DOMINGO, 15 de diciembre de 1929
¿PELIGRA EL EMPIRE STATE?
Por VALERY MARQUAND
Nueva York. Una metrópoli que ha crecido como ninguna otra, acogiendo la riada de inmigrantes de Europa, transformando su identidad y su fisonomía a ritmo frenético, buscando las alturas con ciclópeas moles de metal y cemento que miran hacia las nubes por encima de los hombres y mujeres más poderosos y ricos de la Tierra. Edificios como el reciente Chrysler Building se alzan hoy, cual gigantes, en medio de la ya apelmazada isla de Manhattan.
Para muchos, Nueva York es la nueva capital del mundo. Centro económico y financiero de Estados Unidos, la primera potencia mundial. Para otros, sin embargo, no es otra cosa que el purgatorio de todos los excesos cometidos. Un lugar en el que sufrir por las culpas de un mundo desaforado y ciego, donde el mero esfuerzo por subsistir ha reemplazado a toda ilusión, sueño o anhelo. En nuestros días, la vicisitud se cierne sobre nuestras cabezas: el fantasma de una crisis económica sin precedentes, el colapso de un modo de vida que augura terribles consecuencias. La muerte de una época.
No parece que eso vaya a frenar la construcción de nuevos y mayores rascacielos. Esta carrera por arañar el cielo comenzó a principios de siglo, con el Flatiron Building y, un poco más tarde, con el, al decir de los expertos, edificio moderno más hermoso de Estados Unidos: el Singer Building. De sus ciento ochenta y siete metros, que lo llevaron a batir el récord mundial de altura para rascacielos en 1908, hasta los trescientos diecinueve del Chrysler este año, sólo median veintiuno. Si esta progresión continúa, tendremos un edificio de un kilómetro en el año 2036, y de una milla para 2133. Aunque eso no lo verán nuestros ojos…
Lo que sí han visto es cómo se coronaba, con una sorprendente aguja de acero, el nuevo edificio de la Corporación Chrysler: el rascacielos actualmente más alto del mundo. Una esbelta mole que ha superado a la célebre Torre Eiffel de París. Aunque esta proeza humana se quedará pequeña en poco tiempo, como las aspiraciones de sus propietarios, para quienes el segundo puesto es una derrota. Ahora, un proyecto aún más ambicioso —a decir verdad, el más ambicioso de todos—, promete convertirse en la más alta construcción humana de la Historia. Un edificio que tomará su nombre del apodo del estado de Nueva York: Empire State Building —un nuevo Empire State, en realidad, porque ya existe un pequeño edificio de nueve plantas con ese nombre, que muy pocos conocen, situado entre las calles Broadway y Bleecker, y cuyo parecido con el nuevo será nulo.
La bolsa quebró hace poco más de un mes. Los más importantes analistas financieros auguran una terrible crisis económica. Numerosos bancos han cerrado ya sus puertas y las empresas reducen personal a marchas forzadas, debatiéndose por seguir en funcionamiento. Riadas de trabajadores desocupados recorren las calles. Se palpa en el ambiente que un modelo de entender el mundo ha sido derribado, con el papel de las acciones, antes valioso, que ha caído hundiéndose con la rapidez del hierro.
Se acaba de hacer público que el Empire State se alzará hasta los 381 metros, 62 más que el Chrysler, que se coronó exactamente el día en que el mercado de valores experimentó su primer tambaleo. Quizá no es el mejor momento para acometer un proyecto tan ambicioso. ¿Deberá abandonarse? ¿Se volverá al proyecto inicial, menos desaforado y más económico, de sólo cincuenta pisos?
Hallaremos respuesta a estas preguntas. Pero antes conozcamos los antecedentes de esta moderna «Torre de Babel»; y, acaso, cuál podría ser esta vez el castigo por el orgullo de pretender erigirla.
Se cuenta que, a mediados de 1928…
… John Jacob Raskob se detuvo un instante frente a las obras del nuevo rascacielos de la poderosa Corporación Chrysler. Cuando estuviera terminado sería un edificio majestuoso y, lo más importante, el más alto del mundo; más alto aún que la Torre Eiffel, el gigante de hierro de París. En los ojos de Raskob había una mezcla de envidia y contenida satisfacción. Tendría que soportar por el momento la derrota, aunque sería algo temporal. Sabía que estaba cerca de un golpe de mano que cambiaría las tornas. El edificio de Walter Chrysler iba a ser un símbolo de grandeza para la compañía de automóviles de Michigan, que acababa de adquirir Dodge y pretendía trasladar su sede a Nueva York. Pero pronto sus ínfulas sucumbirían bajo el poder de la propia empresa de Raskob, la Empire State Building Company.
Todo marchaba bien para el hijo de un fabricante de cigarros neoyorquino que llegó a ser vicepresidente de la General Motors y de DuPont, y acababa de ser elegido presidente del Comité Nacional del Partido Demócrata. Su abuelo, católico y originario de la región de Eifel, en el oeste de Alemania, había emigrado a Estados Unidos con una mano delante y otra detrás. Pero vivió el «sueño americano». América daba a todos la oportunidad de prosperar, como él lo había hecho.
Raskob era un filántropo, además de un duro hombre de negocios con inversiones en numerosas industrias, y creía firmemente en que cada ciudadano era capaz de mejorar sus condiciones gracias al mercado de valores. Con pequeñas inversiones, todos podrían llegar a ser ricos. Y por eso apoyaba el crecimiento de esas inversiones en bolsa entre las clases humildes. Creía en América y en el pueblo americano. Y también en la libertad individual para decidir lo mejor para cada uno. Por eso se oponía con firmeza a la Ley Seca.
Siguió caminando por las calles de Manhattan, alejándose del solar del edificio Chrysler. Pensó en su abuelo, y en el hecho de que naciera precisamente en la región de Eifel. La misma de la que también era originaria la familia del gran Alexandre Eiffel, cuyo apellido real, el complicado Bönickhausen, se cambió y se le añadió una efe para no desentonar en Francia, donde resultaba poco menos que impronunciable. Aquello era una señal. Tenía que serlo. Y, si no lo era, los hombres tenemos la capacidad de convertir las casualidades en algo más. Dirigirlas y transformarlas en eso a lo que llamamos Destino. Raskob no creía que el Destino estuviera escrito en las estrellas, sino dentro de nosotros y en nuestra fuerza y resolución de llevarlo adelante.
Al llegar al lugar al que se dirigía, desapareció por la entrada del edificio en que se hallaba el más prestigioso estudio de arquitectura de Nueva York: Shreve, Lamb & Harmon. Llegaba puntual. Uno de los socios, su amigo William Lamb, lo esperaba en su despacho. Cuando Raskob entró, el arquitecto le hizo un saludo que él no se molestó en devolver, aunque no por descortesía. Sus pensamientos estaban captados por lo que iba a proponerle. Se limitó a sentarse y a sacar un lápiz del bolsillo de su chaqueta, que puso de pie sobre el escritorio de Lamb. Éste lo miró sin entender el gesto. Pero pronto Raskob disipó sus dudas.
—Bill, ¿cómo de alto puedes hacerlo sin que se caiga?
El poderoso industrial miró al arquitecto fijamente, con gesto grave. Aquello no era ninguna broma. Hablaba de un edificio. Pero no de un edificio cualquiera. Lamb conocía bien las aspiraciones de Raskob, y de tantos otros hombres ricos que ansiaban conquistar el cielo de la metrópoli más importante del país. Al arquitecto, que había estudiado en París, aquellas aspiraciones le recordaban a un visionario del neoclasicismo, llamado Étienne-Louis Boullée. Muchos habían tachado sus irrealizables diseños de megalómanos, meras locuras carentes de proporción humana. Como el Cenotafio de Newton, una esfera hueca de ciento cincuenta metros de diámetro, con una bóveda repleta de orificios con el fin de simular en su interior, en pleno día, las estrellas del cielo nocturno. Sin embargo, él no compartía esa opinión. Boullée soñó con algo que ahora, un siglo después de su época, no sólo era realizable, sino el símbolo de una nueva era.
Lamb se quedó en silencio unos segundos. Luego asintió, mirando a Raskob con la misma fijeza que éste. Pero también con una leve sonrisa. Hizo un meticuloso cálculo mental y por fin sentenció:
—Más de trescientos metros.
—¿En cuánto tiempo?
—Si utilizamos en parte un diseño base ya elaborado, lo adaptamos y lo ampliamos, con las técnicas de construcción más modernas… dos años.
—Bien, pues ponte a trabajar en ello ahora mismo. Rompamos los límites. Y no perdamos tiempo. El tiempo es dinero, amigo mío.
Para abordar la ingente labor y convertir el desafío en realidad, Raskob fundó la compañía del Empire State con cuatro socios: su amigo y jefe Pierre du Pont; el primo de éste, Coleman du Pont, y los hombres de negocios Louis Kaufman y Ellis Earle, de las industrias petrolera y minera. Cuando llegara el momento, Raskob los convencería para nombrar al antiguo gobernador de Nueva York, el popular Al Smith, como presidente de la compañía. Pero sólo si era derrotado en las elecciones presidenciales de ese año. Smith, al igual que Raskob, era católico, y había conseguido que lo eligieran como candidato demócrata a la presidencia, cuya elección se celebraría el martes después del primer lunes de noviembre.
Mientras tanto, el proyecto tomó forma en las mesas de dibujo. Los planos, elaborados a partir de trabajos previos, estuvieron listos en tan sólo unas semanas. Lamb en persona se encargó de dotarlos de elegantes líneas modernistas. Con Raskob a la cabeza, iban a vencer a todos. A Walter Chrysler, con su aguja secreta; a David Rockefeller junior, con su gran Centro, y a todos los demás. Al llegar el penúltimo mes del año, Al Smith perdió estrepitosamente las elecciones frente al republicano Herbert Hoover, y pasó a presidir la compañía del Empire State, cuyo proyecto definitivo fue más allá de los trescientos metros. El mayor rascacielos del mundo habría de superar esa cifra en ochenta y un metros, para convertirse también en el primer edificio de más de cien plantas. Con el fin de acelerar la construcción se emplearía una estructura metálica prefabricada, procedente de las fundiciones de Pittsburgh, en Pensilvania. Los buques de carga ya estaban preparados para llenar sus bodegas con las enormes piezas y trasladarlas hasta el puerto de Nueva York.
El Empire State iba a erigirse en los terrenos del hotel Waldorf Astoria, símbolo de unos tiempos ingenuos y, a su manera, esplendorosos. En los libros de historia se narraba que, en aquel preciso lugar, George Washington libró una batalla crucial para la independencia americana. Ese suelo, en el corazón de Manhattan, estaba regado con la sangre de patriotas. Hombres que lucharon por un ideal y por la libertad, para alumbrar la primera nación del mundo nacida con el espíritu de hacer a todos los hombres iguales. Un bonito sueño con el que muchos soñaron, pero del que casi todos habían despertado.
El inicio de la demolición del antiguo Astoria fue como una celebración. Raskob y sus socios se frotaban las manos. Sabían que en los tiempos revueltos se hacen las grandes fortunas. O se aumentan aún más. Simbólicamente, desde la azotea del propio edificio condenado, Raskob, Du Pont y Al Smith contemplaban el pasado y preveían el futuro. Un futuro que era suyo. Al Smith derribó con unas cuerdas una parte de la elegante balaustrada. La vetusta construcción del lujoso hotel estaba a punto de desaparecer en el polvo para dejar espacio a su gran rascacielos. Cada tiempo tiene unos señores. La belleza tenía ahora que ceder el paso a la magnificencia y la practicidad. Y, quizá, a la grandeza.
Al menos ésta se hallaba como objetivo en el corazón de los propietarios, y también en el de Smith. Él había luchado durante toda su vida por los derechos de los más desfavorecidos y por mejorar la vida de la gente. Se había ganado el cariño de los ciudadanos de Nueva York y la consideración de hombre honesto, y hasta sentimental. Pero, en política, eso no suele ser suficiente. Tras su derrota en las presidenciales, había doblado la cerviz. Ya no era joven ni tenía la energía necesaria para seguir luchando en causas ajenas. A pesar de ello, para Smith el Empire State era un símbolo de esperanza y no un simple negocio. Un símbolo de esperanza elevándose, desde la base empobrecida de la ciudad de Nueva York, para mirar hacia las estrellas. Ésa era su visión.
A su lado, Raskob le dio una amigable palmada en el hombro a Pierre du Pont. Luego miró al horizonte. Ellos también eran luchadores, como Al Smith, y aunque les impulsaba la ambición, ése no era su único motivo, ni el dinero su única fe. Sabían que el poder era algo que se podía ganar o perder, y que sólo la posición en cada momento los separaba de las gentes sencillas. Ésa sí era su fe, y la fe mueve montañas. Incluso es capaz de erigir montañas nuevas. Algo que, justamente, se disponían a demostrar.
El Empire State empezó rompiendo con el pasado. Literalmente, pues una marea de quinientos trabajadores se lanzó a destripar el viejo Astoria. Primero sacarían de él lo que pudiera aprovecharse o fuera valioso, y después demolerían la estructura hasta los cimientos. Cuando ya todo se hubiera eliminado, hasta el último escombro, dejando un profundo hueco en el enorme solar, habría al fin sitio para el edificio que, en no mucho tiempo, se convertiría en el «Techo del Mundo» y en un fiel reflejo del espíritu humano.
De las muchas caras del espíritu humano.
DATOS OBJETIVOS DEL PROYECTO:
• Altura desde la base: 381 metros
• Número de plantas: 102
• Diseño: Shreve, Lamb & Harmon
• Construcción: Starrett Brothers & Eken
• Número de ventanas: 7.500
• Número de ascensores: 64
• Área en su base: 8.094 m2
• Superficie total: 257.211 m2
• Espacio útil: 250.500 m2
• Peso total: 340.000 Tm
• Revestimiento interno y externo: 20.000 m2 de piedra caliza y 1.000 m2 de mármol
• Servicios: 760 km de cable eléctrico y 113 km de cañerías
• Mirador panorámico en el piso 86 y base de atraque para dirigibles en el 102