31

El Empire State se aproximaba a su finalización. En noviembre se había rematado el pináculo que habría de servir como plataforma de atraque para dirigibles, en el piso 102. La fachada del edificio exhibía sus ventanas de marco de aluminio y sus muros de piedra, distinguidamente ornamentados con bandas de acero inoxidable. En el interior se habían instalado los motores eléctricos de los innumerables y veloces ascensores, y se ultimaban las conexiones eléctricas, el alumbrado, los teléfonos, las conducciones de agua y los sistemas de calefacción y ventilación.

La Dama se vestía de gala para su puesta de largo en sociedad, programada para el Primero de Mayo. Pero antes, Al Smith ya había colocado el último remache de la estructura; el remache áureo que emulaba el broche de oro con que debían finalizarse los grandes proyectos. También se había coronado el punto más alto de las construcciones humanas con una nueva bandera de Estados Unidos, colocada por los trabajadores.

Una mañana durante la hora del almuerzo, contemplando el edificio desde el exterior, Casals había recordado a Tom el día en que le hizo imaginarlo, cuando su volumen era sólo aire y anhelo. Ahora se había convertido en una realidad sólida y tangible, solemne como un obelisco egipcio o una columna romana de triunfo; un faro cuya luz simbólica fuera capaz de guiar, en aquella noche de los tiempos, el espíritu de los hombres a buen puerto y les impulsara a seguir remando sin desfallecer.

—¿Qué me dices ahora, chico? —le preguntó Casals con los ojos fijos en su Dama—. ¿Estás orgulloso?

—Sí —contestó Tom con convicción—. Lo estoy.

—Un hombre orgulloso de sí mismo es un hombre. No lo olvides.

El Empire State se había convertido para Tom en algo más que un trabajo. Aquella frase que le valió la reprimenda de su jefe, le recordaba lo cerca que había estado del abismo, y cómo se había levantado para mirar al cielo y recuperado la esperanza. Su vida no tendría ya sombras demasiado alargadas si no fuera por su hermano, por Jay. Incluso había aceptado una vida sin Jennifer. Pero Jay…

Sin embargo, ese día no estaba hecho para lamentaciones. Tom y Casals se habían colocado a cierta distancia del flamante Empire State para asistir a un acontecimiento memorable: el ensayo de atraque de un dirigible de la compañía de neumáticos Good Year. Mientras un avión de reconocimiento sobrevolaba Manhattan, comprobando la maniobra, la grácil aeronave fue aproximándose lentamente a la cúspide del rascacielos. Un intento anterior se había frustrado por el exceso de viento. Pero hoy el aire estaba quieto y en calma, y el tiempo era despejado, perfecto para la prueba.

El dirigible no era tan grande como los Zeppelin alemanes. Sus motores lo acercaron poco a poco a la base de atraque, donde un equipo de operarios del aeródromo de Jersey aguardaba para afianzarlo. Desde el dirigible lanzaron cabos. Los que estaban abajo fueron asiéndolos para amarrarlos, como en los buques llegados a puerto. Un sistema de poleas mantenía quieto y fijo el dirigible mientras se desplegaba la escalerilla.

—No me imagino a esos caballeros y damas millonarios, muchos de ellos casi ancianos, bajando por ahí —dijo Casals, sin dejar de mirar hacia lo alto.

A esa distancia, apenas se distinguían las maniobras, y nada en absoluto sus pormenores. Pero sí vieron cómo la escalerilla conectaba la aeronave y el edificio. Todo parecía ir bien, hasta que una traicionera ráfaga de viento empujó al gigantesco globo. Su tamaño y ligereza le hicieron escorarse como una vela.

—¡Cuidado! —gritó instintivamente Tom.

Su grito se confundió con los de varios cientos de personas alrededor, que también se habían detenido a contemplar la espectacular prueba.

Arriba, los operarios trataban de evitar que las amarras arrancaran el extremo superior del Empire State. El ingeniero que dirigía las operaciones ordenó cortar los cabos. No había tiempo de soltarlas y la tensión lo hacía imposible. El dirigible continuó escorándose de un modo inverosímil. El viento seguía arreciando. A esa elevación, las corrientes de aire resultaban impredecibles. Incluso en días tan propicios como ése.

—¡Se van a matar! —vociferó una señora en la calle, agarrándose al brazo de su marido como si ella misma viajara en la aeronave.

Por fortuna, los operarios lograron soltarlo justo cuando un terrible crujido anunció que la parte superior del puerto de atraque se desprendía. La escalerilla quedó colgada del dirigible, con riesgo de que cayera. Uno de los hombres se trabó con una de las sogas y salió volando por los aires, agarrado a ella y girando sobre sí mismo. Parecía a punto de caer, pero eso no sucedió, al menos por el momento. El dirigible se alejó del edificio y cruzó la ciudad hacia un lugar seguro donde tomar tierra.

Tom, el capataz y el resto de los improvisados espectadores ahogaron sus gritos de pánico. Aquel hombre había estado a punto de morir, y nadie sabía si iba a lograr salvarse. Tendría que aguantar ahí colgado durante el tiempo que la aeronave tardara en descender al suelo.

—Espero que lo consiga —dijo Tom, con los puños apretados por la tensión.

Casals seguía con la mirada hacia el punto por el que la aeronave había desaparecido.

—Yo también lo espero, muchacho. Pobrecillo… Están locos, lo digo y lo repito. Ojalá no vuelvan a intentarlo. Pero vamos adentro, Tom. Quiero saber si los demás están bien. Están locos de atar…

Dentro del edificio había un gran revuelo. Todos se habían enterado del desastre de la maniobra. El equipo de los propietarios discutía, de vuelta en la oficina del piso inferior, con varios ingenieros. Valery estaba allí, asistiendo a la fuerte disputa. Tom dejó a Casals, que tomó un ascensor, y se acercó a ella.

—¿Qué están diciendo? —le preguntó.

—Los dueños siguen empeñados en hacer atracar dirigibles, pero los ingenieros están en contra.

—No me extraña. Ha sido…

—Dicen que un hombre ha quedado colgado de una de las amarras.

—Sí. Lo he visto desde fuera.

—Pero ¿ha caído?

—No. Aunque no sé si llegará a tierra sano y salvo.

La discusión de los distintos equipos subía velozmente de tono. Alcanzó un punto tan acalorado que el coronel Starrett, presente en representación de los constructores, dio un grito que hizo callar a todos. Era un hombre duro y autoritario, al que se le notaba el pasado militar. Habló a todos como si fueran los soldados de un cuartel.

—¡Basta! Lo que no se puede hacer, no se puede hacer. Yo hablaré con Al Smith y se lo diré con claridad. Hasta que se tome una decisión definitiva, no habrá más pruebas. Ahora hay que reparar los desperfectos, y eso no se hace con palabras ni con chácharas.

Todos los presentes asintieron y se mantuvieron en silencio. Un silencio tenso, fruto de la reprimenda y de la peligrosa situación que se había generado. Valery tomó algunas notas en su cuaderno.

—Tengo que irme arriba —le dijo Tom.

Ella asintió.

—¿Nos veremos luego? ¿Sabes algo más de tu hermano?

Tom no le había contado a Valery nada sobre el plan de Jay para librarse de la cárcel. Su padre era juez y le pareció inoportuno decírselo. Como pedirle que recurriera a él para ayudar a Jay, algo que se le había pasado por la cabeza más de una vez.

—Jay sigue igual. Todavía no hay fecha para el juicio. En fin, ya veremos… —Tom la besó en la mejilla, con expresión algo triste—. Luego vengo a buscarte.

Por la tarde, Casals y él supieron al fin que el muchacho colgado del dirigible había sobrevivido. Los tripulantes lograron izarlo a tiempo, y él se aferró de tal modo que ni podía abrir las manos. Se enroscó en la cuerda mientras lo subían, con tanto miedo en el cuerpo que ni un huracán hubiera sido capaz de arrancarle de ella.

También supieron que no se volverían a repetir los ensayos de atraque. Smith, Raskob y sus socios habían aceptado por fin la realidad. Se trataba de una idea magnífica, colosal, pero descabellada. El pináculo del Empire State tendría que reconvertirse en un esbelto mirador, sin otra utilidad que alzarse más arriba que ninguna otra construcción del planeta.

Había llegado el cuarto jueves del mes de noviembre: el día de Acción de Gracias. Desde el año en que Frank murió, ningún día de Acción de Gracias se presentaba tan amargo para los Carter. Con Jay entre rejas, no podía tratarse de una auténtica celebración. Tom, Valery y Milka fueron los últimos en llegar. Beth ya estaba con Jennifer desde primera hora de la mañana, ayudando a preparar el pavo, el relleno, la salsa de arándanos y la masa de las tartas.

—Hola, parejita —los saludó cariñosamente Beth, que fue quien acudió a abrir la puerta. Se quedó mirando a Milka y, en tono infantil, añadió—: ¿Quién es esta niña tan guapa?

Por insistencia de Valery, Tom ya había contado a todos quién era Milka y que él estaba ocupándose de ella. También por iniciativa suya, la niña lucía un precioso vestidito nuevo. Hasta entonces, Tom había dejado que la dueña de la pensión se ocupara de comprarle la ropa necesaria, limitándose a pagarla.

—Me llamo Milka —dijo la niña con desparpajo no exento de vergüenza, que demostró al esconderse parcialmente detrás de Valery.

—Es un nombre muy bonito —dijo Beth. Luego se fijó en la cazuela que Tom llevaba en brazos—. ¿Qué es eso?

—No tengo ni idea —reconoció él.

Valery acudió en su rescate.

—Es una receta chic para la cena.

Se trataba de una especie de puré de lentejas. Ella misma lo había preparado la noche anterior, siguiendo las instrucciones de un viejo amigo del World, experto en gastronomía. Valery jamás había cenado lentejas en Acción de Gracias. Ni siquiera oyó hablar de algo parecido. Pero su amigo, siempre a la última, le convenció de sorprender a todos con un plato inusual. Tuvo que hacerle caso. Ella nunca había aprendido a cocinar, y se consideraba tan torpe y poco desenvuelta en esos menesteres como un pulpo en una tienda de porcelanas.

—Vamos, entrad. Jennifer está en la cocina.

Mientras Beth se llevaba la cazuela, Tom, Valery y Milka pasaron al salón. Frankie y Katie estaban allí, sentados a la mesa y jugando a pintar con sus lápices de colores. Tom les dio un beso y les presentó a Milka y a Valery. La niña se sentó junto a ellos, un poco amedrentada.

—¿Dejáis a Milka que pinte con vosotros? —les preguntó Tom.

Katie exclamó un «¡claro!», mientras Frankie, que no dijo nada, le ofrecía papel y unos lápices.

—¿Qué estáis dibujando? —les preguntó Valery.

—Yo un caballito —dijo Katie, y le mostró su dibujo.

Valery sonrió al verlo. Igual podía haber sido un caballo que una vaca lechera. Aunque no estaba del todo mal para una niña de su edad.

—Muy bonito. ¿Y tú, Frankie?

El niño acabó de retocar una parte y le dio su papel. Era una casita con una familia. La suya, sin duda. En el dibujo, todos sonreían.

—Te faltan las nubes —dijo Valery.

—No hay nubes —protestó Frankie—. No me gusta la lluvia.

—Algunas nubes no traen lluvia. Son esas blancas, como de algodón.

—Sí, pero a veces se hacen grises y llueve.

A Valery le daba igual convencerle o no de colocar nubes en el cielo de su dibujo, pero le hicieron gracia los argumentos del crío y decidió insistir.

—Si no lloviera nunca, no podrían crecer el césped ni las flores, y los árboles se secarían.

El niño se quedó pensativo y, al fin, cogió uno de los lápices y se puso a dibujar una nube. Tom miró a Valery y sonrió.

—Se te dan bien los niños.

No era un mero cumplido. Hasta Milka parecía más a gusto con ella que con él.

—¿Tú crees…?

Más que una pregunta, fue la expresión de un temor. Valery nunca había sentido la necesidad de tener hijos. Quizá porque no había conocido al hombre adecuado. En todo caso, le horrorizaba imaginarse embarazada y, peor aún, dando a luz.

—¿Ya habéis llegado? —exclamó Jennifer, que acababa de salir de la cocina para saludarlos.

Por mucho que intentara esconder lo que sentía, en su rostro se notaban la preocupación y el cansancio acumulado de las noches en vela. Se acercó a Tom y le besó en la mejilla. Luego hizo lo mismo con Valery, antes de, por último, ir hacia Milka.

—¿Me das un beso, preciosa?

La niña se encogió en la silla y simuló estar muy concentrada en su dibujo, que apenas era todavía algo más que una serie de trazos irreconocibles. Fue Jennifer la que se inclinó sobre ella para besarla en la frente. Luego dijo a Tom y a Valery:

—Gracias por haber venido.

—Gracias a ti por la invitación —correspondió Valery, que no podía evitar cierta tensión cada vez que Tom y ella estaban juntos—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Hay que ir poniendo la mesa.

—¿Dónde está el pequeñín? —preguntó Tom.

—Johnny está durmiendo. Acaba de comer y se ha quedado dormido y satisfecho. Qué felices son a esa edad… —suspiró Jennifer, resignada—. Niños, quitad todo eso de ahí encima, que vamos a cenar.

Frankie y Katie obedecieron sin chistar. Estaban bien educados. Tom cogió a Milka en brazos, junto con su dibujo, y la llevó hasta una mesa de café. Al hacerlo, evocó para sí su infancia en Filadelfia. De niño, el tiempo le parecía infinito. Sobre todo en verano. Aquella época, sin colegio ni preocupaciones, duraba toda una vida. Ahora, sin embargo, tenía la sensación de que los días eran cada vez más cortos y los años pasaban cada vez más deprisa.

Mientras Valery y Beth acompañaban a Jennifer a la cocina, Tom se quedó en el salón con los niños. No pudo evitar mirarlos y pensar que podrían haber sido hijos suyos. Suyos y de Jennifer. Entonces, por primera vez, no lo deseó. Había llegado a creer que nunca podría enamorarse de Valery. Enamorarse de verdad. Pero se equivocó por completo. Lo que sentía por Jennifer era algo sagrado, una vivencia atesorada como un diamante. Nunca se olvidaría de ese amor. Pero la vida continúa, avanza, cambia. No se puede vivir anclado en el pasado. Valery era el presente. Ella le había abierto los ojos del corazón.

Durante la cena, todos evitaron hablar de Jay, aunque ninguno dejó de pensar en él. La conversación se centró principalmente en Valery y su verdadera identidad, y también en Milka y las circunstancias en que Tom la había acogido. En un momento en que Beth charlaba con Valery, Tom y Jennifer cruzaron una de sus miradas. Pero no fue como las de aquella cena con Adam, la noche en que Beth cantó su escandaloso blues. Jennifer buscaba en Tom seguridad. La seguridad de que todo iría bien y Jay saldría del atolladero en que estaba metido.

Tom desvió los ojos hacia su plato. Frankie y Katie ya se habían acostado, y también Milka dormía en la habitación. Lo que Tom iba a decir rompería el relativo buen ambiente de la noche, pero en algún momento tenía que contarles la conversación que mantuvo con su hermano días antes, en el calabozo de la comisaría.

—La semana pasada me dejaron ver a Jay.

—¡¿Por qué no me lo habías dicho?! —exclamó Jennifer.

—Sólo me dejaron hablar con él un momento. —Se adelantó a la siguiente pregunta de Jennifer y añadió—: Él está bien. Por lo visto hay una posibilidad de que no vaya a la cárcel.

El gesto esperanzado de Jennifer le hizo titubear. Quizá le estaba dando falsas esperanzas. No confiaba demasiado en lo que Jay le contó sobre su plan para evitar la condena. Por eso se había resistido hasta ahora a contar que le había visto.

—¿Cómo? —acertó a decir Jennifer, con la voz trémula.

—Le está ayudando un tal O’Connolly.

La expresión de Jennifer cambió de pronto.

—¿Owen O’Connolly?

—Sí, eso es. Al parecer es un policía corrupto que le…

—Pero, Tom —le interrumpió ella—, O’Connolly y Jay no pueden ni verse. Hace tiempo, incluso se pelearon. Se pelearon en serio. Jay volvió a casa con la camisa llena de sangre.

Tom encajó rápidamente aquella nueva información. Eso le hizo sacar ciertas conclusiones, pero no se atrevió a compartirlas con Jennifer.

—Bueno, aunque no se lleven bien, los dos trabajan para Adam, y a él no le interesará acabar metido en este asunto… Además, Jay también me prometió que lo dejará todo cuando esté libre.

Tom trataba de convencerse a sí mismo tanto como a los demás. Era evidente que Adam no querría verse involucrado y tener problemas con la justicia. Pero eso podía ser bueno para Jay o todo lo contrario. En cualquier cadena, el eslabón más débil es siempre el primero en romperse.

Jennifer no consiguió hablar más. La que lo hizo fue Beth.

—Ojalá tengas razón.

«Ojalá no la tenga», pensó Tom.

Valery no quiso intervenir, con Jennifer y Beth presentes. Sólo después de despedirse, ya en la calle y de regreso a casa, dijo a Tom lo que había estado mascando sobre su hermano.

—¿Sabes cómo piensa Jay librarse de la cárcel?

Ése era el punto clave.

—Confesando que uno de sus chicos mató accidentalmente a un asesor del alcalde —dijo Tom, con Milka dormida en sus brazos.

—¿No te referirás a Bartholomew Johnson?

—En realidad no lo sé. Jay no llegó a decirme su nombre.

Valery se puso muy seria y pensativa, con la mirada fija en el suelo. En cualquier caso, fuera quien fuese el muerto, había algo en todo aquello que no encajaba.

—Confesar que se está envuelto en un homicidio, y de alguien tan importante, no es una buena idea —dijo—. Créeme, mi padre es juez y sé de lo que hablo.

Las brumas de la mañana aún no se habían disipado por completo cuando el furgón policial abandonó la comisaría en que Jay quedó detenido. Junto a él, en la parte de atrás, viajaban dos agentes con sus uniformes azul oscuro. Su misión era confirmar que la información revelada por el detenido era auténtica.

En su confesión, Jay había contado todo lo que O’Connolly le dijo, punto por punto, y ahora estaba de camino al lugar en que se había deshecho del cuerpo del asesor del alcalde. El conductor del furgón tenía instrucciones precisas. Una vez llegaran a la zona, Jay mismo los conduciría al punto exacto desde el que lanzó a las aguas el coche con el cadáver de Johnson. En las cercanías esperaban ya una lancha de la guardia costera con un buzo, una grúa, más policías, el médico forense de guardia y un sórdido agente judicial enfundado en su gabardina.

El furgón salió de la vía asfaltada y atravesó un pedazo de tierra, mojada por la humedad de la madrugada. Uno de los policías abrió las puertas de atrás mientras el otro hacía un gesto a Jay para que descendiera. Con las esposas apretadas, éste estuvo a punto de perder el equilibrio al intentar bajar de un salto. Estaba tenso y asustado. Hacía horas que trataba de no pensar en lo que iba a hacer.

Ya era tarde para echarse atrás. Caminó un centenar de metros con los policías a ambos lados. Un poste de teléfonos torcido marcaba el lugar desde el que O’Connolly y él empujaron el coche al agua. Lo recordaba a la perfección. No hubo ningún motivo para haberlo hecho desde allí. Simplemente les pareció un buen lugar, lo bastante alejado y solitario como para que nadie pudiera encontrar el cuerpo jamás. Y así había sido durante todo ese tiempo.

—Aquí —dijo Jay, señalando el lugar con ambas manos.

El agente judicial llamó a la lancha. Ésta se aproximó lentamente y el buzo saltó al agua. En la primera inmersión no halló nada. El lecho estaba removido y era muy difícil ver algo, a pesar de la escasa profundidad. Fue la segunda vez que se sumergió cuando hizo la señal para que le lanzaran, desde la lancha, un cabo con un garfio. Bajo las aguas, lo enganchó al parachoques del automóvil y luego salió a la superficie. Estaban a pocos metros de la orilla. Mientras izaban al buzo a bordo de la lancha, un agente de la guardia costera lanzó el otro extremo del cabo a tierra. Allí lo recogió un policía, que ayudó al conductor de la grúa a atarlo y afianzarlo al remolque.

Desde ese momento hasta que emergió la parte trasera del coche, los minutos transcurrieron muy despacio para Jay, que contemplaba las maniobras con angustia. Poco a poco, el lujoso automóvil del asesor del alcalde abandonó las aguas en las que había estado sumergido para regresar al exterior, como un legendario buque fantasma en miniatura. Estaba cubierto de una pátina que había alterado su color y su aspecto, una especie de lodo oscuro adherido a la carrocería. Durante un buen rato, siguió chorreando agua a través de las uniones de las puertas y el capó. Y también del maletero.

El agente judicial apuntó algo en su libreta de mano. Luego llamó al forense y pidió a uno de los policías que abriera el maletero. Los dos primeros se quedaron a cierta distancia mientras lo hacía. Sólo cuando el policía asintió, para hacerles notar que el cadáver estaba allí, el agente judicial y el forense se acercaron al coche y comprobaron que el cuerpo pertenecía a Bartholomew Johnson. Un fotógrafo del juzgado tomó varias fotografías del cuerpo para adjuntar al expediente, con cadenciosos flases que iluminaron la mortecina penumbra.

A esa hora, otros cuatro agentes de la policía irrumpían en el piso de Jennifer y Jay. Acababan de requisar el coche de éste, en cuya guantera encontraron su pistola, colocada por O’Connolly esa misma noche. A los peritos no les sería difícil relacionar aquella arma con el proyectil alojado en el cuerpo de Johnson. Ante la mirada de estupefacción de Jennifer, registraron también su casa. No había demasiado allí que les pudiera interesar, salvo unos trapos manchados de sangre: los pedazos de la camisa de Jay, con las salpicaduras de sangre de Johnson, que ella se empeñó en guardar.

El alcalde Walker tendría al culpable de asesinar a su amigo; Baracca se habría ganado un tanto con él por dirigir a las fuerzas policiales hasta el asesino, y O’Connolly, siempre en la sombra, tendría también su recompensa. La que Baracca le había prometido.

En los pantanos, la actividad era frenética, pero Jay no tenía ya nada más que hacer allí. Le devolvieron al furgón mientras el forense levantaba el cadáver. Jay se dejó llevar sin resistirse y en ningún momento se fijó en quién estaba ahora al volante. Sólo reparó en que los agentes que lo acompañaron hasta los pantanos no eran los mismos que regresaban ahora con él. Sin saberlo, su sentencia de muerte estaba firmada.

Era un criminal confeso. Porque era a él a quien iban a acusar, por más que hubiera dicho en su confesión que fue otro quien disparó. Resultaría fácil convencer al juez de que eso era falso; un último intento de atenuar el castigo por el asesinato de Johnson. A nadie podría importarle ya que lo mataran. Y más cuando había tratado de escapar…

En la parte trasera del furgón policial no había ventanas. Jay era incapaz de saber dónde estaba, pero era evidente que el trayecto fue demasiado corto como para haber llegado ya a la comisaría. La puerta del furgón se abrió con un quejido. Jay tuvo un mal presentimiento. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio a Owen O’Connolly delante de él.

No supo decidir si aquello era o no una buena señal. Por eso se mantuvo en silencio y salió del furgón con cautela, a un gesto del policía. El mal presentimiento seguía allí. Y lo que Jay vio a su alrededor no contribuyó a apaciguarlo. Estaban en otra zona pantanosa y yerma, que no sabría ubicar. El aire apestaba a podredumbre y a alguna clase de producto químico, que debía de provenir de las fábricas oscuras que se erguían como espectros en el horizonte. La voz de Jay sonó rota cuando por fin habló.

—¿Para qué me has traído aquí, Owen?

Los dos agentes que acompañaban a Jay bajaron también del furgón. Ambos estaban a sueldo de O’Connolly y tenían tan pocos escrúpulos como él.

—Has hecho bien tu papel, Jay —respondió el policía enigmáticamente.

Estaba satisfecho. Su plan había salido a la perfección, y la parte que venía ahora era la más fácil. Y, para él, la más satisfactoria.

—¿Vas a liberarme? —dijo Jay.

—En cierto modo… ¡Vamos, lárgate de aquí!

Jay no estaba seguro de querer huir y convertirse en un proscrito.

—Eso no es lo que acordamos.

—No, no lo es —dijo O’Connolly sonriendo.

Eso fue lo último que Jay oyó de sus labios. Los agentes le agarraron por ambos brazos y le dieron la vuelta. Antes de que Jay pudiera decir nada más, O’Connolly le disparó dos veces por la espalda con su pistola Colt reglamentaria.

Los agentes soltaron a Jay, que cayó de rodillas para luego desplomarse de bruces sobre el barro. Sólo entonces comprendió. Pero fue demasiado tarde. Ya era hombre muerto desde el día en que aceptó seguir el plan de O’Connolly.