20

Como todos los 17 de marzo, la comunidad católica de Nueva York se engalanaba para la festividad de San Patricio. La catedral del mismo nombre, erigida en honor al santo patrón de Irlanda, parecía ahora empequeñecida al lado de los nuevos rascacielos de Manhattan a pesar de su enorme tamaño y sus torres neogóticas de más de cien metros de altura. El ímpetu de la fe había cedido ante el ímpetu del dinero. La belleza que se alzaba hacia los cielos se veía superada por el aprovechamiento de cada metro, la funcionalidad y los nuevos afanes del hombre.

Era muy temprano, pero los preparativos se dejaban ver ya ante la catedral, que más tarde, entrado el día, rebosaría de gente. En su exterior empezaban a congregarse los fieles. También habría un gran desfile, el más vistoso del año en Nueva York. El último había sido un auténtico espectáculo, pero éste, con la crisis económica golpeando a todos, inclinaría el protagonismo hacia los rezos y las plegarias. Algo que a Tom le parecía mezquino: pedir lo que se necesita a un ser superior, que lo puede todo y que lo deja a uno a merced de sus designios. Cuando era niño solía hablar con Dios y pedirle cosas buenas, pequeñas y grandes. Cosas que casi nunca obtuvo de él.

Pasó junto a la catedral sin detenerse. No tenía el menor interés en esas celebraciones. Sólo una vez se había parado frente a San Patricio, cuando llegó a la ciudad recién salido de la penitenciaría. Y lo hizo durante el breve espacio de tiempo que le llevó contemplar la luminosa fachada blanca en toda su extensión. Luego pasó de largo, igual que ahora. Su única plegaria en aquellos días era encontrar un empleo, y no la dirigió al cielo ni a ningún santo.

Esa mañana comenzaba ese trabajo que, al fin, había conseguido. Al llegar al solar del Empire State se quedó quieto un momento, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Treinta y cuatro. La excavación había rebajado sólo dos metros respecto a los cimientos del Astoria. Gracias al firme suelo de Manhattan, no hacía falta más profundidad. Se habían bombeado toneladas de hormigón para crear el basamento. Los pilares de acero que servirían de apoyo al futuro rascacielos surgían de la rocosa tierra, hendidos en zapatas de hormigón, como enormes clavos verticales en un país de gigantes. Los cimientos se habían ultimado y varios ascensores estaban ya en funcionamiento, pues pertenecían al antiguo hotel. Resultaba irónico que los elevadores empleados por los hombres y mujeres más ricos y famosos de Nueva York, fueran ahora a utilizarse por parte de obreros y operarios.

Allí apenas había espacio para almacenar materiales de construcción. Todo tenía que ir instalándose a medida que llegaba del puerto o por carretera. La organización era perfecta. Enormes grúas se movían cargando las piezas prefabricadas, procedentes de las fundiciones de Pittsburgh. Los camiones llegaban por una calle y se marchaban por la otra, como en una cadena de montaje. Cada viga de acero iba numerada y se correspondía con una posición única y exacta en el sinfín de planos, como una materialización de éstos, que debía instalarse de inmediato.

El Empire State despertaba. A Tom lo citaron ese día, pero las obras ya estaban en marcha a pleno rendimiento, y centenares de hombres comenzaban a la vez su jornada de trabajo en el solar. Tom mostró a un portero la tarjeta que le habían dado y que le acreditaba como empleado. Éste le indicó el camino de la oficina donde tendría que fichar cada mañana al llegar y cada tarde al salir. Dos veces más al día, unos empleados le pedirían que acreditase su identidad en el mismo puesto de trabajo. Todo debía hacerse con la misma precisión y meticulosidad, para que funcionara y pudieran cumplirse los estrictos plazos.

La oficina estaba en el primer piso, dentro de un pequeño cuarto de madera con la puerta siempre abierta. Tom buscó la ficha con su nombre en el estante de la pared, la introdujo en el reloj, que emitió un quejido, y volvió a dejarla en su lugar. Después buscó a su encargado, el peculiar Mateu Casals. Éste se acordaba perfectamente de Tom y pareció bastante complacido al verlo de nuevo. Pero frunció enseguida el ceño al darse cuenta del aspecto de su mano izquierda. Tom se la había lastimado hacía dos noches, en su último combate de boxeo. Mostraba una contusión hinchada y amoratada. No fue a ningún médico y no estaba seguro de si se habría fracturado algún hueso.

—Muchacho, así no me sirves —sentenció Casals.

—Usted dígame lo que hay que hacer y yo lo haré.

—No creo que puedas. Te dolerá. Te dolerá mucho.

—Menos que quedarme sin el empleo.

El capataz enarcó las cejas y se encogió de hombros. Apreciaba a los hombres resueltos. Decidió darle una oportunidad. Quizá ahora le costara un poco hacer lo que le mandara, pero en cuanto se recuperase, estaba seguro de que sería un trabajador espléndido y abnegado. Como él solía decir, y lo sabía bien, todo se hace por miedo o por hambre. Desde luego, aquel muchacho no tenía cara de temer a nada o a nadie, pero sí de haber pasado hambre.

En la obra había un médico y algunas enfermeras, aunque Casals juzgó poco conveniente que Tom mostrara una lesión como ésa en su primer día de trabajo. Antes de comenzar, en realidad.

—Está bien, muchacho —le dijo—. Espero que sepas lo que haces.

Tom asintió agradecido. Llevaba un pedazo de tela en el bolsillo. Tendría que vendarse la mano bien prieta para que el dolor fuera soportable durante toda la jornada, y para que no se lastimara más de lo que ya estaba. Dobló la tela en una faja alargada, la sesgó en su extremo para poder hacer un nudo al final e intentó agarrarla con la palma de la mano lesionada, pero no fue capaz de hacer la presión necesaria con el pulgar. A unos metros de él había un chico del agua, un jovencito de unos trece o catorce años, encargado de dar de beber a los trabajadores y venderles picadura de tabaco. Lo llamó. El muchacho corrió hacia él y empezó a llenar una taza de metal.

—No tengo sed. Necesito que me ayudes.

El chico devolvió el agua al recipiente principal y se quedó expectante.

—Aprieta aquí, por favor —dijo Tom, señalando el extremo de la venda en su mano—. Muy bien. Ahora aguanta porque voy a tirar con fuerza.

Tom fue dando vueltas a la tela alrededor de su mano. Apretó cuanto pudo.

—¿No te duele? —dijo el chico.

La cara de Tom mostraba que sí le dolía. Pero no le quedaba más remedio que aguantarse.

—No es nada —masculló, con los dientes apretados.

Terminó el vendaje y le pidió al muchacho que atara los extremos sobre su muñeca. Éste lo hizo cuidadosamente.

—Gracias, chico. Ahora sí querría un trago. ¿Cómo te llamas?

—Pete —dijo con voz trémula. Y luego con más firmeza—: Me llamo Pete Whitney.

—Yo soy Tom Carter. Gracias de nuevo, Pete.

Mirando a ese joven, Tom pensó en el tiempo pasado, en los años perdidos. Podía haber sido como aquel muchacho, de ojos limpios y expresión sincera. Se alegró de que no hubiera visto ni sufrido lo que él. Sólo con mirarle, sabía que era así.

—¡Eh, tú! —gritó al chico otro de los hombres que trabajaban cerca de Tom—. Mueve el culo y ven para acá.

—Ya voy.

Tom cogió un cinturón de herramientas y regresó adonde estaba Casals dando instrucciones a una cuadrilla. Éste comprobó su mano y le dio una palmada en el hombro. No quiso encargarle labores demasiado pesadas, aunque allí no había trabajos blandos. Ni siquiera el de los chicos del agua, como el que acababa de ayudarle con el vendaje.

—Vuestra primera labor será proteger el armazón metálico —explicó Casals—. Hay que cubrirlo con productos que lo aíslen del hormigón. Cuando los operarios encargados de esa labor lo hagan, vosotros tendréis que ir levantando muros de ladrillo con la misma forma del armazón. Es para proteger el metal del calor y el fuego. Los ladrillos son refractarios e ignífugos. Al principio yo estaré con vosotros para supervisarlo todo, no os preocupéis. Hoy no os exigiré mucho. Mañana, ya veremos.

Sin que Tom se diera cuenta, alguien llevaba un tiempo observándole furtivamente. Era una joven. La única mujer que había en esa parte de la obra y, a excepción de las enfermeras y las cocineras, quizá la única mujer en todo el edificio en construcción. Se fijó por primera vez en Tom cuando éste se colocaba la venda con la ayuda del chico del agua. Desde entonces, la joven había seguido observándolo mientras cargaba maderos, los serraba o ponía clavos. Todo al mismo ritmo, o incluso superior, que cualquier otro, y aguantando sin quejarse el dolor que indudablemente debía sentir en aquella mano herida.

El olfato de la joven le decía que aquel hombre tenía una historia a sus espaldas. En aquel preciso instante decidió saber más de él. Aunque con mucho tacto. Nadie podía descubrir que en realidad era Valery Marquand, periodista del World Magazine. Eso le granjearía los recelos de casi todo el mundo y haría su trabajo poco menos que imposible. Los jefes de la obra habían dicho a los capataces que ella pertenecía al equipo de los propietarios, y que estaba allí para comprobar que el trabajo avanzaba correctamente y entregarles informes regulares. Era la tapadera que el amigo del director del World, que a su vez era íntimo del coronel Starrett —uno de los constructores—, le había conseguido para cumplir su deseo de infiltrarse en el Empire State.

Valery sonrió para sí. Estaba exultante por haber podido finalmente salirse con la suya. Aunque atajó la sonrisa por temor a que mostrara lo que tenía en la cabeza. Lo que no pudo evitar fue pensar de nuevo que aquel hombre de mirada profunda —Tom, creía haber oído que se llamaba— tenía algo especial. Allí estaba su historia. Eso le decían sus afinados instintos de reportera.

—¡Buenas noticias! —gritó Adam nada más entrar con su llave en el apartamento de Beth.

Ella no respondió, pero Adam estaba seguro de que se encontraba allí. La había llamado por teléfono hacía menos de media hora, y le aseguró que lo esperaría en el apartamento.

—¡Ya estás así otra vez! —exclamó Adam al verla.

Beth yacía sobre la cama, medio desnuda. A su lado había una botella de ginebra por la mitad. Ya no se molestaba en esconder que bebía más de la cuenta.

—Hola, cariño. ¿Quieres usar esto? —dijo, abriéndose la bata de seda y mostrándole su sexo.

—Vamos, Beth, tápate. Sabes que no me gusta que bebas estando sola.

—Ya. Y a mí hay tantas cosas que no me gustan…

Adam la miró con desprecio. Cada vez le atraía menos sexualmente, aunque había algo en ella que le hacía seguir aguantándola sin saber por qué.

—Si no estás lo bastante borracha como para escucharme, tengo algo importante que decirte.

—Ah, ¿sí?

—Te he conseguido un papel en un musical.

Beth se incorporó de pronto, de nuevo lúcida. La mitad del alcohol que había consumido pareció desvanecerse en sus venas y su cerebro.

—¡¿Un papel?!

—Sí. Pero no es una gran obra. Ya sabes que el público demanda otras cosas ahora. Es una especie de vodevil. Lo bueno es que serás una de las artistas principales.

Al oír eso, Beth volvió a tenderse en la cama. Se dejó caer hacia atrás, aunque no estaba disgustada. Mejor un papel en un vodevil que nada, que seguir siendo sólo la puta de Adam. Se alegró con amargura, recordando lo que estuvo a punto de salir bien y que ya nunca ocurriría. Todo lo que estuvo a punto de salir bien…

—¿Qué te parece? —dijo Adam.

—Bien. Genial. ¿De qué va la obra?

—Es una parodia de los rascacielos y de Nueva York. No conozco muy bien el argumento, pero creo que trata de unos constructores que compiten por hacer el edificio más alto y por conquistar a unas chicas. Hay una pieza en que las bailarinas salen a escena con sombreros en forma de rascacielos, y cosas por el estilo.

—¿Y cuándo empiezo?

—Ya están ensayando. La chica que hacía tu papel ha sufrido una… indisposición y ha tenido que dejar la obra.

Beth sabía lo que eso significaba. Pero ya no le importaba nadie más que ella y, quizá, su hermano Jay y su familia.

—Qué suerte —dijo.

—Qué suerte, sí —repitió Adam.

—Y a esa otra chica, ¿qué es lo que le ha pasado?

Últimamente, Beth nunca perdía la ocasión de provocar a Adam. Ésos eran los únicos momentos en que no se sentía una mera pertenencia suya.

—No quieras saber más de la cuenta. Déjalo estar.

—Ya sé que piensas que soy una idiota. Pero te equivocas. No soy una lumbrera, pero tampoco soy estúpida.

—¿A qué viene eso ahora, Beth?

Ella no respondió. Se incorporó otra vez y alargó la mano para coger la botella de ginebra. No se veía ningún vaso cerca. No lo necesitaba. Adam se la arrebató de las puntas de los dedos.

—Te he dicho que no me gusta que bebas sola.

—Pero si ya no estoy sola —dijo ella mirándolo fijamente—. Estoy contigo. ¿O es que quieres decir que, estando contigo, estoy sola…?

Divagaba como una auténtica alcohólica. En ese momento sonó el teléfono del salón. Beth ni siquiera hizo el amago de ir a atenderlo. Fue Adam quien lo cogió, con la botella de ginebra aún en su mano.

—Dígame.

—Adam, ¿eres tú? Soy Jay. Tenemos que vernos ahora mismo. Estoy en la oficina.

—¿Qué sucede?

—Problemas.

Adam colgó el auricular. Regresó a la habitación y se inclinó sobre Beth para darle un beso en la frente. Ella se mostró tan inexpresiva como un cadáver.

—Ahora tengo que irme. Mañana vendrá mi chófer a buscarte a las nueve y media. Sé puntual —dijo.

Cuando Adam salió del apartamento, Beth abrió un armario y sacó de él otra botella de ginebra. Fue al cuarto de baño y se miró la cara en el gran espejo, sobre el lavabo de griferías doradas. La imagen que vio reflejada no era la suya. Al menos, no la que ella recordaba. Se había convertido de pronto en otra persona. Tenía ojeras, los ojos hundidos y sin brillo, y los labios arrugados en una mueca patética.

Abrió la botella y se la puso en la boca. Iba a beber, pero su imagen en el espejo se lo impidió. Sintió vergüenza, aunque no la suficiente como para dejar la botella. Se volvió hacia un lado, donde podía esquivar su propia mirada acusadora, dio un largo trago y se puso a llorar.

—¡¿Qué diablos ocurre?! —gritó Adam al irrumpir como un mal viento en su oficina.

El lugar donde llevaba sus negocios ilegales era una oficina aneja a su local clandestino. Allí tenía montado un falso bufete de abogados que usaba como tapadera. Había un par de abogados que lo eran de verdad, pero sólo al servicio de Adam y de encubrir sus trapicheos. La organización crecía cada vez más y los problemas se multiplicaban. Lo bueno era que casi siempre podían solucionarse con dinero o con plomo. Allí estaban esperándolo varios de sus hombres, entre ellos Jay. Y también Owen O’Connolly, a quien ni siquiera Adam se atrevía a enfrentarse directamente. Los dos hombres estaban enzarzados en una discusión.

—No te alteres, Adam —dijo Jay, con las palmas de las manos a la altura del pecho.

—Lo que tu chico no se atreve a decirte es que hemos perdido otro cargamento. Un camión entero de cerveza.

El que habló fue O’Connolly. Estaba fumando un cigarrillo, sentado en el borde de una mesa y contemplando la brasa del extremo como hipnotizado.

—¿Ha sido la policía? —preguntó Adam. Y dando por sentado que así era, añadió—: Encárgate de hablar con ellos, Owen.

—No, no ha sido la policía —intervino Jay.

—Entonces, ¿quién?

—No lo sabemos.

—Tú no, pero yo sí —le cortó O’Connolly—. Una vez más ha sido la gente de Audie Forrester.

Jay miró encolerizado al policía. Estaba harto de que lo tratara como una basura.

—No estamos seguros de que eso sea verdad.

—Pues habrá que averiguarlo, maldita sea —dijo Adam—. Estoy harto de Forrester. Voy a darle una lección que no olvidará. Se acabó jugar al ratón y al gato. ¿Me he expresado con suficiente claridad?

Los otros hombres asintieron en silencio, mientras Jay y O’Connolly se lanzaban una mirada desafiante.

—Esto no va a quedar así… —siguió Adam—. Owen, tú encárgate de que la policía no intervenga. Esto es algo que debemos resolver nosotros. Avisa a los chicos. Y tú, Jay, prepara dos coches llenos de armas para cuando te dé la orden. Será pronto.

En los últimos tiempos, Adam había aprendido una ley tan real como despiadada: el animal grande se come al pequeño y el fuerte impera sobre el débil. Toda la civilización humana no había logrado cambiar esa ley de la jungla ni un ápice. En cualquier entorno salvaje, la fuerza da el derecho a dominar y a sobrevivir. Era una simple cuestión de causa y efecto.

—Esta vez no voy a limitarme a robarle un cargamento suyo como represalia. Quiero que esta situación acabe. Para siempre.

A medida que hablaba, Adam se convencía más y más de que dar una lección definitiva a Forrester, retirarle de la circulación, era una excelente idea. Tuviera o no que ver con el robo del camión. Su negocio no podía estancarse. Como un tiburón, debía mantenerse siempre en movimiento. O crecía o estaba condenado a desaparecer.

—En marcha —ordenó.

Todos salieron, a excepción de Jay, a quien Adam llamó antes de que abandonara la estancia.

—Quiero hablar contigo un momento. Cierra la puerta.

—¿Qué pasa?

—Owen me ha contado lo de tu problema.

Jay se quedó en silencio, tratando de imaginar lo que esa sucia rata irlandesa había podido decir sobre él. Entonces comprendió a qué se refería Norris.

—Es cierto que desde mi accidente me cuesta dormir. Pero no es nada que tenga que preocuparte.

—No es sólo eso —dijo Adam, muy serio—. Que no puedas conciliar bien el sueño no es lo que me preocupa. Yo tampoco puedo. Es por tus desvanecimientos.

—No sé lo que te han dicho, pero no sufro ninguna clase de desvanecimientos. A veces me asaltan mis recuerdos, sólo eso. Todos tenemos fantasmas.

—Bien. Pero si se convierte en algo más, dímelo. No quiero perder otros cargamentos. Vete a casa y quédate cerca del teléfono. Cuando te necesite haré que te llamen.

El gesto de Adam se suavizó. Sólo quería dar un toque a Jay, que estuviera alerta, que no bajara la guardia. Estaba seguro de que no le fallaría. Porque, en su negocio, fallar era equivalente a morir.

Cuando Jay salió, O’Connolly volvió a entrar en la sala. Adam se sorprendió al verlo de vuelta tan pronto. Le había dado sus instrucciones, aunque el policía nunca cumplía órdenes. Sólo las acataba a su manera, conjugando los intereses de Norris con los suyos propios. Eso era algo que a éste le irritaba cada vez más. Algún día, si se le presentaba la oportunidad, se encargaría también de resolver ese asunto.

—Creo que ya lo hemos discutido todo… —dijo Adam secamente.

—Hay algo que debes saber —dijo O’Connolly sin ninguna emoción en la voz.

—Tú dirás.

Adam se arrellanó en su sillón y cruzó las manos.

—Ya me he encargado de los chicos del puerto.

Se refería a un grupo de rateros de poca monta que estuvieron a punto de arrebatarles un cargamento de vino francés de contrabando, llegado a Nueva York por vía marítima desde el puerto holandés de Rotterdam.

—¿Nos darán más problemas? —inquirió Adam.

—No lo creo —dijo el policía y soltó una especie de risa irónica—. Los dos cabecillas están en el fondo del muelle con unos bonitos zapatos de cemento.

El rostro de Adam se contrajo. Eso no era lo que había esperado. Le quedaban muy pocos escrúpulos, pero creía que aún guardaba una mínima parte de su conciencia intacta. Siempre que sus represalias no superaran la violencia de los ataques o el peligro de sus atacantes, sentía que continuaba a salvo.

—¡Los has matado!

—¿Y qué pensabas? ¿Que iba a dejarlos irse de rositas?

—No tenías que haberlo hecho. No eran nadie. Bastaba con darles un buen susto.

O’Connolly miró a Adam con una mezcla de desprecio y condescendencia. No estaba a su altura. Nunca lo estaría. Aunque esa debilidad serviría a sus fines, llegado el momento.

—¿Acaso no me tienes a tu lado para hacer lo que hay que hacer? Si tienes remordimientos, piensa en los beneficios. Que esas minucias no te impidan dormir.

—Te estás pasando de la raya…

—No hay ninguna raya, jefe.

El policía pronunció esa última palabra con el tono de un insulto. Adam captó perfectamente el desafío, pero optó por no hacerle frente. O’Connolly estaba en lo cierto: jugaban a un juego sin reglas en el que sólo se podía ganar apostándolo todo en cada partida.

—Está bien… Pero la próxima vez infórmame antes.

—Lo haré, no te preocupes. Aunque ya no te importará que actúe de la misma forma. Con Forrester, por ejemplo.

—Eso seré yo quien lo decida.

—Sí, aunque la conciencia sólo se pierde una vez. Ya va siendo hora de que pierdas del todo la tuya. Sólo sirve para hacerle a uno vulnerable. Lo sé bien, soy policía —dijo O’Connolly. Se quedó callado un instante, mirando fijamente a Adam, y añadió—: ¿Quieres que me encargue de Forrester o no?

Los ojos de Adam Norris brillaron con furia contenida. Pero enseguida se apagaron. Bajó los párpados y asintió levemente. Lo hizo con indiferencia. Ni siquiera sintió la menor emoción contra el policía por tener razón en todo lo que había dicho.

Tom empezó dolorido su segundo día de trabajo. Por la noche había vuelto a boxear, a pesar de su mano dañada. La usó sólo para protegerse y lanzó todos sus golpes con la sana. Aun así, mermado y limitado, ganó otros dos combates y veinte dólares más. Si se hubiera roto del todo la mano habría tenido que dejar el empleo en el Empire State. Lo sabía, y por eso tuvo cuidado y encajó más golpes de la cuenta. No podía perder su trabajo. No sólo luchaba por él. Por primera vez, desde que se vio forzado a boxear en la cárcel, sabía por qué luchaba.

Vista desde su interior, la gran base del Empire State parecía emerger del suelo como las fauces de una serpiente legendaria. Sus colosales dientes se proyectaban hacia lo alto, afilados y temibles, mientras el resto de su boca iba conformándose alrededor, en la forma de poderosas estructuras metálicas, encofrados de madera y bloques de hormigón. Los avances, en tan sólo un día, eran apreciables. Los ingenieros habían previsto que los más de cien pisos del proyecto definitivo iban a alzarse en menos de doscientos días. Algo impensable hasta ese momento. En ningún otro rascacielos se había hecho más cierta la frase, repetida hasta la saciedad en las oficinas de los propietarios, de que «el tiempo es dinero».

Los materiales se habían dispuesto en zonas de depósito temporal, todo en el interior para dejar despejadas las calles Treinta y tres y Treinta y cuatro. Una gran hormigonera se alzaba en el medio, sobre unas gruesas patas de madera. Los hombres mezclaban en ella el cemento Portland, la cal y el agua en las proporciones adecuadas. Tom recordó el día en que puso de manifiesto que la mezcla no era correcta. Imaginaba que un fallo así sólo se debía a que aún no se había empezado, en aquel momento, la construcción propiamente dicha. Si se quería construir un coloso como el Empire State, nada podía fallar.

Después de fichar en la oficina, Tom atravesó la planta con cuidado. Varios obreros del metal fundían remaches de acero en hornos a altísimas temperaturas. Otros llenaban capazos con materiales o herramientas, que se izaban mediante poleas manuales. En un extremo del solar había una caseta alargada. De ella entraban y salían ingenieros, con planos en sus manos, y lo comprobaban todo mientras daban instrucciones. Varias personas tomaban notas de las actividades que se iban realizando, para elaborar, jornada a jornada, el ajuste necesario a las previsiones.

Lo que más llamó la atención de Tom era que allí no había esas caras largas y tristes que había visto en la ciudad desde que salió de la penitenciaría. Los hombres trabajaban razonablemente contentos. Quizá justo por eso, porque tenían trabajo, y bien pagado. No como tantos otros, algunos de los cuales empezaban a instalarse en chabolas en el mismo Central Park. Una especie de nuevo barrio de Manhattan al que se referían como Hooverville: la Ciudad de Herbert Hoover, el presidente republicano que, junto con su secretario del Tesoro Andrew Mellon y sus medidas económicas erróneas, su excesiva permisividad con los bancos y con el mercado de valores, había contribuido a sumir al país y al mundo en esa crisis sin precedentes.

Tom estaba empezando su trabajo cuando una voz chillona llamó su atención.

—Mira a ése —se burló un albañil calvo y gordo—. No puede ni con su sombra. ¿Necesitas ayuda, niño?

El hombre se refería a Pete, el chico del agua, en tono sarcástico. Varios de los trabajadores que estaban con él se rieron. Un capataz había ordenado al muchacho que llevara al otro lado de la planta un capazo con ladrillos, y él apenas podía con ellos. Dio la impresión de estar a punto de rendirse, pero de pronto frunció el ceño en un gesto decidido y se incorporó. Con un esfuerzo redoblado, fue capaz al fin de levantar el peso y transportarlo hasta donde le habían dicho.

Tom no comprendió la milagrosa recuperación del muchacho hasta reparar en una joven que estaba al otro lado de la planta, con una carpeta en una mano y un lápiz en la otra. La miró de arriba abajo como todos los demás que se encontraban allí trabajando, aunque con un poco más de discreción. Era una mujer muy apetecible. El chico debía de haberla visto también, y por eso quiso comportarse como si ya fuera un hombre. Tom sonrió. Al final, aquel crío de apariencia tan frágil tenía un ánimo resuelto y sangre en las venas. Tom miró al tipo que se había burlado de él y pronunció la amenaza velada más vieja del mundo:

—¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño?

El aludido se dispuso a replicar, hasta que vio a Tom erguirse, mostrando toda su envergadura. Aún le dolía el cuerpo por los golpes del último combate, pero eso sólo lo sabía él.

—Eh, eh, que yo soy un hombre pacífico —se apresuró a decir el albañil—. Además, ¿a ti qué más te da? ¿Es que es tu hijo, o qué?

—No. Pero si vuelves a meterte con él tendrás que vértelas conmigo. ¿Queda claro?

El albañil levantó los brazos y le mostró a Tom las palmas. Le había quedado completamente claro. Enseguida volvió a su conversación con sus compañeros, como si nada hubiera ocurrido. Mientras, Pete se acercó a Tom.

—Gracias, señor.

—No me llames así, chico. Soy sólo Tom.

En ese momento, éste se dio cuenta de que la joven lo miraba. ¿Y no era eso mismo, en parte, lo que había pretendido? ¿Atraer su atención? ¿Quién estaba ahora intentando mostrarle que era un hombre? Tom sacudió la cabeza y volvió al trabajo. Prefería no pensarlo. Ya tenía bastante de qué preocuparse sin las complicaciones de una mujer.

Esa tarde, acabado el turno, Casals hacía un recorrido por los avances de sus hombres. Cuando llegó a Tom le dio una de sus cariñosas palmadas en la espalda. Estaba muy satisfecho con él. Ojalá todos fueran así. Entonces se podría levantar aquel rascacielos incluso más rápido de lo que estaba proyectado. Y ello a pesar de que, de cumplirse los plazos, iba a convertirse no sólo en el edificio más alto del mundo, sino en el que, con mucha diferencia, más rápidamente sería erigido y rematado.

—¿Qué tal va eso? —le dijo Casals mientras colocaba las herramientas para marcharse.

—Bien, jefe. Muy bien.

Era cierto. Tom estaba muy agradecido y contento de trabajar allí. Aunque cometió un error en la respuesta que dio a la siguiente pregunta de Casals.

—¿Qué te parece esta Dama?

Así solía referirse el capataz al Empire State: como La Dama.

—Bueno, para mí no es más que un edificio, y esto es sólo un trabajo.

—¡¿Cómo que es sólo un edificio?! ¡¿Cómo que sólo un trabajo?!… Muchacho, estás participando en la construcción del edificio más importante que se haya levantado nunca. Esto no es sólo un trabajo, como el Empire State nunca será sólo un edificio.

—Yo… —intentó excusarse Tom, que no entendía la mitad de lo que decía Casals, de lo rápido que hablaba.

—Esta Dama es una catedral moderna. Aunque los hombres ya no crean en Dios, aun así se alzan al cielo y están más cerca de él. Deja eso y ven conmigo.

Tom siguió al capataz hasta la calle. Ignoraba lo que se proponía, pero no había otra cosa que pudiera hacer que seguirle en silencio.

—No es más que un trabajo… —refunfuñaba Casals cada cierto tiempo, en voz baja pero tono irritado y gesticulando.

Caminaron hacia el sur por la Quinta Avenida con paso acelerado —de hecho muy acelerado para un hombre tan grueso como el capataz— hasta unas cuantas manzanas de distancia del solar del Empire State. De pronto, Casals se detuvo en seco. Tom estuvo a punto de chocar contra su espalda.

—¡Mira! —dijo el capataz con el dedo señalando calle arriba—. Cuando la Dama esté acabada, desde aquí se verá como un faro que iluminará a todos los ciudadanos de Nueva York. ¿Ves esos edificios que ahora parecen tan altos? El Empire State sobresaldrá por encima de todos ellos. La Torre Eiffel de París se quedará pequeña. La catedral de San Patricio será una triste y achaparrada iglesia de barrio. Hasta superará al magnífico edificio Chrysler. No, muchacho, el Empire State no es un edificio más, ni un edificio cualquiera. ¿Acaso sabes cuántos rascacielos se están construyendo ahora mismo en esta isla? Pues ninguno se acercará, ni de lejos, al nuestro. Al nuestro, Tom, quiero que lo entiendas y te lo grabes a fuego.

—Pero…

Casals estaba decidido a no dejar a Tom despegar los labios, más que para coger aire. Siguió hablando con la misma vehemencia, rapidez y entusiasmo genuino.

—Yo vengo de muy lejos. Allá en Barcelona, donde nací, estuve algunos años trabajando con el gran Antonio Gaudí, el mayor arquitecto de todos los tiempos. Él ideó las creaciones más increíbles que la imaginación pueda concebir. Formas inspiradas en la naturaleza, en los sueños, en lo que muchos creyeron irrealizable, como la Sagrada Familia. —El capataz señaló ahora la zona del bajo Manhattan—. Mira hacia ese otro lado. Hasta le encargaron un proyecto para esta ciudad. Sí, ¿puedes creerlo?: un hotel, el Gran Hotel Attraction, de 340 metros de altura, o sea, mayor que el Chrysler o la Torre Eiffel. Y eso, hace veinte años. No sé qué ocurrió, porque yo… —titubeó— me fui de Barcelona al año siguiente. Sólo vi los primeros bocetos, y ya nunca se convertirá en realidad. Gaudí murió en 1926. Pero desde que estoy aquí, año tras año, he visitado el lugar con la esperanza de que se obrara el prodigio. Nuestra Dama pertenece a un tipo de arquitectura muy diferente, pero estoy seguro de que el Maestro estaría orgulloso. Así que no vuelvas a decir que trabajar en el Empire State es sólo un trabajo, ni que es sólo un edificio.

—No —aceptó Tom apabullado.

—La arquitectura es la materialización del espíritu humano. Gaudí solía decir que el arquitecto es capaz de ver las cosas antes de que estén hechas. Yo creo que todos podemos lograrlo, aunque no seamos arquitectos. Sólo con intentar imaginarlas. Así pues, muchacho, mira hacia el lugar donde se está construyendo la Dama. ¿No la ves surgir desde el suelo y elevarse por encima de la ciudad? ¿No ves su esbelta figura, sus miles de ventanas luciendo en la noche, su pináculo en forma de aguja? ¿Puedes verla?

—Sí —dijo Tom, con los ojos fijos en el aire y en las nubes.

Ojalá fuera verdad. Ojalá él pudiera sentir lo mismo que Casals. Era cierto que el Empire State no era sólo un edificio. Ciertamente era algo más. El símbolo de una época cuyos gigantes habían sido derribados para dar espacio a una nueva era, con nuevos gigantes. Gigantes de acero y cemento, erigidos con sudor y esfuerzo.

—Eso está bien, chico. Eso está bien. He puesto en ti muchas esperanzas. Yo también sé imaginar a las personas antes de terminar de construirse. Y ahora lárgate. Tengo que volver a casa o mi mujer me dará con una sartén en la cabeza.

Por primera vez, Casals rió a carcajadas. Como si se hubiera liberado de una gran tensión. Quizá la que le ocasionaba no tener a nadie con quien compartir su pasión por la arquitectura. Ahora estaba satisfecho, pero no pudo evitar sus recuerdos de Barcelona y de Gaudí, de su juventud y de los motivos que le obligaron a emigrar a América en el lejano 1909. Dolorosa nostalgia que le mordía de cuando en cuando.

Tom se quedó mirándole alejarse y luego se giró hacia el Empire State fantasma; ese que algún día se alzaría donde ahora únicamente había un solar y unos pilares de acero. Intentó verlo materializarse ante sus ojos. No lo logró. Aunque hubo un momento —un breve instante—, en que creyó percibir una figura nebulosa. Una figura apenas distinta del cielo, al fondo, que surgía como una hermosa mujer ataviada de blanco.