9. Trabajos de amor logrados

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TRABAJOS DE AMOR LOGRADOS

Fen podría haber dicho sobre el crimen lo mismo que Lewis Carroll solía decir sobre los niños: «No soy omnívoro, como los cerdos». De hecho, prefería los aspectos elegantes y refinados de la historia a un vulgar trozo de pan con mantequilla. Así pues, en el hipotético caso de que la señora Bly hubiera sido asesinada por algún vagabundo, como producto de la simple codicia, Fen no tenía ningún inconveniente en dejarle todo el peso de la investigación a Stagge.

Pero aquel caso no podía desestimarse tan a la ligera. Si Plumstead decía la verdad, la situación implicaba sutilezas que iban más allá de la mera suposición de una trampa, y además, su coincidencia temporal y geográfica con las otras muertes era suficiente para que las sospechas se levantaran por sí solas. Bien podía existir un nexo de unión en alguna parte, y no sería en absoluto una pérdida de tiempo intentar desentrañarlo.

Cuando todavía la nube de polvo que levantaron las ruedas del vehículo de Stagge no se había posado en el suelo, Fen llegó hasta la cancela del cottage de Daphne. La muchacha se había vuelto a tumbar al sol en la esterilla, en el césped, pero levantó la vista con una sonrisa admonitoria cuando vio aparecer al nuevo visitante.

—Supongo que le apetecerá una cerveza —dijo sin dar opción a una discusión, y Fen de inmediato supo que aquella joven era notablemente inteligente. Sin esperar una respuesta, la muchacha se levantó y entró dando saltitos en la casa, y volvió enseguida con algunas botellas y una jarra.

—Es usted de lo más hospitalaria —dijo Fen, que para entonces ya se había derrumbado en el césped, y estaba mordisqueando el largo tallo de una hierba.

—Tengo mucha curiosidad —aseguró Daphne. Se sentó y sirvió la cerveza—. ¿Qué ha ocurrido exactamente?

Fen le sonrió. Había que reconocer que tenía un aspecto estupendo y fresco con aquel vestidito blanco. Su pelo rubio ceniza, recortado a lo garçon, pero un poco más largo, se balanceaba sobre sus hombros cuando se movía, y sus ojos verdes, muy separados, refulgían de alegría y buen humor. La joven le tendió la jarra de cerveza, y él bebió un buen trago.

—Hay pocas chicas de su edad que sean capaces de detectar cuándo uno necesita una cerveza —observó con aire soñador—, y sobre todo cuándo uno necesita tomarla en una jarra adecuada. Envidio enormemente al hombre que se case con usted.

Ella se echó a reír.

—No se crea, tengo otras desventajas —dijo, y añadió con cierta timidez—: Discúlpeme, pero no he entendido muy bien quién es usted. ¿Es usted policía?

—Dios no lo permita. Soy profesor.

—¿De qué?

—De Lengua.

La muchacha se puso en pie de un brinco.

—¡No será usted Gervase Fen!

—Oh, pues sí, resulta que lo soy.

Daphne dejó traslucir su asombro.

—¡Pero yo he oído un montón de cosas sobre usted! ¡Tenemos una amiga en común!

—¿Ah, sí? ¿Y quién es?

—Oh, una chica llamada Sally Carstairs[21].

—¡Cielo santo! —exclamó Fen—. No la he visto desde que heredó todo aquel dinero de la señorita Snaith. ¿Qué hace ahora? ¿Se casó?

—No, no se casó. Compró un piso en Londres.

Fen se quedó pensativo.

—Debe de hacer ya casi diez años de aquello… Dios mío, ¡qué mayor me estoy haciendo! La próxima vez que la vea dígale que ha sido un gesto extraordinariamente desagradecido y cruel por su parte no haberse mantenido en contacto conmigo.

—Tiene mucho cargo de conciencia por eso, créame —le aseguró Daphne—. Y siempre está hablando de aquella juguetería, y de la señorita Tardy, y de Richard Cadogan, y de todos los demás…

Fen suspiró.

—En aquellos días yo era un irresponsable y un despreocupado —dijo—. Desde entonces me he reformado mucho, ¿sabe?, y me he vuelto un poco nostálgico, lo cual es indicio de una vitalidad menguante… Bueno, bueno. Dele recuerdos de mi parte la próxima vez que la vea.

—Naturalmente. Pero ¿qué está usted haciendo por estos lares?

—Dando premios y diplomas —explicó Fen—. En la escuela Castrevenford.

—¿Y entonces supo de este asunto de la señora Bly y le pareció que tenía que echar un vistazo?

—Sí —dijo Fen, recostándose levemente—. En sí mismo no es más que un crimen como cualquier otro. Brutal, sí, pero…, como habría dicho Holmes, presenta ciertos aspectos interesantes.

Daphne se revolvió para buscar una postura más cómoda y se alisó el vestido.

—Cuénteme —le dijo—. Quiero decir, a menos que le preocupe divulgar lo que sabe.

Fen le proporcionó un escueto resumen de los hechos. Ella le escuchó atentamente, frunciendo un poco el gesto por la concentración.

—Supongo —dijo al final— que la historia del señor Plumstead será cierta… Cuando lo vi meterse en el coche de la policía, me pregunté si…

—Personalmente, creo que es cierta —dijo Fen, y le ofreció un cigarrillo.

—No, gracias. He tenido que dejar de fumar, porque me resultaba muy caro… Pero lo que no entiendo es por qué alguien querría matar a esa mujer.

—El mismo problema tenemos nosotros. —Fen se encendió un cigarrillo y lanzó la cerilla usada a un macizo de flores—. Me estaba preguntando precisamente si usted lo sabría.

La muchacha negó con un gesto.

—Yo casi no sé nada de la señora Bly. Verá, este es el cottage de mi tía, y solo estoy aquí de vacaciones.

—Ah… —dijo Fen—. No lo sabía. —Apuró su jarra de cerveza—. Pero tal vez conozca usted a alguien de por aquí que pudiera darme alguna información. Su tía, por ejemplo…

—Ha ido a pasar el día fuera. La verdad es que creo que el pub es su mejor opción. Conozco bastante bien al señor Beresford, que es el propietario, y si se lo presento…

Fen se puso en pie de un brinco con una agilidad que contradijo claramente su diagnóstico de una menguada vitalidad.

—Perfecto —dijo—. Además, eso me permitirá disfrutar de un placer adicional: invitarla a tomar un trago. ¿Está lejos?

—No, está aquí al lado. —Y Daphne imitó a Fen en su ágil decisión, pero con bastante más elegancia—. Pero espere un momento, hay una cosa que quiero saber.

—¿Sí?

—¿Qué le está haciendo la policía al señor Plumstead?

—Solo le está tomando declaración.

—¿No dijo…, no dijo si pensaba volver por aquí? —Daphne hablaba demasiado a la ligera como para creer que era una pregunta casual.

—Si es listo —dijo Fen—, será lo primero que haga. Le van a pedir que se quede en Castrevenford un tiempo.

—Pero eso no va a poder ser.

—¿Y por qué no?

—Porque todos los hoteles y las residencias están llenas con los padres y los familiares de los alumnos.

—Entonces le avisaré y le diré que se aloje en el pub de aquí.

—Sí, supongo que realmente esa es su única posibilidad —dijo Daphne con entusiasmo.

—Me ocuparé de que no la desperdicie —prometió Fen—. Por cierto, ¿qué piensa usted de él?

Daphne estaba ya abriendo la cancela.

—Parece majo —contestó despreocupadamente.

La aldea de Ravensward nunca había crecido lo suficiente como para que su población requiriera una iglesia propia. Era un amable conjunto de pequeñas casas, y pocas de ellas habían sido construidas después de 1800. En su centro había una pequeña plaza triangular, y un arroyo minúsculo, ahora reducido a un regatillo, que discurría bajo un puente estrecho y encorvado. Algunos muchachos alegres y mugrientos se apostaban allí para pescar —haciendo gala de un envidiable optimismo— tras salir del colegio. Aparte de ellos, no parecía haber nadie en el pueblo.

The Beacon se encontraba, puerta con puerta, junto a una pequeña tienda que vendía jabones, y cordelería, y caramelos de frutas, y horquillas para el pelo, y sobres de cartas. El edificio donde estaba el pub tenía un techo a dos aguas muy empinado y varias chimeneas muy altas, y las vigas de madera a la vista, con la fachada formando un bonito dibujo en blanco y negro. Contaba con un salón con barra, pero era obvio que no se utilizaba mucho. El bar era de techo bajo, oscuro y fresco, flanqueado de unos viejos bancos de madera, bien cepillados. Colgadas encima de la barra había hileras de picheles de peltre abollados. Afortunadamente no se veían por ninguna parte carteles con frasecitas ingeniosas y, aparte del propietario, no había nadie en el lugar.

El señor Beresford resultó ser un hombre de mediana edad, de gesto adusto, con la cara encarnada como una manzana lustrosa. Recibió de buena gana a Daphne y esta le presentó formalmente a Fen; el anonimato sencillamente no se concebía en The Beacon. Fen pidió unas pintas de amarga para el señor Beresford y para él, y media pinta para Daphne.

—Señor Beresford —dijo Daphne: el profesor Fen me ha preguntado si le puede contar cosas de la señora Bly.

—¿Ah, sí? ¿Ahora? —contestó el señor Beresford con aire suspicaz. Escudriñó atentamente a Fen durante unos instantes, guiñando un ojo, como para asegurarse de que aquel interés no guardaba ninguna relación con cotilleos y frivolidades, y al parecer quedó satisfecho con lo que vio en su rostro—. Bueno, porque es amigo suyo, señorita Savage, que si no…

Salió de la barra y cada cual cogió su bebida para acercarse a una mesa junto a la ventana. Nadie dijo una palabra mientras se acomodaron; el ambiente reinante sugería que era inconcebible hacer más de una cosa a la vez. El señor Beresford brindó gravemente por la salud de sus clientes; Fen y Daphne correspondieron con un brindis semejante; y los tres bebieron. Luego, el señor Beresford dejó en la mesa la jarra, extrajo una pipa del bolsillo, sacó un paquete de tabaco, metió un poco en la cazoleta y lo encalcó con su dedo calloso.

—Bueno, bueno… —dijo.

Fen percibió que en la mirada de Daphne había una pregunta y asintió para que la hiciera.

—No sé si sabe usted lo que ha ocurrido, señor Beresford —dijo Daphne—. Lo que le ha ocurrido a la señora Bly, digo.

—¿Ocurrido, señorita Savage? ¿Qué puede haberle ocurrido? Estuvo aquí esta mañana…, eso es lo que sé.

—Me temo que ha sido asesinada, señor Beresford.

Permanecieron en silencio mientras el señor Beresford asimilaba la noticia. Era evidente que en su código de conducta no cabía la expresión de fuertes emociones, cualesquiera que fueran las circunstancias. Tras un considerable paréntesis, al final dijo:

—¿Asesinada, me dice usted? Oh. Vaya. Mal asunto. Muy mal asunto. Verdaderamente un mal asunto…

Tras aquella somera evaluación de los hechos, que aunque parecía poco relevante se había pronunciado con una severidad que podría revestir la palabra mal5 con la connotación de toda una filosofía ética…, tras aquella evaluación de los hechos, en fin, el señor Beresford se quedó callado esperando alguna explicación; y Daphne, cogiendo la entradilla, le contó brevemente las circunstancias en las que se había producido el fallecimiento de la señora Bly. El señor Beresford la escuchaba con mucha atención.

—Mal asunto —repitió el tabernero cuando la joven concluyó—. Mal asunto. Pésimo… —Parecía obsesionado con la misma cantinela, como si fuera una runa mágica—. Y este caballero entonces —dijo señalando con la barbilla a Fen—, ¿es de la policía?

—Está trabajando con ellos, sí —dijo Daphne—. Y le he dicho que si hay alguien en Ravensward que puede ayudarle, ese es usted.

Con un movimiento ágil y concreto, el señor Beresford se llevó la pipa a la boca, prendió un fósforo y la encendió.

—Mal asunto —murmuró, y sorbiendo, dejó escapar unos cuantos ruidos líquidos de la boquilla. Fen, aunque apreciaba la placentera lentitud de las conversaciones rústicas, estaba pendiente de sus compromisos vespertinos, así que procuró acelerar discretamente las cosas.

—Lo que necesito es simplemente algo de información —apuntó con cierta precipitación—. Sobre sus amigos, sus familiares, sus costumbres, todo eso.

—Ah —dijo el señor Beresford, asintiendo—. Bueno, ahora le diré lo que puedo decirle, señor… —Y continuó asintiendo repetidamente, al parecer para mantenerlos en silencio mientras él ordenaba sus pensamientos. Luego le dio un buen trago a su cerveza.

—Era una forastera —soltó de repente—. No llevaba aquí más de quince años.

Fen inclinó la cabeza, para indicar que comprendía perfectamente las circunstancias.

—Y tampoco es que se mezclara mucho con la gente de aquí. Hay gente que dice… —el señor Beresford miró a ambos lados. Su voz se tiño de desprecio—, hay quien dice que era una bruja. Pero yo no tengo ninguna razón para afirmarlo, no señor. No digo yo que no haya brujas por ahí…, eso no lo digo yo. Pero la ciencia acabó con ellas… ¿es así o no es así, señor?

Fen se mostró de acuerdo con esa afirmación. Aun así, en su mente dudaba de la fiabilidad del tabernero.

—¿Entonces no tenía amigos? —sugirió.

—No, la verdad es que no los tenía. Y una cosa más le diré, señor. —El señor Beresford se inclinó hacia delante en un gesto de íntima confidencialidad, y golpeó repetidamente la mesa con el índice—: Bebía.

Se recostó otra vez hacia atrás para ver bien el efecto que aquella revelación había tenido en su audiencia.

—Bebía —repitió con aire dramático—. Bueno, que yo también bebo, señor, pero hay bebedores y bebedores. —Y luego emitió un silbido que podría transcribirse como «Pfiuuu»—. Y yo no sé usted, señor, pero yo no confío en las personas que beben solas bajo su propio techo. Eso no es natural, para mi manera de pensar. Digo.

Fen dejó escapar algunos ruidos afirmativos que eran los que se suponía que tenía que emitir ante una revelación así.

—¿Y no tenía familiares? —dijo—. ¿Marido?

—Si tenía marido, yo nunca lo vi —contestó el señor Beresford—. Dicen que si se fue y la dejó cuando ella empezó a beber, pero eso no son más que habladurías. No se fíe usted de eso, señor. No. Lo único que puedo decirle yo aquí y ahora es que nunca apareció por aquí. —El señor Beresford se detuvo para empinar el codo, levantando una mano para poder proseguir su argumento—. Y respecto a sus familiares, tenía un hijo, eso es lo que yo sé. Un hijo casado. Y sé que ella a veces lo iba a visitar; ahora, lo que pensara la esposa del chico de lo cerda que era su suegra…

Hizo un gesto con la cabeza, como para quitarse de encima la visión de las tensiones domésticas que sugería su reflexión.

—¿Y dónde vive su hijo? —preguntó Fen—. ¿En algún pueblo por aquí cerca?

—Ah. De eso ya no estoy yo seguro. Cerca de aquí no, eso sí. Creo que vive en una de esas ciudades grandes —dijo el señor Beresford en un tono melancólico—. Es gracioso que me venga usted preguntando por él precisamente… —comentó tras un unos instantes de silencio.

—¿Eh? Ah. ¿Y por qué?

—Porque hubo otro caballero…, déjeme ver…, creo…, hoy estamos a sábado, así que debió de ser el jueves, cuando vino por aquí el tipo ese. Quería saber también de la señora Bly, y quería saber dónde andaba, y yo le dije que había ido a ver a su hijo, sea donde sea que viva el hijo, pero yo sobre eso no pude contestarle a ese señor, ni puedo contestarle a usted ni a nadie. —Hubo un gesto en los ademanes del señor Beresford, como si se sintiera ofendido por la insinuación no hecha—. No pude serle de mucha ayuda al caballero…, venía haciendo preguntas y eso. Y no tuvo ni la decencia de pedirse ni una media pinta. Uno de esos abstemios que hay por ahí, diría yo.

A Fen se le pasó por la mente una idea.

—No sería de la escuela por casualidad.

—Bueno, señor, pues puede que sí. Los maestros de la escuela a veces vienen aquí, un rato, para tomar una pinta o dos, aunque no mucho más. Pero yo a ese no lo había visto antes.

—¿Puede usted describírmelo?

—De mediana edad sería —dijo el señor Beresford—, y delgado, fuerte, con el pelo cano.

Aunque la descripción era un tanto vaga, la imagen parecía corresponder al profesor Love, o eso pensó Fen, y si había sido él, entonces de inmediato se establecía una conexión entre la muerte de la señora Bly y los asesinatos de la escuela: una conexión que, hasta donde podía alcanzar, no tenía más fundamentos que su instinto para la sospecha criminal.

—Y luego cómo se puso el hombre —prosiguió el señor Beresford— cuando descubrió que yo no tenía ni idea de dónde podía vivir el hijo de la señora Bly. ¡Ah! Chasqueó la lengua y meneó la cabeza como si estuviera desesperado. Me pregunta, dice, si sabía yo cuándo iba a regresar la señora Bly a Ravensward, y es lo que le dije, que hoy. Y eso parece que le calmó un poco, y se marchó sin darme siquiera los buenos días. ¡Ah!

El señor Beresford se detuvo un instante para refrescar su indignación retrospectiva con un buen trago de su jarra.

—¿Entonces la señora Bly ha estado fuera últimamente? —preguntó Fen.

—¿No se lo acabo de decir a usted? —El señor Beresford observó a Fen con pena y conmiseración, pareció, como si fuera un poco lerdo o no comprendiera bien lo que se le decía—. Estuvo fuera, visitando a su hijo desde…, vamos a ver…, desde el miércoles, eso es. ¡Ah! Eso es: desde el miércoles. El miércoles por la mañana estuvo esperando el autobús que va hasta Castrevenford. «De viaje otra vez, señora Bly», le dije yo. «Solo hasta el sábado, señor Beresford —me dijo ella—, solo hasta el sábado.» ¡Y por eso estoy seguro de que regresó esta misma mañana!

Fen pensó que eso significaba que el domicilio de su hijo no podía estar muy lejos. Se le ocurrió que podía preguntar de dónde sacaba el dinero para vivir.

—Ella tenía su pensión, desde luego —dijo el señor Beresford—. Y su hijo creo yo que le daría algo, algo le daría de vez en cuando. O eso debía de hacer. Si no, ¿de dónde sacaba el dinero para beber como bebía?

—¿Sabe usted si tenía alguna cosa de valor? ¿Algo que valiera la pena robar o…?

El señor Beresford negó lentamente con la cabeza.

—Lo dudo yo, señor. Ella en lo único que pensaba era en beber. ¡Habría vendido el alma me parece a mí por un trago!

—Sin embargo, cuando estuve en el cottage de la señora Bly me di cuenta de que habían instalado una cocina nueva.

El señor Beresford pareció un poco humillado al ver que su aseveración se veía refutada tan pronto.

—Eso sí que es verdad —murmuró—. Extraño sí que es. Raro. —Y pronunció esta palabra con un énfasis tan amenazador que la muchacha y Fen casi se sorprendieron; parecía como si poner una cocina nueva fuera el epítome de todas las excentricidades imaginables que se hubieran podido imaginar desde el principio de los tiempos—. Pero el señor Taverner —añadió el tabernero— lo sabe todo de eso.

—¿El señor Taverner?

—Fue él quien le puso la cocina.

—El señor Taverner es el fontanero y carpintero del pueblo —terció Daphne.

—¡Ah! Así es, señorita Savage. No tardará en venir, así que podrán hablar con él. ¡Ah! —dijo el señor Beresford con aire pensativo—. Ahora que lo pienso yo…, una cosa curiosa, una cosa curiosa, sí.

Fen reprimió un vehemente deseo de preguntarle qué era lo que le parecía tan curioso, y esperó pacientemente hasta que el señor Beresford creyó oportuno ilustrarlos cuando le pareció bien y por su cuenta. Y lo hizo después de dar varias caladas premonitorias a su pipa, que hacía ya largo rato que se había apagado.

—Me preguntaba usted antes —dijo— si la señora Bly tenía algo que valiera la pena robar. —Un tanto nervioso y exasperado, Fen asintió—. Bueno, señor, pues me acabo de acordar yo en este momento de que el señor Taverner vio que había algunas cosas viejas cuando le estuvo poniendo la cocina. ¡Ah! Estaban ahí escondidas, en la chimenea misma estaban. Un retrato antiguo me pareció entender a mí, y alguna cosa más. Ahora, que no creo yo que nadie quisiera robar una pintura vieja…, y que era una cosa muy pequeña, según dice todo el mundo…, pero esto solo se lo digo por si le parece a usted que es importante.

Una pintura antigua, pensó Fen: probablemente la miniatura que se había encontrado en el bolsillo de la señor Bly, y si era eso, entonces era posible que…

—Supongo que el señor Taverner estará en condiciones de decirme qué más había —dijo Fen.

—Sí, desde luego, señor. No se lo habría dicho, si no…

—Me alegro de que lo mencionara, señora Beresford. —Una curiosa premonición estaba afianzándose en el pensamiento de Fen: la idea de estar a punto de asistir a alguna emocionante e inimaginable revelación; y cuando pensó en ello más adelante, se asombró al darse cuenta de que en aquel momento no hubiera tenido ni la más mínima idea de lo que podría ser. Se quedó pensativo. El señor Beresford había proporcionado alguna información que podría resultar finalmente útil: por ejemplo, que la señora Bly había estado fuera desde el miércoles hasta aquella misma mañana de sábado; que Love (si es que fue Love) había estado por allí preguntando por ella y por su hijo; que en circunstancias normales no tenía nada en casa que justificara un robo, pero que había algunas cosas «viejas» que se habían encontrado cuando le instalaron la cocina nueva… Desde luego, había que interrogar al señor Taverner. Y había otra línea de investigación que también podía ofrecer resultados…

—Señor Beresford —dijo Fen—, ¿no conocerá usted por casualidad a un profesor del colegio que se llama Somers?

—Ah, pues claro que sí, señor —contestó el señor Beresford sin tardanza—. Podría decir yo que es uno de mis parroquianos. Un caballero joven y muy agradable, aunque callado. Viene aquí solo, mayormente.

—¿Y tenía alguna relación con la señora Bly?

—No que yo sepa, señor. Nunca le oí hablar de ella.

—Entiendo —dijo Fen, un poco desilusionado—. ¿Ha venido por aquí esta última semana?

El señor Beresford vació su jarra y se secó la boca con el envés de la mano.

—Déjeme que lo piense, a ver. Déjeme que lo piense… Estuvo aquí el lunes por la noche, y el martes también estuvo, pero no lo he visto desde entonces. El lunes estuvo aquí hablando con el señor Taverner. Y el martes aquí estuvo muy contento y animado, y así se lo dije yo. «Vaya, señor Somers —le dije yo—, está usted esta noche feliz como una perdiz. ¿Ha heredado una fortuna o qué?» Y va él y me dice: «Algo parecido, señor Beresford —me dice—, algo parecido», y se echó a reír.

El señor Beresford también sonrió, para ilustrar el comentario. Pero en aquel momento tanto Fen como Daphne estaban completamente ajenos a lo que les esperaba a continuación. Porque el señor Beresford levantó una mano, la dejó caer sobre la mesa dando un tremendo golpetazo, y dijo:

—¡Eh, un momento ahí! —y lo dijo con una furia y una violencia tal que Daphne derramó la cerveza que le quedaba en la jarra. El señor Beresford se disculpó, pero muy por encima; su gesto, impasible hasta ese momento, era ahora casi de crispación. Mientras Daphne se secaba el vestido con un pañuelo, y Fen se retiraba precipitadamente del Niágara de cerveza que se estaba derramando por el borde de la mesa, el señor Beresford no hizo más que levantar el dedo con un gesto melodramático para dar a entender que le había llegado la inspiración.

—¡Charlie, el Truenos! —exclamó ante su espantado auditorio—. Claro que sí. ¡Charlie, el Truenos!

Al principio, y comprensiblemente, ambos pensaron que aquello no era más que un comentario sobre los difíciles procesos digestivos de algún ilustre personaje local, y miraron al señor Beresford con aire de perpleja sorpresa; pero pronto fueron desengañados de esa idea.

—¡Él lo vio! —añadió el señor Beresford, pronominalmente oscuro—. Lo vio salir del cottage.

Fen se acodó en la mesa y se atrevió a pedirle que se explicara.

—Charlie el Truenos, eso fue. —El señor Beresford empezó a calmarse enseguida, y, de hecho, pareció como si estuviera confuso y avergonzado por su estallido de entusiasmo—. Espero que no se haya echado a perder su bonito vestido, señorita Savage.

—No, no —dijo Daphne educadamente—. Pero díganos, señor Beresford, qué vio Charlie el Truenos. —Y empezó a frotarse el vestido con más violencia si cabe que antes.

Sin embargo, el señor Beresford para entonces ya estaba únicamente pensando en sus responsabilidades de tabernero. Cogió un trapo de la barra y empapó la mesa con él. Solo cuando terminó aquella operación y Fen le encargó una segunda ronda de cervezas, volvió al asunto que se traían entre manos.

—Lo que me estaba preguntando usted, señor, era si el señor Somers había tenido alguna vez algo que ver con la señora Bly. Y yo le dije que no, pero porque se me olvidó lo de Charlie. Verá usted, a Charlie le falta un…, está un poco de aquí… —Y el señor Beresford se dio unos significativos golpecitos en la sien con el dedo—. No siempre puede uno fiarse de él. Así que cuando me dijo, justo antes de cerrar el martes, que había visto al señor Somers saliendo del cottage de la señora Bly…, bueno, yo no le presté mucha atención. Pensé para mí que se estaba imaginando cosas. ¡Y por eso lo había olvidado!

Dio un largo trago a la nueva jarra de cerveza, con un aire penitencial. De momento, Fen no le hizo ninguna precisión, porque estaba pensando en la secuencia de hechos que se derivaban de lo revelado en los últimos minutos. El señor Taverner descubre algunas «cosas viejas» en el cottage de la señora Bly; el señor Taverner habla con Somers; este visita a la señora Bly y poco después se le ve extrañamente contento y feliz en el pub. Fen miró el reloj que había encima de la barra y vio que las manecillas estaban a punto de dar la hora.

—¿Entonces está usted esperando al señor Taverner? —preguntó.

—A la una vendrá, señor. Estará al caer. Y le podrá decir lo que usted quiera, se lo aseguro yo. Es un hombre muy inteligente, el señor Taverner digo, y un predicador muy famoso.

—¿Predicador, dice?

—Predicador laico, señor. Ha predicado por todo el condado. Pero no es un santo Jesús, entiéndame —añadió el señor Beresford: una explicación que a Fen le resultó de lo más pintoresca—. Salvo en domingo, le gusta tanto calzarse una pinta como a cualquier hijo de vecino.

El señor Beresford se quedó callado y pareció escuchar algo con detenimiento; unas pisadas se acercaban a la puerta del bar, y exactamente cuando el picaporte giró, el reloj que había encima de la barra dio la una. La puerta se abrió y entró el señor Taverner, seguido de un joven grandullón y tímido, que venía arrastrando los pies.

Si no fuera por su indumentaria de carpintero, que estaba tiznada con pintura y moteada con serrín, el señor Taverner parecería un mayordomo real. Tenía la cara colorada, de tonos ocres, con prominentes bolsas bajo los ojos, y su cuerpo tenía en todo la semejanza de una pera. Emanaba una pomposidad típicamente johnsoniana[22]. El suelo de madera crujió bajo su considerable peso. Del bolsillo de su pechera asomaba un formón. Le dio a los presentes los buenos días con una voz melodiosa, rotunda y clerical. Luego avanzó con paso moderado y gran dignidad hasta la barra, donde recibió, y después pagó, una pinta de amarga que el señor Beresford le sirvió, dejando al muchacho grandullón que pidiera lo que quisiera. A continuación tuvo lugar una conversación en voz baja, y a su conclusión el señor Taverner se aproximó a Fen y a Daphne con aquel mismo movimiento dramático de ánfora andante. A Daphne le dedicó una leve reverencia, y luego se dirigió a Fen.

—Creo, señor —dijo—, que voy a tener el placer de conocerle.

Fen se levantó, le estrechó muy seriamente la mano y le hizo un gesto, a modo de formal invitación, para que se sentara; entonces el señor Taverner cogió una silla vacía, la agarró firmemente por el respaldo, la sacudió con violencia —al parecer para comprobar que el machihembrado era seguro— y después de arrastrarla a un lugar donde no pegara el sol, se sentó en ella con una majestuosa gravedad. Luego aplacó su sed con un par de sonoros tragos y dejó la jarra de cerveza en la mesa. El joven grandullón, que se había agenciado una media pinta de cerveza ligera, se sentó a su izquierda y un poco por detrás de él. Parecía como si fuera una especie de ayudante, y en su actitud hacia el señor Taverner había algo reverencial. Fen pensó que así debían de comportarse los aprendices medievales respecto a sus señores. El señor Beresford, ocupado tal vez en una tarea inimaginable, había desaparecido en las más profundas simas del bar.

El señor Taverner se aclaró el gaznate.

En mitad de la vida, estamos muertos[23] —sentenció el carpintero. Su mirada se clavó inquisitivamente en la figura de Fen, como si estuviera tomándole medidas para fabricar su ataúd, y luego permaneció en silencio para que su auditorio reflexionara y asimilara aquella frase—. Naturalmente, señor, me ha producido una terrible conmoción saber que la señora Bly ha fallecido en circunstancias tan violentas. No exagero apenas si le digo que estoy abrumado. —Fen pensó que pocas veces había visto a alguien con tanta capacidad para sobrellevar esa conmoción abrumadora como el señor Taverner—. Estoy seguro de que mi ayudante, el señor Tye —en ese momento se giró para dedicar una gélida y calculadora mirada al joven grandullón—, está tan apenado como yo mismo.

—Sí, señor Taverner —dijo el señor Tye con gesto sumiso.

—Siendo así —prosiguió el señor Taverner—, no necesito decir que estaré encantado de ofrecerle la máxima colaboración para que pueda aprehenderse al asesino. —Echó un vistazo rápido a su alrededor, como si estuviera presagiando una batalla inminente allí mismo, e hizo un severo gesto militar con la mano—. Y lo mismo digo del señor Tye.

—Sí, señor Taverner —asintió el señor Tye.

—Es extraordinariamente amable por su parte —dijo Fen—. Si no le importa, me gustaría que me contestara a un par de cuestiones que…

—Mi conversación —dijo el señor Taverner con paquidérmica gracia—, será «sí, sí», y «no, no». La iniciativa, señor, es suya.

—Estoy sobre todo interesado en esa nueva cocina que le instaló usted recientemente a la señora Bly en su casa.

—Ah, sí. Me veo obligado a confesar, señor, que la naturaleza de ese encargo me sorprendió, y que al principio fui reacio a llevarlo a cabo. ¿Verdad, señor Tye?

—Sí, señor Taverner —dijo el señor Tye.

—Y la mercenaria e inevitable razón de esas suspicacias era la previsible dificultad a la hora de conseguir que se abonaran mis servicios. En cualquier caso, al final, lo hice, efectivamente, y al final, efectivamente, cobré. —El señor Taverner hizo sonar la calderilla en su bolsillo, presumiblemente para confirmar su ultima aseveración—. La cocina antigua, que era de las de quemar aceite, estaba muy estropeada y ya ni siquiera se podía arreglar, y aunque la señora Bly, digamos, había abandonado la gran mayoría de las costumbres civilizadas, aún necesitaba los fogones para cocinar.

—Y entiendo que fue usted quien encontró… —interrumpió Fen de un modo bastante brusco.

El señor Taverner levantó la mano.

—Todo a su debido momento, señor. Ya llegaré a eso cuando tenga que llegar. Pues bien: con el fin de instalar la nueva cocina, fue necesario nivelar el hogar de la cocina. El señor Tye estará de acuerdo conmigo, creo, en que ese trabajo no era baladí.

—No, señor Taverner —dijo el señor Tye—. Quiero decir, sí, señor Taverner.

El señor Taverner le dedicó una mirada lastimera, pero evitó hacer cualquier comentario.

—En realidad, me vi obligado a retirar un cierto número de ladrillos de la chimenea. ¿Y qué fue lo que encontré? Un alijo, señor: un auténtico alijo.

Le dio un buen trago a su cerveza, con evidente satisfacción.

—Un hueco revestido con mortero —prosiguió—. Romántico, ¿no le parece? —En ese punto el señor Taverner sonrió de un modo que evidentemente él suponía enigmático y divertido—. Pero, ay, allí no había ningún tesoro escondido: no había nada, bueno, quiero decir, nada excepto un relicario y algunos hatillos de viejos papelajos amarillentos. Naturalmente, le comuniqué a la señora Bly mi hallazgo.

—Sí, sí… —dijo Fen, cuya impaciencia se encaminaba a pasos agigantados hacia la exasperación—. Pero esos papeles…

—Le comuniqué, digo, mi hallazgo —repitió el señor Taverner, y reprobó con un gesto hosco la indecorosa precipitación de Fen; Daphne le dio a Fen unos golpecitos amables con la mano en el brazo—. Me temo que aquel descubrimiento le disgustó. Creo que el señor Tye tuvo la misma impresión…

—Sí, señor Taverner —dijo el señor Tye apresuradamente.

—Como usted comprenderá, ella esperaba que hubiera algo de valor, algo que pudiera vender. Bueno, desde luego, estaba el relicario: yo le dije que a lo mejor podía sacar por él unas cuantas libras, porque era de plata. «¿Y qué me dice de los papeles?, señor Taverner», preguntó. «¿Cree que podré venderlos?» Naturalmente, señor, yo me reí de ella en su cara. «Nadie quiere papelajos viejos, señora Bly», le dije. «Las cartas puede quemarlas usted tranquilamente. Pero por el otro fajo de papeles viejos puede sacar usted un par de libras en un museo.» No se puede usted ni imaginar, señor, lo que me contestó. —Fen hizo un ruido ininterpretable—. Me dijo: «Cien libras, señor Taverner, eso es lo que pediré por los papeles. Y si no me las dan, lo quemaré todo». —Fen dejó escapar otro lastimoso suspiro—. Nos estuvimos riendo un buen rato con eso, señor.

Fen sonrió sin ninguna alegría; estaba aferrado a los brazos de su silla con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¿Y me puede usted describir esos papeles de algún modo, señor Taverner?

—Innegablemente eran viejos. Muy viejos. Amarillentos, como le dije, y estaban comidos en las esquinas. ¿No estoy en lo cierto, señor Tye?

—Sí, señor Taverner —dijo mecánicamente el señor Tye.

—Los dos paquetes tenían la misma caligrafía, muy retorcida y desvaída, y con algunas extrañas faltas de ortografía. Uno de los dos fajos, como le dije, eran cartas privadas. El otro parecía como de poesías, aunque confieso que no pude sacar nada en claro de ello, más allá del título.

Fen se inclinó hacia delante.

—¿Y qué era?

—Oh, Trabajos de amor logrados[24] —dijo el señor Taverner.

A Fen se le quedó la cara como si le hubieran puesto delante un espectro… y, en cierto sentido, se lo habían puesto. Lo increíble, lo insospechado, había ocurrido. Hizo unos cálculos rápidos. Stratford estaba a cuarenta millas, a poco más de una hora en coche… Y, sin embargo, era increíble.

Incluso el señor Taverner estaba sorprendido ante el efecto que había causado aquella inocente mención en su interlocutor. De hecho, se había quedado con la boca abierta, y así seguía: parecía alelado, con su dignidad diplomática desvanecida. El señor Tye, para quien aquel momentáneo éxtasis era total y absolutamente incomprensible, observaba confuso y aturdido la escena. Daphne comprendió que algo había ocurrido, algo trascendental, aunque no estaba muy segura de qué era exactamente. Y durante medio minuto todo el mundo permaneció en completo silencio.

Fen fue el primero en recomponerse, y solo tras repetirse una y otra vez veces las mismas palabras machaconas: «Imposible, imposible, imposible…». Ni siquiera se atrevía a pensar que aquello no fuera, efectivamente, de todo punto algo imposible. Si fuera verdad, y las cartas —¡las cartas!— se hubieran quemado… Sintió escalofríos, como un loco aquejado de un ataque de fiebre. Por supuesto, todo aquello explicaría los asesinatos… ¡Lo que estaba en juego era una verdadera enormidad!

Se dio cuenta entonces de que, inconscientemente, había estado aguantando la respiración, y expiró el aire con una especie de ruidoso jadeo. Entonces apuró su jarra de cerveza hasta la última gota, y cuando volvió a levantar la mirada, la normalidad parecía haberse restaurado. El señor Taverner había dejado de boquear, el señor Tye había regresado a su aquiescencia acrítica, y Daphne parecía simplemente un poco más perpleja que cuando llegaron. Los rayos de sol arrancaban destellos de las botellas y de los vasos que había tras la barra, y una abeja zumbaba enloquecida mientras chocaba contra el cristal de una ventana.

—Me ha sido usted de muchísima ayuda, señor Taverner —dijo Fen—. De mucha ayuda… —Una aseveración que, si hubiera podido percibirlo el señor Taverner, venía cargada de una férrea dosis de autocontrol. La principal emoción de Fen respecto al señor Taverner era el deseo de cogerlo del cuello y asfixiarlo con sus propias manos.

—Me halaga usted mucho, señor —dijo el señor Taverner, inconscientemente vanidoso—. Me adula.

Fen pudo oír cómo se aproximaba un coche a lo lejos: era su taxi, con toda probabilidad. Pero calculó que había tiempo para una pregunta más, una sola. Una pregunta para la que, no obstante, ya tenía respuesta.

—Señor Taverner, ¿le mencionó usted por casualidad el pasado lunes al señor Somers, de la escuela, todo este asunto de los papeles, igual que me lo ha contado a mí?

El señor Taverner pareció sorprendido.

—Pues sí, señor, ¿cómo lo sabe? Y a fe mía que parecía interesadísimo.

El taxi aparcó a la puerta. Fen se puso en pie. Notó que estaba mareado.

—Sí —dijo—. Sí, me imagino que lo estaría… Por cierto, puede que le interese saber, señor Taverner, que es usted el responsable indirecto de tres asesinatos, así como la persona directamente responsable de la destrucción de un bien de incalculable valor, que en una estimación conservadora, podría alcanzar, diría…, un millón de libras. Le sugiero que en el futuro se abstenga de ofrecer consejos sobre el valor de cosas sobre las que no sabe nada, y se limite a los púlpitos y a los destornilladores. Buenos días.

Salió de la posada en medio de una indignación sobrecogedora. Estaba junto a la puerta del taxi cuando Daphne lo alcanzó.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¿Qué demonios ha pasado?

Aunque aún temblaba de furia, Fen se las arregló para sonreír.

—Lo siento —dijo—. No debería haberla hecho pasar por esto…

—No importa. Pero ¿de qué va todo esto? ¿Qué es eso de los Trabajos de amor logrados?

—¡Es una obra perdida de Shakespeare! —le dijo Fen—. Una obra de la que nadie había vuelto a saber nada desde por lo menos 1598. Por fortuna, no creo que puedan haberla quemado, aunque en este momento se encuentra sin duda en posesión del asesino… Y ahora perdóneme: tengo que irme enseguida. —Se subió al taxi—. Ah, y me acordaré de sugerirle a su señor Plumstead que venga y se quede aquí con usted.

El taxi partió, y Daphne se quedó allí parada, mirándolo marchar, completamente confusa y perpleja por lo que acababa de presenciar.