5. El dedo del hombre sangriento
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EL DEDO DEL HOMBRE SANGRIENTO
Llegas en el momento justo —dijo el director. Fen, despatarrado en uno de los butacones de piel, asintió con gesto sombrío—. Sin duda Stagge agradecerá tu ayuda; yo, al menos, la agradeceré, bien lo sabes. Las cosas se están poniendo muy feas. Por supuesto, tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano, pero no puedo evitar pensar que desearía que todo esto no hubiera ocurrido la noche anterior al día de entrega de premios y diplomas. Es muy desagradable, sin duda, como verás…
—No, no… —interrumpió Fen—. Tu principal responsabilidad es la escuela, me hago cargo… Supongo que será demasiado tarde para cancelar nada, ¿no?
—Demasiado tarde. Se tendrá que cumplir el programa tal y como estaba previsto. Solo espero que podamos silenciar las cosas hasta mañana por la noche al menos. Pero preveo horribles y penosas complicaciones. Una publicidad de este tipo… —El director hizo un gesto expresivo con la mano y guardó silencio.
Al otro lado de los paralelepípedos de luz de las ventanas del despacho reinaba una oscuridad tan densa que casi se podía cortar; sin embargo, las flores —las rosas y la verbena— parecían dar la bienvenida a la noche, pues a aquella hora sus perfumes eran más intensos y más vivos que durante el día. Una polilla aleteó alrededor de la lámpara del escritorio, batiendo rápidamente las alas y formando un intermitente tatuaje contra los deslustrados dibujos de la tulipa. Había pozos de oscuridad en cada uno de los rincones del despacho, pero la luz derramaba resplandores sobre los metálicos morillos que permanecían como hieráticos centinelas junto a la chimenea apagada, y sobre las biseladas geometrías del vaso que Fen giraba pensativamente entre sus largos y hábiles dedos.
—¿Ya le has dicho a tu secretario que se marche a casa? —preguntó.
—Sí. Después de llamar a la policía. No tenía ningún sentido que se quedara.
—Ya. Bueno, vayamos pues a los hechos sustanciales. Aparte de las repercusiones negativas que pueda tener sobre la escuela, ¿estás personalmente preocupado por las muertes de esos dos hombres?
El director se incorporó violentamente, y comenzó a dar paseos arriba y abajo por la sala. Su pelo, escaso, lucía despeinado y su mirada parecía antinaturalmente vacía a causa del cansancio. Llevaba una mano metida en el bolsillo y con la otra sujetaba un cigarrillo que se estaba consumiendo sin que él se diera cuenta y que iba sembrando de pequeños cúmulos compactos de cenizas la alfombra azul.
—Para serte sincero, no —contestó tras un largo silencio—. Nunca me gustaron mucho, ninguno de los dos. Pero mis gustos son irrelevantes a estas alturas, supongo.
Se detuvo delante de un viejo espejo con un delicado marco dorado e hizo un descorazonador intento de alisarse el pelo. Fen, mientras tanto, continuaba contemplando los reflejos irisados de su vaso.
—Habíame de ellos, de los profesores —dijo—. De su carácter, su historia, sus vínculos personales…, ya sabes, ese tipo de cosas.
—Hasta donde yo sé… —el director reinició sus paseos—, Love seguramente era el personaje más interesante de los dos. Al menos eso me parece a mí. Da clases…, bueno, daba clases, supongo que debo decirlo así, daba clases de lenguas clásicas y de historia. Competente, metódico…, un hombre adecuado para el puesto, en términos generales.
—¿A los chicos les gustaba?
—Lo respetaban, creo, pero no era el tipo de persona que despierta afectos. Era un puritano, más bien, y no carecía totalmente de perspicacia. Se movía únicamente por el deber. Sería una equivocación pensar que desaprobaba los aspectos agradables de la vida, pero creo que se inclinaba a considerarlos como una medicina necesaria, que debía tomarse en momentos concretos y determinados, y en dosis moderadas. Y a pesar de todo lo competente que era —el director abandonó en ese momento su vago diagnóstico— nunca fue un buen supervisor de las residencias estudiantiles.
—No sabía que fuera supervisor en la residencia… —dijo Fen.
—No, aquí no lo era. En Merfield. Cuando dejó Cambridge, vino aquí como profesor asistente. Luego fue a Merfield y allí se encargó de una residencia. Y luego, cuando alcanzó la edad máxima para ocupar el puesto como superintendente de residencias, regresó aquí como profesor asistente. Eso fue durante la guerra, cuando andábamos tan escasos de personal.
—¿Cuántos años tenía?
—Sesenta y dos, creo.
—La mayoría de los profesores se retiran a los sesenta, ¿no es así?
—Sí. Pero Love no era de ese tipo de hombres: no pensaba retirarse mientras mantuviera intactas sus facultades y pudiera desempeñar su trabajo. ¡Los Loves de este mundo no se jubilan! Al parecer mueren con las botas puestas. —El director cogió un reloj de plata de la amplia repisa tallada, sacó una llave de un jarrón y comenzó a darle cuerda—. En realidad —añadió—, te confieso que Love ha sido para mí sobre todo un problema. Desde que acabó la guerra, los miembros del consejo han estado insistiendo en que el límite de edad del profesorado debía de ser de sesenta años, y en realidad debería haberme librado de él. Pero convencí al claustro de que hiciera una excepción en su caso.
—¿Por qué?
—Sentía cierta admiración por él —explicó el director mientras devolvía la llave y el reloj a sus lugares correspondientes—. Siempre me pareció un poco como el Albert Memorial…, intrínsecamente feo, pero tan inofensivo que inspiraba cierto respeto. Y, claro, era el espíritu de probidad, incluso en las cosas más nimias y triviales; el tipo de hombre que devolvería un sello a la oficina de correos si no hubiera sido matasellado. Puede que fuera por eso por lo que fracasó como supervisor de residencias estudiantiles. Dirigir una residencia de un modo demasiado rígido y severo siempre es un error.
—Un hombre a quien no se podía elogiar por nada y al que nadie apreciaba demasiado, en suma —apuntó Fen tristemente—. Pero está muerto y… oh, lo más curioso para mí… ¿Y qué me dices de su vida privada? ¿Estaba casado?
—Sí. Su mujer es una mujercilla diminuta, débil como un pajarito; sospecho que no le queda ni un ápice de personalidad o carácter después de toda una vida dedicada a él.
—¿Algo más?
—No se me ocurre nada más, la verdad. La persona con la que deberías hablar realmente es Etherege. Sabe todo lo que hay que saber sobre todo el mundo.
Fen vació su vaso de un trago y lo dejó en el suelo, junto a su butaca. Las cortinas azules temblaron, casi imperceptiblemente, con una brisa demasiado suave como para aliviar aquel calor seco y agobiante. La polilla, momentáneamente quieta, estaba escalando ahora por el interior de la tulipa, y su silueta se difuminaba y se exageraba en medio de los dibujos opacos de la lámpara. El lejano pero persistente aullido de un perro sugería que el señor Merrythought estaba dando rienda suelta a algún profundo sentimiento de pena perruna. Aquel era el único ruido que se escuchaba. Parecía que todo el edificio estuviera envuelto y acolchado en una mortaja.
Y las mortajas, pensó Fen, no estaban de más en aquellos momentos, dadas las circunstancias. Encontró un cigarrillo arrugado suelto en su bolsillo y, después de comprobar que no pertenecía a ninguna de aquellas malhadadas y oscuras marcas a las cuales lo condenaban de tanto en tanto la escasez y la miseria económica del país, lo encendió.
—Muy bien, muy bien —dijo—. Seguiré tu consejo y hablaré con ese Etherege, sea quien sea. Y ahora, ¿qué me puedes decir de Somers?
El director, con esos movimientos lentos y menguados a los que obliga el calor, se sentó despacio en una silla, se pasó la manga por la frente, y bostezó.
—Dios —dijo—, qué cansado estoy… Somers. Sí. Un hombre bastante joven, Somers. Educado en Merfield; estuvo allí como delegado en la misma residencia de Love. Love lo tenía en gran estima, ciertamente. Debería haberte dicho antes que ese favoritismo era uno de los pocos vicios de Love. La manera en que favoreció a Somers en Merfield levantó ampollas allí.
Volvió a bostezar, y se disculpó.
—Somers daba clases de lengua —añadió—. Inteligente, aunque un poco vanidoso y presuntuoso. No muy popular. Llegó hace un año, del ejército.
—¿Casado?
—No. Tiene…, tenía…, tiene… su residencia en una casa paladiana bastante bonita en el pueblo, en Castrevenford; se da por hecho que esa casa fue diseñada por Nicholas Revett. No le culpo por querer vivir lejos del colegio —añadió el director sin que viniera a cuento—. Yo siempre me largo lo más lejos que puedo, cuando me dejan… En fin.
—¿Parientes? ¿Amigos íntimos?
—Ni una cosa ni otra. Sus padres murieron, y no tiene hermanos ni hermanas. Y sobre lo de los amigos…, no, no creo que tuviera amigos íntimos aquí. Pero, ya te he dicho que Etherege es a quien tienes que preguntar. ¿Algo más?
—No, gracias —dijo Fen, y expulsó un aro de humo y observó cómo se expandía, opalescente contra el fulgor de la lámpara—. No… hasta que haya visto los cuerpos. —De repente su rostro adquirió un tinte melancólico—. Aunque supongo —dijo al final— que el superintendente pondrá todo tipo de dificultades y no querrá que meta las narices en este asunto.
—Pues yo no lo creo. —El director levantó la mirada y observó el reloj, y vio que ya eran las once y veinticinco—. En todo caso, no tardaremos en saberlo.
* * *
El superintendente llegó cinco minutos más tarde. Se presentó vestido de uniforme; y con su habitual expresión de alarma reflejada en sus gestos, aún más intensificada, sugería que estaba angustiado por la magnitud del desastre. Fen sospechó que, como el burro de Buridán, no era capaz de decidir a quién enfrentarse primero, si a Love o a Somers. Venía con él un médico —un hombre diminuto con los ojos inyectados en sangre, con una barba bien recortada y con un modo de hablar incomprensiblemente rencoroso—, un sargento con una bolsa Gladstone negra, bastante ajada, y un agente de policía. En el exterior había aparcado una ambulancia, y sus integrantes, con sus batas blancas, andaban deambulando de acá para allá como espectros iluminados por los intermitentes del vehículo, esperando impacientes hasta que se requirieran sus servicios.
Las formalidades sociales se resolvieron apresuradamente, y Stagge se dirigió enseguida a Fen.
—Los asesinatos quedan un poco fuera de mis ocupaciones habituales… —admitió—. Si es que estamos hablando de asesinato, claro está. Así que si pudiera echarme una mano, señor, agradecería muchísimo su experiencia. —Luego sonrió amablemente, y aquel añadido de cierta alegría imprimió en su habitual semblante un efecto singularmente raro y aterrorizado.
Fen, llegados a este punto, murmuró unas palabras de agradecimiento en los términos adecuados.
—Espléndido, espléndido —dijo el director, reprimiendo heroicamente un bostezo—. Comprenderá usted, Stagge, lo preocupado que estoy. Sentimientos personales aparte, esta tragedia se presenta en el peor momento para el colegio. Naturalmente, será imposible mantener estas muertes en secreto, pero al menos…
—… sí, lo sé, desearía que actuáramos del modo menos llamativo posible. —Stagge levantó el índice, al parecer para centrar la atención de los demás en su perspicacia y tacto—. Comprendo la situación en la que se encuentra, doctor Stanford, y haré todo cuanto esté en mi mano. Si tenemos suerte, los periódicos no se harán eco de todo esto hasta después de la entrega de premios y diplomas. Pero me temo, por otra parte, que no se podrán evitar los rumores…
—Sí, eso es inevitable, ciertamente —admitió el director—. Habrá que asumirlo. Por fortuna, contamos con más solicitudes para entrar en el colegio de las que podemos admitir. Su número remitirá cuando se publiquen las noticias, y algunos histéricos se llevarán volando de aquí a sus chicos, pero estoy seguro de que podremos conservar las cifras de alumnos en su máximo, en su máximo… —Y de repente se dio cuenta de que la ocasión no era precisamente la más adecuada para un recital de sus propios problemas. Así que se calló.
—Vayamos al tema de los cuerpos, entonces —dijo el doctor en un súbito tono vampírico—, o nos pasaremos aquí toda la noche.
Stagge asintió, y se puso en pie. Miró nervioso a Fen.
—Me parece, señor, que deberíamos ir a ver primero a Somers, y luego, si le parece, podríamos ir a casa del señor Love.
—Bien —dijo Fen—. Pongámonos en marcha, pues. —Sus palabras quebraron la parálisis temporal que los invadía a todos, y después de unas pequeñas dudas por ver quién pasaba antes por la puerta, todos ellos se adentraron a la vez en la oscuridad exterior…
El director abría la comitiva e indicaba el camino con una linterna que había cogido de un cajón de su escritorio, y durante la caminata de tres minutos hasta el edificio Hubbard nadie pronunció ni una sola palabra. La brisa aleteaba levemente en sus rostros, prometiéndoles perspectivas de frescor que sabían que jamás se cumplirían. Unos jirones de nubes oscurecieron el cielo, que quedó tapado salvo por un puñado de estrellas. Al abandonar el césped, los zapatos comenzaron a traquetear con estremecedora violencia en el asfalto, y se escuchó cómo todos jadeaban trabajosamente, como si al aire recalentado y pesado le faltara precisamente el oxígeno. Al final, la mole cubierta de hiedra del bloque de aulas se presentó ante ellos, y tras hacerse de nuevo un lío para ver quién procedía primero, entraron.
Algunas luces turbias y palpitantes seguían encendidas. Cruzaron todos un vestíbulo desnudo, pavimentado en piedra, y subieron un amplio tramo de escaleras cuyos peldaños habían sido pulidos en su tramo central por generaciones de muchachos que los habían maltratado sin piedad. Los cristales de las ventanas, convertidos en espejos por la oscuridad del otro lado y la iluminación interior, reflejaron aquella silenciosa procesión, y sus pasos despertaron violentos ecos. El edificio parecía sumido en un dulce sueño, como hipnotizado por la varita mágica de un prestidigitador. Entraron en un largo pasillo, sombrío y desierto, desprovisto de cualquier objeto. Las puertas numeradas que lo flanqueaban dejaban ver en su parte inferior las marcas de innumerables patadas juveniles que las habían ido oscureciendo a lo largo de los años. Junto a una de ellas yacía la melancólica hoja de un cuaderno: un examen, con superabundancia de correcciones en tinta roja, y con la huella de un zapato en una esquina. Al final del pasillo había una puerta que parecía algo más robusta que las demás. El director la empujó y se abrió paso en la sala de profesores.
Era una estancia grande, de techos altos, de forma perfectamente rectangular. Colgado en la pared, junto a la única puerta existente, había un tablón de anuncios de tapete verde, repleto de notas. Al fondo de la estancia había varias hileras de pequeñas taquillas, pintadas de negro, y con los nombres de los propietarios en pequeñas cintas de cartón encajadas en raíles de metal. Había también unas estanterías de caoba medio vacías, una alfombra raída, de color marrón, manchada de ceniza, una larga hilera de perchas con una o dos batas que eran tan viejas que se habían vuelto verdes. Una gran mesa ocupaba el centro de la sala, salpicada de manchas de tinta, lapiceros mordisqueados, ceniceros, y gruesos sobres. Unas mesas más pequeñas flanqueaban la gran mesa central. Había tres butacas que a primera vista parecían bastante cómodas, y un número mucho mayor de sillas que desgraciadamente no lo parecían en absoluto. Las cortinas de arpillera estaban recogidas y las ventanas permanecían completamente abiertas. Y en el suelo, mirando con ojos ciegos las moscas que se arrastraban por el techo, estaba el cuerpo de Michael Somers.
A pesar de todo ello, la primera impresión, y la más fuerte, que tuvieron al entrar en la habitación no tuvo nada que ver con el cadáver, sino con el calor reinante. Los golpeó como una vaharada asfixiante, y enseguida vieron que la causa era una gran estufa eléctrica que se encontraba en medio de la sala. El portero, Wells, se tambaleó un poco. Tenía hileras de sudor corriéndole por el rostro, como si fuera lluvia. Murmuró algo, pero en aquel momento nadie le hizo caso. Tras el primer golpe insoportable de calor, no tuvieron ojos para ninguna otra cosa que no fuera el cadáver.
Estaba tumbado boca arriba, junto a una mesa pequeña. A su lado había una silla atravesada en el suelo. Evidentemente, Somers había debido de caer hacia atrás, contra la mesa, y entonces había resbalado hasta el suelo, pues su cabeza estaba en parte apoyada en una de las patas. Además, tenía los brazos extendidos, como si hubiera intentado protegerse en el último momento. La sangre había resbalado por la parte izquierda de su rostro hasta la alfombra, y donde antaño estuviera su ojo ahora había una hendidura, un agujero con un amasijo de sangre encostrada donde en aquellos momentos estaba alimentándose una moscarda.
Todos lo miraron y, medio mareados, volvieron a salir de la estancia. El director se dirigió al conserje con cierto enojo:
—Pero ¿por qué demonios tienes encendida esa estufa ahí, Wells?
—Estaba así cuando lo encontré, señor —tartamudeó Wells—. Y usted me dijo que no tocara nada.
Y se secó el sudor de la cara con un pañuelo sucio, que al instante quedó empapado. Incluso su calva coronilla tenía un aspecto febril, y parecía como si su cuerpecillo delgado y encorvado fuera a colapsar en cualquier momento. Intentó apoyarse en el respaldo de una silla, pero su mano sudorosa resbaló en la madera pulida y no pudo evitar tambalearse un poco.
Fen se aflojó la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa. Acodado junto a una ventana, observaba la escena del crimen mientras el sargento, por orden de Stagge, fotografiaba el cadáver y todo lo que había alrededor. A continuación el médico comenzó su examen. Mientras tanto, Stagge se había acercado a la estufa eléctrica y miraba la escena con curiosidad y recelo. Tras unos instantes pensándoselo, se acercó al interruptor de la pared al que estaba conectado y la apagó ayudándose de un lapicero. Las barras incandescentes se fueron apagando, y pasaron de un rojo vivo, al naranja y luego al ocre, y después se tornaron negras. Stagge volvió a donde estaba Fen.
—Un asunto rarísimo, señor —dijo—, conectar una estufa en una noche asfixiante como esta. —Titubeó un poco—. Aunque he oído que a veces se han utilizado métodos parecidos a fin de mantener caliente un cadáver y crear así cierta confusión respecto a la hora exacta de la muerte…
Fen estaba abanicándose con su libreta de notas, una actividad que en realidad le parecía que generaba más calor del que era capaz de mitigar; así que dejó de hacerlo de repente.
—Sí —dijo—, pero en este caso la estufa está un poco lejos del cuerpo, ¿no cree? Además, como es portátil, me temo que tendremos que descartar esa teoría. —Y con gesto preocupado se acercó a la pequeña mesa junto a la que yacía el cuerpo de Somers.
—Me da la impresión… —observó Stagge con una desconfianza que no se ajustaba a la frase que acababa de pronunciar—…, es como si Somers hubiera estado trabajando aquí antes de…
Miraron la mesa en silencio. Había un tapete de escritura, y la superficie blanca estaba cubierta de imágenes reflejas de escritura en tinta negra. Pudieron descubrir las palabras «satisfactorio», «muy bien», «una considerable mejoría desde el comienzo del curso» e innumerables repeticiones de las iniciales «MS[13]». Había un montón de cartillas de notas sobre el tapete de escritura, y también varios sobres dispersos parecidos en la mesa central. Cada sobre tenía el nombre de su cartilla correspondiente, con un listado de las iniciales de los maestros debajo, y contenía más cartillas. Por lo demás, había un cenicero con una o dos colillas aplastadas, un gran tintero de tinta azul oscura, un marcapáginas, un frasco de tinta negra, un trapo grande negro con los extremos cosidos y una pluma.
Stagge se giró hacia el director.
—Se trata de las notas trimestrales, ¿no es así? ¿Puedo mirarlas?
—Sí, superintendente —dijo el director, que había seguido el ejemplo de Fen y se había aflojado la corbata; parecía absorto y cansado—. Tanto los profesores fijos como los visitantes tenían que haber entregado las notas a las cinco de esta tarde —explicó—; luego pasan a los supervisores de las residencias, y después a mí.
—Entonces, eso significa que el señor Somers iba un poco retrasado…
—Sí, yo estaba al tanto. —El director señaló el trozo de tela que había sobre la mesa—. Eso es la tela que utilizaba para llevar el brazo en cabestrillo. Somers se torció la muñeca hace unos días, justo antes de que empezaran a redactarse los boletines de notas, y no pudo ponerse a escribir hasta que no mejoró un poco. De todos modos, ayer por la tarde me dijo que tendría preparadas sus calificaciones para la misma mañana del día de entrega de premios y diplomas, y a mí me bastaba. —Sonrió débilmente—. Yo siempre fijo las fechas terminus ad quem con un cierto margen, un poco antes de lo estrictamente necesario, porque incluso los mejores profesores pueden retrasarse…
—¿Y no pudo alguno de los otros profesores haber actuado como su amanuense? —preguntó Fen.
El director habló con cierto titubeo.
—Bueno, sí, supongo que sí… Pero probablemente Somers no quería cargar a nadie con ese trabajo. Es una época muy mala, entiéndalo, con mucho trabajo, e incluso la simple tarea de anotar «Satisfactorio» doscientas veces lleva más tiempo del que nadie puede imaginarse. Es más, Somers era un profesor de plantilla y además tutor, y por tanto tenía que revisar también las cartillas de sus tutelados…
—Ah, ya —dijo Fen, pensativo—. Y cuando se terminan las cartillas de las notas, ¿los supervisores de las residencias las recogen?
—No. Eso lo hace Wells. Las separa entre las distintas casas de las residencias y se las entrega a las personas interesadas.
Fen miró a Wells.
—Al parecer, señor Wells —apuntó—, ya se ha llevado unas cuantas. No da la impresión de que queden muchas sobre la mesa.
—Sí, señor —dijo Wells—. Todas las que ya había hecho el señor Somers, o las que no tenían que ver con él, están en mi oficina. Pero no he cogido ninguna desde que el señor Somers vino aquí esta tarde.
Se produjo un silencio momentáneo, y el sargento, aprovechando para demostrar su celo profesional, dijo:
—¿Huellas dactilares, superintendente?
Stagge hizo un gesto de abatimiento.
—Déjelo de momento —dijo—. Habrá cientos de huellas de todos los miembros del claustro repartidas por toda la sala. —Dio unos golpecitos nerviosos en la mesa—. Entonces, por lo que parece, el señor Somers estaba trabajando aquí cuando alguien vino y… Entonces se levantó, al levantarse tiró la silla, miró hacia la puerta y en ese momento fue cuando le dispararon… —Se detuvo entonces, con un aire sombrío, meditando aquella vacua y poco ilustrativa reconstrucción, y luego se percató de que el médico ya había concluido su primer examen del cadáver—. ¿Y bien? —preguntó.
El médico se sacudió el polvo de las rodillas y se secó los ojos con el reverso de la manga.
—Exactamente lo que cualquiera imaginaría —dijo—. Le dispararon a una distancia de unos seis pies con…, bueno…, yo diría que con un 38.
—Así que seis pies… —murmuró Stagge. Dio un par de pasos, hasta llegar a la distancia desde donde el asesino probablemente había disparado, y cuando estuvo en su sitio, miró a su alrededor en busca de inspiración; pero al parecer la inspiración no llegó, porque se abstuvo de hacer ninguna apreciación más.
—Debía de tener un cráneo duro, el pobre —continuó el médico, señalando el cadáver con un gesto de la barbilla—, porque la bala se le ha quedado alojada en el cerebro… La muerte fue instantánea, por supuesto…
—¿Hora de la muerte? —preguntó Stagge.
—Digamos que murió entre hace media hora y una hora y media.
Stagge consultó su reloj.
—Faltan veinte minutos para las doce de la noche en estos momentos. Entre las diez y las once, entonces. ¿Alguna cosa más?
—Nada más —dijo el médico sin mostrar ninguna duda—. Pueden llevárselo ya en la ambulancia.
Stagge negó con un gesto.
—No, un momento. Tengo que mirar sus bolsillos. Además, el sargento tiene que tomarle las huellas dactilares. Después ya puede llevárselo usted.
El superintendente se inclinó y sacó el contenido de los bolsillos de Somers, y lo dejó todo encima de la mesa central. A primera vista no parecía que hubiera nada inusual: unas llaves, algo de dinero, una cartera —con un par de cheques, el carnet de identidad y un carnet de conducir—, una pluma, un pañuelo, una pitillera de carey medio vacía y un mechero corriente de gasolina…
—Pero ¿qué demonios hacía con esto…? —preguntó Fen.
«Esto» era una gran hoja de papel secante, inmaculado y doblado en ocho, que Somers llevaba en el bolsillo de la pechera. Stagge lo desdobló con cuidado.
—Bueno —dijo—, yo no veo nada especialmente raro en que un hombre lleve encima una hoja de papel secante. Es más, me atrevería a decir…
Pero Fen ya había cogido la hoja de papel y estaba comparándola con el tapete de papel secante que había sobre la mesa.
—Es del mismo tipo —apuntó—, del mismo color, y del mismo tamaño. —Echó un vistazo alrededor de toda la sala—. Y hay otros iguales repartidos por las mesas, todos limpios. —Se volvió hacia Wells y le dijo—: ¿Es usted el encargado de reponer el papel secante en los tapetes de las mesas, Wells?
—Sí, señor. Lo hago cada primer día del mes. Invariablemente.
—Wells es un maniático de la rutina —sentenció el director.
—Y, claro, hoy es 1 de junio… —dijo Fen pensativamente.
Wells asintió con entusiasmo; una vez dejaron de ser evidentes los efectos de la estufa eléctrica, parecía haber recobrado parte de su vitalidad.
—He cambiado todos los papeles secantes esta tarde a primera hora, señor.
—Me atrevería a decir —apuntó el director con un gesto de decepción— que Somers quería llevarse alguna hoja a casa y simplemente se la metió en el bolso. La gente hace ese tipo de cosas, ya saben…
Pero Fen no parecía muy convencido con esa explicación. Volvió a dirigirse a Wells:
—¿Dónde guarda usted las hojas de papel secante nuevas?
—En un armario, en mi despacho, señor.
—¿Y de dónde las saca usted?
—Bueno, de la papelería del colegio, señor.
—¿Y se le vende el mismo tipo de papel secante a los profesores y a los alumnos?
—Sí, señor, eso creo.
—Y cuando usted los cambia, ¿pone una determinada cantidad en cada tapete?
—Sí, señor. Tres hojas grandes, dobladas a la mitad.
—Bien —dijo Fen—. Eche un vistazo a todos los tapetes de la sala, entonces…, incluido el que estaba utilizando Somers, y mire a ver si falta alguna hoja en alguno de ellos.
Encantado con ser de alguna ayuda, Wells comenzó a afanarse en su tarea.
—No entiendo qué pretende sacar en claro, profesor Fen —dijo Stagge.
—Was ist, ist vernünftig[14] —dijo Fen alegremente—. Todos los datos son importantes, superintendente.
La confianza de Stagge en sí mismo se desvaneció visiblemente frente a aquella respuesta evasiva, y a partir de ese momento decidió permanecer en silencio, observando cómo el sargento llevaba a cabo su desagradable tarea. El subalterno había limpiado los dedos de Somers con benzolina y luego los presionaba sobre una plancha de metal tintada; después comenzó a transferir las huellas digitales a una hoja de papel blanco. Al terminar, se puso en pie, rojo por el esfuerzo, y dijo:
—¿Qué hacemos con su reloj de muñeca, señor? ¿Cree que lo va a necesitar para algo?
Stagge rezongó.
—Me alegra que me lo recuerde —dijo, y se inclinó para quitárselo.
El director, observando esa operación, soltó de repente:
—Lo lleva mal.
Fen lo miró con sumo interés.
—¿Cómo que lo lleva mal?
—Siempre lo llevaba en la parte interna de la muñeca, igual que hacen los americanos. Y ahora no está así. Ahora está bien.
Stagge se había llevado el reloj a la oreja, sujetándolo delicadamente por un extremo de la correa.
—De todos modos, no funciona, parece que está estropeado —dijo, y lo miró de cerca—. Marca las nueve menos cinco.
—¿Está roto? —preguntó Fen.
—No, que yo vea —dijo Stagge agitándolo y volviéndolo a aplicar a la oreja.
—¿Lo han abierto por detrás, entonces?
A modo de respuesta, Stagge se acercó a la bolsa Gladstone del sargento, cogió de allí un bote de polvos grises, y con una brocha fina empolvó cuidadosamente el cristal y el metal del reloj. Lo observó durante unos instantes, luego sopló para retirar los polvos sobrantes, y a continuación cogió la hoja de papel con las huellas de Somers. Durante un par de minutos o tres estuvo concentrado comparando unas huellas y otras, con la ayuda de una lupa de mano.
—En el reloj están las propias huellas de Somers —dijo al final—, pero también las de alguien más. Que es lo que cabía esperar. —Y sacó la tapa trasera del reloj para comprobar el mecanismo—. Roto, muy bien —confirmó—. Y roto deliberadamente, diría.
—Para dar una idea errónea de la hora de la muerte, supongo —aventuró el director.
—Las nueve menos cinco… —señaló Stagge—. No es muy razonable. Y, por lo que veo, el cristal no está roto.
Wells ya había concluido su inspección de los tapetes con papel secante, y andaba rondando alrededor del grupo.
—Yo vi al señor Somers a las diez, señor —dijo—. Y estaba vivito y coleando. Y perfectamente bien.
—Ah —dijo Stagge—. Bien, tendremos una conversación sobre eso enseguida…
El médico, que había estado esnifando rapé con aire impaciente durante toda la conversación, dijo:
—¿Nos lo podemos llevar ya, o no?
—Sí, bien… —aceptó Stagge—. Pero usted no se vaya, doctor —añadió apresuradamente—. Tenemos que ir a ver otro cadáver todavía.
—Esperaré ahí fuera —dijo el doctor, que estaba visiblemente aburrido. Abandonó la sala, y al cabo los hombres de la ambulancia se presentaron con una camilla y se llevaron el cuerpo. Todos ellos se sintieron un tanto aliviados al verlo, y Fen se dio el gusto de aplastar la moscarda, que, privada de su obsceno banquete, se arrastraba pesadamente por el suelo incapaz de echar a volar.
—Bueno, Wells —dijo—. ¿Qué me dice del asunto de las hojas de papel secante?
—No falta ninguna en ningún tapete, señor. —Aquello pareció complacer a Fen; estaba a punto de hacer algún comentario al respecto cuando Wells añadió—: Pero respecto al reloj, señor, sí que puedo decirle una cosa. El señor Somers me dijo la última vez que lo vi que su reloj no andaba bien.
Fen parecía más satisfecho que nunca.
—Un problema maravilloso —murmuró.
—¿Problema, señor? —dijo Stagge.
—Piénselo bien, superintendente —apuntó Fen con un aire soñador—. Según usted, alguien ha estropeado deliberadamente la maquinaria del reloj. Ahora bien, ese alguien podría haber sido el propio Somers, pero si fue así, no se habría vuelto a poner el reloj de un modo que no era el habitual en él.
—Damos por hecho, señor —dijo Stagge—, que fue el asesino quien estropeó el reloj.
—¿Ah, sí? Pues de lo que Somers le dijo a Wells parece deducirse que el reloj estaba ya estropeado antes de que el asesino apareciera en escena. Por tanto, el asesino no tenía ninguna necesidad de estropearlo. Podría haber recolocado las manecillas, sí, pero para hacer eso no necesitaba quitarle el reloj de la muñeca a Somers. Es un caso curioso, incluso yo diría que contradictorio, y la explicación…
Fen se detuvo en seco, y un fulgor extraño apareció en su mirada; pero cuando decidió hablar, pocos instantes después, fue solo para decir, en un tono muy amable y delicado:
—Creo que Wells es nuestro principal testigo. ¿Podemos oír todo lo que sabe del asunto?
—Me gustaría sugerir… —terció el director— que nos sentáramos en algún sitio. Este calor…
Todos aceptaron la propuesta con prontitud, y Stagge conminó al sargento y al policía a que hicieran lo propio.
—Adelante, Wells —dijo.
Wells, un poco aturdido al verse empujado al centro del escenario y bajo los focos de aquel modo, intentó ganar tiempo sonándose la nariz durante un buen rato.
—Yo no estoy muy seguro, señor, de qué es lo que quiere saber…
—Todo, Wells, todo —dijo Stagge sin contemplaciones.
Wells sonrió débilmente y se guardó en el bolsillo su pañuelo.
—Bueno, señor —empezó—, pues verá. Todos los días de diario por la tarde, entre las diez y las once, los paso yo en este edificio, trabajando en mi oficina.
—¿Dónde está su oficina?
—Junto a la puerta este, señor.
—Es la puerta por la que hemos entrado —explicó el director—. Y por cierto, cuando Wells dice todos los días, quiere decir exactamente eso. Su regularidad es proverbial.
—Es el único modo de asegurarme de que las cosas se hacen como tienen que hacerse, señor —dijo Wells, con un engreimiento que se granjeó la sincera desaprobación de Fen—. En cualquier caso, a las once en punto, como es habitual, cerré las ventanas, eché la cerradura al edificio y me fui a casa. Esta noche en concreto llegué aquí a las diez menos cuarto, lo justo para vaciar los ceniceros y cambiar el papel secante. El señor Etherege estaba aquí, acabando con sus cartillas de notas. Estuve charlando con él un minuto, y alrededor de las diez menos cinco se presentó el señor Somers.
—¿Diría que estaba como siempre?
—Sí, superintendente; no noté nada fuera de lo normal.
—¿Y estaba solo?
—Sí, señor. El señor Etherege le tomó un poco el pelo por haber dejado las notas para el último momento, y estuvieron mirando a ver cuántas cartillas le faltaban, y el señor Somers dijo que podría tenerlo todo listo para las once.
—Solo una pregunta —interrumpió Fen—. ¿Por qué diantres no se llevó las cartillas a casa y las rellenó allí?
—Está estrictamente prohibido sacarlas de esta sala —dijo el director—. Alrededor de treinta y cinco personas tienen que rellenarlas durante al menos una semana, y si cada uno se las lleva a su casa, sería un caos.
—Ya, entiendo. Continúe, Wells.
—El señor Somers, señor, me dijo: «Tengo el reloj estropeado, Wells, así que me tienes que avisar cuando sean las once, pero no me molestes antes de esa hora». Y se puso a trabajar, en esa misma mesa de ahí.
—¿La mesa estaba colocada igual que ahora? —preguntó Stagge.
—Sí, señor, salvo que está un poco ladeada. Supongo que debió de empujarla al caer… En fin, yo me fui de aquí con el señor Etherege y dejamos al señor Somers a lo suyo. El señor Etherege me acompañó hasta mi oficina y luego se marchó. Yo me puse a mis cosas. Entonces, a las once… —Wells se humedeció sus labios secos—…, a las once vine aquí y me encontré lo que ustedes han visto.
Stagge frunció el ceño.
—Pero usted tuvo que oír el disparo, supongo…
—No, señor. Yo no oí nada.
Stagge parecía bastante desconcertado.
—Entiendo que… —le dijo al director— el edificio más cercano es el Davenant.
—Sí, superintendente. No está muy muy cerca, entiéndame; no sé si alguien podría oír un disparo desde allí. En cualquier caso, yo he estado en mi despacho toda la tarde, con las ventanas abiertas, y no he oído nada.
Fen, mientras tanto, había estado examinando las ventanas de la sala de profesores. Había dos grupos de ventanas simétricas y unas enfrente de las otras a lo largo de las paredes más largas.
—Supongo —dijo— que esas ventanas, las que asoman al oeste, dan al río. ¿Hay algún tipo de camino público por ahí?
—Por ese lado no, señor —contestó Stagge—. Y el que hay en el otro lado tampoco está muy frecuentado.
—Y esas otras ventanas…
—Dan a un pequeño patio interior.
—Ah —dijo Fen, que parecía una pizca aburrido, como si estuviera haciendo aquellas preguntas más por obligación que por interés—. Bueno, pues habrá que hacer una prueba, para ver si el disparo de un revólver se oye desde la oficina de Wells; a veces se producen efectos acústicos raros en los edificios antiguos como este. Por otra parte, también es posible que se utilizara un silenciador.
—No solo es posible, sino probable —dijo el director. Todos se volvieron hacia él a un tiempo—. Hay…, o tal vez debería decir…, había… un silenciador en la armería de los Junior Training Corps.
—Bueno, yo diría que resulta bastante raro que un colegio tenga silenciadores guardados —comentó Fen.
—En realidad, pertenecía a Somers —explicó el director—. Lo consiguió cuando sirvió en el ejército, en Francia o en Alemania, y se lo entregó al sargento Shelley, nuestro instructor militar y deportivo, como una especie de recuerdo de la guerra. Al menos eso me contaron, porque creo que no he visto nunca ese maldito silenciador.
Stagge sacó su libreta y escribió algo apresuradamente en una hoja en blanco.
—Bien. Haré algunas averiguaciones. También valdrá la pena averiguar si ha desaparecido alguna pistola de la armería… Bueno —dijo, cerrando su libreta—. Respecto a los accesos a esta sala…
—Solo hay una puerta exterior por la que se puede acceder —dijo el director—. Y es por la que hemos entrado, naturalmente. El edificio Hubbard, para incomodidad general, está dividido en tres espacios aislados, y cada uno de ellos dispone de una puerta exterior.
Stagge se dirigió a Wells.
—Creo que dijo usted que su oficina estaba justo al lado de la puerta, por la parte de dentro.
—Sí, señor.
—¿Vio usted entrar o salir a alguien entre las diez y las once, mientras estaba en su puesto?
—Ni a un alma, señor. Yo tenía la puerta abierta por el calor, así cualquiera que hubiera entrado habría llamado mi atención.
—Eeeh… —farfulló Stagge—. En ese caso, deduzco que el asesino llegó a esta sala de otro modo. Sin duda… —añadió como entre paréntesis— estaba ya aquí. Porque no me parece que a Somers le pudieran haber disparado por la ventana…
—O quizás el asesino podría haberse escondido en el edificio antes de que Wells regresara a su oficina —sugirió el director— y no haber salido hasta que Wells viniera aquí para montar guardia mientras nos esperaba.
—Es posible, desde luego… —dijo Stagge—, aunque eso constituiría un riesgo innecesario para el asesino si hubiera algún otro modo de entrar y salir del edificio sin que nadie lo viera. ¿Las ventanas de las clases se pueden abrir? —Wells asintió—. Esa sería una posibilidad, desde luego —prosiguió Stagge—. Tengo que echar un vistazo a esas ventanas…, aunque… no; creo que esperaré hasta que haya algo de luz diurna… Bueno, recapitulemos. Los datos concretos con los que contamos: a Somers le pegaron un tiro con un revólver del 38, en algún momento entre las diez y las once, y fue alguien que o bien se había ocultado en el edificio o bien entró por alguna ventana… —Se rascó la nariz con el extremo del lapicero. Su gesto dejaba entrever algunas dudas en su argumentación—. Ojalá pudiéramos estrechar un poco el margen de tiempo…
—Hay un modo evidente de hacerlo —dijo Fen.
—¿Eh? ¿Y cuál es, señor?
—Somers estaba poniendo las notas, ¿no es así? —apuntó Fen, bostezando ostensiblemente—. A juzgar por el testimonio de Wells, Etherege debía saber exactamente cuántas cartillas de notas había escrito ya cuando comenzó el trabajo a las diez en punto. Estudiando las cartillas de notas, y cogiendo a alguien cuya caligrafía sea semejante en tamaño y tipo para reproducir la tarea de Somers bajo las mismas condiciones, podremos averiguar aproximadamente cuánto tiempo pasó rellenando cartillas de notas hasta que lo mataron. En cualquier caso, con ello conseguiríamos una horquilla de tiempo aproximada.
Stagge chasqueó los dedos.
—Qué idea tan condenadamente buena, señor. Me ocuparé de preparar esa reconstrucción.
—Incluso me atrevería a aventurar una estimación del resultado —dijo Fen, bostezando de nuevo—. Creo que usted descubrirá que el tiempo que estuvo trabajando Somers se acerca mucho a la hora.
Stagge lo miró asombrado.
—¿Quiere decir usted que fue asesinado justo antes de que Wells lo descubriera?
—Me temo que voy a ser algo desagradable —dijo Fen— y no voy a satisfacer su curiosidad. La idea que tengo solo es una hipótesis, claro está, y debería esperar a confirmarla… o bien a rebatirla.
—Bueno, tendremos que darle ese gusto, supongo. —La simpatía de Stagge quedó perceptiblemente atemperada con la decepción—. Wells, eche usted por favor un vistazo a esas cartillas de notas y mire a ver si Somers acabó su trabajo.
Permanecieron allí sentados, observando, mientras el portero examinaba las cartillas. Al final dijo:
—Sí, las rellenó todas, señor.
—Me temo que debo confiscarlas —dijo Stagge al director—. Se las devolveré, naturalmente, lo antes posible. —Miró a su alrededor como si estuviera esperando alguna otra opinión—. Entonces, creo, en fin, que deberíamos ir de una vez a casa del señor Love… Dios mío, todo el maldito procedimiento otra vez. ¡Qué noche!
—Se me acaba de ocurrir —dijo Fen con los ojos cerrados— que no creo que a nadie se le pasara por la cabeza estar en esta sala y disparar a un hombre con las luces encendidas y las cortinas abiertas… Wells, ¿las cortinas estaban abiertas cuando entró usted aquí a las diez en punto?
—Sí, señor, estaban abiertas. Y seguían abiertas cuando encontré el cadáver del señor Somers.
—Hum… Eso no prueba ni refuta nada relevante. Oh, y una cosa más: ¿había muchas posibilidades de que alguien molestara a Somers en su solitaria labor?
—Pues muy pocas, señor. Es raro que ningún profesor venga aquí a esas horas tan tardías de la noche.
—Y hay baños —dijo Fen de repente. Todos lo miraron con aire de perplejidad—. Bueno… —añadió con cierto enojo—, ¡supongo que habrá baños en el edificio!
—Justo en la puerta de al lado —le informó Wells apresuradamente—. La primera a la derecha.
—Muy bien —dijo Stagge, poniéndose de pie—, creo que lo mejor será movernos, o si no la señora Love acabará preguntándose dónde demonios estamos. —Recogió los sobres de notas, los agrupó en un montón y se los metió debajo del brazo—. Me temo, doctor Stanford, que tendremos que mantener esta habitación precintada por el momento.
—Oh, mi querido amigo, qué engorro… Los profesores seguro que quieren venir y coger cosas de sus taquillas.
—Nos ocuparemos de eso —le confirmó Stagge—. Y, por cierto, señor, ¿cómo va a comunicarle todo esto a su plantilla? No creo que pueda evitar durante mucho tiempo que se enteren de la noticia.
El director pareció preocupado.
—Creo, si no tiene usted ninguna objeción, que intentaré reunidos antes de entrar en la capilla mañana, y les contaré lo que ha ocurrido, y procuraré convencerlos de la necesidad de guardar el debido silencio al respecto. Confío en que sean razonables.
—Nada de detalles, por favor, señor. Los hechos crudos, simplemente.
—Por supuesto, señor Stagge.
Todos se levantaron y abandonaron la sala. El superintendente, tras cerrar y echar el pestillo a todas las ventanas, cerró también la puerta, echó la cerradura y se guardó la llave en el bolso. Wells presidía la comitiva, que bajó las escaleras.
—Y, hablando de todo un poco, Stagge —dijo el director—, ¿tenemos alguna noticia de esa chica desaparecida? Todo esto ha sido tan tremendo que casi me había olvidado de ella.
—No tenemos nada de particular, señor —contestó Stagge—. Hemos hecho las indagaciones habituales: estaciones de ferrocarril, carreteras, todo eso, pero sin ningún resultado. Lo que sí que le puedo decir es que todo este asunto está poniendo un poco al límite nuestros recursos locales. Puede que tenga que pedirle a mi jefe de policía que llame a Scotland Yard.
Miró a Fen mientras lo decía, pero Fen no lo oyó. Estaba pensando en Brenda Boyce, y en las razones por las que estaba seguro de que ella, también, estaba muerta.