4

Frank acababa de salir de la oficina de Gordon Williams, principal terrateniente de Sunnyside y dueño del único banco, donde tenía su crédito y sus más que escasos ahorros. Había estado negociando las condiciones del préstamo con el potentado Williams en persona, mientras Beth lo esperaba fuera, en el carro, comiendo unos dulces que le había comprado en la tienda de Hollander para que se entretuviera. Las cosas iban mal en la granja, eso no era ninguna novedad. Frank creyó que Williams lo comprendería. Nunca se había retrasado en un pago y se consideraba un buen cliente. Un cliente modélico, de hecho. Pero no conocía el fondo de los banqueros ni su ansia de riqueza, que nunca debía subestimarse.

Salió del banco en pocos minutos, con la cabeza hinchada de frases vacías y sin tener una idea clara sobre cómo afrontar sus gastos. Pero la cara dulce e inocente de su hija le hizo olvidarse por un momento de todo eso. Subió al carro, le dio un beso en la frente y enfiló la calle principal de Sunnyside. Beth tenía a esa hora una de sus clases de piano con la señorita Cavendish. Últimamente ella y Frank se veían a menudo, aunque éste aún no se había atrevido a mostrar abiertamente sus sentimientos y tratar de iniciar una relación con ella. Algo que deseaba con todo su ser, por mucho que experimentara cierto desasosiego al pensar en la pobre Elisabeth.

Ralentizó el paso en las inmediaciones de la casa de la maestra. En la parte delantera tenía un pequeño y cuidado jardín rodeado por una valla tan blanca como las nubes de verano. Frank escrutó el jardín sin girar la cabeza. La señorita estaba allí, agachada junto a un parterre con flores. Fue ella quien lo llamó.

—Señor Carter —dijo sonriendo, con la cara manchada de tierra acabada de remover. Y añadió hacia la niña—: Hola, Beth.

—Hola —dijo la pequeña, que saltó del carro antes de que estuviera completamente detenido.

—Buenos días, señorita Cavendish —dijo Frank con cortesía.

Beth atravesó el jardín y entró en la casa, cuya puerta estaba abierta. Desde el interior empezaron a escucharse acordes de piano.

—No sabe cuánto me alegro de verlo —dijo la profesora a Frank, con una gran sonrisa.

A Frank le azoró esa frase. No sabía por qué lo decía. Ella se dio cuenta y se lo aclaró.

—¿Sería usted tan amable de ayudarme un momento?

—Cómo no —dijo Frank, soltando el aire que había contenido en sus pulmones.

Echó el freno, descendió del carro y caminó hacia la entrada del jardín. La maestra llevaba un vestido algo escotado que, en su posición inclinada, dejaba a la vista una parte lo suficientemente generosa de sus pechos como para inflamar la imaginación. Frank pidió en silencio a Dios que le perdonara por los impuros pensamientos que lo asaltaron.

—¿En qué puedo servirla, señorita Cavendish?

—Estoy usando un fertilizante en estas plantas, para que no se mueran en invierno. ¿Podría decirme si la cantidad que estoy poniendo es la correcta? Y llámeme Rachel, se lo ruego.

—Por supuesto. Y usted a mí Frank. Déjeme ver…

Con los ojos posados en cualquier punto salvo el escote de la maestra, Frank verificó la cantidad y colocación del fertilizante en la tierra.

—Creo que debería añadir un poco más. Sólo un poco.

—Qué alivio. No sabía si era demasiado, aunque a mí también me parecía poco, la verdad. Uf, hoy hace un calor atroz. ¿Quiere asistir a la clase de Beth y tomar un refresco?

—Oh, no sé si debo.

Frank nunca había pasado del perímetro del jardín, cosa que acababa de hacer. Ir aún más lejos, y entrar en la casa de la maestra, se le antojaba un triunfo. Ella tuvo que insistir.

—¡Claro que sí! Lo pasará bien escuchando a su hija. Y tengo en la cocina la mejor limonada de Sunnyside. Vamos, Frank, pase. Luego terminaré de hacer esto. ¿Qué tal Jay y Tom? Los he visto hace un rato paseando con la hija de Sprintze. Siempre me han parecido unos buenos chicos.

—Sí, pero ya sabe cómo se comportan los muchachos a esa edad. No hay modo de contenerlos. En cambio Beth sólo me da satisfacciones. Es tan dulce y obediente… Eso me recuerda que tenía que hablarle de un asunto.

La maestra miró a Frank con una expectación que a él le avergonzó. Esperaba, al menos, no haberse ruborizado a sus años.

—Últimamente… La verdad es que, desde hace algunos años, las cosas no marchan demasiado bien en la granja. Los costes se han disparado. No es buen momento para mí…

Era una forma sutil de decir que no podría seguir pagándole las clases. A pesar de la mínima expresión decepcionada de la maestra, comprendió lo que a Frank le costaba tanto decir, recuperó su luminosa sonrisa y se sintió en la obligación de corresponder con delicadeza. El orgullo de los hombres es muy fácil de herir.

—Lo cierto es que está haciéndome usted un favor, Frank. Cada vez practico menos y tener una alumna me obliga a tocar con más frecuencia. Además, no olvide que soy maestra. Mi vocación es enseñar. ¿De acuerdo? —Él no tuvo ocasión de responder—. No se hable más. No tiene de qué preocuparse. Su hija demuestra mucho talento y un gran oído musical. Eso es lo único que importa.

—Gracias, Rachel —acertó a decir Frank antes de seguir a la maestra hacia el interior de la casa.

Allí, Beth seguía concentrada en sus escalas al piano. La señorita fue un momento a la cocina y regresó con una bandeja en la que había una jarra de limonada y dos vasos. Frank se acercó a su hija, sentada al piano de pared que ocupaba uno de los laterales del salón, un precioso Steinway & Sons de madera veteada.

—¿Le gustaría escuchar una pieza? —dijo la maestra.

—No querría…

—Lo haré encantada. Luego seguiremos con la clase.

La maestra sirvió la limonada y pidió a Beth que le cambiara el taburete del piano por la silla que había al lado. Dio un sorbo de su vaso, estiró los dedos y, antes de empezar, preguntó a Frank:

—¿Le gusta Chopin?

—Yo… Por supuesto. Adoro a Chopin.

La forma en que Frank pronunció el apellido del compositor dejó claro que nunca había oído hablar de él, y mucho menos su música. Beth ahogó una risita cuando su padre la miró con el ceño fruncido.

—Me alegro de que compartamos el gusto por la música romántica —dijo la maestra con simpática ironía.

Frank se sentó en un sofá y escuchó con atención. Apenas era capaz de distinguir el sonido de un piano del de un ukelele, pero intentó no parecer un auténtico palurdo. Aquella mujer era mucho más instruida que él.

—Tocaré la Polonesa, una de mis composiciones favoritas.

En Sunnyside no había muchos vecinos aficionados a la música clásica, con lo que la señorita Cavendish raramente tenía oportunidad de compartir con algún adulto esa pasión. Por ello, lo que empezó con una simple pieza, acabó convirtiéndose en todo un recital, para regocijo de Beth. Interpretó a Chopin, a Mozart y a Haydn. Frank mantuvo todo el tiempo una estúpida sonrisa en los labios. Aquél era el castigo de Dios por sus pensamientos libidinosos.

Al terminar, la maestra evitó preguntarle si le había gustado. Sabía que quien le gustaba era ella, y el sentimiento era recíproco. Volvió a dejar el asiento a la niña. Frank se levantó caballerosamente cuando ella lo hizo, y aplaudió de un modo tan afectado que a la maestra le costó contener la risa.

—¿Le gustaría que Beth llegara a tocar el piano con soltura?

—Por supuesto que sí. En casa no para de hablar de eso, ¿verdad, hija?

—Sí. ¡Como la señorita Rachel! —exclamó la niña.

—Pues tiene usted que animarla y apoyarla —dijo la maestra—. No permitir que desista ni flaquee. Aprender a tocar un instrumento es una tarea ardua y dura, pero también sumamente grata, enriquecedora y satisfactoria.

Frank no supo qué contestar. Se quedó anonadado con la forma de hablar de aquella mujer tan culta. A pesar de sus muchas preocupaciones, se sintió contento como un chiquillo con un juguete nuevo. La señorita Cavendish, Rachel, le hacía sentirse joven de nuevo. Notaba la misma sensación que cuando conoció a Elisabeth, la madre de Jay y Beth. Algo que no sería capaz de definir con palabras, pero que su corazón entendía a la perfección.

Pasaron varias jornadas. Después del día de la carrera, los recelos entre Tom y Jay, que tenían a Jennifer como centro, no habían remitido del todo. Aunque, en la práctica, seguían siendo los tres amigos inseparables de siempre. Aquella noche se habían acostado pronto. Beth estuvo mareándolos durante la cena con mil y un detalles de la primera pieza completa que había aprendido a interpretar al piano. Frank sonreía al oírla, más por la evocación de Rachel que por los progresos de la niña.

Los dos muchachos llevaban ya un par de horas durmiendo cuando algo golpeó el cristal de su ventana. Ninguno se despertó. Ni siquiera Tom, aunque tenía su cama al lado de ella. Sólo lo hizo cuando volvió a sonar otro golpe, más fuerte que el anterior. Se levantó y fue a mirar qué ocurría. La ventana no estaba cerrada del todo por el calor, sólo entornada. Al sacar la cabeza por el hueco, una piedra le impactó en el pecho. No era muy grande, pero aun así le dolió. Jennifer estaba abajo.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —dijo Tom en un susurro.

—Hace buena noche, ¿verdad?

La joven trató de sonreír, pero Tom frunció el ceño. Aquello era absurdo.

—Estoy agotado. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?

—¿Puedes bajar un rato?

La expresión de la cara de Jennifer hizo que Tom se diera cuenta de que algo no iba bien.

—¿Te pasa algo?

—Sal un momento, por favor.

Tom tuvo cuidado de vestirse sin hacer ruido y de bajar la escalera con el mismo sigilo. En el piso de abajo abrió la puerta lentamente, porque a veces los goznes chirriaban, y la cerró a su espalda con el mismo cuidado.

—Hola, Tom —dijo la chica al verlo aparecer.

—Dime qué te pasa, Jennifer.

Ella se le acercó y ya no pudo soportarlo más. Se echó a llorar desconsoladamente. El muchacho la estrechó entre sus brazos hasta que los sollozos de ella se calmaron. Luego le agarró de los hombros y la miró con ternura.

—Mi padre… Hoy me ha pegado otra vez. Ya no lo soporto más, Tom.

Éste la abrazó de nuevo. Jennifer hundió la cabeza en su pecho. A Tom le envolvió la fragancia de su cabello. Le costó dejarla cuando Jennifer se separó para sentarse en el porche. Tuvo que hacerlo muy despacio. Los golpes del cinturón de su padre aún le ardían.

—Tranquila, vamos, tranquila —dijo Tom para que se serenase, aunque en realidad no sabía cómo ayudarla.

—Le odio —fue lo único que dijo Jennifer en mucho rato.

Se apoyó en el hombro de Tom, sentado a su lado, y se quedó así hasta que él rompió el silencio.

—Le pediré a Frank que hable con tu padre.

—No serviría de nada. Y mi padre se pondría hecho una furia y me pegaría más. Ni siquiera sé por qué he venido a contártelo. Tú no puedes hacer nada. Nadie puede.

Tom hizo a Jennifer volverse hacia él, con dulzura. Le retiró uno de sus mechones de pelo salvaje del rostro. Luego le secó las lágrimas.

—Algo haremos, te lo prometo. No puedes seguir así. Seguro que hay algo que podamos hacer. Ya lo verás.

Tom se había mostrado taciturno desde que él y Jay se levantaron por la mañana. A decir verdad, ésa era su actitud normal siempre que algo le rondaba la cabeza. Lo que tenía a Jay intrigado era de qué podía tratarse. Por regla general, Tom resultaba bastante transparente. Incluso previsible, aunque no del modo en que las personas suelen serlo: no se sabía qué iba a hacer, pero sí que iba a hacer algo. Así era él, al menos para Jay.

—¿No vas a preguntármelo? —le dijo Tom. Se encontraban a escasos metros del granero, donde los esperaba una dura jornada de limpieza.

Por lo visto, Jay era igual de previsible para Tom que a la inversa. Ambos se detuvieron un momento y se sentaron en una traviesa con telarañas, que pronto tendrían que eliminar.

—Claro que voy a preguntártelo… ¿Qué te pasa?

—Anoche vino Jennifer.

—¿Que vino Jennifer? ¿Cuándo?

—Fue de madrugada. Después de que nos acostáramos. Tiró piedras a la ventana.

—Yo no oí nada.

—No quise despertarte.

A Jay le hubiera gustado decirle a Tom que debió haberle despertado. Pero se mordió la lengua.

—Bueno, ¿y qué quería?

—Su padre otra vez. Ha vuelto a pegarle —dijo Tom, y miró al suelo.

La cara de asco de Jay lo dijo todo. Pero aun así exclamó:

—¡Ese bastardo…!

—Sí. Pero no podemos hacer nada. Jennifer no quiere que se lo diga a Frank, ni que él hable con su padre.

—Pues yo sí pienso contárselo.

Jay se puso de pie con intención de regresar a la granja. Tom le agarró del brazo y negó con la cabeza.

—Jennifer me dijo que su padre se pondría furioso. Tiene razón. Le he estado dando muchas vueltas. Algo hay que hacer, pero no podemos meter a Frank en esto.

—Tienes razón… ¿Por qué no vamos esta noche al lago? —dijo Jay después de un momento—. Allí podemos hablarlo los tres juntos.

—Sí —dijo Tom, pensativo. Y luego, con más convicción, repitió—: Sí, es una buena idea. Esta tarde se lo diremos a Jennifer.

Durante las vacaciones de verano, los tres muchachos solían ir a bañarse a un lago próximo a Sunnyside. Acampaban en su orilla y se quedaban a dormir siempre que los dejaban. Como esa noche. Tenían que encontrar una solución al problema de Jennifer. Jay había traído a escondidas algo de tabaco que cogió a su padre, y Jennifer una botella de whisky del suyo.

No hablaron demasiado al principio, aunque para eso estaban allí. Ninguno sabía qué decir. Se dedicaron a fumar y a beber. Los tres con los rostros serios y pensativos. Jay acabó emborrachándose sin apenas haber abierto la boca y, al poco, estaba dormido como un tronco.

Los campos despedían un suave aroma, traído por la leve y cálida brisa. Tom y Jennifer se tumbaron sobre la hierba, mirando en silencio las estrellas. Él quería ser capaz de prometerle que todo iba a arreglarse. Ojalá pudiera. Sentía un anhelo en su pecho que no sabía definir. Pero estaba ahí, intenso y poderoso. Le atormentaba que Jennifer estuviera pasándolo tan mal. Más de lo que podía comprender.

La oyó suspirar a su lado. Tom abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, cuando Jennifer se levantó de repente. Avanzó hacia el lago y se agachó junto a la orilla. Aunque era de noche, el agua estaba templada después de varios días de intenso calor. No soplaba una gota de viento. No se oía ningún ruido, salvo el de los grillos. Jay seguía profundamente dormido por la borrachera. Tom se incorporó para mirar a Jennifer. El ritmo de su corazón se aceleró al ver que ella se quitaba la ropa, en la oscuridad, para introducirse acto seguido en el lago.

—¿Vienes? —le llamó desde el agua.

Tom la imitó y se lanzó hacia ella, también desnudo. Fue en su busca nadando. Jennifer trató de alejarse, pero él nadaba más deprisa. Pronto la alcanzó y la empujó hacia abajo, hasta que su cabeza quedó sumergida.

—¡Idiota! —le insultó ella cuando logró escupir el agua que había tragado, y tosió un par de veces con aspereza.

Tom sonreía con su cara de pillo de siempre. La cara por la que Frank le decía, con sorna, que nunca hubiera podido ser un ángel del cielo.

—Ahora verás… —dijo Jennifer, y se lanzó sobre él.

Al hacerlo, Tom pudo notar su cuerpo sobre el suyo. Su piel suave y sus incipientes senos. Dejó que lo empujara y se sumergió en las negras aguas. Al salir, se quedó mirando sus ojos. Apenas se veía nada, pero aun así parecieron brillar a la luz de las estrellas.

Ella se quedó muy quieta. También Tom, que notó cómo su entrepierna se endurecía de pronto. Sintió vergüenza y se separó un poco. Pero Jennifer se le aproximó y volvió a apretarse contra él. Bajó una de sus manos y le acarició el sexo. Luego le cogió la mano y se la puso entre sus piernas. Tom notó el calor del sexo de ella y cómo el suyo se endurecía aún más, como si estuviera a punto de estallarle. Durante años no había pensado en Jennifer como una chica. Eso era algo nuevo. Ella no se vestía ni se comportaba como tal. Era un auténtico amigo… Y, sin embargo, ahora le parecía el ser más hermoso y cautivador del mundo. Y el más extraño.

Salieron del agua. Tom tumbó a Jennifer en la hierba y se recostó sobre ella. La besó en el ombligo y luego fue descendiendo hasta hundir los labios y la nariz en su vello púbico. Su vientre ardía. Ella arqueó la espalda y emitió un gemido. Le agarró la cabeza con las manos y la apretó contra ella. Tom no pudo aguantar más. Se incorporó y se tendió sobre su cuerpo terso y cálido. La besó en los labios con ardor al tiempo que la penetraba. Lo hizo muy despacio, con suavidad. Ella tenía el sexo húmedo, pero aun así le costó hacerlo. Hasta que, casi de repente, se notó dentro de su cuerpo. Dentro de ella. Fundidos ambos en uno solo.

Aquello no se parecía en nada a una masturbación. Estaba compartiendo lo más íntimo que puede compartirse con otro ser humano. Con una mujer. Con una mujer de la que se había enamorado en un instante, bajo la luz de las estrellas y el cielo protector de una noche de verano. Ella era, de pronto, el anhelo, la fuerza, los sueños y los horizontes. Por ella hubiera deseado que el tiempo se detuviera y, a la vez, que durara para siempre. Que aquella noche nunca acabara y, al mismo tiempo, lanzarse a los más profundos océanos, a la más recónditas montañas.

La acarició y siguió besándola. Sus labios eran dulces. Su cuerpo, sumamente acogedor. Si Jay se hubiera despertado les habría visto haciendo el amor varias veces sobre la hierba fresca, unidos en el silencio de una noche que parecía sólo de ellos dos. Aquélla fue la única vez que hicieron el amor. Para ambos, la primera. Y quedó grabada en sus corazones.

—Oye, Tom —dijo Jennifer, tumbada a su lado, aún desnuda. Su voz sonaba distinta.

Él se giró y miró hacia ella.

—No puedo volver con mi padre.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Tom, algo confuso. Seguía embelesado por lo que acababa de suceder.

—Que no voy a volver a casa.

La expresión del chico cambió. Lo que Jennifer decía era muy serio.

—¿Y adónde vas a ir?

—No lo sé… Lejos de aquí. A donde sea con tal de estar lejos de mi padre.

Los dos guardaron silencio. Jennifer contemplaba de nuevo el cielo negro y cálido de la noche, y sus estrellas titilantes. Tom la contemplaba a ella.

—Si tú te marchas, yo voy contigo.

Jennifer se incorporó.

—No seas tonto —le dijo, aunque nunca un insulto sonó tan dulce y agradecido—. Tú no puedes irte. Tienes una familia que te quiere.

—Yo te quiero a ti.

A su lado, la chica inclinó la cabeza. Luego se echó en sus brazos y lo besó.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí. De las dos cosas que he dicho.

En ese momento, Jay se despertó. Estaba desorientado por la borrachera. Tenía un dolor de cabeza horrible y notaba el estómago revuelto. Se puso de pie y giró sobre sí mismo, tambaleándose, con la intención de vomitar. Pero se detuvo al ver a Tom y a Jennifer tumbados en la hierba.

—¿Estáis… desnudos? —preguntó boquiabierto.

Ellos se azoraron con un repentino pudor y salieron corriendo en busca de sus ropas. Jay percibió algo muy oscuro que emergía del fondo de su alma. Y sintió también que hubiera querido ser él quien corría desnudo al lado de Jennifer.

—¿Qué está pasando aquí? —insistió.

—Nada —dijo Tom mientras se vestía. Jennifer se había escondido detrás de unos arbustos—. ¿Estás lo bastante sobrio para escuchar una cosa importante que tengo que decirte?

—Creo que sí.

Tom se acercó a su hermano.

—Jennifer y yo nos marchamos juntos. Nos vamos de Sunnyside.

—¡¿Qué?!

—Es la única solución. Es lo que ella quiere, y no voy a dejarla sola.

—¿Y qué voy a decirle yo a padre?

—La verdad. Pero no lo hagas hasta mañana por la mañana. Para entonces estaremos muy lejos. Podemos colarnos en el tren que va hacia el oeste y luego seguir hasta California.

—¡Eso está en la otra punta del país!

—Lo sé. Dime sólo si me has entendido.

Jay no sabía qué responder. Tom lo miraba con un gesto extremadamente grave, que no se relajó ni después de que Jay por fin asintiera.

—Cuando le digas a Frank que nos hemos ido, dile también otra cosa: gracias y lo siento. ¿De acuerdo?

Jay volvió a decir que sí con la cabeza, atónito. Hasta la borrachera parecía estar remitiendo. Aquello era demasiado para poder digerirlo tan deprisa.

—Y despídeme también de Beth y de Fiona —siguió Tom—. Algún día volveremos a vernos. Te lo prometo.

Los pensamientos de Jay tomaron de pronto otro sendero. Le asaltó de nuevo la imagen de Jennifer y Tom desnudos sobre la hierba. Inspiró aire y le hizo a su hermano una pregunta cuya respuesta le rompió el corazón:

—Tú y Jennifer… ¿habéis hecho el amor?

—Sí.

Frank Carter abrió la puerta de su dormitorio sobresaltado por los golpes. Era Jay, que voceaba como enloquecido. Beth también se había despertado. Estaba en medio del pasillo con aire de espanto.

—¡Padre, Tom se ha fugado con Jennifer! —dijo el chico atropellándose.

—¿Cómo que se ha fugado?

—¡Sí, padre, se han ido en el tren!

Aquello no parecía tener sentido. Pero Frank no tardó en encontrárselo.

—¿Le ha pasado algo a Jennifer, hijo?

Sabía que el padre de la chica era un borracho y un malnacido, que nunca pisaba la iglesia y solía meterse en líos y pendencias.

—Su padre le pegó otra vez ayer. Por eso se ha fugado con Tom.

Con quince años, el amor es tan fuerte como una catarata. Aunque sólo dure unos días, parece más sólido que una montaña. A Frank se le pasó la congoja. Creía que había ocurrido algo malo de verdad. Eso no hizo, sin embargo, que se tomara el asunto a la ligera. Había que encontrarlos, a él y a Jennifer, volver a traerlos a casa y buscar una solución para el problema de la chica con su padre. Cada cosa a su tiempo. Lo mejor que podía hacer ahora mismo era avisar al sheriff Donovan.

Beth se quedó en casa con Fiona. En pocos minutos, Frank y Jay estaban frente a la casa del adormilado sheriff, que les abrió la puerta aún vestido con su viejo pijama de una pieza. Frank le puso enseguida en antecedentes. A Donovan no pareció sorprenderle demasiado la noticia. Sobre todo por Jennifer. Desde su llegada a Sunnyside, Isaiah Sprintze se había ido metiendo en un nuevo problema antes de conseguir zafarse del anterior.

—Habrá que telegrafiar a los sheriffs de las localidades por las que pasa el tren —sentenció Donovan—. ¿Cuándo se fueron? —preguntó a Jay.

—Hace dos horas.

—Son las cuatro y media de la madrugada —dijo el sheriff, consultando su reloj—. Si han tomado el mercancías que pasa a medianoche, y que siempre se retrasa, eso quiere decir que han podido recorrer poco más de cien kilómetros. ¿Sabes en qué dirección iban, muchacho?

—Hacia el oeste.

—¿Habías estado con otro chico antes? —le preguntó Tom a Jennifer.

Los dos se hallaban acurrucados en la esquina de un vagón que transportaba ovejas. Los pobres animales los miraban con recelo desde el lado opuesto.

—Claro que no.

—Yo tampoco.

Jennifer sonrió.

—Con una chica, quiero decir —aclaró él—. No me lo imaginaba así, la verdad.

—¿A qué te refieres? ¿Es que no te ha gustado? —dijo Jennifer, aunque sabía que sí. A ella le había parecido lo más próximo a ser feliz.

—¡Cómo no iba a gustarme! —exclamó Tom de un modo un tanto bobo. Vio que Jennifer se reía por lo bajo y añadió—: Bueno, no ha estado del todo mal.

—Supongo que no.

Ambos rieron. Se besaron, abrazados, y olvidaron por un momento su huida. Y todo lo que significaba.

El vagón olía a orines y excrementos. Por suerte, las ovejas no eran animales hostiles. Dejaron un espacio a sus fortuitos acompañantes, manteniéndose a cierta distancia. La suficiente para que Tom y Jennifer pudieran respirar.

—¿Qué haremos cuando estemos en California? —dijo ella—. Tendremos que ganarnos la vida.

—Yo buscaré un empleo en algún lado. Soy fuerte y no me da miedo el trabajo duro. Sé trabajar con la madera. Me enseñó Max Sorensen.

—¿Y yo?

—Tú te quedarás en casa, cuidando de los niños.

Jennifer no captó al instante que Tom sólo bromeaba. Estuvo a punto de replicar, pero se dio cuenta y le siguió el juego:

—Eso, y tú serás mi hombre y cuidarás de mí. ¿Cuántos hijos vamos a tener?

—Por lo menos diez.

—¡Eh, que tengo que parirlos yo!

—Bueno, pues cuatro. ¿Te parece bien?

—No sé. Ya lo pensaremos.

Se rieron de nuevo y volvieron a besarse. Aquellos minutos, aquellas horas, aquel breve tiempo, juntos en el tren, fue perfecto.

—Carter, ya he enviado los cablegramas —anunció el sheriff Donovan.

Frank y Jay lo esperaban en su oficina, con una taza de café. El sheriff se sirvió un café él mismo y se sentó.

—Gracias —dijo Frank.

—Sólo tenemos que esperar. En cuanto el tren se detenga, los encontrarán y nos enviarán un aviso. No creo que haya que preocuparse demasiado.

Pero sí había motivo de preocupación. El padre de Jennifer estaba a punto de llegar. Había ido a avisarle uno de los ayudantes del sheriff, mientras éste despertaba al encargado de la oficina de telégrafos. Un gruñido fuera anunció la entrada del hombre. Sus ojos estaban enrojecidos y se le veía muy pálido. Lo que podría confundirse con señales de inquietud, no eran más que efectos de la resaca por la borrachera de esa noche.

—¡Como ese chico suyo le haya hecho algo malo a mi hija…! —vociferó, mirando a Frank.

Éste se levantó y le plantó cara. Jay nunca había visto a su padre actuar así. Frank era un hombre pacífico y comedido.

—¡Cierra tu sucia boca! El único que ha hecho algo malo a esa pobre chica eres tú. Tú tienes la culpa de todo esto, por tratarla tan mal y por pegarle sin motivo.

—¿Eso le ha contado ella? —dijo Isaiah en un tono mucho menos hostil, aunque lleno de rencor.

Las palabras y la actitud de Frank le habían intimidado. Éste le dedicó una mirada de desprecio y no dijo nada más. Sólo le restaba volver a sentarse y esperar alguna noticia.

El tren se detuvo en la estación de Beech Creek, en el condado de Clinton. Aún era de noche. Tom y Jennifer se habían quedado dormidos en su rincón. Ni siquiera se dieron cuenta de que estaban parados. Los despertó bruscamente el ruido de la puerta corredera del vagón. Alguien entró en él con un candil encendido y no tardó en descubrirlos en su escondrijo.

—¡Están aquí! —gritó el hombre hacia fuera.

En pocos instantes apareció el sheriff de Beech Creek, jadeando. Era un hombre grueso y mayor.

—¿Qué creéis que estáis haciendo? —les dijo con rudeza—. Vuestros padres están muy preocupados. ¿Cómo se os ocurre escaparos de casa?

Tal y como el viejo sheriff pintaba la situación, parecía que Tom y Jennifer no eran más que unos jovenzuelos alocados en busca de aventuras. Y ojalá fuera cierto.

El ayudante que los había encontrado recibió el encargo de acompañarlos y custodiarlos hasta Sunnyside, de vuelta en el siguiente tren. Tuvieron que esperar una hora en la estación, derrotados y en completo silencio. El breve sueño había terminado. Se había roto como una taza de loza contra el suelo.

Cuando llegaron al pueblo, Frank, Jay, Isaiah y el sheriff Donovan estaban aguardándolos. Todos tenían una expresión seria en el rostro. A Jay se le notaba, además, avergonzado. Retiró la mirada cuando Tom le dirigió la suya, inquisitiva y dura. Que los hubieran encontrado tan pronto sólo podía significar que él los había delatado. Tom tenía derecho a estar realmente furioso. Pero lo que sentía sobre todo era tristeza. Tristeza por él y por Jennifer, por lo que habría podido ser y acababan de robarles.

—Ven aquí, hijo —dijo Frank a Tom.

No parecía enfadado, aunque lo estaba y mucho. No tanto con el chico como con el padre de Jennifer.

Tom no quería separarse de ella. Frank tuvo que ir hacia él y llevárselo agarrado del brazo.

—Vamos a casa. Mañana hablaremos.

Isaiah abrió la boca por primera vez desde que llegaron. Lo hizo para amenazar a su hija.

—Tú también tendrás una charla mañana, pero con mi cinturón.

Al oír eso, Tom se soltó de Frank y corrió hacia Isaiah con un brazo en alto y el puño apretado.

—¡Hijo de perra! —le gritó.

A duras penas, el sheriff Donovan logró detenerle antes de que se abalanzara con toda su furia sobre Isaiah.

—Será mejor que se marche con su hija —le dijo a éste el sheriff.

Tom seguía gritando y tratando de zafarse.

—¡Como vuelva a tocarla, juro que le mataré!

Aún seguía gritando cuando Frank, casi a rastras, consiguió hacer que subiera al carro. Se marcharon de allí viendo alejarse a Jennifer y al monstruo en que su padre se había convertido.

Tom nunca perdonó a Jay por lo que hizo esa noche. Su traición quedó grabada en él, como un rescoldo encendido en un rincón de su corazón. Cada vez más pequeño, pero que ya nunca llegaría a apagarse por completo. Y tampoco Jay perdonó a Tom por lo que hizo con Jennifer en el lago.