Capítulo 8

—Cambiarás de opinión respecto a este lugar en cuanto pruebes el vino, Kendall, ya lo verás.

Cuando abrió la puerta de la cabaña y se volvió galantemente, haciéndose a un lado para dejarla entrar a ella primero, Matthias observó con sorpresa que Kendall no sólo no parecía nada molesta de que la hubiese llevado allí, sino que además estaba sonriendo ampliamente.

—No pasa nada —le dijo—. Me gusta esta casa. Te hace sentirte a gusto nada más entrar.

De modo que a ella le pasaba lo mismo… Hmmm… interesante.

—Y además es viernes por la noche; cualquier sitio al que hubiéramos ido habría estado lleno —añadió.

—Creo que pasar un mes aquí te hará mucho bien —le dijo Kendall mientras pasaba al interior de la vivienda.

Matthias entró también y cerró detrás de él.

—Cuando oscurezca recuérdame que salgamos al porche. Hay un telescopio ahí fuera, y es increíble. No te imaginas la cantidad de estrellas que se ven aquí en el campo. Te gustaría mucho.

Kendall sonrió.

—¿Has estado mirando las estrellas? —preguntó.

—Lo dices como si te sorprendiera que hiciera algo así.

—Bueno, es que me sorprende —contestó ella—. En los cinco años que he estado trabajando para ti no te he visto tomarte un solo día libre.

—No es cierto; claro que me he tomado días libres —replicó él, poniéndose a la defensiva.

Kendall, con la sonrisa aún en los labios, se cruzó de brazos.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —dijo sin apartar la mirada de él.

Al mirarla, Matthias no pudo evitar fijarse en que el sujetador de Kendall se adivinaba vagamente a través de la ligera blusa blanca que llevaba.

Era una prenda de encaje. Nunca hubiera imaginado que Kendall fuese de la clase de mujeres que llevaban ropa interior de encaje. Siempre había pensado, por su forma de ser, que debía de ser más bien del tipo recatado.

La idea de que debajo de aquella seria blusa había un sujetador de encaje le pareció de pronto… excitante.

Sin poder evitarlo, se preguntó si llevaría unas braguitas a juego. O mejor aún, si llevaría un tanga.

—Dime dos hobbies que tengas —lo retó Kendall.

Matthias se encontró con que, por más que se estrujaba el cerebro, no se le ocurría ninguno.

—Bueno, juego al tenis y al squash —respondió finalmente—, y alguna vez hasta juego al golf.

—Eso no cuenta. No lo haces porque te apetezca, sino para socializar con otros empresarios y cerrar negocios con ellos —apuntó Kendall.

De acuerdo, sí, tenía razón, pero le fastidiaba que tuviese razón, que estuviese pintándolo como a un hombre que no era capaz de disfrutar con nada que no estuviese relacionado con el trabajo.

—El ocio está sobrevalorado —dijo—. ¿Para qué sirve? Además, me gusta trabajar; me siento bien cuando estoy trabajando; no necesito nada más.

La sonrisa se borró de los labios de Kendall, y Matthias se dio cuenta de que había hablado con más vehemencia de la que había pretendido.

En realidad ni siquiera pensaba eso; era sólo que Kendall había metido el dedo en la llaga. ¿Por qué todo el mundo criticaba a la gente que se volcaba en su trabajo? ¿Y qué si lo que lo definía a él como persona era el increíble éxito que había logrado con su trabajo? El trabajo era algo que ennoblecía al hombre.

Kendall dejó caer los brazos y durante un largo rato, que se hizo bastante incómodo, se quedaron los dos callados, como si ninguno supiese qué decir.

—Bueno, ¿te parece que cenemos? —inquirió él finalmente.

Por un momento se temió que Kendall fuese a decirle que había cambiado de opinión y que quería que la llevase de vuelta al hotel, pero cuando asintió Matthias sonrió y señaló en dirección a la cocina con un movimiento de cabeza.

—Vamos —le dijo en un tono menos serio—. Tendré la comida en la mesa en diez minutos.

En realidad no le llevó ni cinco, ya que todo lo que tuvo que hacer fue sacar la comida ya preparada de los recipientes y servirla en dos platos. Luego descorchó una botella de Shiraz y la llevó a la mesa con dos copas.

Kendall estaba mirando con suspicacia la comida: un filete ruso con judías verdes y patatas al horno que Matthias había comprado en un establecimiento de comidas caseras el día anterior.

—Esto está frío.

—No, es que se come así —replicó él, sirviéndole vino antes de sentarse también. Para demostrarle que era comestible, tomó el tenedor y el cuchillo, cortó un trozo de filete y se lo metió en la boca—. Está delicioso; pruébalo.

—Matthias… Esto está cocinado, pero está frío —insistió Kendall—. ¿Por qué no lo metes en el microondas un par de minutos?

Matthias exhaló un pesado suspiro.

—Porque el microondas está estropeado —admitió—. Y la vitrocerámica y el horno también —añadió antes de que ella pudiera mencionarlos.

Kendall miró por encima del hombro un aparato y luego el otro.

—Pero si parecen nuevos —dijo volviéndose hacia él.

—No sé si son nuevos o no, pero ninguno de los aparatos de esta casa funciona. Pero te aseguro que esto está bueno frío.

Kendall sonrió con malicia.

—En otras palabras: todos estos días has estado comiéndotelo todo frío porque no has logrado averiguar cómo funcionan el microondas ni la vitrocerámica.

Matthias la miró ofendido.

—No, he estado comiéndomelo todo frío porque no funcionan —recalcó.

Kendall sacudió la cabeza, se puso de pie y tomó su plato y el de él. Fue hasta donde estaba el microondas, dejó uno de los platos sobre la encimera y abrió el microondas para meter el otro. Luego le echó un rápido vistazo al panel de los botones, que para Matthias resultaba del todo incomprensible, y después de pulsar eficazmente unos cuantos, el microondas se puso en marcha de repente.

Matthias se levantó también y fue junto a ella.

—¿Cómo has hecho eso? —exigió saber—. Este trasto no ha funcionado desde el día en que llegué aquí.

—Bueno, pues como ves ahora funciona perfectamente —respondió ella con una sonrisa divertida—. ¿Con qué más has tenido problemas?

—¿Por qué das por sentado que he tenido problemas con algo más?

—Antes has dicho que ninguno de los aparatos de esta casa funciona.

Matthias carraspeó incómodo, pero señaló detrás de sí con el pulgar, en dirección a su mayor objeto de preocupación.

—La cafetera —contestó a regañadientes.

Kendall frunció los labios.

—Aja… Debería haberlo imaginado cuando te inventaste lo de los problemas con el contrato para que te trajera café.

—Yo no…

Kendall sencillamente lo ignoró y le dedicó una sonrisa compasiva.

—Pobre Matthias… Tener que pasarte sin café cada mañana. Me sorprende que no estés subiéndote por las paredes.

—¿Subiéndome por las paredes? Eso nunca me ha pasado; ni por no poder tomar café ni por ninguna otra cosa.

—Oh, claro que no.

Matthias la miró con los ojos entornados, pero no dijo nada. No era un adicto a la cafeína, diablos. Podía pasarse sin tomar café el tiempo que quisiese. Los adictos a la cafeína eran gente débil, y él era un hombre fuerte.

—Pues no.

—Ya. Bueno, en ese caso creo que no te interesará saber que la cafetera que tengo en casa es el mismo modelo que ésa —dijo Kendall—. De hecho, dudo que esté estropeada como dices.

Matthias resopló.

—Sí que lo está, te lo aseguro —insistió—. Ya lo he probado todo y no hay manera de que haga nada; igual que el despertador. Es imposible.

Kendall reprimió una sonrisilla y le dio una ligeras palmaditas en el hombro antes de acercarse hasta la cafetera. De nuevo volvió a presionar unos cuantos botones del sofisticado aparato y finalmente accionó un interruptor grande y rojo que Matthias no se había atrevido a tocar. Se encendió una lucecita verde, pero la cafetera no hizo nada. Ningún ruido; nada.

—¿Lo ves?, no funciona.

—Lo que he hecho ha sido poner el temporizador —le explicó ella—. Si por la noche le dejas puesto agua y café, se pondrá en marcha sola a las seis y media cada mañana para que tengas el café listo cuando te levantes.

Matthias la miró boquiabierto.

—¿Cómo has hecho eso?

—Le he puesto la hora que quería y después he pulsado este botón que pone «timer». Luego la propia cafetera te va guiando paso por paso.

Matthias puso los brazos en jarras, pero no dijo nada. Simplemente se quedó mirándola maravillado, preguntándose cómo iba a sobrevivir durante el resto de su vida con ella trabajando para otra persona. No podía seguir engañándose; necesitaba a Kendall. De hecho, estaba empezando a asustarlo el hecho de que no era sólo en la oficina donde la necesitaba.

La sonrisa maliciosa asomó de nuevo a los labios de Kendall, que extendió una mano y le dijo:

—Está bien; déjamela, anda.

Matthias frunció el entrecejo contrariado.

—¿De qué hablas?

—De esa agenda electrónica nueva que te has comprado, la que me enseñaste en el hotel. La programaré para que te sea más fácil usarla y te diré cómo funciona.

Diablos, pensó Matthias. ¿Por qué tenía que haberle preguntado por eso?

—Eh… no es necesario.

Kendall enarcó las cejas.

—¿Has aprendido a usarla tú solo?

—No exactamente.

—Bueno, pues déjamela y te explico cómo funciona —insistió ella.

Matthias suspiró exasperado.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque está en el fondo del lago Tahoe; me estaba volviendo loco.

Kendall se quedó mirándolo con incredulidad y se echó a reír. Matthias se dijo de pronto que le encantaba el sonido de su risa, y se preguntó cuándo había sido la última vez que la había oído reír. Sólo entonces cayó en la cuenta de que aquélla era de hecho la primera vez, que nunca antes la había oído reírse.

Siempre se mostraba tan seria y tan profesional en el trabajo… La verdad era que siempre le había parecido que estaba un poco encorsetada y que no tenía sentido del humor. Nunca habría imaginado que tras la fachada de secretaria eficiente y perfecta hubiera una mujer de carne y hueso.

La siguió con la mirada mientras iba hasta el microondas para sacar el plato y poner el otro. Iba vestida como solía vestirse para ir al trabajo: unos pantalones y una blusa, y también llevaba el pelo recogido, pero parecía más relajada de lo que la había visto nunca en la oficina.

Aquella nueva Kendall sonreía más a menudo. Y se reía. Y hablaba con él de tú a tú. Y lo llamaba Matthias. Ahora que ya no trabajaba para él era… distinta. Más cálida; más cercana.

—Bueno, ahora sí —anunció Kendall poniendo los platos de nuevo en la mesa—. La comida está servida.

Matthias sonrió y fue con ella. Le gustaba aquella nueva Kendall.