Apenas había amanecido y el frío era húmedo y cortante. Las calles grises de la ciudad parecían aún más oscuras de lo habitual. El vaho emergía de las alcantarillas como el aliento de un dragón dormido en las profundidades de la tierra. En fila sobre una acera mojada, varios cientos de hombres, mal abrigados y con rostros graves, aguardaban ante la oficina de contratación. Ésta no era más que una caseta de madera en una de las esquinas del enorme solar que había dejado la demolición del antiguo hotel Waldorf Astoria, en el corazón de la isla de Manhattan.
Como una cansina onda a merced del viento gélido, los hombres iban avanzando poco a poco, a medida que los que estaban delante llegaban a la oficina y cambiaban su mala suerte por un empleo o se marchaban de allí mirando al suelo, bajo el mismo cielo gris que los afortunados.
Un hombre alto y delgado, de pelo castaño, con la mirada de quien ha visto cosas que hubiera preferido no ver, esperaba su turno hacia la mitad de la fila. Su nombre era Tom Carter. Acababa de llegar a Nueva York, recién salido de la penitenciaría estatal de Filadelfia. En ella había cumplido diez años de reclusión y trabajos forzados por un delito del que era culpable, pero el cual volvería a cometer. Ahora era un hombre libre. Igual de libre e igual de desesperado que todos los de aquella fila. Conocía los oficios de carpintero y albañil y, durante el largo tiempo pasado en la cárcel, había aprendido mucho sobre la construcción de edificios. Pero le había sido imposible encontrar trabajo. Nadie quería contratar a un ex presidiario. Y menos en los tiempos que corrían.
Por eso estaba frente al solar del viejo hotel Astoria. Había oído que allí iba a construirse el rascacielos más alto del mundo, el Empire State Building, y que no harían ascos a un hombre fuerte y sano como él. Todo lo contrario de quien lo precedía, un tipo bajo y extremadamente delgado, con la piel de un malsano color pálido, que avanzaba cojeando y parecía a punto de derrumbarse. Quizá fuera por la mala alimentación. O quizá porque estaba enfermo. O borracho como una cuba. ¿Qué más daba? Nadie tenía ya espíritu para preocuparse por alguien que no fuera él mismo o los suyos.
La fila avanzó un poco más. El hombre de delante seguía tambaleándose. De pronto, sus piernas no fueron ya capaces de sostenerle y se desplomó como un fardo sobre la acera, cubierta por la humedad casi helada. Muchos giraron su cabeza para mirar, pero ninguno abandonó su puesto para ayudarle. Tampoco Tom Carter, que había estado todo el tiempo detrás de él. La línea de rostros serios y ateridos simplemente desvió la atención hacia el hombre que había caído y volvió a cerrarse.
Al principio de la fila, alguien consiguió o no trabajo, y se marchó. Los demás adelantaron dos nuevos pasos para ocupar el hueco. Lo mismo hicieron en cuanto Tom abandonó, por fin, su lugar y se acercó al hombre que seguía tirado en el suelo. Se agachó junto a él y miró su rostro. Estaba gris y sudoroso, a pesar del frío. El cuerpo le temblaba. Sus labios eran una fina línea oscura. Entreabrió los ojos un momento. Intentaba decir algo que Tom no era capaz de oír. Aproximó un oído a su boca para distinguir un hilo de voz.
—Mi… hija…
Los de la fila seguían mirando, sin hacer nada.
—Mi niña… Yo soy todo… lo que tiene en el mundo. Mi… cartera.
Tom metió la mano en su chaqueta y sacó una cartera desgastada y vieja, atada al bolsillo con una cuerda. Ignoraba qué pretendía aquel pobre diablo. En la cartera había algo de dinero y un papel con una dirección.
—Mi hija… Dios, no dejes que…
Después de una convulsión muy leve, un último intento de robar algo de aire, el hombre dejó de respirar. Sus ojos quedaron abiertos, y en ellos, la imagen de la muerte. Tom no intentó cerrarlos. Simplemente se levantó con la cartera en la mano. En la fila, hubo quien agachó la cabeza o se quitó la gorra, en señal de respeto. Algún otro quizá rezó en silencio una oración. Tom no. Sabía que Dios no le escucharía. Ni a él ni a nadie.
En ese momento, un policía de ronda se le acercó, con las manos dentro de su abrigo azul marino casi negro. Tom se apresuró a guardarse la cartera antes de que llegara hasta él y el cadáver de su dueño.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el agente con sequedad y un movimiento de cabeza. Sus manos seguían protegidas en los bolsillos del gabán.
—Creo que ha muerto.
Durante unos segundos el policía miró el cuerpo con indiferencia.
—¿Tú lo conocías?
—No. Sólo estaba detrás de él en la fila.
—Bien. Entonces, apártate. Esto no es asunto tuyo.
En otra época, Tom no habría tolerado aquel tono ni esas malas maneras. Sabía cómo tumbar a un hombre de un puñetazo. Lo había aprendido en prisión. Pero también había aprendido a morderse la lengua. Se separó del policía y regresó hasta el sitio que había ocupado en la fila, por delante de un tipo grueso y fuerte, de ojos saltones. Al intentar meterse en el que había sido su lugar, éste le empujó y le dijo:
—¡Eh! ¿Adónde crees que vas?
—Yo estaba aquí.
—Eso. Estabas. Pero ya no estás, ¿verdad?
—Tú me has visto. Ese hombre…
—¡Y a mí qué! Te has ido, ¿no? No haberlo hecho.
Tom miró hacia el policía, que le devolvió la mirada con desinterés. No discutió más. Enzarzarse en una pelea sólo le llevaría a pasar la noche en una celda y, al fin y al cabo, a aquel hijo de mala madre no le faltaba razón: había abandonado la fila. Caminó hasta el extremo trasero de ésta y se puso al final. Necesitaba trabajo. No le importaba qué tuviera que hacer. Sólo le importaba poder llenar el estómago y tener un lugar donde cobijarse.
Pasó el resto de la mañana a la intemperie, bajo un frío que hacía encogerse el alma; recorriendo de nuevo, paso a paso, el mismo asfalto. Empezó a nevar. Enfrente, una lustrosa tienda de embutidos mostraba sus suculentos géneros en el escaparate. Más adelante había también una frutería con las manzanas más rojas y brillantes que pudieran imaginarse. Seguramente el infierno, de existir, sería como esa calle, repleta de tentaciones inalcanzables.
La nieve caía ya con fuerza cuando Tom llegó por fin hasta la oficina de contratación. El encargado apuntó en una lista al hombre que lo precedía. Quizá hubiera suerte también para él. Pero cuando le llegó el turno, aquél se levantó de la silla y negó con la cabeza.
—Los demás, volved mañana —dijo en voz alta.
Tom se quitó la gorra y la retorció entre sus manos. Era un gesto de sumisión que había repetido muchas veces en los últimos tiempos.
—Por favor… Necesito el empleo.
No sentía ningún odio por quienes le habían robado su puesto en la fila. Ni siquiera sentía pena por el hombre que murió en sus brazos. Lo único que sentía de verdad era hambre. Y frío.
—¡La lista está cerrada por hoy! —gruñó el encargado—. Vuelve mañana.
Tom se quedó quieto unos segundos delante de la ventanilla cerrada. Por supuesto que haría lo que había dicho el hombre. No podía hacer otra cosa. Se dio la vuelta y se alejó, con la cabeza gacha. A unos metros de allí sacó del bolsillo la cartera del hombre muerto y miró el papel con la dirección anotada en él. El tipo había mencionado una hija; una niña que seguramente lo esperaba en ese lugar. Su padre nunca más volvería a casa. Tom pensó, por un instante, en ir a darle la noticia. Pero eso era complicarse. Ya se las apañaría esa niña de algún modo.
En la cartera también había algún dinero: dos billetes de un dólar, una moneda de diez centavos y cuatro centavos sueltos. Los cogió y los apretó en el puño antes de volver a guardárselos. El incesante viento gélido, proveniente del norte, le hizo embutirse aún más dentro de su abrigo. ¿Sería verdad que todos los hombres son hermanos? Quizá lo fue, pero ya no lo era. Ahora no, bajo ese cielo gris que robaba la esperanza.
Tom recordó que, muchos años atrás, alguien le había prometido que nunca volvería a pasar hambre ni frío. La única persona que de verdad le había querido. Pero, como todo lo bueno, fue mentira.
Miró hacia arriba, tratando de imaginar cuál sería la altura del edificio cuando estuviera construido. El Empire State iba a ser un símbolo de superación en medio de la peor crisis económica de la historia. Durante un segundo, un tímido rayo de sol atravesó las nubes e iluminó sus ojos. El destino no siempre está escrito. A veces lo imposible se hace realidad. A veces, incluso, los milagros existen.