25
Beth ya no lograba contener por más tiempo la humillación. Entró en el despacho del productor del musical y se topó con Adam y Emma encima de la mesa, muy juntos, a punto de besarse. Él se retiró enseguida, pero la mirada de la mujer la delató. Más que eso: en realidad ella quería que Beth comprendiera la situación. Ignoraba que ya sabía, desde hacía mucho, que estaban liados. Lo sufría en silencio, haciéndose la tonta por conveniencia. Pero aquello era demasiado. Adam se levantó y fue a su encuentro.
—Esto no es lo que parece.
La excusa no podría ser menos original.
—¡Eres un cerdo! —le gritó Beth; y luego a Emma—: ¡Y tú una maldita zorra!
—Vamos, vamos, cariño. No saquemos las cosas de quicio.
Beth se dio la vuelta y se lanzó a correr por el pasillo. Adam trató de seguirla, pero recapacitó, se detuvo en seco y volvió al despacho. Esta vez no cerró la puerta.
—Deberías romper de una vez con esa chiquilla estúpida —dijo Emma.
Adam la miró con expresión dura.
—Ya sabes lo que hay. No me pidas más de lo que puedo darte.
—Está bien —concedió la mujer—. Pero te equivocas.
En su interior, sin querer aceptarlo, Adam estaba empezando a creer lo mismo. No le bastaba una sola mujer, ésa era la verdad, pero había algo en Beth que le impedía dejarla. Lo sintió desde el mismo instante en que la vio por primera vez, en aquel teatro tan distinto a éste, a punto de estrenar Cenicienta traviesa. Con ella se sentía… en casa. Sí, ésa era la expresión.
Ojalá Beth lo supiera y aceptara sus líos. Así todo sería mucho más fácil. Porque últimamente estaba llegando al colmo de su medida.
El taxi se detuvo delante del apartamento de Jay y Jennifer. De él descendió Beth, que pagó la carrera conteniendo las lágrimas a duras penas. Corrió hacia el portal, subió la escalera a toda prisa y llamó al timbre de la puerta como si el dedo se le hubiera pegado al minúsculo pulsador.
Jennifer abrió al poco, enfadada y con el pequeño John en sus brazos. Tanta insistencia con el timbre había despertado al niño. Pero su enfado se convirtió en preocupación al ver a su cuñada, a quien no esperaba ese día y que parecía a punto de ponerse a llorar. Se echó a un lado para dejarla entrar. Por su cabeza pasaron las ideas más funestas.
—¿Ha pasado algo? —dijo en un susurro angustiado, que consiguió resonar en la desnudez de la escalera—. ¿Le ha ocurrido algo a Jay?
Beth se puso por fin a llorar. Negó con la cabeza y levantó una de sus manos.
—No, no, Jay está bien. Es que yo…
Ella también habló en voz baja. A su espalda, Jennifer cerró la puerta y, sin soltar al niño, alargó uno de sus brazos para ponérselo a Beth en el hombro.
—¿Qué te pasa?
—Yo… Adam… —contestó ella, volviéndose.
—Estaba preparando café. Vamos a la cocina y me lo cuentas todo con tranquilidad, ¿de acuerdo?
Jennifer depositó lentamente a Johnny en su cesto, sacó un pañuelo de un bolsillo de su chaqueta y se lo dio a Beth para que se secara los ojos. Aunque era sólo cuatro años mayor que ella, la vida la había hecho madurar más deprisa y de un modo distinto. Quizá no conocía las intrigas y las malas intenciones entre las que Beth se movía como un pez en un estanque, pero su comprensión del mundo era mucho más profunda y realista. Eso creía, al menos.
Las dos mujeres atravesaron el salón y fueron hasta la cocina. Frankie y Katie estaban en la escuela, de modo que podían hablar con tranquilidad.
—¿No está Jay? —preguntó Beth, y se dio cuenta enseguida de que era una pregunta tonta—. Claro que no. Si no, no me habrías preguntado antes por él.
Jennifer asintió y retiró del fuego el puchero con el café. Se sentó frente a Beth y sirvió un par de tazas.
—Ahora dime qué te ha pasado con Adam.
—Me da vergüenza contártelo… Soy tan estúpida…
—Tú no eres estúpida. No digas eso.
—Sí, sí que lo soy. Hace mucho que sé que Adam sale con otras mujeres. Hoy le he sorprendido con una en el teatro. El muy canalla estaba con ella escondido en el despacho del productor. Un segundo más y les habría cogido besándose.
—No me sorprende… No me entiendas mal. Es que Adam no es trigo limpio. No creas que me gusta que Jay trabaje para él.
—Adam no es malo. Sólo que… Además, yo le necesito. Si no fuera por él, estaría en el arroyo.
Los ojos de Jennifer mostraron comprensión. Desde que era muy joven, sabía que las cosas casi nunca son como uno desea.
—Quizá deberías… —empezó a decir, pero no terminó la frase.
—¿El qué? ¿Mandarle a paseo?
—Eso también puedes hacerlo. Pero me refiero a que quizá deberías hablar con él. Decirle que estás muy disgustada y que necesitas que aclare las cosas contigo. Sin ser muy brusca. Los hombres montan en cólera con mucha facilidad y, por alguna razón que no entiendo, cuando les pasa eso suelen comportarse por impulsos, como niños enrabietados. Es mejor que le hagas sentir culpable. No le des la oportunidad de hacerse el ofendido.
—Sí, creo que tienes razón… —dijo Beth, pensativa—. Eso es lo que voy a hacer. No le pediré abiertamente que elija entre esa zorra y yo.
—Es mejor así.
A pesar de lo que le había dicho a Beth, con la mejor voluntad y cariño, Jennifer no estaba segura de que sirviera para algo. Apenas conocía a Adam, pero sí lo bastante para darse cuenta de que era de la clase de tipos que se sienten los amos del juego. Y ésos se comportan igual que los caballos con anteojeras. Sólo miran hacia delante, para bien o para mal.
Unos días después del acto protagonizado por Al Smith, para conmemorar la finalización de la estructura fundamental del Empire State, hubo otra celebración más. Pero ésta no era de los dueños y jefes, sino de los propios trabajadores. Siguiendo la vieja costumbre europea de poner un abeto en lo alto de los tejados de los edificios, en Estados Unidos se solía coronar los rascacielos con una bandera de la Unión: las barras y estrellas que representaban al país y a todos sus habitantes, ondeando al viento de las alturas conquistadas.
Los hombres encargados de hacerlo formaron una cadena humana para alcanzar el extremo de la viga más exterior, en el piso ochenta y seis. Aunque aún faltara culminar el edificio con el muelle de atraque para dirigibles —una torre circular y troncocónica de más de sesenta metros—, la verdadera estructura base alcanzaba esa planta, a 320 metros sobre el nivel de la calle. Y ése era ya el punto más elevado de las construcciones humanas en la historia.
Casals llamó a Tom para que lo acompañara arriba. Quería que lo viese con sus propios ojos. Los trabajadores del metal habían subido la gran bandera, plegada en torno al mástil, en uno de los ascensores más veloces. También habían dispuesto un orificio en la viga elegida, para hincar el soporte, dejarla allí y que todos pudieran contemplarla al mirar hacia lo alto o desde el resto de los edificios circundantes. Cuando estuvo colocada, los vítores llenaron el aire, y las gorras de los trabajadores se elevaron aún más, lanzadas por éstos. Varios fotógrafos de la prensa tomaron instantáneas del momento para sus diarios. Entre ellos, el enviado del World, el periódico de Valery, un chico joven con mucho talento al que ella evitó con ahínco. Desde que llegó a Nueva York, venido de Boston, aquel jovenzuelo no hacía otra cosa que tirarle los tejos; hasta que ella le tiró a él un ardiente café en el peor sitio de los pantalones. Desde entonces, su relación era cualquier cosa menos cordial.
Cuando todo terminó, Casals bajó con Tom para continuar con el trabajo. Valery se quedó arriba un poco más, imaginando frases para su reportaje. Luego descendió también. Lo hizo, sin darse cuenta, en el mismo ascensor que el fotógrafo. Él la miró de arriba abajo sin saber qué decir. Hacía mucho tiempo que no la veía por el World, pero ignoraba que estuviera allí de incógnito. Ella trató de eludir la conversación, y lo consiguió gracias a la animadversión que se había ganado con él. Ya abajo, suspiró de alivio. No quería que nadie supiera quién era en realidad, y no había pensado en que pudiera descubrirla otro periodista o un reportero gráfico. A partir de entonces se andaría con más cuidado. Sobre todo teniendo en cuenta que las obras avanzaban más rápido de lo programado, y pronto habría más periodistas por allí.
Por su parte, y después de muchas reflexiones, Tom había tomado una decisión importante. Los cambios en su vida, su buena situación en el trabajo, el hecho de haber podido hacerse cargo de Milka y haberse olvidado de la cárcel y el boxeo, su amistad con Casals y sus otros compañeros… Todo eso le había hecho darse cuenta de que la vida continúa, y no es necesario renunciar siempre a lo que sea que depare el destino. No se engañaba respecto a éste —las esperanzas para el futuro seguían siendo escasas—, pero tampoco se sentía ya derrotado. Al contrario. Era como si el peso de lo que había sufrido en los últimos años se hubiera aligerado hasta hacerse llevadero. Y eso le decidió a reencontrarse finalmente con Beth.
Una tarde regresó al teatro en que ella actuaba y, esta vez sí, compró una entrada en la taquilla. Aguardó a que abrieran las puertas y ocupó su localidad, en la parte más alta y barata. La obra era, en realidad, bastante mediocre, y el argumento algo picante. Aunque a Tom no pudo gustarle más la representación. Le pareció que su hermana estaba preciosa y que actuó de un modo excepcional. Mejor que nadie. La vio bailar y cantar como un ángel, alegre y risueña. Para él, Beth era ya una gran estrella en el deprimido, pero aún rutilante, firmamento de Broadway.
Acabada la obra, esperó ante la puerta de artistas a que su hermana saliera. Ella se quedó petrificada al verlo. Tardó algunos segundos en reaccionar, sin dar crédito a lo que sus ojos le mostraban delante de sí. Antes de que se diera cuenta de quién era él, Tom se fijó en que parecía cabizbaja, triste, en contraste con su papel en el musical. Eso no evitó que ella le dedicara una enorme sonrisa al lanzarse a sus brazos.
—¡Tom! Pero… ¡¿Eres realmente tú?!
—¿Quién quieres que sea, hermanita?
—Estás tan… Te veo tan… —Beth se separó de él sin soltarle los brazos—. Estás estupendo. Dios, no sabes cuánto te he echado de menos. ¿Cómo me has encontrado? ¿Qué es de tu vida? No volvimos a saber nada desde lo de la penitenciaría…
—Es una historia muy larga. Pero cuéntame de ti. Y de Jay. ¿Está bien?
Esa pregunta ensombreció casi imperceptiblemente el rostro de Beth, aunque ella se apresuró a borrar esa expresión.
—Todos hemos tenido problemas. Aunque los hemos superado. Jay se hizo piloto de carreras. Tuvo que dejarlo por un accidente, pero ahora tiene un buen trabajo… en una empresa de transportes.
—¿Tuvo un accidente?
—Bueno, no exactamente. Un compañero suyo murió y eso le hizo retirarse —dijo Beth sin entrar en detalles.
Tampoco tenía intenciones de contarle en qué trabajaba Jay realmente, ni de hablarle sobre su relación con Adam. Mantuvo imperturbable su sonrisa y añadió:
—Las cosas nos van bien, teniendo en cuenta lo mal que está todo. ¿Y tú? ¿Qué haces en Nueva York?
—Trabajo en la construcción del Empire State.
—¡Eso es estupendo! Dicen que va a ser el edificio más alto del mundo.
—Sí. Ya lo es, y aún no está terminado. Y no sólo será el más alto, sino también el más majestuoso —sentenció Tom, evocando el entusiasmo que le había transmitido Casals y que ahora compartía—. Es algo grande trabajar en él. Será una obra que perdure y que mostrará a todos que Nueva York no se rindió con la Depresión.
—Veo que tú tampoco te has rendido —dijo Beth—. Por lo de la cárcel y todo lo que sucedió.
Tom estuvo a punto de mencionar a Milka, pero la historia era complicada y optó por dejar eso para otra ocasión.
—¿Y Rachel? —preguntó, refiriéndose a su antigua maestra y segunda esposa de Frank.
—Rachel… murió. El año pasado. Llevaba un tiempo delicada, desde lo de papá… Fue de unas fiebres.
—Vaya. Lo siento mucho. Lamento no haber podido ir a su entierro.
Después de un silencio que llegó a hacerse incómodo, Beth dijo:
—Bueno, Tom, habrá que cenar algo, ¿no? Yo invito. Tenemos tanto de que hablar…
Aquella noche, Adam Norris no iba a acudir al teatro para recoger a Beth, ni tampoco pensaba ir por ella más tarde. Estaba ocupado en su guerra particular con las bandas rivales. O eso fue lo que le dijo, de modo que Tom y su hermana pudieron ir juntos, ellos solos, a tomar un bocado en un pequeño restaurante cercano al teatro. Allí se contaron sus historias. Todo lo sucedido desde que Tom fue encerrado en la penitenciaría.
Durante su relato, Beth mencionó que Jay se había casado y tenía tres niños pequeños. Pero en ningún momento habló de Jennifer. Hasta que Tom, al fin, le preguntó por ella.
—¿Qué fue de Jennifer? ¿Sabes cómo le fue?
—Sí… En realidad… Lo cierto es que Jennifer se casó con Jay.
Una punzada de dolor sacudió el corazón de Tom, pero la sofocó de inmediato.
—Lo lamento —apostilló Beth, que podía imaginar lo que su hermano estaba sintiendo ahora.
—No tienes por qué lamentarlo —dijo él con una leve sonrisa—. Jay siempre la quiso, y ella también le quería a él.
—Sí, eso es cierto. Pero no como a ti.
Beth no pretendía herirle, haciendo aflorar el pasado con esa crudeza. Pero lo que decía era verdad y ambos lo sabían. Tom se permitió por un instante imaginar una vida imposible. La que pudo tener y nunca tuvo, ni tendría.
—Las personas cambian —dijo—. Todo cambia.
Quizá por el rumbo que había tomado la conversación, Beth se sintió dispuesta a contarle a Tom otras crudas verdades.
—Adam Norris, mi novio, es el dueño de la empresa de transportes donde trabaja Jay. Y también trabaja con Adam en otros asuntos menos… legales.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, alcohol ilegal, juego… Todo eso. Ya sabes.
—Entiendo.
La expresión dura de Tom desarmó a su hermana, que trató de justificar a Jay.
—El mundo está del revés. Tiene que dar de comer a su familia. Aunque esté metido en asuntos turbios, él es un buen chico. Siempre lo ha sido.
—Supongo que sí…
—Te daré sus señas. ¿No quieres conocer a tus sobrinos? Estoy segura de que Jay y Jennifer se alegrarán de verte. Aunque sea doloroso, es tu familia.
Beth sacó de su bolso un lápiz y un pedazo de papel, y escribió en él la dirección. No esperó a que Tom contestara.
—Les avisaré de que vas a ir a verlos. Debes hacerlo, Tom. Te lo pido por favor. Ahora que has vuelto, estoy segura de que todo va a ir mejor.
Bonitas palabras. Pero sólo eso.
—Está bien —dijo él por fin—. Un día de estos les haré una visita.
De regreso a Jersey, Tom mantuvo todo el tiempo apretado en su puño el papel con la dirección de Jay y Jennifer. Más de una vez estuvo tentado de arrojarlo al suelo y olvidarse de él para siempre. No llegó a hacerlo y, sin saber muy bien por qué, lo dejó abandonado en el fondo de su bolsillo. En ningún caso pensaba ir a visitarlos. Le habría gustado ver a Jay, y también a Jennifer. Pero no a los dos juntos.
Horas después, Tom se hallaba tumbado en su catre de la pensión, con los ojos abiertos en la oscuridad. Se arrepentía de haber ido esa noche al teatro para reencontrarse con Beth. Jay y Jennifer se habían casado. Hasta tenían hijos. Y Beth, un novio metido en negocios sucios, en los que Jay también andaba. Nada era como debía ser. No sólo a él le había alcanzado la mala suerte, si es que ella era la culpable.
Trató de alejar aquellas ideas turbias pensando en Milka. Y en Valery. Sí, en Valery también. Últimamente charlaban más a menudo, aunque Tom nunca se había permitido acercarse demasiado a ella, ni que ella se le acercara demasiado a él. No quería enamorarse de nuevo, como estuvo a punto de sucederle con Adèle durante la guerra. Bastante había sufrido ya, por la guerra, por Jennifer y por todo. Esta noche sufría otra vez por ella… Eso sí que no lo espera. Se había convencido de haberla olvidado, quizá porque creyó que nunca volvería a aparecer en su vida.
Las revelaciones de Beth le habían hecho daño. Algo seguía enquistado en su corazón, como una semilla esperando germinar a la primera gota de lluvia. Tom no sabía si era lo que quedaba de su amor hacia Jennifer, o si no se trataba más que de resentimiento. De resentimiento por que ella, al final, hubiera acabado prefiriendo a Jay.
Sobre su cama, incapaz de dormir, se preguntó si era cierto que huir del amor le ahorraría sufrimientos. Y también se preguntó qué sentido tenía seguir ignorando a Valery. Poseía todo lo que un hombre —él— podría desear, y no dudaba de que estuviera dispuesta a entregárselo.
Al día siguiente, en el Empire State, fue en su busca sin más vacilaciones y la invitó a salir esa misma noche. Ella se mostró muy sorprendida. Pero aceptó el ofrecimiento y se pasó el resto de la jornada con una sonrisa en los labios. Tom no debió haberlo hecho. No le importó que aquello tuviera consecuencias para ella. Ni siquiera lo consideró. Antes pudo haberse enamorado fácilmente de una mujer como Valery. Ahora, que se lanzaba a su conquista por puro despecho, sentía en lo más íntimo que jamás podría amarla de veras.
Su alegría de los últimos tiempos desapareció. Toda la dureza que había ido adquiriendo con los años y las experiencias, con el dolor y los golpes recibidos, se tornó fragilidad. El filo de la navaja más afilada es también el más fácil de mellar.
—Me alegro mucho de que me invites a salir —dijo Valery.
Tom le dedicó una sonrisa que no sentía. La cogió de la mano y dijo sólo lo que ella quería oír.
—Yo también me alegro. ¡Vamos a divertirnos!
—¿Cómo es que ahora quieres salir? Pensaba que…
—He recapacitado. Soy un idiota. Me he dado cuenta de que hay que disfrutar un poco.
—Estoy de acuerdo. Bueno, no en lo de que eres un idiota, pero sí en lo de disfrutar… ¿Qué quieres que hagamos esta noche?
—Podríamos cenar algo y luego ir a bailar. ¿Te parece?
Ella lo miró con algo en sus ojos que hizo a Tom sentir una punzada de remordimiento. Aún tenía su mano cogida y notó cómo Valery la apretaba cariñosamente.
—No bailo demasiado bien —dijo ella.
—Yo tampoco —confesó Tom—. Lo he dicho porque… Creí que, siendo mujer…
—No te apures. Gracias por la oferta, pero ¿qué tal si vamos a cenar y luego tomamos una cerveza? Sin emborracharnos, ¿vale?
—Vale.
Tom se despidió de ella y se retiró para empezar con su trabajo. Fue en busca de Casals, al que aún no había visto, para que le diera instrucciones. Por una vez, el capataz sonreía como un niño entusiasmado. Se debía a la culminación de la estructura del edificio.
—Buenos días, muchacho —saludó a Tom, animoso.
—Buenos días, jefe.
—Te habrás fijado en que la cúspide está ya casi terminada, ¿no?
Lo cierto era que Tom no se había fijado en ella, pero se guardó mucho de reconocerlo. No quería contrariar a Casals.
—Sí, claro. Claro que me he fijado.
—Por fin La Dama adquiere su forma definitiva. Qué hermosa es, y qué dignidad en el porte. Ay, si mi maestro pudiera verla ahora… Tom, ¿conoces los estilos arquitectónicos románico y gótico?
—Leí sobre ellos en prisión. Pero son europeos, ¿no?
—Sí. En Estados Unidos no existen en su forma verdadera. La catedral de San Patricio pertenece al estilo que llaman neogótico. ¿Sabrías distinguirlos?
—Creo que sí. El románico es menos elevado y el gótico tiene torres más altas y bóvedas picudas.
Casals sacudió la cabeza, sin perder su gran sonrisa.
—No está mal esa definición. Capta la esencia, en cierto sentido. Pero no es exacta. Lo que los distingue es que el románico empleaba muros gruesos y sólidos, que apenas dejaban espacio para las ventanas. La sombra imperaba sobre la luz. El gótico, por el contrario, permitió estructuras más ligeras, más picudas, como tú las has llamado. Las ventanas crecieron y la luz venció a las sombras. El gótico es luz, muchacho. Luz y elevación.
—Como La Dama —apostilló Tom.
—Como La Dama, eso es, aunque las antiguas catedrales se construían en períodos de más de cien años. Quienes las empezaban no llegaban a verlas terminadas. Pequeñez de la vida humana y grandeza del espíritu, al mismo tiempo. Ahora levantamos monumentos como La Dama en un solo año. Hemos unido la grandeza de las antiguas catedrales con la precisión de las maquinarias de relojería.
En ese momento, un supervisor se acercó a ellos. También aparecieron por el ascensor Gianni y los otros hombres de la cuadrilla de Tom. Casals cambió de tema. Apartó las ensoñaciones del hombre que amaba lo que hacía y volvió a la parte más rutinaria de su actividad.
—Vamos adelantados al programa —dijo, y señaló en el plano la planta en que estaban, la cuarenta y tres—. Todas las labores llevan adelanto, así que podremos cumplir con los objetivos. Más que cumplirlos, la verdad. Los cortadores de piedra son los únicos que tienen algún problema. Hoy empezaremos a levantar los muros del perímetro, antes de que los instaladores coloquen las losas de piedra del revestimiento exterior y los adornos de acero inoxidable.
—Muy bien, jefe —dijo Tom, que miró a sus hombres y añadió—: Ya habéis oído. Manos a la obra, muchachos.
Después de las ocho horas de dura jornada, colocando ladrillos al borde del abismo y protegido únicamente por andamios situados varias plantas más abajo, Tom volvió en busca de Valery. Ficharon juntos en la oficina del piso inferior y abandonaron el edificio.
Después de esa noche, sólo por una cosa Tom sintió que no estaba siendo un completo canalla. A pesar de lo que habían hablado, sí se emborracharon. Y acabaron en la puerta del apartamento de Valery. Estaba claro que quería que Tom subiera. Podría haber pasado la noche con ella haciendo el amor. Pero se contuvo. Se despidió de Valery con un leve beso en los labios y se marchó. Apenas un roce que, a ella, le supo dulce como la miel.