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Escapo de la esfera de datos antes de que resulte imposible.

Es increíble y perturbador observar cómo la megaesfera se engulle a sí misma. Brawne Lamia había visto la megaesfera como una criatura orgánica, un organismo semisentiente más parecido a una ecología que a una ciudad, y esa apreciación era esencialmente correcta. Ahora, al cesar los enlaces teleyectores, al derrumbarse el mundo que está dentro de esas avenidas, con el colapso simultáneo de la esfera de datos externa como una enorme tienda que de pronto se ve privada de postes, alambres, tensores y estacas, la megaesfera viviente se devora a sí misma como un depredador famélico y enloquecido, mordiéndose la cola, el vientre, las entrañas, las patas delanteras, el corazón, hasta que sólo quedan las mandíbulas asestando dentelladas al vacío.

La metaesfera permanece. Pero ahora hay más páramos que nunca. Negros bosques de tiempo y espacios desconocidos.

Sonidos en la noche.

Leones.

Tigres.

Osos.

Cuando el Vacío Que Vincula se estremece y envía su trivial mensaje al universo humano, es como si un terremoto transmitiera vibraciones por la roca sólida. Sonrío mientras atravieso la cambiante metaesfera encima de Hyperion. Es como si el análogo de Dios se hubiera hartado de las hormigas que le escribían grafitis en el enorme dedo del pie.

No veo a Dios —a ninguno de ambos dioses— en la metaesfera. Ni tampoco lo intento. Ya tengo bastantes problemas.

Los vórtices negros de las entradas de la Red y el Núcleo han desaparecido, extirpados del espacio y del tiempo como verrugas, borrados como torbellinos en el agua cuando cesa la tormenta.

Estoy atascado aquí, a menos que afronte la metaesfera.

Pero no lo haré. No todavía.

Quiero estar aquí. La esfera de datos ha desaparecido del sistema de Hyperion, y sus lamentables vestigios —en ese mundo y lo que queda de la flota de FUERZA— se secan al sol como charcos, pero las Tumbas de Tiempo fulguran en la metaesfera como faros en la oscuridad. Si los enlaces teleyectores eran vórtices negros, las Tumbas arden como agujeros blancos que proyectan una luz expansiva.

Avanzo hacia ellos. Hasta ahora, como Aquel Que Viene Antes, lo único que he hecho ha sido aparecer en sueños ajenos. Ha llegado el momento de actuar.

Sol esperaba.

Hacía horas que había entregado su única hija al Alcaudón. Hacía días que no comía ni dormía. La tormenta había rugido y había amainado, las Tumbas habían fulgurado como reactores fuera de control y las mareas de tiempo lo habían azotado con la fuerza de una ola gigante. Pero Sol se había aferrado a la escalinata de piedra de la Esfinge y había esperado. Seguía esperando.

Aturdido, atormentado por la fatiga y la preocupación, Sol descubrió que su mente de estudioso funcionaba con celeridad.

Durante la mayor parte de su vida y durante toda su carrera, Sol Weintraub, historiador, clasicista y filósofo, había analizado la ética de la conducta religiosa humana. La religión y la ética no eran siempre —ni siquiera a menudo— mutuamente compatibles. Las exigencias del absolutismo, el fundamentalismo religioso o el relativismo rampante a menudo reflejaban los peores aspectos de la cultura o los prejuicios contemporáneos, no un sistema donde el hombre y Dios pudieran vivir con un sentido de verdadera justicia. Sol había escrito su famoso libro (finalmente titulado El dilema de Abraham, publicado en una edición ingente con una tirada con la cual él nunca había soñado al escribir para editoriales académicas) cuando Rachel moría del mal de Merlín, y obviamente trataba acerca de la difícil elección de Abraham: obedecer o rechazar la orden de Dios de sacrificar a su hijo.

Sol había escrito que los tiempos primitivos exigían una obediencia primitiva, pero las generaciones posteriores evolucionaron hasta el punto en que los padres se ofrecían como prenda de sacrificio —en las oscuras noches de los hornos que jalonaban la historia de Vieja Tierra— y que las generaciones actuales tenían que rechazar toda orden de sacrificio. Sol había escrito que, fuera cual fuese la forma que Dios adoptara en la conciencia humana —mera manifestación del subconsciente con todas sus necesidades de venganza o un intento más consciente de evolución filosófica y ética—, la humanidad ya no aceptaría sacrificios en nombre de Dios. El sacrificio y la aceptación del sacrificio habían escrito la historia humana con sangre.

Pero horas atrás, años atrás, Sol Weintraub había ofrendado a su única hija.

Durante años la voz de sus sueños se lo había ordenado. Durante años Sol se había negado. Al fin había aceptado, porque el tiempo había transcurrido, porque no quedaba otra esperanza, y porque había comprendido que la voz de sus sueños y los de Sarai, durante todos esos años, no era la voz de Dios, sino la de una fuerza oscura aliada con el Alcaudón.

Era la voz de su hija.

Con una repentina claridad que trascendía el dolor y la pesadumbre, Sol Weintraub comprendió perfectamente por qué Abraham había aceptado sacrificar a su hijo Isaac cuando el Señor se lo ordenó.

No era obediencia.

Ni siquiera era anteponer el amor de Dios al amor de su hijo.

Abraham ponía a prueba a Dios.

Al impedir el sacrificio en el último momento, al detener el cuchillo, Dios se había ganado el derecho —a ojos de Abraham y sus descendientes— de transformarse en el Dios de Abraham.

Sol se estremeció al pensar en la sinceridad de Abraham, en su voluntad de sacrificar al niño, destinadas a forjar ese vínculo entre un poder mayor y la humanidad. Abraham tenía que saber en su corazón que mataría al niño. La Deidad tenía que conocer la determinación de Abraham, tenía que sentir el dolor y el compromiso de destruir lo que para Abraham era lo más valioso del universo.

Abraham no procuraba sacrificar, sino averiguar definitivamente si ese Dios merecía confianza y obediencia. Ninguna otra prueba serviría.

Entonces, ¿por qué se repetía esa prueba? ¿Qué nuevas y terribles revelaciones aguardaban a la humanidad?

Sol comprendió —por lo que había contado Brawne, por las historias que habían compartido durante la peregrinación, por las revelaciones que él mismo había tenido durante las últimas semanas— que el esfuerzo de la Inteligencia Máxima creada por las máquinas, destinado a desalojar a la entidad Empatía de la Divinidad humana, era en vano. Sol ya no veía el árbol de espinas en la cumbre del peñasco, con sus ramas metálicas y sus multitudes sufrientes, pero ahora entendía que esa cosa era una máquina orgánica como el Alcaudón, un instrumento para irradiar sufrimiento por el universo para que ese Dios humano tuviera que responder, mostrarse.

Si Dios evolucionaba —tal como creía Sol—, esa evolución estaba orientada hacia la empatía, hacia el sufrimiento compartido más que hacia el poder y el dominio. Pero el árbol obsceno que los peregrinos habían visto —una de cuyas víctimas era el pobre Martin Silenus— no era la manera de atraer al poder que se evadía.

Sol comprendió que el dios de las máquinas tenía perspicacia suficiente para entender que la empatía era una reacción ante el dolor ajeno, pero esa IM era demasiado tosca para advertir que la empatía —tanto para los seres humanos como para la IM de la humanidad— era mucho más que eso. La empatía y el amor eran inseparables e inexplicables. La IM de las máquinas nunca lo entenderían, ni siquiera para usarlos como señuelo para la parte de la IM humana que se había hartado de la guerra en el futuro distante.

El amor, esa trivialidad, ese cliché de las motivaciones religiosas, tenía más poder —comprendió Sol— que la fuerza nuclear fuerte, la fuerza nuclear débil, el electromagnetismo y la gravedad. El amor era esas otras fuerzas. El Vacío Que Vincula, la imposibilidad subcuántica que transmitía información de un fotón a otro, era nada más y nada menos que amor.

Pero ¿podía el amor —el simple e insignificante amor— explicar el principio antrópico que había hecho reflexionar a los científicos durante siglos, esa casi infinita secuencia de coincidencias que había conducido un universo con la cantidad adecuada de dimensiones, los valores correctos por electrón, las leyes exactas de gravedad, la edad correspondiente para las estrellas, prebiologías apropiadas para crear virus perfectos que se transformarían en los ADN indicados… en síntesis, una serie de coincidencias tan absurdas en su precisión y exactitud que desafiaban la lógica, la comprensión y aun la interpretación religiosa? ¿Amor?

Durante siete siglos, la existencia de grandes teorías, de la unificación y la física poscuántica de las hipercuerdas y la comprensión del universo como autónomo ilimitado —según la interpretación del Núcleo—, sin singularidades procedentes del Big Bang o los correspondientes puntos finales, habían eliminado el papel de Dios, —fuera primitivamente antropomórfico o elaboradamente posteinsteiniano— incluso como conservador o forjador de leyes antes de la Creación. El universo moderno, tal como lo entendían la máquina y el hombre, no necesitaba un Creador, más aún, no consentía un Creador. Sus reglas no permitían muchas correcciones ni revisiones. No había comenzado y no terminaría, al margen de ciclos de expansión y contracción tan regulares y autocontroladas como los veranos e inviernos de Vieja Tierra. No quedaba espacio para el amor.

Se diría que Abraham había ofrecido para asesinar a su hijo para poner a prueba a un fantasma.

Se diría que Sol había llevado a su hija moribunda a través de cientos de años-luz e incontables penurias en respuesta a nada.

Pero ahora, cuando la Esfinge se erguía ante él y las primeras pinceladas del amanecer aclaraban el cielo de Hyperion, Sol comprendió que había respondido a una fuerza más elemental y persuasiva que el terror del Alcaudón o el dominio del dolor. Si tenía razón —y no lo sabía, sino que lo sentía— el amor estaba tan integrado en la estructura del universo como la gravedad y la materia/antimateria. Había espacio para un Dios, no en la red que había entre las paredes, no en las rendijas de singularidad de la acera, no más allá de la esfera de las cosas, sino en la trama misma de las cosas. Evolucionando a medida que evolucionaba el universo. Aprendiendo a medida que las partes del universo que eran capaces de aprender aprendían. Amando como amaba la humanidad.

Sol se puso en pie. La tormenta de mareas de tiempo se había aplacado y Sol intentó por centésima vez acceder a la tumba.

Una luz brillante emanaba del sitio donde el Alcaudón había aparecido para llevarse a la hija de Sol. Pero ahora las estrellas desaparecían mientras la mañana daba brillo al cielo mismo.

Sol subió la escalera.

Recordó la vez en que Rachel —cuando tenía diez años en Mundo de Barnard— había intentado trepar el olmo más alto de la ciudad y se había caído a cinco metros de la parte más alta. Sol había corrido al centro médico y había encontrado a su hija flotando en el líquido de recuperación, con un pulmón perforado, una pierna y varias costillas rotas, la mandíbula fracturada y un sinfín de heridas y magulladuras. Ella sonrió, alzó el pulgar y dijo a través de la mandíbula sujeta con alambres: «¡La próxima vez llegaré!».

Sol y Sarai esperaron esa noche en el centro médico mientras Rachel dormía. Esperaron durante la mañana cogidos de la mano.

Ahora Sol esperaba de nuevo.

Las mareas de tiempo de la entrada de la Esfinge aún le cerraban el paso como vientos feroces, pero él avanzó con firmeza y se situó a cinco metros, escrutando el resplandor.

Miró hacia arriba pero no retrocedió cuando vio la llama de fusión de una nave espacial descendiendo en el cielo del alba. Se volvió para mirar, pero se movió cuando oyó que la nave aterrizaba y tres descendían. Miró de soslayo, pero no echó a correr cuando oyó ruidos y gritos en el valle, y vio que una figura se acercaba desde la Tumba de Jade cargando a otra en hombros.

Ninguna de esas cosas tenía que ver con su niña. Esperó a Rachel.

Incluso sin esfera de datos, mi persona puede moverse por la densa sopa de Vacío Que Vincula que ahora rodea Hyperion. Mi reacción inmediata es el deseo de vislumbrar Aquel Que Será, pero aunque su brillo domina la metaesfera, aún no estoy preparado para ello. A fin de cuentas soy el pequeño John Keats, no Juan Bautista.

La Esfinge —una tumba que imita una criatura que los ingenieros genéticos diseñarán dentro de varios siglos— es un remolino de energías temporales. Mi visión expandida percibe varias Esfinges: la tumba antientrópica que lleva al Alcaudón hacia atrás en el tiempo como un recipiente hermético con un bacilo mortal, la Esfinge activa e inestable que contaminó a Rachel Weintraub en sus esfuerzos que se ha abierto de nuevo, avanza en el tiempo. Esta última Esfinge es el portal ardiente de luz que, en segundo lugar sólo después de Aquel que Será, ilumina Hyperion con su resplandor metaesférico.

Desciendo a ese lugar brillante cuando Sol Weintraub entrega su hija al Alcaudón.

No podía haber interferido aunque hubiera llegado antes. No lo haría aunque pudiera. Muchos mundos dependen de este acto.

Pero aguardo dentro de la Esfinge a que pase el Alcaudón con su tierna carga. Ahora veo a la niña. Tiene segundos de edad. Está abotargada, húmeda, arrugada. Se desgañita llorando con sus pulmones recién nacidos. Desde mis viejas actitudes de soltería y distancia poética, me cuesta comprender la atracción que ese bebé chillón y antiestético ejerce sobre el padre y el cosmos.

Sin embargo, la carne de bebé —por repulsiva que sea esa recién nacida— sostenida por la garra afilada del Alcaudón me conmueve.

Tres pasos por la Esfinge han conducido al Alcaudón y la niña horas adelante en el tiempo. Más allá de la entrada, el río de tiempo se acelera. Si no hago algo en unos segundos, será demasiado tarde. El Alcaudón usará el portal para llevarse a la niña a una oscura guarida del futuro distante.

Pienso en imágenes de arañas que sorben el fluido de las víctimas, de avispas parásitas que sepultan los huevos en el cuerpo paralizado de la presa, fuente perfecta de incubación y alimento.

Tengo que actuar, pero aquí no tengo más solidez que en el Núcleo. El Alcaudón me atraviesa como si yo fuera un holograma. Mi persona analógica es inútil aquí, insustancial como una vaharada de gas palúdico.

Pero el gas palúdico no tiene conciencia, y John Keats sí.

El Alcaudón avanza dos pasos más y transcurren más horas para Sol y los demás. Veo sangre en la piel de esa niña, pues los dedos del Alcaudón le han lacerado la carne.

Al demonio con esto.

Fuera, en el ancho porche de piedra de la Esfinge, atrapadas en la marea de energías temporales que anegaban la tumba, había mochilas, mantas, alimentos abandonados, todos los desechos que Sol y los peregrinos habían dejado.

Incluido un cubo de Möbius.

La caja estaba protegida con un campo de contención clase ocho en la nave templaria Yggdrasill cuando voz del Árbol Het Masteen se preparaba para su largo viaje. Contenía un erg —a veces conocido como vinculante—, una de las pequeñas criaturas que quizá no fueran inteligentes según las pautas humanas, pero que habían evolucionado en estrellas distantes y habían desarrollado aptitud para controlar campos de fuerza más potentes que cualquier máquina conocida por la humanidad.

Los templarios y los éxters se habían comunicado con esas criaturas durante generaciones. Los templarios las usaban para controlar la redundancia en sus bellas pero frágiles naves arbóreas.

Het Masteen había llevado esa criatura a través de años-luz para concretar el acuerdo pactado con la Iglesia de la Expiación Final y pilotar el árbol de espinas del Alcaudón. Pero, al ver al Alcaudón y el árbol del tormento Masteen no había podido cumplir el acuerdo. Y había muerto.

El cubo de Möbius aún estaba allí. Yo veía al erg como una esfera restringida de energía roja en el flujo temporal.

Sol Weintraub era apenas visible en el exterior, tras un telón de oscuridad, una figura tristemente cómica, a cámara rápida como la imagen de una película muda por la aceleración temporal subjetiva más allá del campo temporal de la Esfinge, pero el cubo de Möbius estaba dentro del círculo de la Esfinge.

Rachel gritaba con el temor de un recién nacido. Miedo a caer. Miedo al dolor. Miedo a la separación.

El Alcaudón dio un paso y se alejó una hora más de los que estaban en el exterior. Yo era insustancial para el Alcaudón, pero los campos energéticos son algo que incluso nosotros, los fantasmagóricos análogos del Núcleo, podemos tocar. Cancelé el campo de contención del cubo de Möbius y liberé al erg.

Los templarios se comunican con los ergs mediante radiación electromagnética, pulsaciones codificadas, simples recompensas de radiación cuando la criatura hace lo que ellos desean, pero ante todo mediante una forma de contacto cuasimística que sólo conocen la Hermandad y algunos éxters exóticos. Los científicos lo denominan telepatía tosca. En realidad, es casi empatía pura.

El Alcaudón avanza otro paso hacia el portal que se abre hacia el futuro. Rachel grita con la energía que sólo puede reunir un ser recién nacido en el universo.

El erg se expande, comprende, se funde con mi persona. John Keats cobra sustancia y forma.

Corro hacia el Alcaudón, le arrebato al bebé, retrocedo. Incluso en la turbulencia energética de la Esfinge, huelo la lozanía cuando estrecho a la niña y le apoyo la cabecita en mi rostro.

El Alcaudón se vuelve sorprendido. Cuatro brazos se extienden, los puñales chasquean, los ojos rojos se fijan en mí. Pero la criatura está demasiado cerca del portal. Sin moverse, retrocede por el huracanado flujo temporal. Abre sus mandíbulas de pala mecánica, hace rechinar los dientes de acero, pero ya es sólo un borrón en la distancia. Me vuelvo hacia la entrada, pero está demasiado lejos. La agotada energía del erg podría llevarme allá, arrastrarme río arriba contra la corriente, pero no con Rachel. Llevar a otro ser vivo a esa distancia contra tanta resistencia es más de lo que puedo lograr, aun con la ayuda del erg.

La niña llora y la mezo suavemente, susurrándole palabras inconexas.

Si no podemos retroceder ni avanzar, esperaremos aquí. Tal vez venga alguien.

Martin Silenus abrió los ojos y Brawne Lamia se volvió deprisa, al advertir que el Alcaudón flotaba en el aire.

—Mierda —susurró Brawne con reverencia.

En el Palacio del Alcaudón, anaqueles con cuerpos humanos dormidos se perdían en la penumbra y la distancia, y todas aquellas personas menos Martin Silenus estaban conectados con el árbol de espinas y la IM de las máquinas mediante umbilicales pulsátiles.

Como para demostrar su poder, el Alcaudón dejó de trepar, abrió los brazos y subió flotando hasta quedar a cinco metros del anaquel de piedra donde Brawne estaba agazapada junto a Martin Silenus.

—Haga algo —susurró Silenus. El poeta no seguía conectado con el empalme neural, pero aún estaba demasiado débil para erguir la cabeza.

—¿Alguna idea? —dijo Brawne, el tono sarcástico desmentido por un temblor en la voz.

—Confía —intervino otra voz, y Brawne miró hacia el suelo.

La joven Moneta, a quien Brawne había visto en la tumba de Kassad, estaba a una gran distancia.

—¡Socorro! —gritó Brawne.

—Confía —repitió Moneta, y desapareció. El Alcaudón no se dejó distraer. Bajó las manos y avanzó como si caminara sobre piedra y no en el aire.

—Mierda —susurró Brawne.

—Lo mismo digo —jadeó Martin Silenus—. Salgo de la sartén para caer en las jodidas brasas.

—Cállese —espetó Brawne. Y añadió—: ¿Confiar? ¿En qué? ¿En quién?

—Confiar en que el jodido Alcaudón nos matará o nos clavará en el jodido árbol —jadeó Silenus. Logró aferrar el brazo de Brawne—. Mejor muerto que de vuelta en el árbol, Brawne.

Brawne le tocó la mano un instante y se irguió, enfrentando al Alcaudón a través de cinco metros de aire.

¿Confía? Brawne extendió el pie, palpó alrededor, cerró los ojos un instante y le pareció pisar algo sólido. Abrió los ojos.

No había nada debajo, sólo aire.

¿Confía? Brawne apoyó el peso en ese pie y siguió caminando, vacilando un instante antes de levantar el otro.

Ella y el Alcaudón se enfrentaban a diez metros del suelo de piedra. La criatura parecía sonreír mientras abría los brazos. El caparazón relucía en la penumbra. Los ojos brillaban de un rojo intenso.

¿Confía? Sintiendo el torrente de adrenalina, Brawne avanzó por los escalones invisibles, cobrando altura a medida que avanzaba hacia el abrazo del Alcaudón.

Sintió la penetración de aquellos dedos de acero en la tela y la piel cuando la criatura la abrazó, estrechándola contra la hoja curva que nacía del pecho metálico, contra las mandíbulas abiertas y las hileras de dientes de acero. Pero Brawne se inclinó hacia delante y apoyó la mano intacta en el pecho del Alcaudón, sintiendo la frialdad del caparazón pero también un torrente de calor y energía.

Los puñales dejaron de cortar en cuanto rozaron la piel. El Alcaudón se quedó rígido como si el flujo de energía temporal que los rodeaba se hubiera transformado en un rescoldo.

Brawne hundió la mano en el ancho pecho de la criatura.

El Alcaudón se paralizó, se volvió frágil. El destello del metal fue reemplazado por el fulgor transparente del cristal, la pátina brillante del vidrio.

Brawne estaba en el aire, abrazada por una escultura de cristal de tres metros de altura. En el pecho, en vez de corazón, algo que parecía una polilla grande y negra aleteaba contra el cristal batiendo alas hollinosas. Brawne cobró aliento y empujó de nuevo. El Alcaudón se deslizó hacia atrás por la plataforma invisible, titubeó y cayó. Brawne se zafó del abrazo y la cazadora se le desgarró cuando dedos aún afilados rompieron la tela. La cosa se derrumbó, y Brawne se tambaleó, agitando el brazo bueno para equilibrarse mientras el Alcaudón de cristal daba tumbos en el aire, chocaba contra el suelo y se hacía añicos.

Brawne se volvió, cayó de rodillas en la plataforma invisible y se arrastró hacia Martin Silenus.

En el último medio metro perdió confianza. El soporte invisible dejó de existir y Brawne se desplomó. Se torció el tobillo contra el borde de piedra y se aferró a la rodilla de Silenus para no caer.

Maldiciendo por el dolor en el hombro, la muñeca rota, el tobillo dislocado y las palmas y rodillas laceradas, logró encaramarse al anaquel.

—Desde luego, veo que han pasado cosas raras desde que me fui —gruñó Martin Silenus—. ¿Podemos irnos, o piensa caminar sobre el agua para completar el espectáculo?

—Cállese —masculló Brawne, temblando. Las tres sílabas sonaban casi afectuosas.

Descansó un poco y luego descubrió que el modo más fácil de llevar al débil poeta escalera abajo y por el suelo lleno de cristales era cargarlo sobre el hombro. Estaba en la entrada cuando el poeta le golpeó la espalda sin ceremonias y dijo:

—¿Y que hay de Rey Billy y los demás?

—Después —jadeó Brawne, saliendo a la luz del alba.

Había recorrido dos tercios del valle con Silenus encima como un bulto de ropa sucia cuando el poeta preguntó:

—Brawne, ¿todavía está embarazada?

—Sí —respondió ella, rogando que fuera cierto después de los trajines de ese día.

—¿No quiere que yo la lleve a usted?

—Cállese —dijo Brawne, sorteando la Tumba de Jade.

—Mire —indicó Martin Silenus, señalando.

En la reluciente claridad de la mañana, la negra nave del cónsul se posaba en la entrada del valle. Pero no era eso lo que señalaba el poeta.

Sol Weintraub se perfilaba contra el resplandor de la entrada de la Esfinge. Alzaba los brazos.

Algo o alguien emergía del resplandor.

Sol la vio primero. Una figura caminaba en medio del torrente de luz y tiempo líquido que fluía de la Esfinge. Una mujer recortada contra el portal brillante. Una mujer que llevaba algo.

Una mujer que llevaba una niña.

Su hija Rachel emergió. Rachel, tal como cuando era una adulta sana que se marchaba para hacer su trabajo de doctorado en un mundo llamado Hyperion; Rachel a sus veinticinco años, aunque ahora un poco mayor. Pero Rachel, sin duda. Rachel con el cabello cobrizo y corto sobre la frente, las mejillas rojas teñidas de nuevo entusiasmo, la sonrisa suave, casi trémula, y los ojos —los enormes ojos verdes con motas pardas y apenas visibles— fijos en Sol.

Rachel llevaba a Rachel. La niña movía la carita contra el hombro de la mujer, agitando las pequeñas manos al borde del llanto.

Sol estaba anonadado. Trató de hablar, no pudo, lo intentó de nuevo.

—Rachel.

—Padre —dijo la joven, mientras se acercaba y apoyó el brazo libre en el profesor mientras se ladeaba para no aplastar al bebé entre ambos.

Sol besó a su hija adulta, la abrazó, aspiró el limpio aroma del cabello, sintió la firme realidad de ella, y luego alzó a la niña, que tiritó antes de romper a llorar. La Rachel que había llevado a Hyperion estaba sana y salva, la carucha arrugada y roja mientras trataba de fijar los ojos en el padre. Sol le cubrió la cabecita con la palma y la abrazó, escrutando aquella cara pequeña antes de volverse hacia la mujer.

—¿Ella…?

—Está envejeciendo normalmente —declaró su hija. Llevaba una especie de túnica de tela suave y parda. Sol meneó la cabeza, la observó, vio que ella sonreía. Reparó en el hoyuelo que tenía a la izquierda de la boca, similar al de la niña que él sostenía.

Meneó la cabeza de nuevo.

—¿Cómo es posible?

—No por mucho tiempo —respondió Rachel.

Sol se inclinó para besarle de nuevo la mejilla. Advirtió que estaba llorando. La Rachel adulta le enjugó la mejilla con el dorso de la mano.

Oyeron un ruido al pie de la escalinata y al volverse Sol descubrió a los tres hombres de la nave, agitados después de acercarse a la carrera, y a Brawne Lamia, quien apoyó al poeta Silenus en la blanca losa de piedra.

El cónsul y Theo Lane los miraron.

—Rachel… —susurró Melio Arúndez, los ojos muy abiertos.

—¿Rachel? —exclamó Martin Silenus, frunciendo el ceño y mirando de soslayo a Brawne Lamia.

Brawne la observaba boquiabierta.

—Moneta —murmuró. La señaló, bajó la mano al notar que la señalaba—. Tú eres Moneta. La Moneta de Kassad.

Rachel asintió. Ya no sonreía.

—Dispongo sólo de un par de minutos —dijo—. Y mucho que contar.

—No —la interrumpió Sol, cogiendo la mano de su hija adulta—. Debes quedarte. Quiero que te quedes conmigo.

Rachel sonrió de nuevo.

—Me quedaré contigo, papá —murmuró mientras acariciaba a la niña—. Pero sólo una de nosotras puede hacerlo y ella te necesita más. —Se volvió hacia los demás—. Escuchadme todos, por favor.

Mientras el sol se elevaba bañando de luz los derruidos edificios de la Ciudad de los Poetas, la nave del cónsul, las paredes rocosas y las Tumbas de Tiempo, Rachel contó la breve y fascinante historia de cómo la habían escogido para ser criada en un futuro donde se libraba la guerra final entre la IM generada por el Núcleo y el espíritu humano. Era un futuro —declaró— de misterios aterradores y maravillosos, donde la humanidad se había propagado por la galaxia y había comenzado a viajar a otras partes.

—¿Otras galaxias? —preguntó Theo Lane.

—Otros universos —sonrió Rachel.

—El coronel Kassad te conoció como Moneta —señaló Martin Silenus.

—Me conocerá como Moneta —rectificó Rachel con ojos turbios—. Lo vi morir y acompañé su tumba hasta el pasado. Sé que parte de mi misión es conocer a ese guerrero legendario y conducirlo hasta la batalla final. En realidad aún no lo he conocido. —Miró hacia el Monolito de Cristal—. Moneta. Significa «la que advierte», en latín. Apropiado. Le dejaré escoger entre ese nombre y Mnemosyne, «memoria».

Sol no había soltado la mano de la hija.

—¿Retrocedes en el tiempo con las Tumbas? ¿Por qué? ¿Cómo?

Rachel irguió la cabeza y la luz que se reflejaba en las paredes rocosas le bañó el rostro.

—Es mi papel, padre. Mi deber. Me dieron medios para mantener a raya al Alcaudón. Sólo yo estaba preparada.

Sol alzó a la pequeña. Sobresaltada, la niña babeó, buscó calor en la mejilla del padre, le rozó la camisa con los pequeños puños.

—Preparada —repitió Sol—. ¿El mal de Merlín?

—Sí —dijo Rachel.

Sol meneó la cabeza.

—Pero tú no te criaste en un misterioso mundo del futuro. Creciste en la ciudad universitaria de Crawford, en la calle Fertig, en Mundo de Barnard, y tu… —Calló de golpe.

Rachel asintió.

Ella crecerá allá. Padre, lo siento, debo irme. —Liberó la mano, bajó la escalinata y acarició un instante la mejilla de Melio Arúndez—. Lamento el dolor del recuerdo —le murmuró al asombrado arqueólogo—. Para mí fue, literalmente, otra vida.

Arúndez parpadeó y aferró aquella mano un instante.

—¿Estás casado? —preguntó Rachel—. ¿Tienes hijos?

Arúndez asintió, movió la otra mano como para mostrarle la foto de su esposa y sus hijos, pero se limitó a mover la cabeza.

Rachel sonrió, le besó la mejilla y subió la escalera. El brillo del amanecer era intenso, pero la Esfinge brillaba aún más.

—Papá —dijo Rachel—, te quiero.

Sol se aclaró la garganta.

—¿Cómo me reuniré contigo… allá?

Rachel señaló la puerta de la Esfinge.

—Para algunos será un portal hacia la época de que os he hablado. Pero, padre —titubeó—. Significará criarme de nuevo. Significará soportar mi infancia por tercera vez. No se puede pedir eso a ningún padre.

Sol atinó a sonreír.

—Ningún padre se negaría a eso, Rachel. —Se cambió de brazos a la niña dormida—. ¿Habrá un tiempo donde… vosotras dos…?

—¿Coexistiremos de nuevo? —sonrió Rachel—. No. Ahora sigo el rumbo contrario. No imaginas cuánto me ha costado lograr que la junta de Paradojas aprobara este encuentro.

—¿Junta de Paradojas? —se extrañó Sol.

Rachel cobró aliento. Había retrocedido y sólo tocaba al padre con la yema de los dedos, extendiendo ambos brazos.

—Tengo que irme, padre.

—¿Estaré…? —Miró a la niña—. ¿Estaremos solos… allá?

Rachel rió y el sonido resultó tan familiar que estrujó el corazón de Sol como una mano cálida.

—Oh no, no estarás solo. Hay gente maravillosa allá. Cosas maravillosas para hacer y aprender. Lugares maravillosos que ver… —Miró alrededor—. Lugares que aún no hemos imaginado siquiera. No, papá, no estarás solo. Y yo estaré allí, con mi torpeza de adolescente y mi arrogancia de mujer joven.

»Espera un poco antes de pasar, papá —añadió mientras se perdía en el resplandor—. No duele, pero una vez que has pasado no puedes regresar.

—Rachel, espera —barbotó Sol.

La hija retrocedió, la larga túnica acariciando la piedra, hasta quedar rodeada de luz. Alzó un brazo.

—Hasta luego, cocodrilo —exclamó.

Sol alzó una mano.

—Nos vemos… caimán.

La Rachel adulta se perdió en la luz.

El bebé despertó y rompió a llorar.

Sol y los demás tardaron más de una hora en regresar a la Esfinge. Habían ido a la nave del cónsul para curar las heridas de Brawne y Silenus, comer y preparar a Sol y la niña para el viaje.

—Me siento tonto haciendo las maletas para pasar por algo parecido a un teleyector —dijo Sol— pero, por maravilloso que sea ese futuro, tendremos problemas si no hay suministros de lactancia y pañales desechables.

El cónsul sonrió y palmeó la abultada mochila.

—Con esto usted y la pequeña se arrreglarán las primeras semanas. Si para entonces no encuentra desechables, vaya a uno de esos otros universos que mencionó Rachel.

Sol sacudió la cabeza.

—¿Todo esto es real?

—Espere unos días o semanas —dijo Melio Arúndez—. Quédese con nosotros para ordenar las cosas. No hay prisa El futuro siempre estará allá.

Sol se rascó la barba mientras alimentaba al bebé con uno de los suministros que la nave había manufacturado.

—No sabemos si este portal estará siempre abierto —objetó—. Además, podría perder el valor. Estoy bastante viejo para criar de nuevo a una niña, y menos como un extraño en tierra extraña.

Arúndez apoyó la mano en el hombro de Sol.

—Permítame ir con usted. Me muero de curiosidad por conocer ese lugar.

Sol sonrió, extendió la mano y estrechó la de Arúndez con firmeza.

—Gracias, amigo mío. Pero usted tiene esposa e hijos en la Red, y ellos aguardan su regreso en Vector Renacimiento. Tiene usted sus propios deberes.

Arúndez asintió y miró el cielo.

—Si podemos regresar.

—Regresaremos —aseguró el cónsul—. La anticuada impulsión Hawking aún funciona, aunque la Red haya desaparecido. Serán unos años de deuda temporal, Melio, pero regresará.

Sol asintió, terminó de alimentar al bebé, se colgó un pañal limpio del hombro y palmeó con firmeza la espalda de la pequeña. Miró al pequeño círculo de personas.

—Todos tenemos nuestros deberes.

Estrechó la mano de Silenus. El poeta había rehusado someterse al baño de recuperación o hacerse extirpar el empalme neural quirúrgicamente. «Ya he tenido estas cosas antes», había dicho.

—¿Continuará su poema? —preguntó Sol. Silenus sacudió la cabeza.

—Lo terminé en el árbol —respondió—. Y allí descubrí otra cosa, Sol.

El profesor lo miró inquisitivamente.

—Aprendí que los poetas no son Dios, pero si hay un Dios o algo parecido, es un poeta. Y un poeta frustrado.

La niña eructó.

Martin Silenus sonrió y estrechó la mano de Sol por última vez.

—Trátelos con firmeza, Weintraub. Dígales que es usted abuelo de los abuelos de sus bisabuelos, y que les pegará en las posaderas si no se portan bien.

Sol asintió y se acercó a Brawne Lamia.

—La vi en la terminal médica de la nave. ¿Usted y el pequeño están bien?

—Todo perfecto —sonrió Brawne.

—¿Varón o niña?

—Niña.

Sol le besó la mejilla. Brawne le tocó la barba y apartó la cara para ocultar lágrimas poco apropiadas en una ex detective.

—Las niñas dan mucho trabajo —comentó Sol mientras apartaba los deditos de Rachel de la barba y de los rizos de Brawne—. Cámbiela por un muchacho en cuanto tenga la oportunidad.

—De acuerdo —dijo Brawne, retrocediendo.

Sol estrechó por última vez la mano del cónsul, Theo y Melio, se calzó la mochila al hombro mientras Brawne le sostenía a la niña y cogió a Rachel en brazos.

—Vaya fiasco si esa cosa no funciona y termino deambulando por el interior de la Esfinge —comentó.

El cónsul miró la puerta reluciente.

—Funcionará. Aunque ignoro cómo. No creo que sea una especie de teleyector.

—Un tempoyector —aventuró Silenus, quien alzó el brazo para protegerse de los golpes de Brawne—. Si continúa funcionando, Sol, presiento que no estará solo allá. Miles se le unirán.

—Si la Junta de Paradojas lo permite —observó Sol atusándose la barba como hacía siempre que pensaba en otra cosa. Parpadeó, se acomodó la mochila y la niña y echó a andar. Los campos de fuerza le permitieron avanzar esta vez.

—¡Adiós a todos! —saludó—. Por Dios, todo valió la pena, ¿verdad? —Se volvió hacia la luz, y él y la niña desaparecieron.

Se impuso un denso silencio durante varios minutos. Al fin el cónsul dijo confuso:

—¿Vamos a la nave?

—Haga bajar el ascensor para todos los demás, pero Lamia caminará por el aire —comentó Martin Silenus.

Brawne lo fulminó con la mirada.

—¿Cree usted que fue algo que arregló Moneta? —preguntó Arúndez, aludiendo a un comentario anterior de Brawne.

—Eso tuvo que ser —dijo Brawne—. Algún misterio de la ciencia futura.

—Ah, sí —suspiró Martin Silenus—. La ciencia futura, una frase típica de los que son demasiado tímidos para ser supersticiosos. La alternativa, querida mía, consiste en que usted posea un inexplorado poder para levitar y transformar monstruos en frágiles duendes de cristal.

—Cállese —ordenó Brawne, y esta vez el tono no era afectuoso. Miró por encima del hombro—. ¿Quién dice que no aparecerá otro Alcaudón en cualquier momento?

—En efecto —convino el cónsul—. Sospecho que siempre tendremos un Alcaudón o rumores acerca de un Alcaudón.

—Miren lo que he descubierto entre los elementos que había en la Esfinge —terció Theo Lane, siempre incómodo ante una discordia. Alzó un instrumento de tres cuerdas, con cuello largo y dibujos brillantes en el cuerpo triangular—. ¿Una guitarra?

—Una balalaika —dijo Brawne—. Pertenecía al padre Hoyt.

El cónsul cogió el instrumento y a continuación tocó algunos acordes.

—¿Conoce usted esta canción? —Tocó unas notas.

¿La Canción de las tetas de Leeda? —aventuró Martin Silenus.

El cónsul negó con la cabeza y tocó varios acordes más.

—¿Algo antiguo? —apuntó Brawne.

Somewhere Over the Rainbow —reconoció Melio Arúndez.

—Debe de ser anterior a mi época —comentó Theo Lane, cabeceando mientras el cónsul tocaba.

—Es anterior a la época de todos —dijo el cónsul—. Vamos, le enseñaré la letra mientras caminamos.

Caminaron juntos bajo el caliente sol. Cantando con voz discordante, tropezando con la letra y empezando de nuevo, subieron a la nave.