salió corriendo hacia el interior del bosque, y Fen se volvió hacia Brenda. Se quitó como pudo la chaqueta, hizo con ella una especie de almohada y se la colocó bajo la cabeza. Era una niña condenadamente guapa, pensó, con una belleza más delicada y más fina que la de Elspeth, aunque bastante más patilarga y aniñada; pero eso cambiaría radicalmente en un par de años; para sus adentros, Fen aplaudió el talento y el buen gusto de J. H. Williams. Por supuesto, era un milagro que siguiera viva, y desde luego no podía culparse por pensar que el asesino había sido tan torpe de no acabar su trabajo. La estrangulación era un asunto difícil y complicado, desde luego. Y esas marcas en el cuello…
La lluvia, que caía copiosamente en ese claro del bosque, estaba empezando a empapar la ligera seda de su camisa. Fen encogió los hombros con disgusto.
—Va a resfriarse usted… —susurró Brenda.
—Qué va —dijo con alegre ánimo—. Tú sí que debes de haber cogido un buen resfriado, después de llevar ahí tirada desde ayer.
—Tengo hambre… —contestó débilmente—. Ya no me duele tanto la garganta, y el corte de la pierna ya se me ha cicatrizado, pero…, pero la otra pierna me duele horrorosamente. Creo…, creo que la tengo rota.
—¿Te importa si le echo un vistazo?
—Sí. Sí…, claro…
Fen tentó la pierna con mucho cuidado, en la oscuridad.
—No la tienes rota —diagnosticó al final—. Quizás te has dislocado la rodilla, no es muy grave. Aunque en estos momentos te tiene que estar doliendo horrores. —Le sonrió…, un ejercicio de amabilidad inútil, porque apenas podían verse el uno al otro—. ¿Quieres que te la coloque?
Hubo un largo silencio antes de que ella dijera:
—¿Me…, me va a doler mucho?
—Puede que sí —dijo Fen con amabilidad—, y puede que no. Uno nunca está seguro en estos casos.
—De acuerdo —dijo la joven, después de otro breve silencio—. Supongo que habrá que hacerlo de todos modos en algún momento, así que lo mismo da hacerlo ahora que luego. Adelante.
Cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes, y esperó, depositando toda su confianza en aquellas manos firmes y hábiles que palpaban el hueso desencajado. Hubo un momento de indecisión cuando Fen comenzó a estirar la pierna, pero lo aguantó. Todos y cada uno de los músculos y tendones gritaron y protestaron; la muchacha estaba deseando gritar, pero no lo hizo. Entonces, casi de repente, se produjo un crujido perfectamente audible, seguido de una celestial sensación de normalidad y bienestar. La joven abrió los ojos con un gesto de agradecimiento.
—Casi no ha dolido nada —dijo, mirando sorprendida a la dudosa figura que estaba arrodillada junto a ella.
—Estupendo —dijo Fen, simplemente—. Está muy hinchada, y te tendrás que quedar en cama durante unos cuantos días, pero por lo demás… No has de preocuparte, te pondrás bien.
Se quitó la corbata, y le vendó la rodilla con ella.
—Así está mejor. Esto es todo lo que puedo hacer de momento. Maldita lluvia… Pero pronto podremos largarnos de aquí.
—Me siento mucho mejor —dijo Brenda—. Dígame… ¿quién es usted? ¿Y cómo se las ha arreglado para encontrarme?
—Me llamo Gervase Fen.
—¡Ah, sí…! —Brenda, cuya voz se había tornado más firme, se incorporó sobre un codo—. Elspeth siempre está hablando de usted. Estará de lo más contenta, claro.
Fen intentó buscar una posición más cómoda en medio de los helechos.
—La naturaleza… —dijo en tonos sombríos—. No puedo decir que haya tenido mucho trato con ella.
—¿Y fue Elspeth quien le dijo todo eso del rastro de sangre?
—Así es —dijo Fen, apartando unos arbustos que parecían querer meterse en su boca a toda costa—. Solo que no se acordó de eso hasta esta tarde. —Arrancó algo que le estaba molestando en la nuca y lo arrojó a la oscuridad. Brenda notó que se estaba moviendo.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
—Arañas.
—Sí, me han estado pasando por encima continuamente. Habitualmente me hacen gritar, pero me encontraba tan mal que casi ni me importaban.
—¿Más whisky?
—Sí, por favor.
Fen le entregó la petaca.
—Menuda borrachina estás hecha —murmuró—. Bueno, te lo has ganado.
La joven bebió un buen trago y le devolvió la petaca.
—Delicioso —dijo—. ¿Sabe una cosa? Creía que nadie se acordaría de aquella historia del rastro de sangre, pero algo tenía que hacer. Y lo que de verdad me daba miedo era que la gente se tomara en serio aquella carta vergonzosa…
—Creo que nadie se la tomó en serio, en ningún momento —le dijo Fen.
—¿Por qué no?
—La opinión general era que tienes demasiado sentido común como para fugarte con un hombre. Y además, la señorita Parry sostenía que el estilo de la carta no era el tuyo.
—Sí, menuda manera de escribir, como un crío, ¿no? Una mentalidad muy pobre.
—Peg’s Own Paper[32] —asintió Fen.
Brenda permaneció en silencio durante unos instantes.
—Creí que nadie iba a venir… —dijo—. No podía moverme, y grité y grité, pero no sirvió de nada. Y me he desmayado Dios sabrá cuántas veces, y he vomitado dos veces…
—Ya pasó todo —dijo Fen a modo de consuelo—. En una hora estarás a salvo en casa… Eso sí, oliendo como una destilería —añadió, y ella se echó a reír.
Los destellos de la linterna que se había llevado Elspeth hacía rato que habían desaparecido entre los árboles. Todo lo que tenían a su alrededor era una profunda oscuridad, y los pequeños ruidos del bosque quedaron sumidos en el susurro de la lluvia, que cada vez caía con más fuerza.
—Si te apoyas en mí —dijo Fen—, ¿crees que podrías caminar un par de yardas? Deberíamos guarecernos bajo los árboles; no quiero que cojas una neumonía…
—La lluvia no me hace nada —dijo en tono desdeñoso—. Pero lo podemos intentar si quiere.
—De acuerdo —Fen se incorporó—. Espera solo un momento que vaya a ver un poco dónde podemos meternos.
Se alejó unos cuantos pasos de donde la muchacha estaba tendida, rebuscando unas cerillas en los bolsillos. Y lo que aconteció entonces le cogió completamente desprevenido.
Oyó un sigiloso susurro de plantas en el sotobosque, muy cerca de donde se encontraba él.
Peligro.
Durante un instante permaneció casi paralizado e incapaz de razonar, escudriñando inútilmente la oscuridad. No tenía armas, ni luz, salvo la que pudiera dar una cerilla. No podía localizar tampoco el lugar de donde provenía el ruido. Pero sabía que el asesino andaba cerca, y que él tenía la obligación de capturarlo. Maldijo en voz alta.
El haz de luz de una potente linterna resplandeció de repente entre los árboles, deslumbrándolo. Las gotas de lluvia cruzaban sesgadamente el haz como brillantes agujas. Pero solo lo iluminó unos instantes, porque enseguida el haz se dirigió hacia donde se encontraba Brenda, tendida de espaldas. Junto a la linterna, Fen pudo ver el brillo mate del negro metal, y vio a Brenda mirarlo con la boca abierta, como si fuera a decir algo.
Durante un segundo, la escena permaneció congelada como si se hubiera grabado en piedra. Entonces, de repente, todo se precipitó. El señor Merrythought, ladrando como una bestia furibunda, se arrojó contra la luz. Se produjo una violenta detonación y una brevísima llama produjo un tenue fulgor. Brenda gritó. Entonces la luz se desvaneció, y se oyeron pisadas que huían entre los árboles, y luego las del perro alejándose en la misma dirección.
Fen regresó trastabillándose hasta donde se encontraba Brenda.
—¿Estás bien? —gritó—. ¿Estás bien?
—Sí —dijo, para alivio del profesor Fen—. Estoy…, estoy bien… Pero tengo mucho miedo. ¿Quién era? ¿Qué ha ocurrido?
—Alguien ha querido dispararme —mintió Fen. Y buscó la mano de joven y la sujetó con firmeza entre las suyas. Brenda estaba temblando.
—No —dijo Brenda como en un susurro, y Fen desconfió de su firmeza—. Era a mí. ¡Era a mí a quien querían matar! ¿Van a volver?
—Yo diría que no…
—Volverán, y usted lo sabe. Oh, Dios…, ¿por qué no pueden dejarme en paz? —dijo Brenda, y estalló en incontrolables sollozos—. ¡No puedo soportarlo más! ¡No puedo soportarlo…!
—Tranquila… —Fen apretó su mano, intentando deliberadamente que notara el dolor—. Animo, aguanta solo un momento…
Los sollozos fueron acallándose.
—Oh, Dios mío —dijo entre lamentos—. ¡Qué maldita cobarde soy…! Era solo… Verá, esto no me había pasado nunca… Es tan desagradable…
—Vamos —dijo Fen—. Ahora vamos a movernos.
La ayudó a incorporarse. Ella se tambaleó un poco y pasó un brazo alrededor del cuello de Fen. La gabardina quedó abandonada en el suelo.
—¿Bien? —preguntó Fen.
—Creo que podré arreglármelas —dijo, dejando escapar una risa entre jadeos.
En un impulso cariñoso, Fen le dio un beso amable en la frente.
—Bendita seas, hija mía —dijo casi en un susurro—. Y ahora, avancemos lo más silenciosamente que podamos. Y por lo que más quieras, no hables.
Melton Chart quedó en silencio de nuevo. Por unos gruñidos olisqueantes y agotados que sintió alrededor de sus piernas, Fen dedujo que el señor Merrythought había regresado.
Mientras iban avanzando a trompicones —ay, demasiado ruidosos— hacia el refugio de los árboles, Fen tuvo tiempo de recapitular todo lo que había pasado, y la sangre se le heló en las venas. ¡Alguien había intentado disparar a Brenda! Dadas las circunstancias, con seguridad esa persona no se detendría así como así. Sin embargo, no podía abandonar a Brenda: la joven era incapaz de moverse lo suficientemente rápido como para huir, y esa era su única posibilidad de escapar. Serían cazados en el bosque como animales heridos. El atacante regresaría, seguiría su rastro, los identificaría y los iluminaría a cierta distancia. Entonces les dispararía a placer. Estaban completamente a su merced.
Y lo peor, y lo más horroroso de todo, era que de todo aquello tenía la culpa él y solo él: Gervase Fen. Había tendido una trampa al asesino, pero con una estupidez ciega e increíble él mismo había caído en ella, arrastrando a Brenda con él. Weems había hecho muy bien su trabajo, pensó; ahora tenía la prueba definitiva. Pero parecía improbable que pudiera vivir para demostrarlo. Tal vez Stagge lo conseguiría averiguar al final, pensó, con aquella delirante verborrea que, tal y como había comprobado en las dos entrevistas previas, el extremo peligro evoca a veces. Si Stagge se detenía a pensarlo, y lo meditaba durante una semana…, «si siete damas con siete fregonas…»[33] La clave era saber cuánto hacía que se había ido Elspeth. Tal vez podrían ocultarse hasta que llegara la ayuda. ¿Media hora? No. Como mucho diez minutos…
La lluvia caía sobre ellos de modo inmisericorde. Parecía que hubieran transcurrido eones desde que llegaron al borde del bosque, con el señor Merrythought merodeando ruidosamente entre sus piernas. «Si lo hace, que lo haga rápido», pensó Fen. Mejor eso que intentar escapar de manera indigna, humillante e inútil.
Y parecía que su deseo iba a cumplirse. Se detuvieron en seco cuando la luz de antes volvió a deslumbrarlos otra vez, aunque esta vez a más distancia. Los cálculos de Fen estaban en lo cierto. Eso significaba que si intentaba abalanzarse sobre el asesino, caería muerto antes de poder cubrir siquiera la mitad de la distancia que los separaba. La mano que sostenía la linterna era firme y segura: las sombras que arrojaba apenas se movían, con los delineados e irreales contornos de unas sombras chinescas en el teatro. De la persona que la sostenía, nada se distinguía, salvo aquella mano huesuda y pétrea que sostenía el revólver.
Fen cedió a su instinto de huir, girándose rápidamente y dando la espalda a la luz para proteger a Brenda con su cuerpo. Sabía que era un intento completamente vano. Una bala para él, otra para ella, y ya: aquel sería el final. Ella levantó la mirada para verlo, y su rostro en las sombras parecía extrañamente tranquilo y despreocupado, casi infantil en su inocencia.
—No te preocupes… —dijo.
Pero no habían contado con el señor Merrythought. No habían contado con los recurrentes ataques asesinos del sabueso. El trabajo y la excitación del día evidentemente habían tenido un efecto funesto en la constitución mental del señor Merrythought, y ahora, más rabioso y violento de lo que cualquiera sería capaz de imaginar, echaba espumarajos por la boca, gruñendo, aullando, y revolviéndose monstruosamente, con los ojos inyectados en sangre y el pelo erizado a lo largo de su columna vertebral. Parecía un aterrador puercoespín.
Y por segunda vez se abalanzó furioso hacia la luz.
El haz de la linterna apenas tardó en iluminarlo, y el disparo sonó cuando el perro se encontraba a mitad de camino hacia ella. Girándose, Fen lo vio tambalearse por el impacto de la bala. Con cualquier otro perro, y sobre todo con cualquier otro perro de la venerable edad del señor Merrythought, eso habría sido suficiente. Pero parecía que el ataque furibundo del señor Merrythought era capaz de trascender todas sus limitaciones físicas. El sabueso siguió avanzando a trompicones, apenas más despacio que antes. El atacante disparó otra vez, aterrorizado, pero esta vez falló. Y un instante después, con un gruñido sanguinario, el señor Merrythought se le había echado encima.
La linterna cayó y rodó por el suelo, propiciando un movimiento de claroscuros entre los troncos de los árboles. Ensordecido por los disparos, Fen adivinó una imprecisa silueta corriendo entre las sombras. En un súbito impulso, se lanzó tras ella hasta que, pasadas unas yardas, la alcanzó con un violento topetazo. Fen soltó los puños para golpear a diestro y siniestro, y sintió un punzante dolor en la mano cuando los nudillos entraron en contacto violento con el duro metal del revólver. Se golpeó la rodilla al caer, y en ese instante su enemigo se desembarazó de él y salió huyendo.
Fen ni siquiera intentó perseguirlo. Tanteó el terreno buscando la pistola, y la cogió. Entonces recuperó la linterna y regresó con Brenda, que se había agazapado en el suelo. Estaba paralizada.
—Se acabó… —dijo Fen calladamente—. No creo que tenga otra pistola ni otra linterna, así que probablemente se irá y nos dejará en paz. Ya pasó todo, cariño.
Una sola lágrima recorrió su mejilla. Durante un par de minutos escucharon los lejanos aullidos del señor Merrythought.
Luego cesaron, y la silenciosa quietud regresó de nuevo a Melton Chart.
Pero bajo un árbol lejano el señor Merrythought sacudía la cabeza, porque su visión se estaba oscureciendo. Entonces hundió su hocico caliente en un matorral de hierba húmeda y cerró los ojos. Los variopintos y deliciosos perfumes de los animales salvajes y de los pájaros se difuminaban en sus ollares mientras se le iba la vida por la herida. Había luchado como un gladiador, pero ya no podía más. No dejó escapar ni un quejido ni un lamento; solo gruñó suavemente para sí mismo y después nada. Y de ese modo, furioso, mohíno y elegantemente altanero, esperó la muerte.
Media hora después el bosque se pobló de luces. Stagge y Elspeth precedían a un grupo compuesto por el doctor barbado y dos camilleros. Fen pensó que jamás en su vida había visto una escena que le resultara tan encantadora y maravillosa.