11. Razonando para equivocarse
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RAZONANDO PARA EQUIVOCARSE
Stagge abrió la carpeta y sacó unas cuantas hojas de papel bien ordenadas y repletas de notas escritas.
—No es del todo preciso, señor —apuntó—. Hemos eliminado a un buen puñado de gente, claro, pero aún tenemos a cuatro…, bueno, yo diría a tres y medio, que no tienen coartada.
—¿… y medio? —preguntó Fen con gesto de perplejidad—. Se refiere usted a un muchacho, entiendo.
—No, no, señor. Solo hay una persona que podría haber matado al profesor Love, pero no es Somers. Es Galbraith, para ser precisos.
Fen resopló.
—Galbraith no mató al profesor Love —dijo con impaciencia. Y por primera vez se le pasó por la cabeza seriamente la posibilidad de que Stagge no tuviera ni la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo—. ¿Qué les ha dicho? ¿Cuál es su coartada?
Stagge rebuscó entre sus papeles hasta que encontró la ficha concreta.
—Estuvo solo en sus dependencias desde las siete y media en adelante, de acuerdo con su propia declaración. Al parecer no está casado, y puede salir y entrar de su casa sin que su casera lo sepa.
—¿Dónde vive?
—En Snaghill. No lejos de aquí. Como la mayoría. En cualquier caso, Galbraith llamó por teléfono al capellán a las diez y media, para hablar de algo referido al orden de los asientos en el servicio religioso de esta mañana, y supo que se había producido algún pequeño contratiempo. Así que volvió a venir aquí para hablar con el doctor Stanford sobre ello, y estuvo con él desde las once menos cuarto hasta que se descubrieron los asesinatos. ¿Entiende lo que significa esto? Pues que Somers no pudo ser asesinado hasta justo después de las once…
Fen suspiró.
—Ya, ya… —dijo—. Ya entiendo lo que significa. Bueno, ¿y quiénes son los otros tres sospechosos a tiempo completo?
Stagge consultó otra vez sus papeles.
—Mathieson, para empezar.
—Ah, sí. El que dirige la obra de teatro…
—Justo. Estuvo en la reunión de los Fasti, para los eventos del último trimestre, con casi otra docena de personas, desde las nueve y media a las once menos cuarto. Luego regresó a su residencia solo, y según nos dice, llegó allí a las once. Pero no tenemos confirmación de ello.
—¿Dónde vive?
—Bastante cerca del profesor Love, de hecho. A apenas una milla, en realidad. Le habría costado llegar alrededor de un cuarto de hora. Pero la realidad es que pudo haber llegado a casa sin que nadie lo viera a cualquier hora antes de medianoche. Vive con una familia, de pupilo, un tipo de alojamiento muy raro por estas tierras, y estuvieron todos fuera hasta mediada la madrugada.
—Entiendo. El siguiente candidato, por favor.
—Philpotts —dijo Stagge—. Es el profesor de química que descubrió que habían reventado el armario del laboratorio. También estuvo en la reunión de los Fasti desde las nueve y media a las once menos cuarto. Luego se fue a casa solo, y según dice, llegó alrededor de las once menos cinco. Eso concuerda bien con la distancia, pero tampoco tenemos confirmación de su historia. Su mujer no estaba en casa, porque tuvo partida de bridge hasta muy pasada la medianoche, y sus hijos estaban ya durmiendo. Tiene ocho críos… —dijo Stagge con ánimo informativo—. Ocho, vaya —repitió, sorprendido ante una fecundidad tan descontrolada—. Y al parecer ninguno de ellos lo oyó llegar. Duerme en una habitación distinta de la de su mujer… (normal, con ocho críos…), así que el hecho, simplemente, es que nadie lo vio desde las once menos cuarto hasta la hora del desayuno, hoy por la mañana.
—Sí —dijo Fen pensativamente—. Me gustaría comentarle algo: será solo un momento, si me lo permite. ¿Le dijo usted algo a Philpotts ayer sobre ese armario del laboratorio de química?
—Sí, señor.
—¿Averiguó usted en qué circunstancias se abren y se cierran esos armarios, y qué profesores tienen llaves?
—Todos los profesores de ciencias tienen llaves de esos armarios, señor…, seis profesores en total. Y los armarios siempre están cerrados cuando no hay un profesor en el aula. Por razones obvias. Philpotts dice que todos son muy estrictos en ese punto, y por lo que él sabe, esa norma se ha cumplido siempre.
—Bien —dijo Fen, y sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo colocó cuidadosamente en la cabeza a modo de protección contra el sol; aquello solo consiguió que pareciera un beduino muy poco convincente—. Es un pequeño detalle, pero vale la pena tenerlo en cuenta. Y ahora, vamos con el tercer sospechoso.
—Etherege —dijo Stagge—. No tiene coartada para ningún momento del espacio temporal que nos interesa. El último que lo vio fue Wells, cuando salía del edificio Hubbard a las diez. Dice que fue a dar un paseo, y que no llegó a casa hasta las doce menos cuarto. Desconfío de la gente —añadió en tono malhumorado— que sale a dar paseos en plena noche. Es antinatural.
Fen se quedó pensativo.
—¿Sabe? —dijo tras unos instantes de silencio—. Creo que hay una omisión importante en su lista.
—¿Una omisión, señor? ¿Qué quiere decir?
—Wells, superintendente. El impecable Wells. Estaba solo en su oficina, ¿no?, entre las diez y las once.
Stagge lo miró atónito.
—Santo Dios, señor, tiene usted toda la razón… Le dije a mi gente que no se preocuparan por él, porque en todo momento nos ha estado diciendo lo que hizo. Sencillamente me olvidé de él, lo pasamos por alto… —Sacó entonces un lapicero y redactó una breve nota al final de la última hoja—. Wells. Sí, él también tuvo oportunidad de hacerlo…
—¿Ha comprobado usted las coartadas de otros empleados del colegio? El resto…, el administrador, los otros profesores.
—Sí, señor. Incluso pensé en los de mantenimiento. Aunque no en el personal del servicio doméstico. ¿Cree usted que deberíamos interrogarlos también?
—No —dijo Fen rotundamente—. Sería una completa pérdida de tiempo. ¿Cree usted que esos informes son fiables?
—Creo que sí, señor. Hay un montón de fiestas esta noche, así que mis hombres podrán hacer un montón de comprobaciones y preguntas. La gente que hemos descartado, bien descartada está, de eso estoy seguro.
Fen le cogió los papeles y los leyó detenidamente. Aparte de lo que le había comentado el superintendente, aquellos documentos nos ofrecían nada de interés…, aunque se percató de que el administrador, el ayudante de los Junior Training Corps, el médico del colegio y el bibliotecario habían estado todos jugando al bridge en casa del administrador entre las diez y las once, y se excusaban naturalmente los unos a los otros.
—Y lo siguiente —dijo con acento melancólico cuando le devolvió los documentos— es descubrir la coartada del asesino de la señora Bly.
Stagge asintió con semblante apesadumbrado.
—Eso, como usted dice, será lo siguiente.
—¿Cuál fue la hora exacta de la muerte?
—Plumstead dice que serían aproximadamente las once y cinco o y diez…
—Ah, sí. Durante la exhibición gimnástica, exactamente. Así que Etherege no pudo hacerlo. Estuve hablando con él justamente durante la exhibición.
—¿Había muchos profesores por allí, señor?
—No muchos, supongo. Cualquiera se traga el acto entero.
—¿Philpotts?
—No lo vi. No sé dónde estaría.
—¿Mathieson, entonces?
—No, no creo que estuviera tampoco.
—¿Wells?
—No, tampoco a él. Pero no es que estuviera muy pendiente, ya sabe. —Fen miró a su compañero, cuyo rostro reflejaba un lastimoso abatimiento—. Bueno, superintendente, ¿y ha llegado usted a alguna conclusión respecto a esas cinco personas?
Stagge volvió a meter los papeles en la carpeta, la cerró con un golpe seco, y la dejó en la hierba, al lado del banco. Miró a su alrededor, a las ventanas superiores del edificio Hubbard, al cielo inmaculado, a las copas de las hayas en las orillas del río, y al propio río del que apenas se divisaba un fugitivo recodo. Pero lo que vio no consiguió animar su espíritu abatido.
—Es difícil, señor —dijo al final—. Condenadamente difícil. He estado pensándolo mientras esperaba que usted saliera del salón de actos. —Se mesó el bigote, como si no estuviera seguro de que aún siguiera allí—. Fíjese en el asesinato del profesor Love, por ejemplo. Lo encontraron muerto a las once, y Mathieson y Philpotts ni siquiera dejaron la reunión de los festejos aquí en el colegio hasta menos cuarto… Apenas tendrían tiempo siquiera para llegar a su casa y pegarle un tiro.
—Hay bicicletas —apuntó Fen bastante obviamente.
—De acuerdo, señor. Pero el tiempo no es la única dificultad que se nos plantea. Tenemos que suponer que ambos conocían la costumbre del profesor Love de tomar el café con su mujer a las 10:45 todas las noches. Y, si uno puede evitarlo, no planea matar a un hombre del que sabe que estará tomando café con su mujer.
—También se podría hacer un reconocimiento previo y comprobar que ella no estaba.
—Ya, señor, pero me concederá usted que uno no andaría rondando la casa de su víctima con una pistola en el bolsillo solo por si diera la casualidad de que las cosas le fueran tan propicias como para que justo esa noche en concreto pudiera llevar a cabo su plan.
—Cierto, estoy de acuerdo con usted en eso. Pero centrémonos ahora en Somers; tanto Mathieson como Philpotts podían haberlo matado tranquilamente.
—Sí, señor. Y es así como encaja todo, según lo veo yo. —Stagge entrelazó sus grandes manazas y se golpeó con ellas la rodilla para hacer hincapié en cada detalle que iba describiendo—. El asesinato de Somers: Mathieson o Philpotts o Etherege o Wells pudieron haberlo cometido. Bien. El asesinato de Love: Galbraith o Wells pudieron cometerlo. Sigamos. El asesinato de la señora Bly: no podemos estar seguros de nada, pero, desde luego, Etherege no pudo hacerlo. Hágase la cuenta y eso deja a Etherege y a Wells en una situación más que comprometida. Y si Wells no tiene una coartada para la muerte de la señora Bly, entonces todo apunta a que nuestro hombre debe de ser… —Pero aquí se paró—. Solo hay un problema a la hora de razonar de esta manera concreta: no podemos estar seguros de que los tres asesinatos fueran cometidos por la misma persona.
—Fueron diferentes personas, pues —dijo Fen—. Al menos hay dos asesinos implicados. Y cuatro asesinatos, superintendente…, no tres.
—¿Cuatro, señor?
—La cuarta víctima es Brenda Boyce.
—Oh, vamos, señor… —comenzó a protestar Stagge, pero Fen le interrumpió.
—Lo siento —dijo tras pensarlo bien—, pero me resulta de todo punto inconcebible que esa chica siga viva.
Se hizo un largo silencio. Desde el campo de criquet llegaba el sonido de otra ronda de aplausos, y alguien bastante cerca estaba silbando el vals Merry Widow. Stagge estaba visualizando la educación de Etherege, la fingida torpeza de Mathieson, la ácida vehemencia de Philpotts. Y no estaba nada convencido. Aunque era normalmente un hombre tranquilo, de ningún modo era un individuo insensible, y era muy consciente de que Fen había llegado mucho más allá en el caso que él. Si hubiera querido, podría haber exigido oficialmente que Fen le comunicara sus deducciones y sus hipótesis, pero no le gustaba trabajar de ese modo, y además estaba lejos de estar seguro de que ese método pudiera dar resultados positivos con un hombre con el temperamento de Fen.
«No cabe duda de que he fracasado», pensó. «Demasiado complicado. Excesivamente complicado para mí.»
Fen intuía que algo de eso pensaba, y sintió algún remordimiento de conciencia.
—Escúcheme, superintendente —le dijo—, debe tener muy claro en estos momentos que tengo algunas ideas bastante precisas sobre todo esto. Y usted es lo suficientemente razonable, creo, como para no tomárselo a mal si le digo que hasta este momento, usted no las tiene.
—Lo admito, señor —dijo Stagge, con cierta dignidad—. Todo esto me supera un poco en estos momentos, y tampoco tiene ningún sentido ocultarlo. Estoy completamente en sus manos.
Esperó. Fen frunció el ceño y se miró las uñas.
—La cuestión es esta —dijo lentamente—: que yo estoy moralmente seguro de las respuestas a todas las preguntas que se nos plantean. Lo único que ocurre es que no tengo las pruebas. Hay algunos indicios, pero todo podría derrumbarse ante un tribunal, y eso es lo último que queremos que ocurra. Como usted sabe, nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito. Pero le diré lo que voy a hacer: deme hasta medianoche de hoy para encontrar la prueba que busco, y si no la tengo para entonces, entonces le aseguro que se lo diré todo.
—Me parece muy bien, señor. Ojalá tenga suerte en su búsqueda.
—¿Qué va a hacer usted el resto del día? ¿Dónde puedo localizarle?
—Bueno, señor, ahora regresaré a Castrevenford para conseguir algunas órdenes de registro… Creo que deberíamos registrar las casas de Wells, Philpotts, Mathieson y Etherege. En busca del manuscrito, ya sabe, y probablemente de la pistola. Por supuesto, si alguno es culpable estará preparado para evitar que encontremos nada, pero hay que hacer lo que se pueda. En fin, dejaré dicho en la comisaría que le tengan al tanto en todo momento de dónde estoy, por si me llama por teléfono.
Fen se puso en pie de un salto, sacudiéndose los trocitos de la hoja de laurel de su regazo.
—Marchons alors! Los sospechosos sin duda acudirán a la fiesta del director, así que tengo que estar presente. Le haré saber lo que averigüe.
Stagge sonrió.
—Buena caza, señor —dijo.
Fen cruzó a grandes zancadas el recinto escolar hasta las puertas de entrada, y así llegó al barrio de Snagshill. Era una próspera zona residencial de calles tranquilas, casas grandes y hermosas, y pintorescos jardines, rebosante de adinerada respetabilidad y ocupada principalmente por gentes de cierta edad. Pero aquel día el barrio estaba más animado que de costumbre. Los padres y los chicos iban y venían, se cruzaban con Fen y lo saludaban respetuosamente, y aquellos que habían estado presentes en la ceremonia de entrega de premios lo hacían incluso con verdadero afecto. En circunstancias normales aquello habría halagado extremadamente su vanidad…, porque Gervase Fen tenía una buena dosis de vanidad, aunque habitualmente la ostentaba con cierta sorna e indiferencia. En aquella ocasión, no obstante, su respuesta apenas fue algo más que automática. Estaba demasiado ocupado trazando planes.
Pensaba que había hecho bien al decirle a Stagge que no había pruebas suficientes aún para llevar el caso a la mesa de un fiscal. Una demostración por el mero sentido común, en la cuestión de los manuscritos, podía quedar hecha jirones frente a un tribunal en manos de un abogado dotado de cierta habilidad… Por otro lado, existían distintas alternativas para explicar tanto el esguince de muñeca de Somers como la frase inacabada del profesor Love. Sin embargo, la solución del caso era evidente. Supo que la tenía ante sus ojos.
El asesino había cometido dos errores especialmente llamativos; no era descartable que tuviera en mente incluso cometer otro crimen, tanto más cuanto que no sabía hasta dónde había llegado la investigación. Fen intentó desarrollar en detalle una idea que había alumbrado vagamente cuando Stagge le comentó los informes de las coartadas. Pensó con cierto abatimiento que la trampa que pensaba tenderle al asesino no era muy hábil, pero era lo mejor que se le ocurría de momento, y si la persona era un poco nerviosa podía caer perfectamente en ella sin darse cuenta. Y si fallaba, fallaría, y punto; en ningún caso estarían peor de lo que estaban en ese momento. Debía evitarse a toda costa que el asesino cometiera otro crimen.
El único problema con ese plan era que requería un agente: alguien capaz de actuar, alguien con un sutil dominio del arte escénico…
Al final tuvo a la vista la casa del director. Se encontraba un poco apartada del resto de edificios de Snagshill, en una finca bastante grande: una hermosa y agradable residencia de la época de la reina Ana, con un curioso tejado a cuatro aguas con remates en las esquinas, unas sencillas chimeneas y una puerta principal elegante y noble. Junto a la puerta pudo ver que había un policía uniformado, previsiblemente para que nadie se colara en la fiesta. Y, avanzando hacia él, apartándose de la fiesta del jardín, iba Weems, el maestro de música.
Weems…
Fen se había fijado en Weems cuando acompañó el himno del colegio, y en aquel momento había pensado que tenía el aire de un cortesano intrigante del Renacimiento. Era un hombre de aspecto juvenil, blando, moreno y ágil, con una mirada gélida y un aire maquiavélico en su porte. Vestía una indumentaria impecable. El párpado del ojo izquierdo se le caía ligeramente, concediéndole, para desconcierto general, la apariencia de una persona que transmitía una sensación de vicio lujurioso. Las apariencias engañan, y Fen lo sabía; pero si la capacidad actoral de Weems se ajustaba a su aspecto cortesano e intrigante, podía resultar muy útil su concurso…
Fen observó a su alrededor. De momento no veía a nadie comprometido por allí, salvo al policía. Se acercó a Weems y entabló conversación con él.
Innegablemente Weems se ajustaba a lo que su aspecto sugería. No mostró la menor sorpresa ante la petición de Fen, y tampoco hizo preguntas; Fen tuvo la impresión de que habría envenenado de buen grado al mismísimo director si el plan hubiera sido lo suficientemente retorcido, sutil y complejo.
—¿Y cuándo quiere que lo haga? —se limitó a decir.
—Antes de cenar, en todo caso. En cuanto pueda.
—Muy bien. Debo entender que esa persona de la que me habla es el asesino.
—Esa persona… —dijo Fen—, sí, cierto: es el asesino. Pero, por favor, guárdese para usted esa información hasta que yo decida que puede contarlo.
Weems arqueó las cejas.
—Señor… —murmuró con aire de disculpa.
Fen prosiguió su camino hacia la casa, convencido de que Weems era un hombre en el que podía confiar absolutamente.
El director había olvidado proporcionarle a Fen una invitación para la fiesta, así que se vio obligado a entablar una ácida discusión con el policía, que no lo conocía de nada. Afortunadamente apareció Mathieson.
—Por el amor de Dios, Mathieson, responda por mí…
—No pasa nada, agente —dijo Mathieson—. Es el profesor Fen.
El policía cedió pero siguió mirando a Fen con la ceja arqueada: hasta ese momento no había tenido ocasión de negarle la entrada a nadie, y la ausencia de intrusos le molestaba sobremanera. De todos modos, se apartó y los dejó entrar.
—¿Cómo va la obra de teatro? —preguntó Fen.
—Muy bien, muy bien —contestó Mathieson—. La chica nueva no tiene ni punto de comparación con Brenda Boyce (su francés es del estilo Stratford-atte-Bow), pero lo sacará adelante. ¿Piensa asistir?
—Espero que sí —dijo Fen—. Buena suerte con la representación —dijo, y se dirigió al jardín.
El segundo turno de tés ya estaba en marcha. En una zona amplia, con el césped muy corto, flanqueado por un lado por unos rosales, y por el otro por unas hayas altas y de buena sombra, y por un tercer flanco por la casa, había grupos de chicos veteranos y padres haciendo equilibrios imposibles con platos y copas. Los muchachos deambulaban por allí con un comportamiento tan educado como antinatural, ofreciendo pastas, sándwiches y tartas. Se habían dispuesto unas largas mesas de caballete con comida y teteras plateadas, presididas por unas mujeres con aire de matronas vestidas de blanco. El director, todavía con la toga puesta, charlaba amigablemente con un pequeño grupo de padres, que escuchaban su discurso con la tensa y reverente atención de la Sibila de Cumas. El señor Merrythought se estaba comiendo unos pensamientos con aire santurrón. Algunas pequeñas nubes de lluvia se estaban reuniendo en el cielo de zafiro y los asistentes las observaron con cierta aprensión, pero afortunadamente todos debieron pensar que habían llegado demasiado tarde como para arruinar aquel día tan gozoso. Fen, contemplando la alegría general de la gente, el panorama de amable tranquilidad, pensó que la plantilla y la policía habían sabido guardar el secreto increíblemente bien.
Aunque no lo pidió, varios muchachos se apresuraron a proporcionarle té y pastas, y durante un rato estuvo charlando amigablemente con ellos sobre historias de fantasmas, y descubrió que por desgracia en ese tema su educación era bastante deficiente. Les estaba recomendando fervientemente que leyeran al señor De la Mare, al señor Hartley y al doctor M. R. James cuando le llamó la atención la presencia de Galbraith. Entonces recordó que había algo que quería preguntarle. Así que se disculpó cortésmente de los muchachos y se llevó al secretario a un aparte.
—Me han dicho que es usted un experto en manuscritos antiguos —le dijo.
Galbraith sonrió. Era un hombre callado y tímido, poseedor de una de esas pieles que se ponen morenas apenas les dé una hora el sol.
—Oh, no, no tanto —dijo—. Pero así me entretengo, sí. Me gustan las falsificaciones… y cosas por el estilo.
—Precisamente. La cuestión es que algo relacionado con unos antiguos manuscritos ha dado la casualidad de que ha resultado tener alguna conexión con los asuntos de la otra noche, y me preguntaba si Somers había hablado con usted últimamente sobre algo relacionado con manuscritos.
—Oh, sí, así es. De hecho hace bastante poco…, creo que fue el miércoles pasado, sí… Me proporcionó una detallada descripción de lo que él creía que podía ser un manuscrito isabelino, y me preguntó si podía decirle si era auténtico o no. —Galbraith titubeó entonces—. He de reconocerle que no se lo mencioné a la policía porque no tenía ni idea de que fuera importante… ¿Lo es?
—Nosotros tampoco sabíamos que lo era —dijo Fen—. Hasta esta tarde. Pero no importa: ¿puedo saber qué le dijo a Somers? ¿Pudo confirmar la autenticidad de los documentos?
Galbraith se encogió de hombros.
—Santo Cielo, ¡no! No podía confirmarle nada sin haber visto antes los manuscritos, y aun así tendría que hacer muchas comprobaciones. La falsificación es un asunto muy especializado en estos tiempos.
—Sí, supongo que tiene razón.
—Verá —dijo Galbraith, aprovechando que por fin alguien, después de tanto tiempo, le preguntaba por su afición—, a menudo uno suele encontrarse, por ejemplo, con partes auténticas que alguien combina con otras partes imitadas gracias a grabados fotográficos. El truco es…
—Sí, ya, ya… —dijo Fen. No estaba de muy buen humor, no le apetecía que le soltaran una conferencia—. ¿Le pareció que Somers se sentía desilusionado? ¿O quizás frustrado?
—Pues ya que lo dice me pareció que sí. Yo le aconsejé que fuera extraordinariamente cauteloso si estaba pensando en comprar algún manuscrito antiguo.
—¿Y no volvió a hablarle del tema?
—No, que yo recuerde.
Fen le dio las gracias, y a continuación se entregó a nuevos ejercicios de estéril sociabilidad. Veinte minutos después, mientras le estaba explicando la trama de una historia de detectives a un padre perplejo que no había podido asistir a la ceremonia y que evidentemente lo tomó por un miembro más del profesorado, alguien le interrumpió con unos ligeros golpecitos en el brazo. Al darse la vuelta, vio a una guapa y rolliza joven de unos dieciséis años cuya indumentaria y aspecto revelaban una decidida determinación para parecer mayor de lo que era.
—Es usted el profesor Fen, ¿verdad? —le dijo. En ese momento, el padre aturdido, aprovechando su oportunidad, murmuró algo inaudible y desapareció subrepticiamente. Fen asintió—. He visto su foto en los periódicos —añadió la joven—, y he seguido todos sus casos.
—¡Ah! ¡Excelente! —exclamó Fen, encantado—. Eso es más de lo que los lectores de ese tal Crispin pueden decir. Y dígame, señorita, ¿puedo ayudarte de algún modo?
—Soy Elspeth Murdoch —explicó la joven, y le dio la mano—. Estudio en el Instituto Castrevenford para chicas. —Se detuvo entonces, en un gesto muy teatral—. No sé si puede usted ayudarme, pero creo que yo sí puedo ayudarle a usted. Puedo decirle cómo puede usted encontrar a Brenda Boyce.