19
Principios de 1930
La enorme extensión de Central Park apareció ante los ojos de Tom, al amanecer, como una reserva natural domesticada en medio del hormigón y el ladrillo. Su forma perfectamente rectangular ponía de manifiesto que se trataba de una obra humana, tratando de acotar el último reducto de la vida salvaje que ocupó toda la isla de Manhattan antes de la llegada del hombre blanco desde Europa, cuando los nativos imperaban en aquellos parajes. Fueron holandeses quienes, recién liberados de la dominación española, arribaron a esas tierras allá por 1626 con intención de establecerse. En lugar de conquistarlas a fuego y espada, optaron por comprar la isla a los indios que la habitaban a cambio de una cantidad ridícula de dinero. Poco después se establecieron allí treinta familias holandesas protestantes, que fundaron en el sur la ciudad de Nueva Amsterdam.
Ésta fue creciendo durante el gobierno de Peter Stuyvesant, hasta que la Corona británica tomó el control directo, y su nombre fue cambiado por el de Nueva York. Se asentaron colonos ingleses y tropas armadas. Nueva York medró, aunque siempre fue una ciudad conflictiva para la metrópoli hasta la guerra de la Independencia. Hubo cruentas batallas entre los sublevados americanos y el ejército británico. Por fin la ciudad quedó bajo el dominio de la nueva nación, y se convirtió en su capital provisional. Los cambios fueron grandes, pero no fue hasta el siglo XIX cuando empezaría a convertirse en la ciudad más importante de Estados Unidos. Se urbanizó a pasos agigantados, se tendieron puentes, se construyeron almacenes y vías férreas para el abastecimiento, se amplió el puerto, se establecieron industrias y los transatlánticos empezaron a unir Nueva York con el Viejo Continente.
A principios del siglo XX contaba ya con cuatro millones de habitantes, y era por derecho propio la capital económica, comercial y de negocios de la pujante nación norteamericana. Riadas de inmigrantes europeos llegaron en oleadas a la gran ciudad del otro lado del océano: primero irlandeses y alemanes, y luego italianos, polacos, judíos y casi de cualquier lugar. Nueva York resplandecía tras la Gran Guerra. Pero ahora, con la crisis brutal que se cernía sobre el país y el mundo, los brillos se transformaban rápidamente en sombras.
Tom estaba atravesando el parque hacia el sur, pero se detuvo un momento frente a las puertas del zoológico. No llegó a entrar en él, aunque se sentó a descansar en un banco junto a la puerta. En aquellos tiempos los animales de la selva vivían mejor que las personas. Y se habían amansado también más que ellas. Las bestias sólo seguían sus instintos, pero los seres humanos poseían la facultad de pensar y decidir. Por eso eran capaces de tanto mal.
No estuvo allí mucho rato. Hacía frío y tenía que seguir. Más abajo, grandes edificios flanqueaban Central Park, sobre todo en su parte final. Parecía imposible que tales gigantes de cemento y hierro pudieran alzarse, firmes hacia lo alto, sin caer derrumbados como castillos de arena. Tom se quedó contemplándolos, hipnotizado, tratando de recordar lo que había leído en prisión para compararlo con la realidad. En especial le impresionó el hotel Sherry-Netherland, una mole de estilo modernista, de más de ciento setenta metros de altura que se convertía, al elevarse, en una especie de estirada torre propia de un château francés.
El reloj de su fachada marcaba las siete y media de la mañana. Tom continuó su camino hacia el sur. Fue descendiendo por la Quinta Avenida y, a unas manzanas de su destino, se encontró con otro rascacielos aún más alto, el Mercantile Building, de casi ciento noventa metros de altura. Se colocó bajo su sombra y elevó la mirada al cielo plomizo, recorriendo su impresionante fuste. No se trataba de una construcción hermosa, pero sí imponente. Casi daba miedo imaginarse arriba. Y pensar que el nuevo rascacielos, donde él iba a intentar trabajar, iba a ser aún mucho mayor…
Centenares de automóviles circulaban por las vías, de las que emergían columnas de vapor de agua a través de las rejillas de los sumideros. Poco a poco, las calles se fueron llenando de gente, que iba de aquí para allá como una marea humana. O como las hormigas de un gran hormiguero, pensó Tom, si es que pudiera verlas desde lo alto de un rascacielos. En aquel momento se estaban construyendo en Manhattan más de veinte edificios que habrían de superar los doscientos metros de altura. ¡Doscientos metros! Tom trató de imaginar el tiempo que tardaría en recorrer esa distancia a su máxima velocidad. Eso le hizo recordar el trozo de metralla que tenía en la cadera. No le había afectado cuando boxeaba en prisión, pero estaba seguro de que correr sería otra cosa. Cada vez que lo había intentado, a los pocos minutos se había movido de su posición, hincándose en la carne y provocándole un dolor lacerante. Y eso con el tiempo en calma. En días como aquél, húmedos, a punto de nevar, con ese frío, no quería ni pensarlo.
Todo le resultaba nuevo y maravilloso. Por unos instantes se olvidó de la realidad. Siguió su camino hacia la oficina de contratación, preguntando a un par de transeúntes por el solar del Empire State. El proyecto era famoso. Todo el mundo parecía conocerlo. Le dijeron que siguiera por la Quinta Avenida hasta la calle Treinta y cuatro. El solar ocupaba un gran espacio, del que salían camiones cargados de material de excavación. La oficina se hallaba a un lado, y no era más que una pequeña caseta de madera que contrastaba con los enormes edificios que Tom acababa de ver.
Se colocó en la fila de hombres que esperaban frente a ella. Después de esperar varias horas, se había marchado sin el trabajo. Sólo gracias al dinero de la cartera del hombre que murió delante de él pudo comer algo y cenar esa noche. Luego buscó un albergue en que hospedarse y se acostó. Cuando era niño le agradaba dormirse pensando en el futuro, en todo lo que podría hacer cuando fuese un hombre. Ahora, sin embargo, prefería dejar la mente en blanco, olvidarse de sí mismo y, sencillamente, dormir. Dormir hasta el día siguiente, cuando la luz mortecina del sol invernal entrara por el ventanuco de la habitación y le robara los sueños.
Aunque, esa vez, el amanecer no le encontró en la cama. Tom se había levantado de madrugada para volver al solar en que iba a construirse el rascacielos. A pesar de que era muy pronto, ya había unos cien hombres formando una fila y esperando su turno. Algunos estaban sentados en el suelo helado, cubiertos con mantas. Otros preferían mantenerse de pie. Unos tosían y otros se frotaban las manos, bajo sus guantes sucios.
Mientras esperaba a que abrieran la oficina, Tom miró un momento hacia el lugar donde había muerto el hombre al que trató de ayudar el día anterior. No se distinguía del resto de la calle. Era igual de gris y estaba igual de desgastado por las suelas de los hombres y mujeres, afortunados o desafortunados, que lo pisaron durante tantos años, en tiempos mejores o en esos últimos tiempos.
Empezaba por fin a amanecer cuando la oficina de contratación se abrió de nuevo. Un hombre de aspecto somnoliento apareció en la ventanilla y anunció a los que esperaban que podían ir pasando. No era el mismo que se la había cerrado en las narices. La fila inició su lento avance. Pero esta vez, cuando Tom llegó hasta la oficina, sí tuvo oportunidad de hablar con el encargado.
—¿Has trabajado en la construcción? —le preguntó éste.
—He estado en varios edificios, en Filadelfia. También he hecho carreteras. Conozco los oficios de albañil y carpintero. Sé soldar y poner ladrillos, preparar el hormigón…
Tom no sabía qué más decir. El hombre lo miró con los ojos entornados.
—¿Ex convicto?
—Desde hace poco. Pasé diez años en prisión.
—Se te ve fuerte y sano. Mientras no crees problemas… ¿Vas a crearnos problemas?
—No, señor. Le juro por mi vida que no.
—Espero que sea verdad. De acuerdo —sentenció el hombre—. Coge este papel y ve adentro. Pregunta por el capataz Casals. Él dirá si sigues o te largas.
El nombre sonó muy extraño a Tom. No quería parecer estúpido. Aun así preguntó:
—¿Cómo ha dicho que se llama el capataz?
—Ca-sals. Es mexicano o español, o algo así. Le reconocerás porque tiene un mostacho de morsa. Vamos, ve adentro, no tengo toda la mañana.
—Gracias —dijo Tom con voz apenas audible, y traspasó la valla metálica que daba acceso al solar.
El interior era un ruidoso hervidero de hombres y de máquinas. Los primeros se afanaban en romper en pedazos lo que quedaba de los cimientos del Waldorf y del Astoria, el gran hotel del siglo XIX que había resultado de la unión de dos contiguos, y cuyo solar era capaz de albergar la base del Empire State. Las máquinas, con palas y orugas, recogían y levantaban los escombros para descargarlos en camiones volquete, que accedían por un lado y se marchaban por el otro, a través de una vía de acceso que cruzaba el enorme agujero. Al menos había allí medio millar de trabajadores, desmantelando lo que aún servía o tenía valor y destruyendo todo lo demás.
Sin perder de vista la intensa actividad, Tom caminó, bordeando el solar, por una plataforma lateral situada al nivel de la calle. Un poco más adelante, en efecto, reconoció a Casals de inmediato. No sólo porque su enorme bigote negro pareciera efectivamente el de una morsa, sino porque todo él lo parecía, dada su amplia y redondeada figura. No obstante, su porte denotaba cierta extraña elegancia.
—¿Señor Casals? —le preguntó Tom al llegar hasta él.
El hombre se quitó la gorra un momento y dejó a la luz su calva.
—Mateu Casals. Yo soy —dijo—. Si te han indicado que te presentes a mí, supongo que debes de ser albañil o carpintero.
—Sí, señor. Las dos cosas —contestó Tom, que no pudo evitar fijarse en el marcado acento del capataz. Le costaba entenderle.
—Un chico formado… Bien. Como ves, ahora se está excavando para colocar los cimientos. —Casals señaló hacia un lado—. Todos esos camiones en fila se están llevando la tierra y la piedra, y luego traerán el cemento. Entonces se colocarán los pilares de acero de la base. Ponle tres o cuatro semanas para que lo hagan. Luego entraremos nosotros a trabajar. Y lo haremos en firme. Eso será para el día de San Patricio. Han fijado esa fecha por algún motivo sentimental, supongo. De todos modos, me gustaría ver ya qué eres capaz de hacer. Sólo quiero conmigo a hombres que sepan lo que se hacen.
Tom apenas captó la segunda mitad de la parrafada de Casals. Necesitaba ganar dinero. Necesitaba comer. Y lo necesitaba ahora, no dentro de tres o cuatro semanas.
—Entonces, señor Casals, ¿todavía no ha empezado el trabajo?
—¿Es que no has oído nada de lo que te he dicho? —dijo el capataz, aunque su tono no era en absoluto tan severo como lo parecían sus palabras—. Claro que ha empezado el trabajo. Lo que no ha empezado es lo que tú, si es que de veras conoces el oficio, tendrás que hacer aquí.
—Pero… Yo pensaba…
—Mira, yo también soy un empleado y no puedo perder todo el día charlando. Aún tengo decenas de tareas que organizar. Lo que hay es lo que hay. ¿Quieres hacer la prueba o prefieres marcharte?
Tom no vaciló al contestar. Tenía que hacerse con el trabajo, aunque se viera obligado a buscar otra cosa hasta que la excavación terminara.
—Hágame la prueba.
—¿Qué prefieres, albañilería o carpintería?
—Lo que usted decida.
—Bien, muchacho. Pues te probaré para las dos cosas. Constrúyeme ahí, junto a esa hormigonera, una estructura para colgar una polea. En esa caseta hay herramientas y madera. Tienes media hora, aunque deberían sobrarte por lo menos diez minutos.
A Tom le sobraron quince. Midió y serró los maderos con precisión, los clavó con firmeza y, sobre ellos, colocó dos crucetas en forma de uve invertida conectados por una traviesa. Sin decir nada, Casals le mandó después levantar un pequeño muro de ladrillos, para lo que le concedió otra media hora. Observó a Tom, mientras seguía con su trabajo, manejar con agilidad el mortero y la espátula. En ambos casos, al comprobar el resultado, el capataz asintió varias veces, de nuevo sin decir una palabra. Fue Tom el que habló, delante del muro de ladrillos. Cogió un poco de mortero en la mano y lo deshizo entre los dedos.
—Esta mezcla tiene demasiada agua —dijo.
Casals lo miró con extrañeza, para luego imitarle. Él también tomó algo de mortero y lo frotó entre sus palmas.
—Tienes razón, chico —convino, con su marcado acento—. Esto está mal hecho. Luego me encargaré de las reprimendas… En cuanto a ti, estás contratado. Saca el papel que te habrán dado en la oficina. Te lo firmaré para que te hagan la tarjeta de trabajador. Eres bueno y quiero que estés directamente a mi cargo. El horario es de ocho y media a cuatro y media, con media hora para comer. Las horas extra se pagan aparte, a salario doble. Igual que los sábados, si es que hace falta venir alguno.
Tom habría soltado un grito de alegría si no hubiera estado tan abatido. Algo salía bien, aunque no iba ser inmediato. Había conseguido el ansiado trabajo en el Empire State, pero de poco iba a servirle hasta que empezara realmente a ganar dinero con él. Y nada podía hacer para acelerar la retirada de los restos del antiguo Astoria y la colocación de aquellos pilares de acero, de los que el capataz le había hablado, y que habrían de servir de base al nuevo edificio. Hasta entonces, hasta que el duro suelo de Manhattan estuviera lo bastante agujereado para sostener al inmenso rascacielos, seguía sin trabajo y sin blanca.
El ahora mandaba sobre el futuro. Tom se encontró de nuevo vagando por la ciudad. Esta vez se trataba de Nueva York en vez de Filadelfia, pero lo esencial para él no era muy distinto. Caminaba sin rumbo entre las calles, con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo. Dentro de uno encontró un papel suelto. Incluso antes de sacarlo y leer lo que estaba escrito, supo de dónde provenía. Ése era el papel que estaba en la cartera del hombre que murió a su lado el día anterior, en la cola de la oficina de contratación. La dirección escrita en él debía de ser la del pobre diablo. Le había dicho que tenía una hija y que él era lo único que le quedaba en el mundo. Tom recordaba eso perfectamente, pero más valía olvidarse de todo. No tenía la culpa de que aquel hombre hubiera muerto. Ningún compromiso le hacía responsable de su hija. Eso se dijo a sí mismo, mientras se encaminaba de todos modos hacia la dirección, que resultó pertenecer a Brooklyn.
Cruzó a pie el puente sobre el río East que comunicaba la isla de Manhattan con esa otra parte de Nueva York. Era hermoso y esbelto, como la seda de una araña que une dos ramas de un arbusto. Al otro lado, la vista era espléndida. Los edificios de Manhattan parecían surgir del agua, sin una base sólida en tierra. Contempló el skyline de la ciudad unos minutos bajo el arco que el puente describía sobre el río. Una pareja joven se colocó cerca de él. Los dos parecían muy enamorados. Se besaron y se abrazaron, mirando hacia el mismo sitio. Tom los observó con envidia. Ya casi no recordaba lo que sentía cuando amó. Ni siquiera estaba ya seguro de que el amor fuera un sentimiento real y no una simple ilusión.
La dirección escrita en el papel no quedaba muy lejos del puente. A Tom le llevó quince minutos llegar hasta ella. Correspondía a una vieja pensión, de fachada sucia y deslucida. El letrero que la anunciaba parecía a punto de desplomarse, sin que nadie hiciera nada para remediarlo. Tom se quedó mirando desde el otro lado de la calle. Había llegado hasta allí, pero ahora no conseguía decidirse a entrar. Se obligó a hacerlo al pensar de nuevo en aquella niña cuyo padre había muerto a su lado. Eso no le comprometía a nada. Sólo tenía que explicarle al dueño de la pensión lo sucedido y pedirle que buscara a algún pariente de la niña capaz de hacerse cargo de ella. Alguno debía de tener en algún lugar. Si no, las autoridades la meterían en un orfanato y asunto solucionado. Así de sencillo.
Así de sencillo. A Tom le vino a la memoria su infancia en las calles de Filadelfia y, antes de eso, el tiempo en que estuvo acogido en aquel orfanato regentado por monjas del que escapó.
Cruzó la calle y subió por la escalera agrietada que conducía a la puerta de la pensión. La atravesó y se dirigió, por un estrecho pasillo, hasta el mostrador de la vacía recepción.
—¿Hola…?
Nadie salió a responder. Sobre el mostrador había un timbre. Tom iba ya a pulsarlo cuando un hombre, de baja estatura y piel arrugada como un melocotón, apareció desde la parte de atrás.
—Buenas noches —saludó.
Su voz era completamente neutra.
—Vengo por… —empezó a decir Tom, aunque no sabía cómo continuar.
—Si quiere una habitación son dos dólares por noche. Diez a la semana. Por adelantado.
El hombre le cortó sin miramientos. Estaba acostumbrado a tratar con pobres diablos que no tenían donde caerse muertos.
—No, yo no quiero una habitación —dijo Tom.
—Aquí no damos comidas ni cenas, salvo a los huéspe…
—¿Tienen ustedes aquí a una niña? —le cortó Tom esta vez.
La pregunta cogió al hombre de improviso. Pero no tardó en responder, con suspicacia:
—¿Es amigo de su padre? ¿O un familiar?
—No. En realidad, su padre… Su padre murió ayer.
—Ya me temía yo que habría pasado algo malo. No vino anoche y ha dejado la habitación sin pagar. Tenía que haberle hecho caso a mi mujer. No debí fiarle.
Tom sintió ganas de aplastarle la nariz de un puñetazo. Acababa de decirle que había muerto y él seguía hablando con el mismo tono de voz apagado, pensando sólo en su ruin alquiler. En lugar de eso, se obligó a tranquilizarse y le preguntó:
—¿Cuánto se le debe?
—Tres dólares y cincuenta centavos. ¿Los va a pagar usted?
—No tengo dinero.
—Eso pensaba… Entonces, llévese a la niña.
—No soy familiar suyo. Ya se lo he dicho.
—Pues llamaré a los servicios sociales y que ellos se hagan cargo.
La ira de Tom resurgió al oír a aquel hombre decir en voz alta lo mismo que él había pensado antes de entrar. Pero quizá tuviera razón, a fin de cuentas, y acudir a los servicios sociales fuera lo mejor. No para la niña, seguramente… Una vez más recordó su propia niñez. Completamente solo hasta que un hombre a quien no conocía se hizo cargo de él.
—Yo pagaré la habitación —dijo Tom—. Y la comida. He conseguido un buen empleo y empiezo… dentro de poco. Deme una semana. Sólo le pido eso. Le pagaré el doble de lo que cuesta si usted y su mujer cuidan de la niña.
—¿Qué trabajo es ése? —le interrogó el dueño, receloso.
—En la construcción del Empire State.
—Ah, sí, el nuevo rascacielos… Están locos. Ahora no es momento de embarcarse en esa clase de proyectos. Deberían gastar todo ese dinero en algo más productivo…
Tom imaginó que aquel hombre, que hablaba con tanto desprecio, debía de haber perdido sus ahorros en la bolsa. Pero no tenía argumentos para saber si eso era cierto, así que no discutió sus palabras y, sencillamente, añadió:
—A mí no me importa todo eso. Lo único que sé es que el sueldo es bueno.
—Entonces, ¿pagará el doble por la niña…?
—Sí, ya se lo he dicho. El doble.
—Eso hace, con las comidas… dieciocho con cuarenta dólares a la semana. Por dos, treinta y seis con ochenta.
—Le daré treinta y cinco a la semana, ¿de acuerdo?
—Espere aquí un momento. Tengo que consultarlo con mi mujer.
El dueño desapareció por donde había venido. Tom estaba seguro de poder sacar el trato adelante. Cuando empezara a trabajar en el Empire State le pagarían algo más de quince dólares al día, con los sábados y los domingos libres. Eso sumaba unos noventa dólares a la semana.
El hombrecillo volvió a aparecer en el mostrador.
—Mi mujer dice que de acuerdo. Pero que no se retrase o llamaremos a los servicios sociales.
—No lo haré —dijo Tom—. Le doy mi palabra.
El dueño puso una nueva mueca de disgusto. Hacía mucho tiempo que había dejado de creer en la palabra de nadie.
—Una semana. Ni un día más.
—No le digan que su padre ha muerto —fue la respuesta de Tom.
Éste se dirigía ya hacia la salida cuando el hombre le preguntó:
—¿No quiere saber el nombre de la niña? —Tom no quería, pero él respondió antes de que pudiera decírselo—. Se llama Milka. Creo que es un nombre judío.
De vuelta en Manhattan, Tom se sentó en un banco de un parque. Estuvo allí mucho tiempo, aovillado dentro de su abrigo, reflexionando sobre qué hacer a continuación. Porque algo tenía que hacer. Podría aguantar unas semanas durmiendo en la calle, hasta empezar a trabajar en el Empire State, pero era obvio que no aguantaría tanto tiempo sin comer. Y ahora, además de encontrar el modo de mantenerse a sí mismo, debía arreglárselas para costear los gastos de la pensión y la comida de esa niña. De Milka.
Sí, hubiera preferido no saber su nombre.
Después de darle muchas vueltas, sólo se le ocurrió una solución. La única cosa en el mundo que podía hacerle ganar dinero fácil y rápido. También era algo que había aprendido en la cárcel, y que odiaba con toda su alma: luchar contra otro hombre encima de un ring.
Nueva York era una ciudad grande y ávida de violencia. El boxeo estaba en alza. A Tom no le costó encontrar aquella misma noche lo que buscaba: un garito en que se organizaban combates y apuestas ilegales. No eran combates muy distintos de los de la cárcel. Los espectadores estaban igual de sedientos de sangre, pero al menos había guantes para los puños y hasta una especie de árbitro. Los aspirantes se presentaban ante un viejo entrenador, que los examinaba someramente, calculaba su peso y decía si eran aptos. Luego se los emparejaba, se hacían las apuestas y empezaban las peleas.
Tom venció las dos en las que luchó. Eso le hizo ganarse diez dólares y la felicitación del dueño del local, que le invitó a volver siempre que quisiera. Necesitaba tipos como él, duros y sin nada que perder. Así veía a Tom, que también habló, antes de irse, con el viejo entrenador. Éste se le acercó después del último combate. Al hombre le brillaban los ojos con la nostalgia de tiempos pasados y, para él, mejores.
—Chico —dijo—, si no fuera tan viejo para entrenar y tú tan viejo para empezar, podría hacer de ti un boxeador de verdad. Tienes madera, sí señor. Tienes madera.
Aquel hombre amaba el boxeo tanto como Tom lo odiaba. Pero era bueno, en las actuales circunstancias, tenerlo de su parte. Igual que al dueño. Gracias a eso, Tom tenía asegurado el sustento hasta que empezara a trabajar en el Empire State. Algo que ansiaba con todas sus fuerzas: trabajar en un lugar que iría creciendo en altura mientras todo a su alrededor se desmoronaba.
Las coristas del local clandestino de Adam Norris tenían embelesados a los clientes, que jaleaban sus evoluciones sobre el escenario, acompañadas de una pequeña orquesta y con muy poca ropa. El entusiasmo iba en aumento conforme las horas pasaban y el alcohol hacía su efecto. Al final de cada noche era habitual que los gorilas de Adam tuvieran que contener los ímpetus de más de un cliente demasiado eufórico. Salvo que estuviera dispuesto a pagar por conocer mejor a su bailarina favorita.
Las mesas de ruleta francesa, dados y blackjack ocupaban gran parte del local, mientras que el póquer se jugaba en una sala aparte. El propio Adam solía participar en algunas de esas timbas. Se consideraba un gran jugador, y lo cierto es que lo era. Esa misma noche lo estaba demostrando, una vez más, con tres altos cargos de la administración pública de la ciudad. El siniestro Owen O’Connolly se mantenía de pie a su lado, contemplando la partida con su cara impávida. Él también habría podido ser un gran jugador de póquer si el juego le hubiera interesado.
Jay apareció por la puerta de atrás y lo llamó. El policía fue hacia él y ambos salieron al callejón. Ya no hacía tanto frío. Las últimas nevadas debían de haber sido las postreras del invierno neoyorquino, que empezaba a remitir en su crudeza.
—¿Qué quieres, Carter? —dijo O’Connolly, con su insensibilidad habitual.
—Tenemos un problema. Han cogido a uno de los nuestros con un camión y un cargamento.
—¿Quién ha sido el imbécil que se ha dejado pillar?
—Douglas Grady —dijo Jay—. Creo que está herido.
—Grady… Lo habrán llevado a un hospital. ¿A cuál?
—Aún no lo sé. Pero lo averiguaré.
—Hazlo. Y rápido. No nos conviene que cante. Ese Grady sabe demasiado.
Jay comprendía perfectamente lo que eso significaba. O’Connolly enviaría a uno de sus hombres al hospital para sacar de allí a Grady, si es que era capaz de andar; o para matarlo, en caso contrario, y cerrarle el pico para siempre. Era la ley de ese tipo de vida. Todos conocían los riesgos. Se ganaba dinero fácil, pero igual de fácil era acabar con un balazo en la cabeza o en el fondo del puerto con un pijama de cemento.
—Cuando te enteres de en qué hospital está —dijo O’Connolly—, quiero que vayas allí y lo elimines.
—No soy un asesino.
—Nadie lo es hasta que lo hace la primera vez. Es como perder la virginidad.
—No. Yo no voy a matar a nadie, y menos a sangre fría. Hablaré con Adam.
O’Connolly agarró a Jay por el cuello de su abrigo. Acercó su nariz a la suya como si fuera a golpearle con la frente.
—Quédate con tus remilgos. Se lo pediré a un hombre de verdad, que no sea un cobarde como tú.
Jay tenía suficiente con organizar los transportes de alcohol y conducir él mismo en numerosas ocasiones, sirviendo de guía. No deseaba volver a los tiempos en que había que visitar los locales que adquirían la bebida a los competidores para «convencerlos» de comprar su alcohol. Era difícil crear una zona de influencia en un negocio donde todos querían su propio pedazo y buscaban marcar como osos su territorio en el bosque. En un bosque de hormigón y asfalto, a base de amenazas, palizas y alguna que otra bomba incendiaria.
—¡No soy ningún cobarde, hijo de perra! —le espetó Jay.
O’Connolly estaba ya de espaldas, a punto de regresar al interior del garito. Se detuvo y giró la cabeza hacia un lado. Antes de hablar chasqueó la lengua.
—Si ahora mismo pusiera un revólver en tu mano y yo me quedara de espaldas, indefenso, ni aun así tendrías los cojones de disparar. Eres un maldito cobarde. Por eso tuviste que dejar las carreras.
Jay sintió ganas de tener ese revólver en la mano y demostrarle a O’Connolly lo equivocado que estaba. Pero agachó la cabeza y se contuvo. Antes de empezar a trabajar para Adam se había jurado a sí mismo no caer más bajo de lo que ya estaba. Lo juró por Jennifer y por sus hijos. A veces, con tipos como O’Connolly, se arrepentía de aquel juramento. Si tuviera una sola oportunidad, una oportunidad clara…
—Sé lo que estás pensando —dijo el policía—. Puedo leerte la mente. Ten cuidado conmigo. Yo sólo doy la espalda una vez.