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Año 1910

El golfillo corría como un demonio, con una billetera aferrada en una mano y su gorra en la otra. Atravesó las calles, sin fijarse en los caballos y tranvías, hacia la desembocadura de la calle Locust en el parque de Rittenhouse, en Filadelfia. Ni siquiera miraba atrás mientras iba saltando por encima de los setos, aún nevados, y esquivando hábilmente a los paseantes. Los gritos de su perseguidor habían alertado a un policía que esperaba oculto detrás de un seto y le salió al paso de pronto. De un certero empujón hizo que cayera al suelo de bruces.

El niño soltó lo que llevaba en las manos y quedó tendido sobre el camino de tierra helada. Trató de revolverse y levantarse para huir, pero el agente se lo impidió poniéndole una bota en la espalda. El niño volvió la cabeza y lo miró aterrorizado. Eso hizo que el policía sonriera, satisfecho de su captura a la vez que mostraba su porra en forma amenazadora.

Enseguida llegó el hombre que corría tras el niño. Tenía algo más de treinta años y cara de buena persona. Jadeaba por el esfuerzo entre la nube de vaho que le salía de la nariz y la boca. Aún se agarraba el sombrero con una mano mientras intentaba recuperar el aliento. Iba vestido como un caballero de provincias, pulcro aunque con prendas algo pasadas de moda.

—Gracias —le dijo al policía, tratando de evitar que sus palabras le salieran entrecortadas.

Emitió un largo suspiro, que le permitió recuperarse un poco, y luego recogió su cartera del suelo y comprobó que no faltaba nada.

—¿Qué quiere que haga con él? —preguntó el agente refiriéndose al chico.

La mirada del hombre se cruzó por un instante con la del niño. No debía de tener más de diez u once años. Estaba muy flaco y llevaba un abrigo viejo y harapiento.

—Déjelo ir. No quiero denunciarle.

El policía torció el gesto. Le desagradaban esos buenos deseos que no tenían en cuenta la realidad. La realidad de su trabajo en el día a día, con toda clase de maleantes de cualquier edad, expuesto a recibir un balazo o a que le partieran la crisma. Aquel pequeño no podía hacer nada de eso, desde luego. Todavía no. Pero algún día acabaría pudiendo, a no ser que se le enderezara.

—Habría que darle un escarmiento —musitó el policía, contrariado.

Su bota se clavó aún más en la espalda del niño, que seguía tratando de escabullirse.

—De veras, agente, no tiene importancia —dijo el hombre, al que estaba empezando a molestar la innecesaria brutalidad del policía—. Le agradezco su ayuda, pero creo que con el susto será suficiente. Deje que se levante. Yo mismo le acompañaré a casa y hablaré con sus padres.

—Es una pérdida de tiempo, pero allá usted.

El hombre agarró la mano del niño para ayudarle a incorporarse. Éste intentó salir corriendo de nuevo, pero no consiguió zafarse de aquella mano grande y recia, con la piel áspera y curtida de un hombre de campo.

—¿Ve a qué me refiero? —insistió el policía—. Son como animales. —Y dirigiéndose al niño, añadió—: Ay de ti si te vuelvo a coger…

Tras un último gesto de agradecimiento hacia el agente, el hombre se marchó con el niño bien agarrado. Caminaron juntos en dirección al río, al sudoeste. Casi todo el tiempo en silencio, salvo cuando el hombre le preguntaba por dónde debían continuar y el niño le respondía en un murmullo. Así fueron atravesando una calle tras otra, adentrándose en barrios cada vez menos recomendables, donde la basura se amontonaba por todas partes y las fachadas eran tan negras como el humo que salía de las chimeneas.

Llegaron a un solar abandonado, que se adentraba bajo uno de los arcos de un puente. El niño se detuvo, aunque allí no había ninguna casa. Al hombre le pareció que intentaba engañarle. Se agachó para poder hablar con el muchacho, cogiéndole por los hombros huesudos. Le miró con expresión seria. A esa corta edad, la responsabilidad de un comportamiento como el suyo era siempre culpa de los padres. Aunque seguramente fueran pobres y sus circunstancias impedían que hicieran las cosas mejor. A él no le gustaba juzgar a nadie. Sólo Dios tenía ese derecho. Lo había aprendido en la Biblia.

—No quiero que te castiguen o que te peguen. No voy a contar a tus padres lo que ha ocurrido. Sólo les diré que te encontré por ahí solo y que tendrían que preocuparse más por ti. No deberías robar a la gente…

—Tenía hambre —susurró el niño, avergonzado.

—¿Dónde vives?

—Aquí —dijo el muchacho, y señaló con la mirada unos maderos colocados, a modo de cabaña, debajo del puente.

—¿Vives ahí con tus padres?

El niño bajó la cabeza.

—Mis padres están muertos.

—¿Y quién cuida de ti? ¿Tienes abuelos, algún hermano, un tío…?

—No, señor.

El hombre asintió. Ahora era él quien sentía vergüenza. La vida había sido generosa en su caso. No era rico, aunque tampoco pobre. Poseía una granja con buenas tierras cerca de las Montañas Pocono. Tenía un hijo más o menos de la misma edad que aquel niño. Y también una hija algo menor. Dios había querido llevarse a su esposa, que murió al dar a luz a la niña, pero nunca se lo echó en cara. Desde entonces vivía por y para sus hijos. Ellos lo eran todo para él. No podría imaginárselos solos en el mundo, sin nadie que les diera su cariño y cuidara de ellos. Aquel pequeño no era hijo suyo, pero todos somos hijos de alguien. El hombre alzó una de sus manos y la dirigió hacia su rostro. Iba a darle una palmada cariñosa, pero el niño creyó que tenía intención de pegarle y cerró los ojos al tiempo que apartaba la cara. Al hombre, ese gesto le encogió el corazón.

—Tranquilo, hijo. No voy a hacerte daño.

De nuevo, el niño abrió los ojos. Había desconfianza en su mirada. Pero se calmó al ver la franca sonrisa que le dirigía el hombre.

—Tengo dos hijos. El mayor es de tu edad. Vivimos en una bonita granja. ¿Quieres venir conmigo y conocerlos?

El pequeño se mantuvo en silencio. Nunca había tenido razones para creer que los milagros existieran.

—En la granja no volverás a pasar hambre. Ni frío. Te lo prometo. —El hombre guardó silencio un momento—. No me has dicho tu nombre ¿Cómo te llamas, hijo?

—Tom.

La granja de Frank Carter estaba situada en uno de los extremos de un pueblo llamado Sunnyside, en el condado de Monroe. Un bonito rincón de prados verdes y suaves colinas, cubiertos parcialmente por la nieve en aquella época del año. El pueblo no era grande, pero disponía de todo lo necesario y se trataba de una comunidad de gente decente y trabajadora. Un pequeño rincón donde llevar una vida agradable y provechosa.

En el coche de Frank, modesto y de un solo caballo, dejaron el pueblo a un lado y siguieron hacia el camino que llevaba hasta la granja. Poco más que dos rodadas de carro con un montículo en el centro, flanqueado por árboles y vegetación escarchada. Al final del camino atravesaron un arco de madera que daba acceso a la propiedad de los Carter. Al fondo se veía una casa pintada de blanco, un granero de color rojo oscuro con el techo muy empinado, un establo y un corral. Frank detuvo el carro junto a la entrada de la casa. Fiona, el ama de llaves, abrió la ventana de la cocina y sacó la cabeza con el mismo gesto que un hurón husmeando.

—He llegado… —gritó Frank. Echó el freno, bajó del carro y ayudó a Tom a descender—. ¡Jay! ¡Beth! ¿Es que no vais a salir a recibir a vuestro padre?

Los dos niños aparecieron corriendo desde la puerta, al encuentro de su progenitor. Beth se lanzó sobre él. Se había agachado para abrazarla y a punto estuvo de perder el equilibrio. Jay, sin embargo, se quedó quieto, de pronto, antes de alcanzarlo. Había visto a Tom.

—¿Quién es este niño? —preguntó Beth ingenuamente, con su dulce vocecilla.

—Es Tom —dijo el padre—. Va a quedarse a vivir con nosotros.

—Encantada, Tom —dijo la niña con solemnidad, como una pequeña señorita. Lo había aceptado al instante.

Jay, sin embargo, seguía inmóvil, mirando hacia Tom, receloso y con el ceño fruncido.

—Acércate, hijo —le exhortó el padre—. Saluda a Tom, no vaya a pensar que eres un maleducado.

El niño obedeció de mala gana. Se aproximó muy despacio y tendió la mano al recién llegado. Ambos se dieron un apretón leve, casi con las puntas de los dedos.

—Estoy seguro de que os haréis muy buenos amigos —dijo Frank sonriendo.

Tenía a Beth en brazos. Aun así, consiguió agacharse lo suficiente para colocar las manos en la espalda de los niños, en un gesto afectuoso.

—Tom no tiene a nadie. Espero que lo acojáis como si fuera vuestro hermano —añadió, mirando alternativamente a Jay y a Beth.

—¿Sabes jugar al escondite? —preguntó la niña de repente, con desparpajo.

—Claro que sé —repuso Tom casi a la defensiva.

Jay seguía ceñudo. Su padre le hizo un gesto para que también él dijera algo.

—Apuesto a que no eres capaz de encontrarme.

Frank se sintió orgulloso de sus hijos. Tardarían un tiempo en acostumbrarse a Tom, pero estaba claro que tenían el mismo buen corazón que su madre. Pensó un momento en ella, mientras los niños corrían a jugar, con tristeza y alegría simultáneas. Fiona apareció en ese momento ante él como siempre lo hacía, sin el menor ruido.

—¿De dónde ha salido ese niño? —preguntó.

—Es un huérfano que intentó robarme la cartera en la ciudad.

—¿Un huérfano?

—Sí. Lo encontré en la calle. No pude dejarle allí.

—Pues sí que le salió bien el robo…

Frank apretó los labios ante el comentario del ama de llaves.

—No sea mordaz, Fiona. El pobrecillo no tiene a nadie en el mundo.

—Bueno, ahora ya sí, ¿no es cierto?

—Eso. Ahora ya sí. Ésta será su nueva familia. Usted también.

La mujer asintió con los brazos en jarras. Otro niño le daría más trabajo, pero en el fondo aprobaba el acto de su patrón.

—¿Qué es ese olor tan delicioso que llega hasta aquí? —dijo Frank, sonriendo a la buena mujer y su fingida cara de perro.

—Estofado. Como si no lo supiera…

—Un estofado es justo lo que necesito. El viaje me ha dejado hambriento. Hoy podría comerme una vaca entera. Aunque habrá que repartirlo. Ahora somos uno más en la familia.

Mientras los niños jugaban y empezaban a conocerse, Frank entró en la casa. Se quitó el abrigo en el salón y se dirigió a su despacho, una pequeña sala donde tenía su vetusta caja de caudales y una mesa de robusta madera. Cerró la puerta tras de sí. Tenía que hacer unas anotaciones en el libro de cuentas. Las cosas en la granja no iban demasiado bien. Los costos subían, los precios bajaban año tras año, y el país no crecía tanto como debiera. Frank estuvo unos momentos de pie con la mirada perdida, tratando de aferrarse a la esperanza de tiempos mejores. Luego se sentó al escritorio, en su sillón, y una vez más centró sus pensamientos en Elisabeth. Antes de morir, ella le hizo prometer que cuidaría de sus hijos y no dejaría que nada malo les ocurriera. Aunque estuviera solo y tuviera que hacerse cargo de todo. Algo difícil sin ella a su lado, y más ahora, con otra boca que alimentar.

Pero iba a cumplir su promesa. Como fuera. Ése era su único motivo para luchar. Y el que le daba esperanza.