DOMINGO, 17 de mayo de 1931

EL TECHO DEL MUNDO

Por VALERY MARQUAND

El 1 de mayo de 1931, el edificio Empire State resplandecía como una flamante aguja orientada a los cielos. Los comentarios de los invitados a su inauguración eran de alabanza y asombro. Pero ni uno solo de ellos podía imaginar el dolor y el sufrimiento de quienes no pudieron verlo terminado, o las vicisitudes de quienes lo erigieron; de quienes, jornada a jornada, pusieron sus brazos y su corazón en elevarlo hasta convertirse en la mayor construcción humana de la historia.

El presidente Herbert Hoover en persona, desde Washington, oprimió el botón que iluminó a distancia todas las lámparas del edificio. Ninguna autoridad de Nueva York faltó a la cita. En tan sólo veintiún meses desde que se proyectó en las mesas de dibujo de los arquitectos —y tras poco más de trece de construcción—, esta gigantesca mole de trescientos ochenta y cuatro metros y ciento dos pisos, se alza hoy desafiante en el corazón de Manhattan. Sin duda, un monumento a la posteridad.

Las ceremonias se iniciaron con el tradicional corte de la cinta roja. Lo hicieron dos nietos del señor Al Smith, presidente de la Corporación y antiguo alcalde de la ciudad, que acto seguido dirigió unas palabras a los presentes. También lo hicieron el gobernador del estado de Nueva York, Franklin D. Roosevelt, y el actual alcalde de la ciudad, James J. Walker, así como el arquitecto Richmond H. Shreve y el representante de la constructora, Paul Starrett. Algunas de esas palabras fueron emotivas e inspiradoras, trasladadas a todo el pueblo de Nueva York a través de emisiones especiales de la estación radiofónica RKO.

Al día siguiente, ayer, se invitó a los ciudadanos de Nueva York a visitar el Empire State y disfrutar de ese símbolo de superación y esperanza. Durante unas horas, nadie pareció acordarse de la crisis en la que nos hallamos sumergidos. Sumergidos, sí, pero no hundidos ni derrotados.

Hace menos de dos años, el 24 de octubre de 1929, el mundo cambió. Se derrumbó ante nuestros ojos —y aún sigue la caída— un estilo de vida que era falso y frágil. Pero de los restos de la podredumbre surgen los árboles más fuertes. Sólo hay que tener un poco de fe. El sol siempre vuelve a lucir. Siempre hay un mañana. Aún queda mucho por andar, y ya hemos empezado a hacerlo.

Dicen que un hombre no puede cambiarse a sí mismo. También dicen que un hombre no puede cambiar el mundo. Pero no es cierto. Los hombres sí cambian. Y cambian el mundo cada día, porque el mundo lo hacemos todos. Incluso un hombre puede cambiar el mundo por dos dólares y catorce centavos.

Una vez alguien me dijo que todo lo bueno es falso. Casi siempre es así. Pero no siempre. A veces algo sale bien y nos da fuerzas para continuar. Cada época tiene sus propios sueños. En medio de la peor crisis de la historia, nosotros tenemos el mayor edificio del mundo. Y una ciudad entera, de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, venidos de cualquier lugar del mundo, todos empujando hombro con hombro, para elevarse como el Empire State. Para elevarse aún más alto que cualquier edificio. Esto es Nueva York y esto es América.

La grandeza empieza por mirar hacia lo alto. Hoy, desde lo más alto del Empire State, contemplando la ciudad de Nueva York en un luminoso día de primavera, me dispongo a contarles una pequeña historia. Es la historia de uno de esos hombres que trabajaron en el Empire State. Un hombre que pasó hambre y frío, pagó por sus culpas y perdió aquello que amaba. Alguien que no se rindió ni se dejó vencer. Alguien que, como todos nosotros debemos hacer ahora, miró hacia el cielo para construir el Techo del Mundo…