17
Año 1929
Al menos un millar de personas se agolpaban frente a la sede del Atlantic Commercial Bank, contenidas por los guardias de seguridad. La verja estaba cerrada desde primera hora de la mañana. En la calle, una mezcla ininteligible de chillidos ascendía hacia las ventanas de los pisos superiores. El presidente del banco, Benjamin Norris, miraba hacia abajo desde su ventana del décimo piso. Lucía el sol, pero sus tinieblas interiores le oprimían. En sólo unos días, unas horas, todo se había derrumbado. La bolsa de Wall Street sufrió las mayores pérdidas de su historia. Dieciséis millones de acciones cambiaron de mano y se desató el pánico. Eso había ocurrido unas semanas antes. El jueves más negro en toda la existencia de la Bolsa.
El Atlantic estaba condenado. Los préstamos de alto riesgo superaban con mucho a los activos, y era cuestión de días que la Reserva Federal tuviera que intervenirlo. Todas aquellas personas que reclamaban sus ahorros se encargarían de hacer el resto. El miedo es como una ola en el mar. Al llegar a la costa, rompe en ella de un solo golpe. Cada uno de los miles de clientes asustados no podría hacer quebrar a gran un banco como el Atlantic. Pero la suma de todos ellos no sólo lo llevaría a la bancarrota, sino que llevaría a la bancarrota a todo el país.
Benjamin Norris abandonó la ventana y fue hasta la mesa del despacho. Sobre ella había un interfono. Presionó el botón que comunicaba con su secretaria.
—¿Sí, señor? —dijo ella al otro lado.
—¿Puede venir un momento, Margaret?
La mujer apareció a los pocos segundos, con una libreta y un lápiz en la mano.
—Usted dirá —dijo la secretaria, que no lograba disimular su preocupación.
—Cancele todas mis citas de hoy.
—Muy bien, señor. ¿Desea algo más?
—Estoy terminando de escribir unas cartas. Se las dejaré sobre mi escritorio para que las envíe. Son urgentes.
—Vendré a buscarlas cuando usted las acabe.
—Gracias, Margaret. Puede retirarse.
La secretaria sonrió levemente y salió del despacho, cerrando tras de sí la puerta. Benjamin Norris se aflojó el nudo de la corbata y soltó el botón que cerraba el cuello inmaculado de su camisa. En realidad, las cartas ya estaban cerradas y con sus nombres escritos en los sobres: su mujer y su hijo Adam. Volvió a la ventana para contemplar de nuevo a la muchedumbre, que seguía voceando. Hizo un gesto de amargura con la boca y emitió un suspiro. Toda aquella gente se quedaría sin voz antes de que el Atlantic abriera sus ventanillas.
Una alta verja de hierro separaba al gentío de la puerta de entrada. Benjamin Norris alzó un momento los ojos al cielo. No hacía mal tiempo. Luego subió al alféizar y se arrojó a la calle. El ruido sordo de su cuerpo al caer provocó el silencio. El silencio que la muerte siempre trae consigo.
En la penitenciaría, la vida de Tom no se vio afectada por el crack del mercado de valores; ni por los centenares de bancos arruinados o los millones de personas en paro y familias que quedaron en bancarrota, cuando, de un día para otro, el papel de las acciones dejó de valer incluso el precio de las fibras de celulosa que lo componían. Pero, al quedar libre, cumplidos sus diez años de condena, se encontró frente a frente con la realidad de un mundo que se hundía.
Fuera cual fuese la situación, no podía ser peor que la cárcel. Los últimos años habían sido un infierno dentro del infierno. Desde su negativa a seguir boxeando, el alcaide se había encargado de hacerle la vida imposible. Eso duró casi dos años. Pero un buen día, de improviso, el alcaide dejó de celebrar combates y de presionarle. No volvió a fijarse en él, ni para bien ni para mal. Y en los últimos meses, había sido reemplazado por otro alcaide al frente de la penitenciaría. Un hombre duro, pero humano, con quien Tom apenas tuvo relación.
Algunos dijeron que el anterior alcaide estaba enfermo. Otros, que fue apartado por las altas esferas políticas, que acabaron sustituyéndolo y enviándolo lejos. En realidad, nadie sabía lo que pasó con él. Lo único cierto es que desapareció y Tom logró encontrar un tiempo de tranquilidad. Ahora estaba de nuevo en la calle, libre, pero con unos antecedentes nada beneficiosos. Si antes de iniciarse la crisis ya era muy difícil para un ex convicto encontrar un empleo, ahora, en medio de ese alud de desgracias, resultaba poco menos que imposible.
Tom se pasó el primer día de libertad vagando por las calles de Filadelfia en busca de una ocupación; la que fuera. Pero ni siquiera en los muelles consiguió esta vez encontrar un hueco, a pesar de su experiencia como estibador. Ni tampoco en la construcción. Muchas obras permanecían cerradas, con los materiales abandonados en medio de los solares y carteles anunciando su cese. Tom estaba sin blanca y empezaba a hacer frío. No tenía nada que hacer en Filadelfia. Ésa era la conclusión a la que llegó al darse cuenta del panorama. Lo mejor era marcharse hacia el oeste, al campo. Quizá allí tuviera más suerte, en alguna granja como la de su familia adoptiva.
Un amable camionero lo recogió en las afueras de la ciudad. Por el camino estuvieron charlando de la situación económica y de cómo las cosas parecían ir de mal en peor, como piezas de dominó que van cayendo una detrás de otra. Sin embargo, el camionero hablaba con una media sonrisa en la boca que a Tom le sorprendió, hasta que el motivo quedó aclarado.
—Yo tenía todos mis ahorros en la bolsa —dijo el hombre—, pero me retiré a tiempo. No como tantos de esos sabihondos de las finanzas. Decían que las acciones iban a subir y a subir como la espuma, para siempre. Pues míralos ahora, en el arroyo y sin un centavo.
—¿Sabías que la bolsa se iba a desplomar? —le preguntó Tom, incrédulo.
—¡Qué va! Si fue mi mujer la que acertó… Es medio india, ¿sabes?, y soñó que no se qué antepasado suyo, en forma de búfalo, se comía las hojas de un arbusto. Pero las hojas eran cuadradas y blancas, y también caían monedas al suelo. Menos mal que me obligó a vender, porque si no ahora mismo… ¡uf, estaríamos en la ruina!
—Pero qué es lo que pasó. Es que he estado… fuera del país.
—Anda, hombre, no hace falta que disimules. Tienes toda la pinta de haber pasado una buena temporada a la sombra.
—¿Y por qué me has recogido?
—Porque tengo buena suerte, ¿no lo has notado? Sabía que no eras un ladrón. Porque no eres un ladrón, ¿verdad?
La pregunta fue acompañada de una débil risilla que terminó de un modo algo tembloroso.
—No, claro que no. No tienes de qué preocuparte.
—Eso ya lo sé. Sólo estaba bromeando. Bien, lo de la bolsa… Un día bajaron las acciones, pero volvieron a subir un poco. Luego no sé qué pasó con un gran banco, que compró un montón de millones de dólares. Pero eso fue justo lo que dio miedo a todo el mundo: que se intentara calmar a la gente. Mala señal. Todos empezaron a vender, incluso los pequeños como yo, y la cosa se fue a pique. Más o menos así ocurrió.
—No lo entiendo.
—Ni tú ni nadie, amigo. Ni tú ni nadie. Dicen que mucha gente compraba acciones a crédito, que se invirtió demasiado en la construcción, que las acciones no valían tanto como se pensaba… No sé. Para mí que fue un poco de todo.
El destino del camionero no era hacia el oeste, de modo que dejó a Tom en una estación de servicio a unos cincuenta kilómetros de Filadelfia, antes de despedirse de él y desviarse para proseguir su ruta hacia el norte. Tom entró en un sucio bar de carretera que había en los alrededores. El local estaba lleno de camioneros, como el que lo había llevado hasta allí.
—¿Qué vas a tomar, guapo? —le preguntó la camarera, una mujer de mediana edad con aspecto vulgar y pueblerino.
Tom se había sentado solo a una de las mesas que jalonaban el ventanal. Sostenía la carta del menú, repleta de platos que se le antojaban suculentos. Se metió un momento la mano en el bolsillo y sacó el dinero que le quedaba. Contó las monedas. Todo su capital ascendía apenas a un dólar.
La camarera esperaba con un bloc de notas en la mano. Acababa de coger el lápiz que tenía detrás de una oreja.
—Tomaré un café solo y unos huevos revueltos.
—¿Con jamón o con beicon?
Tom volvió a mirar las monedas. No se habían multiplicado.
—Tendrá que ser con beicon.
—Muy bien —dijo la camarera con desgana.
Mientras esperaba su comida, Tom escuchó la conversación de dos hombres que estaban sentados a la barra, de espaldas a él. Hablaban de un nuevo rascacielos que iba a construirse en pleno Manhattan y que iba a llamarse como el estado de Nueva York, Empire State.
—Dicen que será el más alto del mundo —comentó uno de ellos, masticando un pedazo de bistec—. He oído que quieren hacerlo rápido. Y para eso van a tener que contratar a muchos hombres. Ya han empezado con las excavaciones.
—Pueden contratar a toda la gente que quieran —contestó el otro, que apuraba su ardiente café a sorbos y entrecortaba las palabras—. Nadie tiene un centavo…
—Los ricos siempre ganan.
—Sí. A costa de nosotros.
Tom se desentendió del resto de la conversación. Pero lo del rascacielos era interesante. Un edificio como aquél suponía una oportunidad de trabajar. Y necesitaba un empleo. Además, en la penitenciaría había leído mucho sobre la arquitectura moderna, e incluso hubo momentos en que soñó con subir a uno de esos rascacielos y contemplar la tierra desde lo alto, alejado de sus sombras y hedores.
Los últimos años de cárcel habían sido los más difíciles. Durante más de un año, sólo le dieron media ración de comida, ya de por sí escasa. Se quedó en los huesos y alguna vez se dijo que no llegaría a la mañana siguiente. Pero cuando el alcaide decidió olvidarse de Tom, éste volvió a los trabajos forzados. Siguió allanando carreteras, construyendo muros y edificios, picando piedra para hacer adoquines. Poco a poco, recuperó las fuerzas y su peso normal. Aquel alcaide no había sido capaz doblegarle. Pero estaba otra vez en el mundo, tenía que comer y estaba dispuesto a lo que hiciera falta para conseguir un trabajo. Salvo robar. Como ex convicto, un nuevo delito podía hacer que le cayera la cadena perpetua, y Tom preferiría morir a pasar el resto de su vida en la cárcel.
Lo único claro era que su destino inmediato estaba en ese gran edificio que iba a alzarse en la ciudad en la que todos eran unos recién llegados. El lugar en que las distintas lenguas se unían en una sola y los afanes en una lucha común: Nueva York.
El edificio del diario New York World se hallaba al sudeste de la isla de Manhattan. Era más alto que los edificios de sus competidores. En la parte superior tenía un pináculo desde el que Joseph Pulitzer, su fundador, había contemplado durante años la ciudad y a los demás periódicos, inclinando hacia abajo su mirada. El World todavía encarnaba la prensa progresista; la cara de la moneda opuesta al imperio mediático levantado por William Randolph Hearst y su periodismo amarillo.
Valery Marquand se agarró el pequeño sombrero, en forma de caperuza, al cruzar la calle en dirección al World. La atravesó corriendo, por delante de un coche que se dirigía al puente de Brooklyn, al que hizo frenar y que le dedicó un sonoro bocinazo. Pidió perdón con la mano sin mirar siquiera al conductor. Así era en todos los aspectos de la vida: prefería arriesgarse a tener que esperar.
Entró en el edificio del World con el mismo paso acelerado. Llegaba tarde a su reunión con el redactor jefe, Linus Lonnegan. Subió en ascensor hasta la penúltima planta y cruzó la redacción a toda prisa. Los periodistas se afanaban tras sus máquinas de escribir. A Lonnegan también se le veía muy ocupado. Llevaba un rato hablando cuando Valery entró en la sala de reuniones. El hombre, algo rechoncho, le dedicó una mirada fulminante. Ella le devolvió un amago de sonrisa y se sentó a la mesa en el único sitio libre.
El redactor jefe del World comentaba con sus mejores reporteros una idea del propio director del periódico, Herbert Bayard Swope. Quería reportajes de impacto sobre la incipiente crisis económica para el magazín dominical. Lo que fuera, con tal de que tocara la fibra sensible: historias humanas, próximas, de personas con nombre y apellido, con las que los lectores pudieran identificarse, emocionarse e inspirarse en esos tiempos duros que empezaban a golpear a la sociedad estadounidense.
Valery era la única mujer en aquel grupo. Sólo gracias a Bayard, un hombre moderno y avanzado en sus ideas, podía desempeñar el puesto de reportera en el diario. Por desgracia, el padre de Valery —reputado juez de la Corte Federal— no era tan progresista. Cuando se enteró de que su hija quería dedicarse al periodismo le dio un ultimátum: su carrera o su familia. Valery no lo dudó un instante. Estaba convencida de que el periodismo era lo que deseaba y lo que debía hacer. Eso ocurrió tres años atrás. Desde entonces, no había vuelto a hablar con su padre, excepto en las celebraciones familiares y sobre poco más que trivialidades.
Cada uno de los reporteros citados a la reunión con Lonnegan explicó lo que se le había ocurrido para cumplir el encargo de Bayard. Todos se centraban en visitar las fábricas o los comedores sociales, los muelles o las instituciones de caridad. Nadie habló de implicarse personalmente. Lonnegan agitó la cabeza y dio una larga chupada a su puro cubano. No veía clara ninguna de las aportaciones de sus mejores periodistas. Miró hacia Valery, sentada al fondo de la mesa. Ella le ofreció otra de sus encantadoras sonrisas y parpadeó varias veces.
—¿Y tú? ¿Hoy no abres la boca?
—Todavía no tengo nada… —mintió ella.
Contrariado, Lonnegan suspiró y dijo:
—Entonces habrá que seguir pensando. El jefe quiere algo realmente bueno. Algo que conmueva el corazón de América. Seguid en ello. Ahora, podéis iros.
Todos los reporteros abandonaron la sala. Todos excepto Valery, que se quedó junto a una estantería, fingiendo consultar uno de los manuales de periodismo. No habló hasta que el último de sus compañeros estuvo fuera y a suficiente distancia.
—Le he mentido —dijo a Lonnegan—. Sí que tengo una idea. Y es buena.
—¿No podías haberla compartido con nosotros antes? ¿O es que se te acaba de ocurrir?
—El problema es precisamente que no quería compartirla con esos… chacales.
Lonnegan asintió. No le gustaba que hablara así de sus compañeros, pero debía reconocer que no le faltaba una pizca de razón.
—¿De qué se trata?
—La construcción del Empire State.
El redactor jefe se encogió de hombros.
—Ya has escrito sobre eso. No te sigo.
—Ese edificio va a ser el más alto del mundo, la obra humana más ambiciosa desde las Pirámides de Guiza. Lo que he escrito hasta ahora sobre él es irrelevante. Poco más que un compendio de datos y un poco de oficio… —El rostro de Valery traslució el entusiasmo que sentía por lo que iba a decir a continuación—: Lo que he pensado es conseguir un trabajo en el edificio y escribir un reportaje con mis propias vivencias.
La expresión de Lonnegan pasó de la incredulidad a la risa.
—¡Eso es imposible, querida mía! Allí sólo cogen hombres y, no te ofendas, pero tú eres una mujer. No es trabajo para señoritas —añadió al final con cierto sarcasmo.
Valery decidió no darle vueltas a eso de no ofenderse por ser mujer. Salirse de sus casillas no sería bueno para tratar de convencer a su jefe de que la idea no era descabellada.
—Respóndame sólo a una pregunta. ¿No cree que se trataría de un gran reportaje?
—Por supuesto que sí. Sabes que te considero uno de mis mejores reporteros. Eres una periodista de raza. Quizá puedas escribirlo con uno de tus compañeros masculinos. Él sí podría…
—¡No! —le cortó Valery—. Quiero hacerlo yo sola.
—Me temo que esta discusión es estéril. Eres una mujer y eso no puede cambiarse, ni es culpa mía. Ésa es la realidad.
Lonnegan habló en tono tajante. Frente a él, Valery ahogó una nueva protesta y abandonó la sala bufando. No estaba dispuesta, en absoluto, a que la cosa quedara así. Pero hay que saber cuándo replegarse antes de contraatacar. Sobre todo, si se tiene un buen plan.
El policía terminó su cigarrillo y entró en el local. Saludó con un toque de la gorra a la mujer que regentaba la tienda y se dirigió hacia el fondo. Ella no intentó detenerle, e incluso se las apañó para ofrecerle una sonrisa. No le gustaba aquel hombre de mirada inexpresiva, pero menos aún querría tenerlo en su contra. En la trastienda había un tipo sentado a una mesa, jugando al solitario con unas cartas. Se levantó al ver al policía, lo saludó levemente y oprimió acto seguido un botón oculto en la pared. Una puerta falsa se abrió por detrás de unas cajas apiladas y el policía desapareció a través de ella.
Al otro lado, al final de un largo pasillo, la tienda pequeña y vetusta se convertía en un amplio espacio donde había mesas de juego, una barra americana y hasta un escenario. Aún era pronto. A esa hora pocos clientes habían llegado al local clandestino. Las alegres conversaciones bajaron de tono, a la vez, nada más entrar el policía. Se llamaba Owen O’Connolly. Todos le temían. Si había un hombre en la corrompida Nueva York que tuviera el alma negra de veras, ése era él.
Corrían muchas historias en torno a O’Connolly, y ninguna buena. Una de ellas afirmaba que sólo se hizo policía al regresar de la guerra de Europa, donde sirvió en el cuerpo de infantería. Supuestamente, allí perdió la escasa humanidad que pudo existir alguna vez en su corazón. El último día de la contienda, cuando ya nadie quería matar o arriesgarse a morir, él pasó horas acechando en la trinchera. Esperó pacientemente hasta que un soldado alemán, muy joven, se descuidó y se dejó ver al otro lado. O’Connolly le disparó sin titubear. Uno de sus compañeros le recriminó el haberlo hecho: «No debía tener más de quince años», le dijo. A lo que O’Connolly respondió fríamente: «Pues ya no cumplirá los dieciséis». Minutos después llegó la noticia del fin de la contienda.
Fuera o no cierta aquella historia, nadie dudaba de que O’Connolly habría sido capaz de hacer algo así. Y esa clase de hombres tiene mucho valor para otra clase de hombres. Owen O’Connolly había sabido colocarse, como un muelle, entre dos personajes poderosos de Nueva York: un comisario corrupto, relacionado con las altas instancias del ayuntamiento, y Adam Norris. Los tres manejaban un gran negocio de juego, prostitución y alcohol ilegal.
—Owen —lo saludó Adam yendo a su encuentro, con su impecable esmoquin negro—. ¿Quieres tomar algo?
—Whisky. Pero no del que les das a ésos. Del tuyo.
Adam levantó la mano, y un camarero sacó de debajo de la barra una botella de Glenlivet. La puso entre los dos hombres junto con dos vasos anchos, que llenó hasta el borde. O’Connolly vació el suyo de un solo trago.
—Ah, un buen elixir de esos malditos escoceses. ¿Cómo van los negocios?
—Ya sabes que van bien.
En ese momento apareció Beth y se acercó a los dos hombres. Estaba cansada y parecía mayor de lo que era. Aún no había cumplido los treinta, pero mostraba unas arrugas marcadas en torno a los ojos que el maquillaje no conseguía disimular por completo.
—Ya conoces al inspector O’Connolly, ¿no es así, nena? —dijo Adam, contrariado. Era una forma sutil de decirle que no pintaba nada allí y que le molestaba su interrupción.
Beth recordó cuando Adam se refería a ella como querida. Pero de eso hacía mucho tiempo.
—Sí, lo conozco —se limitó a decir, ignorando la indirecta de Adam.
O’Connolly no le quitaba a Beth los ojos de encima, haciéndola sentir sucia. Nadie la asustaba y repugnaba en la misma proporción como aquel hombre de ojos impenetrables.
—¿Nos disculpas un momento? —le dijo Adam.
Cogió a Beth del brazo y la llevó aparte.
—Te he dicho mil veces que no quiero verte cuando estoy hablando de negocios.
—Lo siento —contestó Beth, servil—. Es que… Jay…
—No vuelvas a hablarme de ese estúpido fracasado de tu hermano —musitó entre dientes—. Tuvo su oportunidad y la desaprovechó. Punto final.
Durante tres años, Jay había sido socio de Adam. Éste puso la mayor parte del dinero y, entre los dos, fundaron una compañía de taxis en Nueva York. Jay y Jennifer vendieron su casa de Pittsburgh y se mudaron a la Gran Manzana. Al principio, el negocio floreció a la luz de la bonanza económica. Pero después del crack del mercado de valores, la pequeña empresa no tardó en venirse abajo. El mundo entero empezó a venirse abajo. El propio padre de Adam se había suicidado arrojándose por una ventana, cuando su banco, incapaz de convertir los dólares en su equivalente en oro, como mandaba la ley, fue intervenido por el gobierno federal.
Adam estuvo a punto de perderlo todo y quedarse en la calle, como cualquier desarrapado. Sus negocios teatrales, que daban pérdidas desde hacía tiempo, se hundieron por completo. Lo mismo ocurrió con la mayoría de sus otras inversiones, a excepción de una modesta emisora de radio. Pero ni siquiera todos esos contratiempos hicieron vacilar un ápice su deseo feroz de no ser pobre. A cualquier precio. Por eso se introdujo en los negocios ilegales, la producción y tráfico de alcohol, el juego, la prostitución. Quiso que Jay se le uniera, que organizara el transporte clandestino de alcohol como había organizado la compañía de taxis. Pero el hermano de Beth se negó y ahora malvivía con un único taxi que conducía él mismo, y con el que apenas ganaba bastante para dar de comer a Jennifer y a sus dos hijos.
—Yo, Adam…
—Mira, Beth, cuando le veas, dile a Jay que mi oferta sigue en pie. Quiero tener conmigo a alguien que sepa llevar un camión como él sabe hacerlo, que enseñe a los otros y que sea capaz de burlar a la policía si se hace necesario. Ya se lo expliqué. Las condiciones no han cambiado. La decisión es suya. No hay más que hablar.
Jay aparcó su taxi bruscamente, subiéndose a la acera con la rueda delantera y dando luego marcha atrás un par de metros, para alejarse de la boca de riego que había taponado. Se quitó la gorra, la echó en el asiento del copiloto y bajó. Era noche cerrada. Cuando salió de casa, esa mañana, también era aún de noche. Había pasado todo el día dando vueltas con su taxi por las calles, o estacionado en las zonas más populosas y, sin embargo, sólo había conseguido hacer un par de servicios.
El coche necesitaba algunas reparaciones y la sustitución de varias piezas gastadas. Él mismo lo haría si tuviera dinero para comprar los repuestos. Pero no lo tenía. De seguir así las cosas, pronto iba a verse obligado a vender el taxi —su único sustento—, y entonces ya no sabría qué hacer para pagar las facturas que se le amontonaban. Su hermana le había insistido varias veces en que se uniera a Adam en sus negocios turbios. Por lo menos en el del alcohol ilegal, que no consideraba como algo realmente indigno. A su modo de ver, esa prohibición resultaba absurda, y la prueba de ello era que no la compartieran la mayoría de los países civilizados. Además, no podía decirse que fuera un crimen comerciar con algo cuya legalización defendían figuras políticas tan destacadas como el gobernador Franklin Roosevelt y el alcalde Jimmy Walker, o magnates del periodismo como Herbert Bayard y hombres de negocios como John Raskob.
Jay estaba de acuerdo con esos argumentos, pero sabía que un negocio ilegal siempre está rodeado de indeseables, y también lo que el alcohol puede hacer con la vida de una persona. Lo sabía por el padre de Jennifer. Y también por su propia hermana… Desde que se canceló su última obra de Broadway, al comienzo de la crisis económica, se había dado a la bebida. Quizá incluso desde antes. Jay era consciente de que la desdicha de su hermana no sólo se debía a sus decepciones profesionales, sino también al modo en que Adam la trataba.
—Hola, cariño —dijo Jennifer al ver a su marido entrar en casa, un humilde apartamento en la ciudad de Jersey.
Jennifer habló arrastrando las palabras, como si le costara pronunciarlas o estuviera demasiado cansada para hacerlo de manera correcta.
—¿Qué hay de cena? —dijo Jay, mientras se quitaba el abrigo y lo dejaba caer pesadamente sobre un sillón—. Huele muy bien.
—He hecho un guiso de carne. ¿Qué tal ha ido el día?
—¿Un guiso de carne? Estupendo… El día, como siempre. No ha sido demasiado bueno.
Jay sacó un pequeño bolso de cuero y lo abrió delante de su mujer. Dentro había poco más de seis dólares.
—¿Sólo esto? —dijo ella—. Ya casi no me queda nada de dinero. ¿Qué vamos a hacer?
—Apretarnos el cinturón. ¿Qué, si no?
Jennifer le miró con resignación. Trajo el guiso de la cocina y le puso a Jay un buen plato. Luego se sirvió uno más escaso para ella.
—¿Y los niños? —preguntó él.
—En la cama. Katie te ha hecho un dibujo. Mira.
Jennifer se levantó de la mesa y cogió, de un aparador, el papel con el dibujo. Era poco más que un garabato. Katherine era su hija pequeña. Aún no había cumplido los dos años. El hijo mayor se llamaba Frank, como el padre de Jay. Al ver el dibujo, éste sonrió. Su mujer y sus hijos eran lo único que le impulsaba a seguir luchando. Si no los tuviera, no sabría qué hacer. Seguramente acabar involucrándose en los negocios ilegales de Adam y sus secuaces.
—¿A que está muy bien para una niña tan pequeña? —dijo Jennifer.
—Me recuerda al pintor ese francés tan famoso —dijo Jay, y dejó el dibujo a un lado.
Jennifer se encogió de hombros.
—Sí, ese que pinta como si estuviera loco, con colores chillones y formas extrañas… ¿O es italiano? Bueno, qué más da.
Jay sacudió la cabeza y, al volver a mirarla, captó una desprevenida expresión de tristeza de Jennifer, que ésta se apresuró a disimular. Levantó la mirada hacia ella y le sonrió de nuevo, ahora con más dulzura. Alargó una mano para cogerle la suya.
—Confía en mí —dijo—. Ya sé que ahora todo nos va mal, pero la suerte tiene que cambiar para nosotros.
—Beth ha estado aquí esta tarde.
El gesto de Jay se ensombreció. Imaginaba el rumbo que iba a tomar la conversación.
—Me ha dicho que Adam Norris podría tener algo para ti. Sé que se portó mal cuando la empresa de taxis quebró, pero…
—No hablemos de Norris, ¿quieres? ¿Cómo está Beth?
—Ella está bien. Sigue intentando encontrar un papel en algún musical, aunque todo es muy difícil ahora.
—Mientras siga con Norris, no tendrá problemas…
—No sigue con él por eso, Jay —le recriminó Jennifer—. Beth está muy enamorada.
—Ya.
Jennifer pensaba que era el orgullo de su marido lo que le impedía aceptar ninguna oferta de Adam. Ella sabía muy poco de a qué se dedicaba éste realmente y en qué consistían los «negocios» en los que quería que Jay se involucrara, aparte del tráfico de alcohol. Y menos aún de que aquel malnacido tratara a Beth como a una furcia y la engañara con otras mujeres delante de su cara. No era el caso de Jay, que por eso no admitía el dinero que su hermana intentaba darle de vez en cuando. No era de ella sino de su novio, y estaba tan sucio como el propio Adam Norris. A veces, Jay sentía la tentación de sacar a Jennifer de su ignorancia, pero ¿qué bien le haría?
—¿Ha traído Beth la carne de este guiso? —preguntó de pronto.
—Sí. Y también leche y huevos. Por los niños.
Jay se levantó con el plato y volvió a echar lo que quedaba de su contenido en el puchero.
—Voy a acostarme. Mañana tengo que levantarme temprano.
Cuando Jennifer se quedó sola, permitió que volviera a su rostro la preocupación y la tristeza que la asaltaban. Había hecho bien en no decirle nada a su marido de su nuevo embarazo. Las cosas ya estaban bastante complicadas. Se acarició el vientre y pensó en la criatura que crecía dentro, y que nunca llegaría a nacer. Una víctima más de los malos tiempos, sin ni siquiera la oportunidad de luchar.