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Año 1926

Las sábanas de seda marrón de la cama de Beth estaban arrugadas y retorcidas. Se acurrucó entre ellas con pereza, sin ninguna prisa por levantarse. La obra en que ella participaba, Cenicienta traviesa, había sido cancelada. Sólo duró tres meses, aunque Beth había gustado al público y a la crítica, y pronto tendría otro papel. Entretanto, las facturas de su apartamento en Manhattan se las costeaba Adam Norris. Llevaba dos meses saliendo con él, y lo cierto es que se había acostumbrado pronto a la buena vida.

—Tengo que irme —dijo Adam, sentado al borde de la cama.

—¿Ya? ¿Tan pronto?

—Son las once de la mañana. Debo atender mis negocios.

En aquel momento, a punto de comenzar la primavera, Adam estaba organizando un nuevo musical en Broadway. Uno a la medida de Beth, en el que pudiera lucirse y demostrar todo su talento.

—Y tú, querida, deberías pensar en salir de la cama también. Esta tarde quiero presentarte a unas personas.

Adam sonrió enigmáticamente. Terminó de abotonarse la camisa y se levantó para ponerse los pantalones. Mientras lo hacía, Beth le tiró de las perneras con intención de que volviera a quitárselos.

—¿No has tenido suficiente? —dijo Adam sonriendo.

Ella lo miró con gesto sugerente.

—En realidad, sí. Pero es que no quiero que te vayas. Quédate un ratito.

—Soy rico. Tengo todo el tiempo del mundo. Mi padre se encarga de amasar su fortuna mientras yo me la gasto. Pero creo que preferirás que siga con lo del nuevo musical, en vez de que pasemos todo el día en la cama.

Beth soltó los pantalones y volvió a tumbarse. Se rodeó con las sábanas y emitió un largo suspiro.

—Bueno, pero esta noche me llevarás al Blue Note.

—Prometido. Y ahora hablemos en serio un momento. Las personas que vas a conocer por la tarde son dos ingleses: un director teatral y un coreógrafo.

—¡Ingleses! Me dan pereza…

—A mí también. Pero estos dos son de lo mejor que hay en el mundo del musical londinense. Tengo muy buenas referencias de ellos. Me van a costar una millonada, así es que espero que trabajéis en armonía y que forméis un equipo tan perfecto como un reloj suizo. ¿De acuerdo, nena?

—Claro. Intentaré olvidar que son ingleses. Con eso supongo que bastará.

—Así me gusta —añadió Adam.

Antes de ponerse la chaqueta se inclinó sobre la cama y besó a Beth. Aquella relación le daba a Adam el calor de alguien que lo espera a uno cada día. Algo muy agradable. Aunque sólo eso. Tenía que reconocer que al principio estuvo a punto de enamorarse de ella. Quizá hasta lo hizo. Beth cumplía todos sus requisitos. Pero a Adam le gustaban demasiado las mujeres como para comprometerse y ser fiel a una sola.

Cuando bajó a la calle, su chófer estaba apoyado en el capó leyendo el periódico. Al verle, lo arrugó y lo echó dentro del habitáculo, se quitó la gorra y fue a toda prisa a abrirle la puerta de atrás. Después regresó a la parte delantera y ocupó su puesto al volante.

—¿Adónde vamos, señor Norris? —preguntó.

—Al número noventa y siete de la Octava Oeste.

—¿Emma, señor?

—Ya sabes que no me gusta que te pases de listo, Scott —dijo Adam, cruzando con el chófer su mirada en el retrovisor.

Un par de días después de su primer combate, Tom fue conducido al despacho del alcaide. Éste quería hablarle en persona de un asunto delicado. Los combates de boxeo que estaba organizando en la penitenciaría no eran únicamente para su disfrute personal. Pretendía ganar dinero con ellos. Los asistentes serían hombres adinerados de Filadelfia y toda la región, dispuestos a pagar por una buena pelea sin árbitro y con puños desnudos.

—Necesito que esos ricachones te vean luchar. Harán apuestas entre ellos, y si le rompes la cabeza a alguno de tus oponentes, esas apuestas subirán. Así que ya sabes lo que quiero.

Sí. Tom sabía lo que quería el alcaide. Quería que uno de los presos que también participaban en los combates acabara muerto sobre el ring.

—No estoy dispuesto a matar a nadie.

El alcaide se rascó la zona de la cabeza donde aún tenía pelo. Luego se puso a dar golpecitos suaves y regulares en la mesa.

—He leído tu expediente. Estuviste en Europa, en la Gran Guerra. ¿Allí no mataste a nadie?

—Sí. Pero no es lo mismo.

—¡¿Cómo que no?! —vociferó el alcaide, que perdía fácilmente los estribos—. Eso era peor. Seguro que mataste a muchachos cuyas madres todavía consideraban sus niñitos. No creo que la mayor parte de esos chicos hubieran hecho nada reprobable. Pero la gentuza que hay aquí… Lo menos malo que tenemos cumple diez años de condena.

Sus palabras fueron mordaces. Tom cumplía precisamente diez años de condena.

—Le repito que no voy a matar a nadie, y menos a golpes.

—Está bien, muchacho, está bien —dijo el alcaide, con una indulgencia nada propia de él. Tom era su mejor baza y no había necesidad de forzar la situación. Al menos por ahora—. Yo no he dicho que tengas que llegar tan lejos. Sólo quiero que le rompas la cara a tu adversario. Que se la rompas sin contemplaciones, ¿entiendes?

—Sí, señor. Entiendo.

—Bueno, bueno. ¿Ves como no era para tanto? Tú hazme ganar dinero y yo me encargaré de que tu vida sea más fácil, ¿eh, muchacho?

Después de eso, el alcaide llamó a un alguacil para que se llevara de nuevo a Tom a su celda. Dijera éste lo que dijese, el alcaide estaba convencido de que no iba a defraudarle. Bastaría con un pequeño empujón más para que se convirtiera en un depredador sediento de víctimas. Lo llevaba en las venas.

Eso creía el alcaide, que se jactaba de conocer bien a las personas. Para él sólo había dos clases de hombres: los que dan un paso adelante y los que dan un paso atrás. No existía una clase intermedia, ni podía existir. Era algo que no había cambiado desde que el mundo es mundo. Y aquel Tom Carter pertenecía al grupo de los que no retroceden.

Pero, en la soledad de su celda, a Tom se le humedecieron los ojos de rabia. El alcaide le pedía que hiciera daño. Daño de verdad. Que se lo hiciera a otro preso, a cualquier oponente que él escogiera. Por pura diversión de hombres adinerados, que apostaban y disfrutaban viendo saltar sangre y dientes desde un ring. Esa clase de combate era una lucha entre bestias salvajes, donde los espectadores se transformaban también en bestias, igual de salvajes o más que los contendientes.

Tom sopesó sus opciones. Le había dicho al alcaide que no pegaría tan duro como para matar. Sin embargo, no había razones que apoyaran eso. ¿Por qué no aceptar de una vez por todas lo que era? Ya no era otra cosa que un animal enjaulado, sin capacidad de decisión ni esperanzas. ¿Por qué no hacerlo? Mató en la guerra, en efecto; y también al padre de Jennifer. ¿Deber? ¿Accidente?… ¿Qué importaba eso ahora?

Arrodillado junto a su catre, Tom trató de encontrar esa razón para seguir resistiendo, para no tomar el camino fácil que le marcaba el alcaide. Sus músculos estaban crispados y se estaba haciendo daño, sin darse cuenta, en las manos, de tan apretados como tenía los puños.

Una razón…

Y la encontró. Una vez más la encontró en Frank Carter, en su padre. En su memoria. Aunque ya no pudiese verlo ni saber de él, porque estaba prematuramente muerto, Tom preferiría morir a matar. Eso era algo que no volvería a hacer, por ninguna circunstancia, aunque le costase su propia vida.

Se levantó del suelo y su cuerpo se relajó. Aceptar así la muerte le confirió una tranquilidad inesperada. Aspiró hondo y exhaló el aire muy despacio. Sobre el catre tenía un libro de la biblioteca. El alcaide le permitía acceder a todos sus títulos, y poco menos que hacer lo que quisiera, con tal de que siguiera boxeando para él. Era un libro sobre el gótico francés. Se tumbó en el fino colchón, aplastado y sucio, y se orientó hacia el lugar desde donde llegaba más claridad. Al volver a abrir el libro se le antojó que seguir leyéndolo era totalmente absurdo. Como si un hombre quisiera volar hasta el sol con unas alas hechas de cera y plumas de ave. Como si un hombre pudiera siquiera mirar al sol sin quemarse los ojos.

Volvió a cerrar el libro y llamó al carcelero.

—¿Qué es lo que quieres? —dijo éste en tono molesto. Tom le había hecho levantarse de la silla que ocupaba en el rellano exterior.

—Me gustaría ir al gimnasio —respondió secamente.

El alcaide había dado orden de que se permitiera a Tom usar las instalaciones a sus anchas, siempre que se tratara de actividades acordes con el boxeo. Como lo era aumentar su musculatura.

—Muy bien.

El carcelero abrió la cerradura de la celda, empujó la reja y se echó a un lado. Con Tom ya fuera, de espaldas a él, añadió:

—Pero que no se te vea en otro sitio que no sea el gimnasio.

Tom ralentizó el paso, sin volverse, y asintió. Luego siguió caminando hasta desaparecer al fondo del corredor.

Durante los meses siguientes a su fichaje por Miller, Jay había disputado varias carreras menores en la costa Este del país. Sólo los dos pilotos oficiales del equipo estaban preparados para disputar, al completo, el campeonato del mundo de ese año, que daba comienzo en Indianápolis y comprendía otros cuatro grandes premios en Europa: Miramas, Lasarte, Brooklands y Monza. Jay tenía que demostrar en la Indy 500 que merecía un puesto en ese campeonato, por delante de Herbert Jones, el tercer piloto de Miller. Y ambos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Los coches de Miller eran realmente soberbios. Mejores aún de lo que Jay había imaginado antes de conducirlos. Entregaban su potencia de un modo suave y continuo, y los motores se estiraban como las últimas notas de los violines de una orquesta. Todo en aquellos automóviles estaba bien diseñado y mejor construido. Con un Special 122, Jay había logrado la victoria en el circuito de Atlanta. Luego destrozó el coche en Chicago, en un accidente del que salió ileso. Jones no alcanzaba puestos tan meritorios, pero tampoco estrellaba los coches. Por eso Miller no había tomado aún su decisión, que dependía de la Indy 500.

Cada noche, al acostarse, Jay soñaba despierto con ocupar un puesto de honor en la parrilla de salida del gran premio de Indianápolis, sobre los ladrillos de su enorme óvalo de dos millas y media. Soñaba con colocarse el casco y las gafas, sentado en el estrecho habitáculo de su coche, antes de recibir la indicación de poner en marcha el motor. Entonces, los miles de espectadores guardarían un silencio absoluto hasta que, casi al unísono, inundara el circuito el atronador sonido de los bólidos, formados sobre la pista. Miles de caballos de potencia relinchando por las toberas de escape, más impetuosos y agudos a medida que los pilotos fueran pisando los aceleradores de sus máquinas.

Eso era un sueño. No muy distinto en realidad de los que había tenido de crío. Pero los sueños se forjan día a día con las acciones y los hechos. Jay estaba ahora sentado en su Special 122, con el corazón desbocado a la espera de que le llegara su turno para salir a la pista. Los entrenamientos libres habían terminado hacía unos minutos, y acababa de comenzar la clasificación para establecer el orden en la parrilla de salida. El sol, que debía estar luciendo en esa jornada de finales del mes de mayo, se encontraba oculto tras negras nubes de tormenta que amenazaban con descargar en cualquier instante.

Un mecánico se acercó a Jay, acompañado del propio Harry Miller en persona.

—Carter —le dijo aquél, elevando la voz por encima del ruido de los motores que ya estaban en marcha—. Tu coche pierde un poco de aceite.

—¿Es grave? —preguntó Jay.

—Creo que no. He ajustado las tuercas y cambiado las arandelas. No he visto fisuras en la parte inferior.

—Bien.

—En todo caso —intervino Miller—, si notas cualquier fallo, abandona la clasificación, ¿me oyes, muchacho? No quiero que acabes perdiendo todo el aceite y gripando el motor.

—Okey, jefe.

Interiormente, Jay se dijo que haría lo que tuviera que hacer para no quedarse fuera de la carrera. Eso era algo que no quería ni imaginar. Mientras terminaba de prepararse, rezó una plegaria en silencio. Cuando le llegó el momento de salir a la pista, encendió su motor y pisó el acelerador con tanta suavidad como si estuviera acariciando a Jennifer. Su amada Jennifer… Ella se había quedado en Filadelfia. A Miller no le gustaba que los pilotos llevaran a las carreras a sus mujeres o sus novias. Eso podía distraerlos de lo que estaban haciendo. Y tenía razón. Además, el retraso en el período de Jennifer se había ya convertido en un notorio embarazo.

Por ella, por su futuro hijo y por todas las ilusiones que lo habían guiado en su vida, Jay rezaba ahora —no lo había hecho desde la muerte de su padre—. Inició la marcha, abandonó los boxes y recorrió el óvalo del circuito en su primera vuelta. La segunda era la que contaba. Desde la parte más alta de la curva anterior a la meta, enfiló la recta y pisó a fondo el acelerador. El coche rugió como siempre, aunque Jay creyó notar una leve vibración inusual. Prefirió no darle importancia. Lo que le pasara a su motor ya no dependía de él. Pasó por meta con gas a tope y se lanzó hacia la primera curva del óvalo. Un pequeño error de pilotaje, y el coche saldría despedido sin remedio hacia el muro, jalonado de vidas segadas.

La tenue frontera entre la vida y la muerte hizo pensar a Jay en la guerra. Y en Tom. Su hermano estaba ahora preso, mientras él disputaba la calificación para la Indy 500. Jennifer era suya. Lo era de verdad. Y esperaban un hijo. Qué extraño es el destino, se dijo Jay mientras enfilaba la contrarrecta a casi doscientos kilómetros por hora.

Entonces ocurrió. Un hilo de humo blanco empezó a salir por el escape. El motor se quejó y perdió un ápice de potencia. Jay apretó el pie con tanta fuerza que parecía capaz de atravesar el fondo. Había caído ligeramente su velocidad, aunque eso no le impediría clasificar y poder tomar la salida. Sólo le retrasaría en la formación de parrilla.

—¡Dios, por favor, no te pares! —gritó dentro del habitáculo.

El humo se hizo más intenso. El director de carrera ordenó que le mostraran la bandera negra para que se retirara de la pista. Estaba dejando un reguero de aceite deslizante sobre ella. Pero Jay ni siquiera vio la bandera. Pasó de nuevo por meta con el motor en llamas y continuó hacia los boxes en el momento en que otro piloto del equipo, precisamente Herbert Jones, salía para dar su vuelta. El motor de Jay reventó justo en el vértice de la primera curva. Sin aceite, los pistones quedaron agarrotados en el bloque de fundición y el vehículo quedó sin control.

El impacto fue considerable, aunque no tanto como lo hubiera sido de ocurrir en la vuelta de clasificación. Jay iba relativamente despacio, por lo que sólo sufrió una conmoción leve. Algo desorientado, pudo aun así salir por su propio pie del coche. El director de carrera mostró la bandera roja para cancelar temporalmente la prueba. Pero fue tarde para Jones. Entró en la curva a toda velocidad, pisó la gran mancha de aceite que había dejado el vehículo de Jay y se fue directo contra el muro.

Su Miller Special se aplastó como el fuelle de un acordeón y explotó en medio de una nube de fuego. Salió despedido hacia el lugar donde Jay aún estaba junto a su coche. A punto estuvo de atropellarlo el amasijo de hierros en que quedó convertido. Se detuvo sólo a unos metros de él, boca abajo y en llamas. Jay corrió en su dirección. Le parecía oír la voz de Jones pidiendo auxilio. Aunque eso era imposible…

Trató de dar la vuelta al coche mientras las asistencias del circuito corrían hacia el lugar del accidente. Jones seguía con vida. Gritaba desde dentro, atrapado en el habitáculo, quemándose vivo sin poder escapar. Jay también gritaba, impotente. Hasta que ambos se quedaron en silencio. Jones había muerto, al fin, entre las llamas. Jay se retiró de su cadáver calcinado, andando como un autómata, para dejarse caer de espaldas contra el muro, con las manos y los brazos abrasados.

Sabía que la culpa del accidente había sido suya. Miller le advirtió con toda claridad que abandonara si su motor perdía más aceite. Pero no lo hizo. Ahora había un muerto más sobre los ladrillos de Indianápolis. Y sobre su conciencia.

Jennifer llegó al hospital en cuanto le fue posible. Entró en la habitación de Jay y lo vio en la cama, con los brazos vendados hasta los hombros. El médico dijo que había tenido suerte. Sus pulmones acabarían por recuperarse del todo. El humo y el aire abrasador que inhaló podían haberle matado a él también.

—¡Jay! —gritó Jennifer, y corrió a abrazarse a su marido.

Él no dijo nada. Le costaba respirar. Estaba serio y en silencio. No había exteriorizado sus sentimientos desde el accidente. Miller le hizo una breve visita. Estaba furioso. Le comunicó que prescindía de sus servicios, e incluso que se encargaría de que no volviera a correr nunca más. Le dijo a la cara que lo que había hecho era un crimen, algo indigno de uno de sus pilotos. Y Jay sabía que era verdad.

Pero la vida sigue. Jennifer estaba embarazada. Tenía una familia. Ahora Jay no quería pensar en nada. Ya habría tiempo para eso cuando terminara de recuperarse y saliera del hospital. Entonces buscaría el modo de dar un giro a su existencia, porque el futuro ya nunca podría ser el que él soñó.

Beth recibió un telegrama de Jennifer esa misma noche, al regresar a su apartamento. Volvía del ensayo general de la nueva obra de Adam Norris. Llevaban ya más de un mes de ensayos. El texto era bueno y las canciones, aún mejores. Debía estar tan feliz como el día en que la eligieron para un papel en Cenicienta traviesa. Incluso más. Pero no lo estaba. No podía estarlo por culpa de Adam. Se maldijo por enamorarse de él, y sintió una punzada de dolor al hacerlo. Había descubierto que ella no era la única, que Adam se citaba con otras mujeres. Le había jurado amor eterno pero, para él, eterno no significaba para siempre.

Y las malas noticias no acababan ahí. El telegrama decía que Jay había sufrido un accidente y estaba ingresado en el hospital. Jennifer usaba un tono tranquilizador en el breve texto. La vida de Jay no corría peligro. Aun así, le pedía que fuera enseguida a visitar a su hermano. Estaba preocupada por él, por cómo había sido el accidente y por cómo se sentía, más allá de sus heridas.

El chófer de Adam llevó a Beth hasta la capital de Indiana. El viaje duró casi todo un día, más las horas de sueño cuando tuvieron que parar a hacer noche, cerca ya de Indianápolis. Beth llegó al hospital a la hora de la comida. Jennifer había salido un momento de la habitación, y Jay estaba adormilado en la cama. Su hermana entró sin hacer ruido y lo miró por un instante en silencio. Aquella escena le resultaba dolorosamente familiar. Pero recordó que Jennifer le había dicho que Jay estaba fuera de peligro. Su respiración era pesada. Se acercó a él y le acarició el rostro con dulzura. Jay se despertó creyendo que se trataba de Jennifer, que no le había dejado solo más que en breves intervalos. Al darse cuenta de que no era ella, sino Beth, trató de incorporarse en el colchón, sin poder ayudarse de los brazos.

—No te esfuerces, Jay —le dijo su hermana, a punto de echarse a llorar al verlo tan desvalido.

En ese momento, Jennifer entró también en la habitación. Se abrazó a su cuñada y le dio un cariñoso beso en la mejilla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Beth.

—Fue un accidente…

—¡No! —exclamó Jay con una voz tan ronca que apenas podía reconocerse su timbre. El humo le había quemado parcialmente las cuerdas vocales.

—¿Qué quieres decir con que no fue un accidente? —dijo Beth.

Fue Jennifer la que respondió. Jay había girado la cabeza hacia el lado contrario.

—Nada, Beth. Al coche se le rompió el motor y Jay se estrelló contra el muro.

—Dile la verdad —masculló Jay, todavía sin atreverse a mirar a su hermana a la cara.

—El aceite de su motor cayó en la pista y… Y otro piloto lo pisó y perdió el control de su coche.

—¿Murió? —preguntó Beth, esperando que la respuesta a su pregunta fuera negativa.

—Sí.

—Pero, pero… Los coches se rompen. En las carreras hay accidentes y mueren pilotos. Papá siempre lo decía. Correr es muy peligroso…

Beth divagaba, sin saber qué decir. Si el accidente de su hermano hubiera sido simple y llanamente eso, las cosas no estarían así.

—Nunca me lo perdonaré. No volveré a competir nunca más —dijo Jay, con su voz cavernosa—. Nunca. No sé qué voy a hacer ahora…