34

Hacía horas que, oculto entre las sombras, Tom esperaba a que O’Connolly apareciera. Sabía, por Adam Norris, que iba a estar esa noche en su local y que siempre utilizaba la puerta del callejón para salir. Lo único que Tom deseaba era que lo hiciera solo. Y tuvo suerte. Sintió el impulso de no demorarse más: abalanzarse sobre el policía, llamarlo por su nombre, para que lo mirara a la cara antes de morir, y vaciarle el cargador de su pistola en el pecho sin decir nada más. El motivo, él lo conocía mejor que nadie.

Pero Adam había hecho prometer a Tom no acabar con O’Connolly cerca de su local. No quería verse implicado en el tiroteo, y eso resultaría poco menos que inevitable si lo hacía en el callejón. A suficiente distancia, sin que pudiera verle, Tom lo siguió hasta la calle principal. O’Connolly tenía aparcado allí su coche. Cuando se montó en él, confiado, Tom saltó hacia la puerta del acompañante, la abrió de un golpe y lo encañonó. El gesto de sorpresa del policía no dejó traslucir temor alguno. No era de los que se amedrentan por que alguien les apunte con un arma.

—Tú eres el hermano de Jay, ¿verdad? —le preguntó tranquilamente.

—Dame el revólver que tienes en el tobillo.

Tom conocía ese detalle gracias también a Adam. El gesto impertérrito de O’Connolly vaciló. Hizo lo que Tom le había ordenado, y éste se guardó la pistola sin dejar ni un momento de apuntarle con la suya.

—Arranca y vámonos de aquí —ordenó Tom.

—¿Y si no lo hago? ¿Vas a disparar?

—¡Ahora!

—Está bien, está bien. —O’Connolly encendió el motor—. ¿Adónde deseas ir en esta bonita noche?

La ironía resultaba patente con sólo mirar el cielo a través del parabrisas, congestionado por nubes a punto de descargar. El policía intentaba poner a Tom nervioso, pensando que quizá eso le diera una oportunidad. Aunque su táctica no parecía estar funcionando. El tono de Tom era firme cuando se dirigió a él de nuevo.

—Vamos al sitio donde asesinaste a Jay.

—De acuerdo —dijo éste, sin negar la acusación—. Conozco bien el camino.

Había que salir de la isla para llegar desde Manhattan a los pantanos de Jersey. Lo hicieron por el nuevo túnel de la calle Canal, atravesando bajo tierra el lecho del río Hudson. O’Connolly condujo a buena velocidad, con aplomo, sin abrir la boca. Tom estuvo todo el tiempo vigilante. Esperaba que el policía intentara algo, pero éste no quiso darle una excusa para disparar.

—Hemos llegado —anunció O’Connolly tras poco más de media hora de trayecto.

—Baja del coche.

Los dos hombres descendieron del vehículo. Tom cogió las llaves y se las guardó en un bolsillo del abrigo.

—Dime dónde lo mataste. Exactamente.

—Ahí delante.

—Camina.

Unos pasos por detrás, Tom siguió a O’Connolly hasta el punto en que éste se detuvo. El policía abrió los brazos y giró sobre sí mismo, al tiempo que daba un par de puntapiés a la tierra con el extremo del zapato.

—Aquí fue. Justo aquí. ¿Y ahora qué? ¿Tienes lo que hay que tener para disparar contra mí?

Tom aferró la empuñadura de su arma y acarició el gatillo. Quería acabar con O’Connolly, pero su dedo no le obedecía. Recordó lo que le dijo el italiano que le vendió la pistola: que matar a sangre fría es más difícil de lo que parece. Incluso con un animal como aquél, eso era cierto.

—Hay que tener cojones para dispararle a alguien indefenso, ¿verdad? —se mofó el policía—. Yo no lo dudaría. Te cosería a balazos como a un perro rabioso. Pero tú eres un cobarde, igual que tu hermano. Jay nunca dio la talla. Disfruté liquidándolo. Gimoteó, se arrastró y acabó llorando como una niña pequeña.

O’Connolly volvía a intentar poner a Tom furioso para que bajara la guardia. Era un juego arriesgado, pero su única alternativa.

—¡Mientes! —gritó Tom en la soledad del pantano—. Jay nunca se hubiera humillado así, hijo de perra.

—Piensa lo que quieras. Es la verdad.

El policía vio que la mano le temblaba ligeramente. Tom separó un poco el dedo del gatillo. Había decidido seguir con su plan original. No iba a dispararle. No iba a matar a aquel hombre que nunca mereció siquiera vivir. No era tan simple como para picar su anzuelo. Trataba de alterarle para que cometiera un titubeo, un error que él pudiera aprovechar.

—Bastardo… No voy a matarte. Sólo quiero que escribas una confesión y la firmes. Luego te entregaré a la policía y pagarás por lo que has hecho.

Al decir eso, sacó una libreta de un bolsillo, junto con un lápiz, y se los arrojó a O’Connolly al suelo. Éste soltó una carcajada de incredulidad.

—Iluso… ¿Crees que voy a hacer lo que me pides? Si tienes valor, dispara. Si no, lárgate y laméntate hasta el final de tus días.

Tom dio un paso hacia él.

—Coge la libreta y escribe.

—No —dijo O’Connolly con serenidad.

No podía imaginar lo que pasaría a continuación. Creyó que Tom no iba a atreverse a disparar. Pero se equivocó. Tom bajó el brazo ligeramente y apretó el gatillo. La sorda detonación se perdió en la inmensidad del pantano. A diferencia del proyectil, que impactó contra la pierna izquierda del policía. O’Connolly cayó de rodillas, agarrándose la pierna con ambas manos. Por primera vez, Tom pudo ver en su rostro algo que le agradó: una mueca de dolor.

El policía se miró la herida y luego alzó los ojos hacia Tom. Éste seguía apuntándole. El cañón todavía humeaba. En la mirada del policía había más sorpresa que dolor. O’Connolly se levantó a duras penas, evitando apoyarse en la pierna herida.

—Tarde o temprano llegarán mis compañeros —dijo, escupiendo las palabras—. Ya deben de estar de camino. Alguien habrá oído el disparo y les habrá avisado. Si hasta se oyen las sirenas. Y, cuando lleguen, ¿a quién crees que van a creer? Pase lo que pase conmigo, tú irás a la cárcel por el resto de tu vida y te…

Tom había vuelto a colocar el dedo en el gatillo. Esta vez, el policía no dudaba de que iba a volver a disparar. Pero de nuevo se equivocaba. Tom bajó el arma.

—No voy a matarte —repitió—. He dicho que cojas la libreta.

Tom habría deseado con toda su alma poder hacerlo, pero simplemente no era capaz. Y se maldijo a sí mismo por ser tan débil. Entre gemidos reprimidos de dolor, O’Connolly se rió entrecortadamente. Parecía más una siniestra tos que una risa. No estaba dispuesto a dejar que Tom se saliera con la suya. Firmar una confesión no entraba en sus planes. Aunque la negara después, el caso se investigaría. Saldrían a la luz sus relaciones en el mundo del hampa, y entonces sus apoyos en el ayuntamiento y la policía se disolverían como el humo de un cigarrillo en el aire. Nadie iba a defenderle cuando no fuera útil. Se quedaría solo. Apretó los dientes y se apoyó en la pierna herida. Un dolor lacerante le recorrió los nervios hasta la base de la espalda. Aun así, logró avanzar lentamente hacia Tom.

—¡Quieto!

—Dispárame ya. Acaba de una vez.

—Estás muerto de todos modos —dijo Tom—. Norris sabe que le traicionaste. Él es quien me lo ha contado todo. Por eso he sabido dónde encontrarte y que siempre llevas una pistola escondida en el tobillo. ¿Fue la que usaste con Jay, bastardo? Mi hermano tenía una familia. Has dejado huérfanos a sus hijos por tu cochina ambición. Por cochino dinero.

Las recriminaciones de Tom no afectaron al policía. Mataría cien veces a cien tipos como Jay a cambio de dinero y poder. El dinero y el poder mueven el mundo. Adam Norris tenía ambas cosas. Si realmente sabía que lo había traicionado —y O’Connolly no lo dudaba—, entonces en verdad era hombre muerto. Aunque Tom no lo matara, algún otro se encargaría de hacerlo. Que así fuera. Pero no iba a irse solo al infierno.

Entre gemidos reprimidos de dolor, miró a Tom con odio. Con odio auténtico. Con la debilidad del odio desbocado.

—¿Así que Adam sabe que le traicioné? Traición. Bonita palabra en su boca. Lo que no te habrá dicho es quién me ordenó matar a Jay. Fue él. Fue tu amigo Adam Norris. Se cagó de miedo cuando supo que iba a confesar lo de Johnson. Te ha engañado como a un pobre imbécil.

A medida que O’Connolly hablaba, Tom fue acercándose a él poco a poco, hasta tenerlo a un par de metros de distancia. El policía se mantenía en pie sobre su única pierna intacta, aunque inclinado hacia un lado. La mente de Tom estaba ahora cuajada en las sombras, como un páramo neblinoso en la más oscura de las noches. O’Connolly se puso recto y le escupió con desprecio:

—Si tuvieras cojones dejarías esa pistola y pelearías como un hombre.

Por primera vez en su vida, Tom se alegró de haber boxeado. Arrojó la pistola lejos de ambos y avanzó hacia el policía con paso firme. Éste intentó lanzarle un primer golpe. Tom lo detuvo sin apenas inmutarse y le propinó un tremendo puñetazo en pleno rostro, que le hizo caer de espaldas. Esperó, inmóvil, a que se levantara. O’Connolly trató de abalanzarse sobre él. Se lanzó hacia su estómago como un toro embravecido. Consiguió agarrarse a su cintura y hacerle retroceder hasta que Tom le golpeó con ambos puños en la nuca.

Lo hizo con todas sus fuerzas. O’Connolly cayó de bruces al suelo. Tardó unos segundos en moverse. Le costó enormemente levantarse de nuevo. Pero aquel tipo era realmente duro. Se puso en pie, en equilibrio inestable sobre su pierna sana, que le temblaba y apenas era capaz de sostenerle erguido. Había vuelto a su rostro una mueca de desprecio, más intensa que nunca.

El de Tom se mostraba impertérrito. El policía lo miró directamente a los ojos.

—Disfruté matando a tu hermano. Como el que aplasta una rata con una piedra. No valía nada…

O’Connolly hablaba entre jadeos, a punto de derrumbarse. Pero, en el último momento, saltó hacia el lugar donde Tom había arrojado la pistola. Éste se quedó perplejo por un breve instante, y corrió tras él. Cuando cayó sobre su espalda, el policía tenía la pistola en su mano. Trató de girarse para apuntarle. Disparó un tiro que se perdió en la oscuridad. Forcejearon hasta que Tom consiguió separarse, pero no pudo arrebatar la pistola a O’Connolly.

Entonces corrió hacia el coche, seguido de un par de disparos que no le alcanzaron. El policía estaba arrodillado, pero una vez más se levantó y fue caminando hacia Tom, que se había protegido detrás del vehículo.

—¡Ahora qué, hombrecito! ¡Ahora verás lo que hago contigo!

Tom estaba agachado detrás. Sigilosamente rodeó el coche hasta ponerse a la espalda de O’Connolly. Éste se dio cuenta de la treta cuando ya era demasiado tarde. Se volvió para apuntar, aunque no le dio tiempo a apretar el gatillo. La rabia de Tom anulaba su razón. Actuó sin pensar, con la mente en blanco. Un resorte interior dio la orden a su brazo. Apretó el puño y lanzó un gancho terrible a la nariz del policía. Un gancho como el que lanzó una vez contra uno de sus contrincantes en la penitenciaría. Pero, en esta ocasión, con toda su furia.

Los huesos de la nariz del policía crujieron, hincándose en su cerebro. En ese mismo instante soltó la pistola y se derrumbó como un muñeco de trapo, cayendo inerte sobre el frío barro. Estaba muerto.

No era el primer hombre al que Tom mataba. Aunque sí la primera vez que mataba a uno al que quería matar. No como en la guerra, obligado a enfrentarse contra soldados a los que no conocía y cuyo único delito era haber nacido alemanes, igual que él había nacido americano. Tener un motivo para matar a O’Connolly no le hizo sentirse bien. Pero tampoco mal.

Sólo se sintió vacío.

Valery llevaba en silencio varios minutos. Su padre la escrutaba impasible, sin mover un músculo. Al menos, se habían cambiado de lugar. Ahora estaban en los sillones de la mesa de té. Aunque eso no parecía significar nada. Su hija le había explicado todo del mejor modo que pudo. Hizo un gran esfuerzo para establecer el orden de la información según la técnica periodística, empezando con lo más relevante para pasar a los datos personales y terminar en los detalles. Aun así, a pesar de que su redactor jefe la habría felicitado por la brillantez con que expuso el caso, su padre seguía insensible como una roca frente al oleaje.

Aunque, incluso la roca más sólida y firme, acaba siendo erosionada por las olas.

—Si todo lo que dices es cierto, y puede probarse, la policía se encargará de investigar. El caso pasará a un juzgado, se instruirá y, al fin, la verdad saldrá a la luz —dijo él a modo de sentencia.

—No puedo creer que digas eso en serio —respondió Valery, aunque hacía poco hubiera tratado de convencer a Tom de lo mismo con argumentos muy similares. Su conversación con Beth le había abierto los ojos—. Sabes tan bien como yo que la policía, en especial la de Nueva York, está llena de hombres corruptos.

La batalla dialéctica había comenzado, y eso que Valery tuvo la delicadeza de no mencionar que también muchos jueces eran igual de deshonestos. Su padre no iba a dar su brazo a torcer fácilmente.

—Eso no justifica que se altere el orden de las cosas para orientarlas en beneficio de nadie. Si la policía es corrupta, o un juez, por ejemplo, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo debemos obrar? ¿Saltándonos las normas sin más?

—No, papá. No estoy hablando de saltarse ninguna norma. Sólo de asegurar que los pasos del proceso son imparciales, veraces, ¡justos!

—Justos… —musitó él—. No es justo interferir en el sistema. Yo soy juez en la Corte Federal y eso me otorga influencia. Pero ¿qué pasa con quienes no tienen ese poder? ¿Es justo que alguien se aproveche de su posición cuando la mayoría no puede hacerlo? Nadie debe ser más que nadie ante la ley, y yo no voy a mover un dedo para cambiar eso.

—Por el amor de Dios, papá. ¿Quién ha dicho nada de cambiar la igualdad de cada individuo ante la ley? Si un sistema no funciona, meter la mano en el engranaje y hacer que lo haga como debe, aunque sea por una vez, no es aprovecharse ni buscar una ventaja.

El juez Marquand golpeó con su puño el brazo del sillón.

—¡Lo es! Quizá tú no lo entiendas, o no quieras entenderlo, pero es así.

—Papá, siempre te he respetado. Lo creas o no, admiro tu honestidad y tu rectitud. Pero a veces el exceso de rectitud lleva a la inflexibilidad. Y la inflexibilidad desemboca en el fanatismo.

—¿Me llamas fanático por querer defender el sistema de valores que impera desde hace más de dos mil años? ¿Me pides que deprecie los ríos de sangre vertidos para llegar a donde estamos, un estado de derecho con sus fallos y errores, pero con un espíritu inquebrantable? La justicia no puede relativizarse. Así empiezan todas las tiranías.

—Mucha de esa sangre que dices la hicieron verter hombres honestos y rectos como tú, que creían estar haciendo lo mejor. ¿Te atreves a hablar de tiranías? Tú te has convertido en un inquisidor, papá. Te compadezco. La justicia debe ser ciega, pero no sus servidores. Espero que algún día te mires en el espejo y veas que tus ojos sólo pueden distinguir la cáscara de las cosas.

El juez Marquand se levantó de su asiento y cruzó, bufando, la habitación. No podía tolerar que su propia hija le hablara en esos términos. Él siempre había servido a la justicia. Le había consagrado su vida. En todos los años que llevaba entregado a ese servicio, se le habían planteado miles de disyuntivas; de casos complejos, problemas aparentemente irresolubles, situaciones legales contradictorias hasta el extremo. Pero nunca, ni una sola vez, había optado por seguir un criterio personal. Jamás se había dejado llevar por sus sentimientos y opiniones a la hora de tomar una decisión. Y ahora su hija le llamaba ciego y fanático. Le llamaba inquisidor.

—Tú sí que estás ciega, hija. Tu fanatismo se llama enamoramiento, aunque hay otras palabras menos delicadas para expresarlo y quizá más exactas. Has sucumbido a los vulgares encantos de ese tal Tom Carter y no sabes distinguir la realidad de lo que desearías que fuera.

Valery estaba al borde de las lágrimas. Si su padre pudiera leer directamente en su corazón, no habría dicho eso. Era inútil seguir insistiendo. Debió de darse cuenta de que no iba a lograr convencerlo. Aquel viaje había sido estéril. Una pérdida de tiempo que sólo servía para dejar a las claras, de una vez por todas, que entre ella y su padre se levantaba un muro infranqueable.

—Tom es un hombre bueno —dijo antes de levantarse ella también—. Lo único que vine a pedirte es que no lo dejaras en manos de esos hombres corruptos.

—Hay que dejar a la justicia actuar sin interferencias.

—Muy bien, padre. Entonces, adiós.

Aquel adiós sonó como la despedida de alguien moribundo. El juez Marquand miró a su hija en silencio mientras salía del despacho. Luego se sentó detrás del escritorio y comenzó a dibujar espirales y ochos en un papel en blanco. Eso era lo que solía hacer cuando necesitaba reflexionar: llenar hojas enteras de espirales y ochos, mientras su conciencia se hundía en lo más profundo de su mente.