12. Una idea verde a la sombra verde

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UNA IDEA VERDE A LA SOMBRA VERDE

Fen estaba perplejo. Siguiendo un impulso súbito, cogió a Elspeth por el brazo y se la llevó aparte, lejos de los grupos que seguían conversando en el jardín. Ella le siguió obediente hasta la sombra de un haya. Aquello estaba suficientemente aislado para impedir que nadie escuchara su conversación ni aunque quisiera. La muchacha se sentó recatadamente en una ladera herbosa. A pesar de parecer un cachorro rozagante, Elspeth era atractiva, y se notaba a la legua que era consciente de ello; tenía unos ojos azules muy oscuros, el pelo castaño con destellos broncíneos, una naricilla ligeramente respingona, unos labios gordezuelos y una figura que en un par de años sería poco menos que perfecta. Fen se sentó prudentemente a su lado, escogió una hierba alta y comenzó a mordisquear la parte inferior, limpia y fresca. Miraba hacia ambos lados como despreocupadamente, intentando disimular.

—Muy bien —dijo—. Desembucha.

—Mi hermano viene a esta escuela —dijo Elspeth, que al parecer sentía la necesidad de contárselo también a sí misma—. Es por eso que vine a la entrega de premios. Aunque, en realidad, no asistí a la entrega. Demasiado calor. En el instituto femenino tuvimos fiesta todo el día de hoy, por la entrega de premios, ya sabe. Y por la obra de teatro, pero también porque hay muchas chicas como yo que tienen a sus hermanos aquí.

—Sí, claro, claro… —contestó Fen pacientemente—. ¿Y qué hay de lo de Brenda Boyce…?

—No debería haber sido tan tajante —dijo Elspeth—. En realidad no sé dónde está, y en realidad no sé dónde encontrarla. Lo único es que he estado pensando, y… hay una posibilidad, ¿entiende?

—¿Ah, sí? —Fen estaba un tanto aturdido ante tanta precisión; en cierta manera le recordaba los artículos de la prensa especializada universitaria—. Bueno, tal vez podrías explicarte un poco mejor…

Elspeth dejó escapar un profundo suspiro.

—En primer lugar, estoy segura de que Brenda no se ha fugado con nadie.

Fen había sacado su pitillera. Le ofreció un cigarro a la chica, pero ella negó con la cabeza con cierto disgusto.

—No puedo si mamá y papá andan por ahí. Es una tontería, pero no les gusta nada que fume. Por supuesto, yo fumo un montón cuando estoy sola —añadió rápidamente—, pero no se lo digo porque…, bueno, ya sabe usted cómo son los padres de pesados. Les gusta seguir tratándote como a una cría muchos años después de que ya seas adulta.

Fen lamentó, con las frases más apropiadas, aquellas rarezas del instinto paternal, mientras se encendía un cigarrillo.

—Y bien, ¿por qué estás tan segura de que Brenda no se ha fugado? —le preguntó al final.

—Bueno, la conozco bastante bien, ¿sabe?, y ella no es del tipo de personas que harían eso. Brenda nunca perdería la cabeza por una relación. Es demasiado realista y práctica. A veces me pregunto si realmente posee emociones profundas de verdad. Es reservada como un gato.

—¡Miau! —dijo Fen elegantemente.

Elspeth hizo una mueca.

—Vale, estoy siendo un poco maliciosa. Pero no piense que no es amiga mía; me cae bien de verdad… Y luego está lo de los hombres, claro —dijo Elspeth con una elegancia mundana que habría envidiado la mismísima Madame de Pompadour—, le gustaban mucho los hombres, vale. Pero le juro a usted que nunca se fugaría con uno. Esa carta a la directora Parry es una falsificación.

Todo lo cual, pensó Fen, confirmaba la opinión de la señorita Parry, y a partir de puntos de vista tan divergentes se podía colegir casi con toda certeza que esa y no otra era la verdad. Entonces se le ocurrió preguntarle a Elspeth cómo sabía ella de la existencia de la carta.

—Oh, esas cosas siempre se acaban sabiendo… —contestó despreocupadamente—. En realidad me lo dijo Jean Carvel, que lo supo por Gillian Pauncey, a quien se lo dijo…

—Vale, vale… —interrumpió Fen enseguida—. De acuerdo. Eso ahora no importa. ¿Qué más?

—Si la carta es un embuste —prosiguió Elspeth, frunciendo el ceño y concentrada en lo que decía—, eso significa que, una de dos: o Brenda se fue por su cuenta, por alguna razón diferente que no sabemos (y yo creo que nos lo habría dicho a mí o a Judith Lindsay si tuviera intención de irse, porque podía confiar en nosotras, ya sabe, y nunca fue una chica de secretos), o bien Brenda ha sido secuestrada por alguien. Eso es lógico, ¿no?

—Un razonamiento impecable, lo reconozco —dijo Fen—. Pero me gustaría comentarte algo antes de que continúes, si no te importa. Dices que te lo habría dicho a ti, o a otra chica, si tuviera intención de irse por su cuenta… y también que no era una chica de guardar secretos. Siendo así, ¿por qué no mencionó nada sobre lo que la puso tan nerviosa en el ensayo de Enrique V aquella noche? Estaba nerviosa por algo: tú lo sabes. Y era algo grave.

—Vaya, eso tiene gracia… —dijo Elspeth, y entrelazó las manos en torno a sus rodillas; sin embargo, estaba muy seria—. Dio la casualidad de que no tuve oportunidad de hablar con ella durante todo el día de ayer. Ella fue a Historia, ¿sabe?, y yo a Lengua, y a la hora de comer nos sentamos en mesas distintas, y después de comer estuvo hablando con la señorita Parry, y después de clase se fue corriendo y yo me quedé para una reunión. Pero Judith notó que le pasaba algo, y le preguntó qué era, y ella le dijo que no se atrevía a decírselo. Y Judith me dijo que parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar todo el rato —concluyó Elspeth gravemente—, y el caso es que ninguna la habíamos visto llorar jamás, ni siquiera cuando se rompió la muñeca jugando al hockey.

—Un asunto desagradable, ciertamente —dijo Fen con gesto compasivo—. En fin, continúa con lo que me estabas diciendo.

—Vale —dijo Elspeth con algo más de entusiasmo—. Le estaba diciendo que o bien Brenda se ha ido por su cuenta o bien la han secuestrado… Y luego piden un rescate, ya sabe, porque su padre está forrado.

—Pero en ese caso… ¿a qué venía esa carta falsa?

—Para retrasar su búsqueda, naturalmente, y para mantener a la policía dando vueltas y buscando en los registros matrimoniales hasta que ella pudiera estar bien lejos o llegar a un sitio donde nadie la pudiera encontrar. Ahora bien, vayamos a los detalles. Ella se fue del colegio, vale, a las cuatro en punto ayer por la tarde, porque me he encontrado con varias niñas que la vieron. Habitualmente iba en bicicleta, porque el colegio casi está a cuatro millas de su casa, pero su bici de tres velocidades estaba estropeada en ese momento, así que ayer tuvo que regresar andando a casa. Caminaba muy deprisa, y debería haber estado en casa a las cinco. Así que debieron de secuestrarla en el camino a casa.

—Tengo que admitir —dijo Fen en tono de disculpa— que a mí también se me ha pasado alguna idea parecida por la cabeza…

—No sea impaciente, déjeme acabar —dijo Elspeth con severidad—, debemos ser rigurosos en esto. Un paso en falso en nuestro razonamiento y nos desviaríamos cientos de millas. —Humillado, Fen murmuró algunas frases contritas—. Bueno —continuó Elspeth—, la cuestión es que en el camino entre el colegio y la casa de Brenda solo hay un lugar lo suficientemente solitario para que alguien se atreviera a secuestrarla a plena luz del día.

Fen, que ya se había recostado confortablemente sobre sus riñones, se incorporó de repente. Hasta ese momento no había tenido demasiadas esperanzas de que aquella conversación le fuera a resultar de alguna utilidad, pero ahora le estaba empezando a resultar muy interesante.

—¿Y qué lugar es ese? —preguntó.

—Melton Chart.

—¿Y dónde está Melton Chart?

—Es un bosque que está justo a las afueras de Castrevenford, al oeste del río. Es además un bosque grande. Hay gente que ya se ha perdido allí alguna vez y ha muerto de inanición… Sin ir más lejos, el año pasado encontraron una trampa con huesos humanos, y hace cinco, los cuerpos de unos niños que habían estado buscando durante casi una semana. —Elspeth desgranaba los truculentos detalles con cierta delectación—. Pero, claro, el camino rodea ese bosque. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Fen le dio unos golpecitos con el dedo al cigarrillo y la ceniza cayó en la copa de una diminuta florecilla silvestre; enseguida se arrepintió de su acción deforestadora y sopló para dispersar la ceniza.

—Te sigo en parte —contestó con reservas—. ¿Quieres decir que a Brenda la han… —evitó con cuidado decir la palabra «asesinado»—, la han… escondido en algún sitio de ese bosque?

—Exactamente. Y ahí es donde entran mis conocimientos. Como le dije, el bosque es grande, y llevaría días enteros peinarlo completamente. Pero si podemos encontrar alguna especie de rastro, y ponemos a un perro sobre la pista…

—Pero tendría que ser un rastro de algo concreto, después de tanto tiempo… —dijo Fen—. Un grano de anís, una mancha de alquitrán, sangre…

—¡Sangre: eso es justo lo que creo que podemos encontrar!

Fen se sobresaltó.

—¿Por qué dices eso?

—Se lo diré. —Elspeth miró a su alrededor y bajó la voz—. Hace años, cuando éramos solo unos críos, solíamos jugar a una especie de juegos de guerra en unos campos cerca de Melton Chart —miró a Fen con un mohín de timidez—. Ya sabe las bobadas que hacen los críos… En fin, nos dividíamos en dos bandos, hacíamos prisioneros, y todas esas cosas, y Brenda solía tomárselo todo muy en serio. Si jugaba, jugaba, cualesquiera que fueran las consecuencias para ella o para cualquier otro.

»Bueno, pues hubo una vez que hizo una cosa asombrosa: podía ser absolutamente temeraria cuando se lo proponía. Aquel día era la capitana de nuestro bando, y una vez que andaba sola, explorando, la capturaron los del bando contrario. Cuando te capturaban, te tenías que quedar quieto hasta que venía uno de tu bando y te tocaba. El enemigo te podía retener donde quisiera, y una vez que estabas allí, se suponía que te comprometías a quedarte donde estabas, y a no hacer ningún ruido ni señal alguna que pudiera ayudar a que tus compañeros te localizaran. Solo mientras te trasladaban podías salir corriendo y escapar. Decidíamos quién había ganado por el número de prisioneros no liberados al final de las dos horas que duraba el juego.

»Claro, por supuesto, nosotros teníamos que conseguir que volviera Brenda, porque era nuestra capitana, pero no teníamos ni idea de dónde la habían llevado, y ella estaba demasiado lejos cuando la capturaron para que pudiéramos oír sus gritos de auxilio. Estuvimos buscándola mucho, hasta que después de un buen rato nos dimos cuenta de que un pequeño perro callejero que llevábamos con nosotros estaba nerviosísimo y frenético tras haber encontrado unas gotitas de sangre en un camino, y esa fue la pista. Él fue siguiendo el rastro, y nosotros lo seguimos a él, y al final nos condujo a donde estaba Brenda. —Elspeth se detuvo para coger aliento—. ¿Y sabe usted lo que Brenda había hecho?

Fen admitió que apenas podía imaginárselo.

—Bueno, pues tenía una navajita muy pequeña en el bolsillo, y cuando vio que la capturaban, se las arregló para abrirla sin que se la quitaran, y se la escondió en la mano, y se agachó como si se estuviera subiendo un calcetín y se hizo un espantoso corte en la pierna, por debajo de la falda. Sabía que así no lo notarían. Y también sabía que nosotros teníamos al perro, ¿sabe?, y pensó que el perro podría seguir el rastro de la sangre, y así fue.

Elspeth se había ido entusiasmando cada vez más con su propia historia.

—Y eso es todo —concluyó—. Me apuesto lo que quiera a que Brenda todavía se acordaba del truco, porque estuvimos hablando de aquella treta suya durante mucho tiempo. Desde entonces siempre llevaba encima la navajita. Estoy segura de que si ha sido raptada, habrá vuelto a hacer lo mismo. Sabe que el truco volverá a servirle de ayuda.

Para entonces Fen estaba completamente pensativo.

—Mi querida señorita —dijo en tono de reproche—, ¿por qué demonios no le ha contado antes a nadie todo esto?

—Oh, soy una tonta —dijo Elspeth con una compungida expresión de sincera penitencia—, pero el hecho es que prácticamente me acabo de acordar de aquello. Y entonces lo vi a usted, y como sabía que estaba investigando junto al superintendente de la policía, y suponía que estarían intentando resolver lo de Brenda, pensé que quizás a usted le interesaría conocer mi teoría.

Se estaba procediendo entonces a la tercera y última ronda de té, y la composición de los grupos sobre el césped había cambiado radicalmente. Fen observó con mirada ausente a todos los participantes y arrojó la colilla del cigarrillo al agua.

—Bueno, creo que deberíamos hacer algo al respecto —le dijo a la muchacha, levantándose—. Hablaré con Stagge.

—Oh, no, por favor, con él no… —dijo Elspeth casi con odio.

—¿Y por qué no? —preguntó Fen, preguntándose cómo era posible que un policía tan afable pudiera provocar semejante animosidad en la muchacha.

—Le ha quitado a mi padre el carné de conducir —explicó Elspeth medio enfurruñada—, y mamá no sabe conducir, y yo todavía soy muy joven, así que tenemos que ir andando a todas partes.

Fen comprendió: era una situación desesperada y terrible.

—Sin embargo —añadió—, no podemos guardarnos esto solo para nosotros, ¿no crees?

—¿Por qué no? ¿Por qué no podemos seguirle la pista nosotros a Brenda, y chafar a la policía y ganarlos en su trabajo?

—Bueno, pero nos falta una cosa: alguien que nos proporcione un sabueso.

Elspeth señaló al señor Merrythought, que, soñoliento y comatoso tras su banquete floral, estaba tumbado y bostezando, solo y medio ausente, en un extremo del jardín.

—¿Qué me dice del señor Merrythought? —dijo—. Es un sabueso, o eso creo.

Hablaba en el tono de alguien que plantea una proposición irrebatible, pero Fen tenía algunas objeciones al respecto…

—Demasiado viejo —protestó—. Y por lo que he visto, no me parece un perro demasiado fiable.

—Oh, por favor, profesor Fen —le rogó Elspeth, con aquellos grandes ojos azules suplicantes—. ¿Por qué no podemos intentarlo siquiera? Si va usted a la policía, seguro que no me dejan ayudar, y como la idea se me ha ocurrido a mí, dejarme fuera sería asquerosamente desagradable por su parte.

Fen se quedó pensativo. Tenía poderosas y fundadas razones para creer que Brenda Boyce ya no estaba viva; si lo estuviera, a pesar de la información de Elspeth, la investigación amateur, de la que él era un glorioso exponente, quedaría desprestigiada para siempre. Pero tal y como estaban las cosas, Fen no vio que su teoría corriera ningún peligro. Y además, poner en acción la propuesta de la joven Elspeth tendría el mérito adicional de dotar de cierto aire de verosimilitud a la trampa que, con la connivencia de Weems, le había tendido al asesino.

—Muy bien —dijo—. Lo intentaremos. ¿Cuándo puedes empezar?

—Ahora mismo —dijo Elspeth con toda firmeza—. ¿Tiene usted coche?

—Sí. Y vaya coche.

—Muy bien —dijo—. Pero antes de ir, tendría que presentarle a mis padres, o de lo contrario tendrán dudas sobre sus intenciones. Ya sabe… No quiero salir en News of the World. —Fen puso cara de espanto—. Vamos.

Al final, y por razones que no nos conciernen pero entre las que se debe considerar la insistencia de Fen en cambiarse de ropa y ponerse algo más fresco antes de emprender la búsqueda, ya eran casi las siete cuando salieron, y el cielo, que durante la primera mitad del día había estado azul como el huevo de un colirrojo real, se había nublado y auguraba una ligera llovizna. El señor Merrythought había decidido demostrar al mundo una implacable actitud de negación de la realidad, y durante mucho rato les fue de todo punto imposible introducirlo en el coche.

—Este perro tiene una mente enfermiza —dijo Fen después de que todos los sobornos y carantoñas hubieran fracasado—. Creo que lo que tenemos que hacer es probar la medicina contraria y decirle que se largue.

Efectivamente, lo hicieron, intentaron echarle a patadas y espantarle de allí y la treta funcionó a las mil maravillas. El señor Merrythought saltó de inmediato al asiento del conductor, donde se acomodó y acto seguido se puso a lamer el volante, que no tardó en cubrirse completamente de unas babas viscosas y asquerosas. Una vez satisfecho, se puso a mirar con ojos gélidos a través del parabrisas. Tuvo que transcurrir un buen rato hasta que consiguieron que se quitara de allí. Cuando al final lo lograron, Elspeth lo agarró con firmeza por el collar y lo llevó al asiento de atrás, mientras Fen, después de secar apresuradamente el volante con un pañuelo, accionó la llave de contacto del Lily Christine y lo puso en marcha en medio de grandes petardeos. Aterrorizado por el movimiento, el señor Merrythought clavó las garras de su pata izquierda en un lateral del habitáculo, como un nadador inexperto a punto de sumergirse en agua helada, hasta que comprendió que no había modo de escapar, y se resignó a sumirse en un profundo letargo.

Informado por Elspeth, Fen condujo desde la casa del director hasta la carretera principal. Recorrieron tres cuartos de milla tras dejar atrás las puertas del colegio, y se internaron por distintas carreteras secundarias, estrechísimas y llenas de curvas, cuyas cunetas estaban repletas de matorrales de resedas y jaras.

—Mejor ir por este atajo —dijo Elspeth a modo de disculpa—. Podíamos haber ido rodeando por la carretera principal, pero habría sido mucho más largo.

—Así está bien —dijo Fen mientras giraba para evitar a una gallina vagabunda—. ¿Sigue el señor Merrythought ahí?

Elspeth se giró para mirar en el asiento de atrás. El señor Merrythought, que no paraba de dar tumbos, parecía furioso. No era probable que estuviera en condiciones de mantener la serenidad mental para entregarse a la tarea que se habían propuesto en aquella expedición. De vez en cuando, con un movimiento súbito y babeante, se abalanzaba sobre algún mosquito que pasaba volando junto a su nariz, perdía el equilibrio, y se caía pesadamente sobre el respaldo de Fen. Pero al final se las arregló para mantenerse incólume en el interior del coche.

—Va bien, a las mil maravillas —informó Elspeth—. Además, ya no estamos muy lejos.

Cruzaron campos de verdes trigales, dejaron atrás rebaños de ovejas pastando y un vieja casona de labranza construida en madera. El terreno se elevaba gradualmente, formando leves ondulaciones, y ofreciendo paisajes de ricos y fértiles bosques. Los pastos se veían salpicados de ranúnculos y margaritas. Había un perfume de heno en el aire vespertino, y el sol, en su camino hacia el oeste, parecía enredarse entre las ramas más altas de una alameda. Junto a un enorme granero negro, por encima del pueblo de Castrevenford y los deslumbrantes brillos en los meandros del río, giraron a la izquierda, para adentrarse por otro camino, y los grupos de árboles no tardaron en hacerse más espesos hasta que el bosque los rodeó por completo.

—Ya estamos —dijo Elspeth.

Fen detuvo el coche. El señor Merrythought, sumido en la apatía más absoluta, miró impasible a su alrededor, con ojos acuosos. En medio del bosque todo estaba mucho más oscuro —y más silencioso también—, y no se veía ni un alma.

—No parece muy transitado, este sitio —observó Fen—. Tenías razón cuando me dijiste que este era un lugar de lo más propicio para secuestrar a alguien. Bueno, ¿cuál es tu plan de campaña?

—Sugiero que me deje aquí y que continúe con el coche hasta el final del camino que atraviesa el bosque —dijo Elspeth—. Verá, la cosa es que tenemos que encontrar la sangre antes de poder empezar. Si nos separamos ahora, podemos rastrear la cuneta, buscándola, hasta que nos encontremos, o hasta que uno de los dos encuentre el rastro.

—¿Los dos lados del camino?

Elspeth negó con la cabeza.

—No, al principio no. Como verá, no hay mucho bosque a la izquierda; es por la derecha por donde debemos mirar.

—De acuerdo. ¿Quién se lleva al señor Merrythought?

—Usted —dijo Elspeth mientras saltaba fuera del coche—. Parece que le cae simpático.

—Todo el mundo dice lo mismo… —apuntó Fen, enfurruñado—. Y, la verdad, no creo que sea un cumplido, aunque sea cierto, lo cual dudo.

—Gríteme si encuentra algo —dijo Elspeth, ignorando las lamentaciones de Fen—. ¡Gritad mi nombre a los ecos de las montañas[30]!

Fen arqueó asustado las cejas.

—¡Que Dios nos bendiga! —dijo—. Una joven con veleidades literarias.

Elspeth le espetó una sonrisa burlona.

—Estoy a punto de graduarme en el instituto —explicó—. Nos vemos ahora.

Así que Fen siguió conduciendo, como se le ordenó, y a poco más de media milla salió de un túnel de árboles. Aparcó el coche, salió del vehículo, y le hizo una señal al señor Merrythought.

—Bueno, ¿qué? —le dijo—. Se supone que eres un sabueso rastreador. ¡Encuentra sangre o algo!

El camino estaba alquitranado y era bastante estrecho. A la izquierda, según se avanzaba de nuevo hacia el bosque, había un terraplén alto repleto de avena silvestre, a través de la cual, de vez en cuando, podía vislumbrar los destellos amarillos de las flores de la potentilla. Algunos viejos carteles abollados advertían contra los posibles intrusos. La débil y brumosa luz del atardecer jugaba de tanto en tanto en las pálidas hojas amarillentas de los robles, y en el aire flotaban los perfumes de los abedules. El señor Merrythought olisqueaba por todas partes, mostrando más interés y voluntad de lo que era habitual en él. Fen comenzó su búsqueda.

Con aquella luz cada vez más grisácea no era tarea fácil, y la proliferación de hierbas estivales no resultaba de mucha ayuda. Por fortuna, había abundantes tramos de la cuneta en los que, gracias a los zarzales y los helechos, se veía bien a las claras que por allí era imposible que hubiera pasado nadie, así que pudo concentrarse en los puntos más accesibles, algunos de ellos hollados por feroces intrusos cuyas huellas se adivinaban en el barro de los charcos. Fen, no obstante, era extremadamente pesimista respecto a sus posibilidades de éxito; y cuando, al final, tras casi una hora de cuidadoso trabajo, llegó hasta sus oídos el distante grito de Elspeth, no concedió mucha credibilidad a la idea de que la muchacha hubiera encontrado lo que andaban buscando.