26
La tarde era lluviosa. Una tarde otoñal, de cielo gris plomo. Tom tenía los pies y la parte baja de los pantalones empapados. Llevaba media hora bajo una estrecha cornisa que no bastaba para resguardarle de las húmedas ráfagas de viento. Desde el otro lado de la calle contemplaba un apartamento del edificio. Lo había localizado contando las plantas hasta la séptima, y luego un cierto número de ventanas hacia el lado izquierdo. Había luz dentro. A veces, una sombra cruzaba las cortinas de lo que parecía el salón. Si alguna de esas sombras hubiera retirado la cortina, y mirado hacia la calle, lo habría visto allí enfrente, calándose de cintura para abajo sin decidirse a subir.
—¿Lo hago o me largo? —se preguntó Tom.
Habló en voz baja, casi mascullando las palabras, pero la dueña de la mercería, frente a cuyo escaparate se había refugiado, lo oyó a la perfección. Había salido a mirar el cielo para decidir si iba a escampar o si la lluvia seguiría para rato. La mujer, de mediana edad y cara de no muchas luces, lo miró con espanto. Creyó que Tom estaba considerando atracar su tienda, o algo aún peor. Se metió dentro a toda prisa. El ruido de los cerrojos corriéndose bruscamente sobresaltó a Tom.
Éste se repitió mentalmente la pregunta, pero ahora con apremio. O cruzaba la calle y entraba en el edificio donde vivían Jay y Jennifer, o se marchaba de allí de inmediato. A Tom no le importaba ser un cobarde. Nunca tuvo la necesidad de demostrarse nada a sí mismo, de modo que podía hacer cualquiera de las dos cosas. La lluvia se intensificó. Un coche dio un bocinazo a unos niños que cruzaban la calle sin mirar. Tom los siguió, nada más pasar el coche. Subió los escalones del portal y entró en él. El portero le preguntó adónde iba. Él le contestó y siguió hasta el ascensor. El piso, al que Jay y Jennifer se habían mudado tras el nacimiento de Johnny, no estaba en la zona más cara de Manhattan, pero tampoco en un barrio humilde. Había que ganar bastante dinero para poder costearse un alquiler allí.
Tom cerró las portezuelas de madera y oprimió el botón que marcaba la séptima planta. Al llegar arriba, miró hacia la escalera. La distancia que le separaba de ella y de la puerta de Jay y Jennifer era casi la misma. Todavía estaba a tiempo de darse la vuelta y marcharse. Pero ya había tomado su decisión.
—¡Tom! —exclamó Jay nada más abrir la puerta. Se lanzó a él y le dio un abrazo en el mismo pasillo—. Cuando Beth me dijo que vendrías, no podía creerlo… Pero entra, por favor.
A pesar del cariño que Jay le mostró, algo había cambiado. Tom no sabía qué era, sólo lo percibía. Lo percibía con claridad. Se habían hecho adultos. Eso debía de ser. Los niños lo olvidan todo de un día para otro. Ellos, en cambio, ya no eran capaces de olvidar. Tenían bien presentes sus diez años de vivencias separadas y también todo lo anterior que compartieron y que, por eso mismo y dadas las circunstancias, resultaba ahora incómodo.
—¡Jennifer! Ha llegado Tom. ¡Hijos, venid a conocer a vuestro tío!
Los dos niños mayores aparecieron antes que ella. Katie y Frankie se colocaron al lado de su padre, frente a Tom, muy tiesos. Parecían soldados firmes ante un oficial superior. Jay se rió.
—¿Qué hacéis? Es vuestro tío. Dadle un beso.
Los niños obedecieron. Tom se agachó y recibió el abrazo y el beso tímido y fugaz de ambos. Sintió una inmediata ternura, lo que le ayudó a aliviar hasta cierto punto su desasosiego. Les dedicó una sonrisa y, luego, sacó dos enormes caramelos de un bolsillo y se los tendió en la mano.
—¿Qué se dice? —detuvo Jay a sus hijos cuando éstos se disponían ya a abrir los envoltorios.
—Gracias —respondieron al unísono.
No es que Tom hubiera pensado nunca seriamente en tener hijos, pero conocer a Katie y a Frankie le hizo sentir una especie de nostalgia. Esos niños podrían haber sido suyos. Suyos y de Jennifer. Al igual que Johnny, que estaba tumbado en su cunita, agitando alegremente los brazos y las piernas y haciendo gorjeos con la boca. Jay lo cogió en brazos y se lo mostró a Tom.
—Éste es el pequeño de la casa. Nació en julio. Sólo tiene tres meses. Míralo. ¿A que es precioso?
—Sí que lo es —dijo Tom con el tono más alegre de que fue capaz—. Se parece mucho a…
Jennifer apareció por fin. Llevaba el pelo recogido y estaba realmente hermosa. No era la jovencita que Tom recordaba. Se había convertido en una mujer, aunque lo que perdió en lozanía con los años y los embarazos lo había ganado en maduro atractivo.
—Hola, Tom. Me alegro de que hayas decidido venir.
Desde que Beth les contó que se había reencontrado con Tom, Jay ni consideró que pudiera no ir a verlos. Jennifer sí lo hizo. De hecho, creyó que nunca lo haría. Sin embargo, allí estaba, delante de ella. Otra vez. Como si el tiempo no hubiera pasado, o fuera un simple paréntesis.
—Yo también me alegro —dijo Tom, sin poder evitar quedarse mirándola fijamente.
Antes de que Jay lo notase, la propia Jennifer interrumpió el momento.
—Beth nos dijo que estás trabajando en el Empire State.
—Sí. Soy albañil y carpintero. Aprendí carpintería en Sunnyside con Sorensen. ¿Os acordáis de él? Y albañilería en la cárcel.
Hubo un silencio tenso. Los diez años de Tom en la penitenciaría fueron consecuencia de la muerte del padre de Jennifer. Él ignoraba qué tipo de sentimientos despertaría en ella su comentario. No podía saber que Jennifer lo había perdonado. Con los años, comprendió que Tom sólo quiso protegerla porque la amaba. Aunque eso también pertenecía al pasado.
—Espero que tengas hambre —dijo Jay—. La cena está lista, ¿verdad, cariño?
Y ahí acabó todo. Tom nunca habría supuesto que pudiera ser tan fácil el reencuentro con su hermano y la mujer que le hizo descubrir el amor. Ninguno de los tres parecía dispuesto a sacar a la luz los viejos fantasmas de antaño, de modo que la velada transcurrió sin embarazosas menciones a sus vidas. Charlaron sobre trivialidades, sobre la situación económica, sobre los niños y, sobre todo, sobre el Empire State; sobre La Dama. Tanto Jay como Jennifer escucharon embelesados las historias de Tom sobre indios mohicanos surcando los cielos, vigas de metal similares a los huesos de un esqueleto, la base de atraque para dirigibles que se estaba instalando en la cúspide o las comparaciones con otros edificios de Nueva York y del mundo. De lo que no habló con ellos fue de Valery, ni tampoco de Milka.
Tom se despidió de Katie y de Frankie cuando Jennifer los acostó —Johnny llevaba dormido ya un par de horas—, y después siguieron hablando un rato más.
En cierto sentido, Tom se sintió decepcionado. No es que buscara el conflicto, ni meter el dedo en la llaga, pero darse cuenta de un modo tan apabullante de que ninguno de los tres era como recordaba, como cuando tenían quince años, le hizo experimentar algo difícil de definir. Desconcierto, quizá. Ya no había franqueza entre ellos. Se habían convertido en adultos, con todo lo que eso implica.
—Bueno, Tom —dijo Jay tras apurar su taza de café—, tengo que ir un momento a ver a mi jefe. ¿Me acompañas? Me gustaría presentártelo.
—Beth me habló de él. ¿Adam? Es su novio, ¿verdad?
Tom percibió que Jennifer apartaba la mirada ante la mención de Adam.
—Así es —dijo Jay—. Podemos ir en mi coche. Luego te dejo en casa.
La sencilla despedida de Jennifer fue para Tom el último episodio de aquella noche que no sabría cómo calificar. Resultó igual de leve y carente de sentimentalismo que todo lo demás. Ya fuera, ella le dijo desde el umbral:
—Ahora que nos hemos reencontrado, tienes que volver algún otro día.
—Sí.
—Venga, Tom, vámonos —le apuró Jay.
Éste le cogió del brazo y lo llevó hasta el ascensor. Tom se dejó, aunque lo cierto es que hubiera preferido marcharse él solo y olvidar aquella velada. Nadie hubiera podido decir que no fue agradable. Al menos en apariencia. En su corazón, sin embargo, sintió que había perdido lo que aún quedaba del recuerdo de los niños que un día fueron.
Había dejado de llover, aunque las calles estaban aún mojadas y Jay conducía demasiado rápido. En un par de ocasiones, Tom se agarró al asiento y se puso tieso, en una instintiva reacción protectora. Jay lo notó y soltó una carcajada.
—No te preocupes, hermano. Sé lo que tengo entre las manos.
—Esto no es un coche de carreras… —musitó Tom, intentando no mostrar que le estaba asustando con su forma de conducir.
—No, no lo es.
En la voz de Jay había un punto de nostalgia. Tornó serio su gesto y estuvo un buen rato sin decir nada, con la mirada fija en las calles. A Tom le resultó un silencio tenso. Quiso deshacerlo cambiando de tema a algo más positivo.
—Tienes un bonito piso y un estupendo coche. Se nota que las cosas te van bien.
Jay no contestó. Tom se dijo que quizá le hubiera molestado algo de lo que él había dicho. Pero notó que, de pronto, su hermano se inclinaba sobre el volante, al tiempo que el coche se desviaba del centro del carril. Con una sensación cercana al pánico, vio que Jay tenía los ojos cerrados. Las ruedas rozaban ya el bordillo de la acera cuando le gritó:
—¡JAY!
De un modo instintivo, éste dio un volantazo. El automóvil quedó otra vez derecho tras un pequeño derrape en el asfalto mojado.
—¿Qué diablos ha sido eso? —dijo Tom.
Jay estaba ahora completamente despierto. Sus ojos, abiertos como platos.
—Nada. A veces tengo… ligeros desvanecimientos. No es nada.
—¿Cómo que no es nada? ¿Y si llegas a ir solo? ¿Y a esta velocidad? ¿Qué te ha dicho el médico?
Tom supuso de modo erróneo que su hermano había ido a ver a uno.
—No es nada.
El tono de Jay fue tajante, aunque eso no redujo la preocupación de Tom. Como tampoco lo hizo entrever la culata de una pistola en la guantera del coche, medio oculta entre unos papeles que Jay cogió.
El tráfico era escaso. No tardaron mucho en llegar al local de Adam Norris, que estaba en un buen barrio, cerca de la casa de Jay y más aún del Empire State. Tom y él descendieron del automóvil y se encaminaron hacia un callejón. La tienda que servía de tapadera al garito estaba cerrada a esas horas. Tendrían que acceder a él por un lugar alternativo, disimulado en la antigua entrada a una carbonera. Jay bajó hasta el fondo de un tramo de escalera descuidada, seguido de Tom, y golpeó con los nudillos una puerta de metal sin ningún distintivo. Enseguida se descorrió un pequeño ventanuco alargado y aparecieron, enmarcados en el hueco, unos ojos inquisitivos. Al ver a Jay, el ventanuco volvió a cerrarse y la puerta se abrió.
—Bienvenido, jefe —saludó un hombre del tamaño de un armario, con un inesperado aspecto bonachón.
El gigante se quedó mirando a Tom sin decir nada. Jay lo señaló con el pulgar y dijo:
—Éste es mi hermano.
—Ah, encantado.
La manaza del hombre estrujó la diestra de Tom sin pretenderlo. Por suerte, la que éste se había roto boxeando era la izquierda. Ya estaba curada desde hacía meses, pero aún le molestaba de vez en cuando; igual que su cadera, que sólo se hacía notar, sin llegar a producirle dolor, en días húmedos como aquél.
Más allá de una antesala sobria, en la que sólo había una mesa y una silla, Jay atravesó una cortina y accedió a un pasillo iluminado por una única bombilla desnuda. Al fondo había otra puerta. Allí volvió a llamar, aunque esta vez oprimiendo el pulsador de un timbre. Al otro lado, una luz parpadeó y otro de los hombres de Adam abrió la puerta. Desde el pasillo, Tom creyó oír un leve murmullo lejano. Ahora comprobó que se trataba del barullo y la música del local clandestino. Le sorprendió que estuviera tan bien insonorizado. Jay le aclaró el motivo sin ser consciente de ello.
—Era un antiguo teatro. Un sitio perfecto para lo que ahora es.
A un lado estaba el escenario. Delante de él había mesas, ocupadas casi todas por hombres solos, de mediana edad, que no perdían detalle de las evoluciones de las coristas. En comparación con el local al que Tom había ido con Valery, aquél era mucho más luminoso y de mayor nivel. También tenía mesas de juego al fondo, cerca de la barra del bar. De espaldas, sentado a un taburete, estaba Adam y, junto a él, de pie, O’Connolly. Ambos saboreaban un licor y fumaban.
Jay dio su abrigo a una joven de largas y torneadas piernas —sólo ocultas por unas medias oscuras de rejilla—, y le hizo un gesto a Tom para que también le entregara el suyo.
—Gracias, preciosa —le dijo Jay, sin perder detalle de su trasero cuando se dio la vuelta para llevar las prendas al guardarropa—. Esto está lleno de tentaciones —añadió hacia Tom—. Ven conmigo. Voy a presentarte a mi jefe.
Los dos hermanos atravesaron el local hacia la barra. O’Connolly se quedó mirándolos y Adam se volvió al percatarse de su presencia. Frunció levemente el ceño al ver a Jay acompañado de un desconocido. No sabía quién podía ser y no le gustaban las sorpresas.
—Hola, Adam. Parece una buena noche —dijo, echando una mirada al local, repleto de clientes—. Quiero presentarte a mi hermano Tom. Hacía años que no nos veíamos.
—Es un placer, Tom —dijo Adam, ya de pie junto a su taburete y tendiéndole la mano—. De modo que tú eres el célebre hermano de Beth. Ella me ha hablado de ti.
—Yo tengo que irme —dijo secamente O’Connolly antes de que pudieran presentarle.
Hizo un gesto con la cabeza a Adam, apagó su cigarro en un cenicero y, sin mirar siquiera a Jay, se marchó hacia la estancia aledaña en que se celebraban las partidas privadas de póquer.
Tampoco Jay le hizo el menor caso. Se apoyó en la barra y llamó al camarero.
—Si te gusta el whisky —dijo a Tom—, puedo invitarte a uno de los buenos. Adam sólo tiene de lo mejor. Al menos para los amigos.
Adam sonrió cortésmente, sin demasiada convicción.
Tom no había bebido whisky desde la noche en que él y Jennifer se escaparon de Sunnyside.
—Hace mucho que no lo pruebo.
—Éste te gustará. Vamos. La noche es joven. Lewis, dos escoceses especiales con una pieza de hielo —le pidió al camarero—. En vaso ancho.
—No sé por qué insistes en estropear el whisky poniéndole hielo —dijo Adam con un gesto algo más amable—. Y bien, Tom, ¿cuál es el motivo de tu visita a la espléndida Nueva York?
—En realidad no estoy de visita. Vivo en Jersey.
—Mi hermano trabaja en el Empire State —terció Jay.
Adam cogió su vaso. Jay hizo lo mismo con el suyo y el de Tom.
—¿Por qué no nos sentamos? —propuso el primero.
Los tres hombres ocuparon una de las mesas que quedaban más cerca de la barra y alejadas del escenario. Nada más hacerlo, Adam miró un momento a Tom, lo escrutó, y al fin dijo:
—Boxeador, ¿no es cierto?
El gesto de Jay mostró sorpresa. Tom no había mencionado nada de eso durante la cena. Tenía algunas pequeñas cicatrices en el rostro, pero no se le ocurrió pensar que fueran por boxear. Seguramente eso pertenecía a su período en la cárcel, y era comprensible que no quisiera hablar de ello. De hecho, se le notaba algo incómodo por la pregunta.
—Hace tiempo —dijo Tom escuetamente, y dio un sorbo de su vaso mirando hacia otro lado.
—Si estás interesado en boxear —insistió Adam—, yo puedo arreglar algún combate. Podrías ganar una buena bolsa. Pareces fuerte. Tengo ojo para eso.
Algo muy parecido le había dicho a Tom aquel alcaide de sus tiempos de presidiario.
—Ya no boxeo. Lo dejé.
—Es tu decisión, por supuesto. Sólo quiero que lo tengas presente.
—¿Qué te parece el whisky? —dijo Jay cambiando de asunto.
—No está mal.
—Un tipo difícil de satisfacer, mi hermano, ¿eh? —bromeó Jay con Adam—. Este whisky viene directamente de la destilería en las Highlands de Escocia.
—En este negocio es importante tener buen género —dijo Adam—. Aunque no sólo. Pocos distinguen un buen escocés de un matarratas cuando llevan un par de copas de más. Lo que nunca puede faltar son mujeres bonitas y diversión de calidad. ¿Eres jugador, Tom? ¿Ruleta, cartas…?
—La verdad es que no.
—Pues, si no quieres probar una de nuestras mesas, quizá prefieras pasar un rato con alguna de las chicas.
La expresión contrariada de Tom no pasó desapercibida a Jay. Nunca le había gustado que trataran a las mujeres como ganado. Temiendo que su hermano pudiera responder a Adam de mala manera, le preguntó:
—¿Seguro que no te apetece una partidita de dados?
Tom ignoró su pregunta y respondió a la de Adam.
—No me gustan las prostitutas —dijo secamente.
—¿Y quién ha hablado de prostitutas? Son camareras… cariñosas, dispuestas a satisfacerte si las tratas bien.
Adam no se tomó a mal las palabras de Tom ni su tono molesto. En aquel local era el dueño y señor. Y a los señores les complace ser magnánimos de vez en cuando con quienes consideran inferiores. Apuró su whisky y alzó la mano para llamar a una camarera.
—Todo hombre necesita a una mujer —dijo—. O a más de una.
La camarera se acercó al instante y se inclinó hacia la mesa, con su amplio escote bien a la vista. Era una chica jovencísima y con un cuerpo repleto de formas hechas para el pecado.
—¿Qué desea, señor Norris?
—Harriet, quiero que conozcas a mi amigo Tom. ¿Te gustaría pasar un buen rato con él?
—¡Claro que sí! —exclamó ella, alegre de complacer a su jefe.
—Ahora tráenos una botella de Glenlivet y luego hablamos.
—Okey, jefe.
La muchacha se marchó contoneándose.
—Hay que reconocer que Dios hizo un trabajo de primera con Harriet —bromeó Adam, sin lograr ninguna reacción por parte de Tom—. ¿Qué te pasa, hombre? ¿No me digas que estás enamorado de alguna?
—La verdad es que sí —mintió él en parte.
No había mencionado a Valery durante la cena, cuando Jay y Jennifer le preguntaron si se había casado o tenía novia. Tom lo evitó porque no quería ver la reacción de Jennifer. Prefería no saber si aún le importaba.
—Pero ¿no decías que…? —empezó a decir Jay.
—Sí, bueno, acabamos de empezar. No sé adónde llegaremos.
—En mi experiencia —terció Adam, personalizando ahora lo que había insinuado antes—, una mujer no es bastante. Pero tú te lo pierdes…
Jay era consciente de que no se trataba de una simple broma. El sufrimiento de su hermana Beth era la prueba.
—Déjalo ya, Adam. —Al notar que su tono era demasiado brusco, añadió—: Por favor.
El jefe de Jay lo fulminó con la mirada. Había agotado por esa noche su altiva magnanimidad y no estaba acostumbrado a que le dijeran qué podía o no hacer o decir. Pero enseguida recuperó el buen humor cuando Harriet regresó con la botella de whisky. La dejó en la mesa y guiñó un ojo a Tom antes de retirarse.
—Se me ocurre una idea —dijo Adam—. Ahora que os habéis reencontrado, ¿por qué no salimos una noche a cenar todos juntos? Tú y tu chica, Jay y su esposa y Beth y yo. Os llevaré a uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Conozco bien al dueño. Hago negocios con él.
Tom pudo imaginar la clase de negocios que harían juntos. O bien le extorsionaba, o bien le suministraba alcohol ilegal. Quizá chicas para sus clientes. No parecía haber un rincón de la sociedad exento de la creciente corrupción, fruto de la crisis.
—Es una gran idea —dijo Jay, ansioso por hacer las paces con su jefe—. ¿Qué te parece, hermano?
—Se lo diré a Valery.
—¡Bonito nombre! —exclamó Adam—. Pero díselo como si ya estuviera hecho. Nunca dejes que una mujer decida por ti. Y algún día tendremos que hablar de ese Empire State tuyo. Quizá ahí sí podamos hacer algún que otro negocio juntos. —Antes de que Tom pudiera replicar, Adam siguió hablando—. ¿Te importaría esperar aquí un par de minutos? Jay y yo tenemos que tratar de un asunto privado. Toma lo que quieras. Invita la casa.
—Gracias, pero debería irme ya.
—Sólo será un momento, Tom —dijo Jay—. Si me esperas, te acerco a tu pensión en mi coche. A esta hora no vas a encontrar ningún transporte que no sea un taxi.
—Iré dando un paseo.
—¿Un paseo a estas horas? ¿Hasta Jersey? Es un paseo muy largo… Tardarás horas.
—Me vendrá bien caminar un poco. No hace frío y no creo que vuelva a llover.
Jay escrutó a Tom para tratar de saber si se había enfadado. No lo parecía.
—Está bien. Pero prométeme que llamarás en breve. Otra vez juntos…
Aquella frase recordó a Tom una muy parecida, dicha cuando Jennifer regresó con su padre a Sunnyside después de haberse marchado al oeste. Entonces creyó que era cierta. Que volvían a estar juntos, él, Jay y Jennifer. Ahora, por el contrario, sabía que eso ya nunca podría suceder.
—Sí, te llamaré —dijo Tom.
Los tres se levantaron de la mesa y Adam añadió:
—Ya nos presentarás a esa tal Valery. Tengo curiosidad por conocer a la mujer que ha sido capaz de conquistar a un hombre como tú.
Tom no estaba seguro de qué quería decir con eso.
—Lo haré… Bien, gracias por el trago.
—No te olvides de la cena pendiente. Una invitación es una invitación. Lo pasaremos bien, y quizá podamos hablar un poco más de boxeo y del Empire State. Me interesa ese asunto.
Tom dio un apretón de manos a Adam y otro a Jay. Éste llamó de nuevo a Harriet, que se acercó a toda prisa.
—Por favor, acompaña a mi hermano al guardarropa y dale su abrigo. Ya se marcha.
La jovencita hizo un mohín de disgusto. Casi siempre tenía que lidiar con hombres maduros, o incluso viejos, y ese tal Tom le había gustado. Le hizo un gesto para que la siguiera y atravesó el local con él detrás. Ante la taquilla del guardarropa, se le acercó y le dijo al oído:
—Termino mi turno dentro de media hora.
Era una oferta tentadora, que en otro momento y otras circunstancias, Tom seguramente hubiera aceptado. Pero no esta noche. Hoy sus planes eran otros.
—Adiós, Harriet.
Tom recogió su abrigo y salió del local, desandando el camino que había tomado antes. Se despidió del matón de la entrada y, al poco, se encontró de nuevo en la calle cubierta de agua. El cielo nocturno estaba salpicado de nubes dispersas, pero como Tom había supuesto —o más bien deseado— ya no llovía. Una pálida luna brillaba en lo alto. Pudo ver su reflejo en uno de los sucios charcos del suelo.
Era muy tarde. Aun así, Tom no tenía intenciones de regresar a su pensión. El metro estaba cerrado y los tranvías ya no funcionaban desde hacía horas. Casi en la oscuridad, a pesar de la tímida luz de la luna, de alguna que otra farola amarillenta y de los faros de los escasos automóviles, fue caminando hacia el puente de Manhattan. Se desvió antes de llegar, por una callejuela del Lower East Side, donde estaba el apartamento de Valery. Quería verla.
Tom lo ignoraba, pero ella tenía en realidad un bonito apartamento en el exclusivo barrio de Chelsea, a cargo de su elevado salario en el World. Se había mudado a aquel cuchitril en el sudeste de Manhattan, en un barrio obrero y deprimido, como parte de su decisión de vivir, mientras escribía su reportaje, como lo haría un auténtico trabajador del Empire State. Tom tardó casi una hora en llegar. Un viejo reloj, en el escaparate de una tienda, amenazaba con marcar las dos de la madrugada. Eso no le detuvo. Subió los peldaños que conducían a la puerta exterior del edificio y la empujó con decisión. Estaba abierta. Valery vivía en la última planta, la cuarta. Tom cruzó el estrecho portal, completamente a oscuras —la luz no parecía funcionar—, y ascendió por una escalera de madera deformada. Se detuvo frente a la puerta de Valery. Tanteó la pared con la mano hasta encontrar el timbre.
El sonido retumbó en el hueco de la escalera. Tom insistió varias veces. Al cabo de un par de minutos, la voz de Valery sonó al otro lado de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó, con cierta ronquera y un poco alterada.
—Soy yo, Tom.
Valery abrió de golpe, pero la puerta se detuvo en seco por la cadena de seguridad. Volvió a cerrar, la retiró y abrió de nuevo. Estaba en camisón, bata y zapatillas, con el pelo revuelto. Ya no lo llevaba tan corto como cuando trató de hacerse pasar por un jovencito. Su cara mostraba sorpresa y alarma.
—¿Qué sucede? Entra —añadió, echándose a un lado para que Tom pasara.
—Nada. Sólo quería verte.
—¿Qué hora es?
—Ya deben de ser las dos.
—¿Qué has venido a hacer aquí, Tom?
El tono de la pregunta de Valery no era recriminador, sino esperanzado.
—Necesitaba estar contigo. Yo…
Las palabras no eran el fuerte de Tom. Ni sabía muy bien qué decir ni cómo decirlo. Ni siquiera si quería hacerlo. Se acercó a Valery y la estrechó entre sus brazos. Eso fue suficiente. Ella le hundió la cabeza en el pecho. Luego levantó la mirada y puso sus labios en los de él. Esta vez no fue un beso leve, sino uno profundo y apasionado. Tom no se separó de ella mientras le desabrochaba el lazo de la bata, que empujó desde sus hombros para hacerla caer al suelo. Luego hundió las manos en su pelo hasta acabar acariciándole la nuca y el cuello.
Valery fue retrocediendo hasta toparse de espaldas con una de las paredes. Desabrochó los pantalones de Tom y tiró de ellos hacia abajo. Él se inclinó para quitarle el camisón, que dejó al descubierto su cuerpo desnudo; unos pechos pequeños pero firmes y bien modelados, unos hombros esbeltos, un vientre que se hundía hacia el sexo y culminaba en unas piernas largas y perfectas. Tom la levantó por los muslos y la penetró contra la pared, con furia. Ella lanzó un agudo gemido que se fue apagando hasta hacerse entrecortado.
—Nos van a oír los vecinos —dijo, mordiendo la oreja de Tom para aplacar su torrente de placer.
—¿Y qué nos importa?
Tom también gemía. Ambos se miraron un momento a los ojos, él dentro de ella, inmóviles por un instante. Entonces Tom la apretó contra su pecho y la llevó hasta la habitación. La dejó caer en la cama mientras se quitaba el resto de la ropa. Luego se colocó sobre ella y la besó en los tobillos, subiendo por las piernas, que separó para hundir la cabeza en su sexo.
Valery ahogó un grito mientras apretaba la coronilla de Tom con ambas manos. Notaba su cuerpo tórrido, sus pechos hinchados y su cuerpo entero ávido de su sexo. Le levantó la cabeza y le hizo ascender sobre ella hasta que volvió a penetrarla, con los labios ahora en sus pechos y sus pezones duros.
No cruzaron más palabras hasta quedar exhaustos. Tom se durmió boca arriba, con Valery a su lado, rodeándole con los brazos.
Cuando él se despertó, antes de amanecer, ella aún dormía. A la escasa luz que entraba por la ventana, se quedó un rato mirándola, tan hermosa, tan confiada, tan fuerte y delicada a la vez.
Tom pensó que era un mal hombre. Se había aprovechado de la situación. Estaba seguro de que Valery sentía algo por él que él no sentía por ella.
Antes de levantarse de la cama la miró de nuevo. Y, entonces, no tuvo tan clara la frialdad de sus sentimientos. Los apartó de su mente, se vistió y se marchó del apartamento sin despertarla. Aunque, antes, le dio un beso en la frente.