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Descubro que la muerte no es una experiencia agradable. Abandonar las habitaciones de Piazza di Spagna y el cuerpo que se enfría es como ser ahuyentado de la tibieza del hogar por un incendio o una inundación en medio de la noche. El shock y el desconcierto son abrumadores. Al zambullirme en la esfera de datos experimento la misma sensación de vergüenza y torpe revelación que todos hemos padecido en sueños al comprender que nos hemos olvidado de vestirnos y acudimos desnudos a un lugar público o a una reunión social.

Desnudo es la palabra adecuada, mientras me esfuerzo en conservar alguna forma de mi deshilachada persona analógica. Logro concentrarme para moldear un razonable simulacro del ser humano que fui con esta aleatoria nube electrónica de recuerdos y asociaciones. O al menos del humano cuyos recuerdos compartí.

El señor John Keats, de metro y medio de altura. La esfera resulta tan intimidatoria como antes. Peor, ahora que no tengo refugio mortal al cual huir. Vastas formas se desplazan más allá de los horizontes oscuros, los sonidos retumban en el Vacío Que Vincula, pasos en los mosaicos de un castillo abandonado. Hay un rumor constante, como ruedas de carro en un camino de pizarra.

Pobre Hunt. Siento la tentación de regresar a él, asomarme como el fantasma de Marley para asegurarle que estoy en mejor situación de la que aparento, pero Vieja Tierra es un lugar peligroso para mí: la presencia del Alcaudón arde en el plano de datos de la metaesfera como fuego en terciopelo negro.

El Núcleo me llama con mayor fuerza, pero eso es aún más peligroso. Recuerdo que Ummon destruyó al otro Keats frente a Brawne Lamia, estrechando la persona analógica hasta disolverla, y el recuerdo básico que el Núcleo tenía de ese hombre se derritió como una babosa con sal.

No, gracias. He escogido la muerte antes que la divinidad, pero debo realizar algunas tareas antes de dormir.

La metaesfera me asusta, el Núcleo me asusta aún más, los oscuros túneles de las singularidades por donde debo viajar me aterran hasta los huesos analógicos. Pero no hay nada más.

Entro en el primer cono negro, rodando como una hoja metafórica en un torbellino muy real, y emerjo en el plano adecuado, pero demasiado mareado y desorientado para hacer otra cosa salvo quedarme sentado, visible para cualquier IA del Núcleo que tenga acceso a esos ganglios ROM o rutinas fágicas que residen en las grietas violáceas de estas cordilleras de datos. Sin embargo, el caos del TecnoNúcleo me salva: las grandes personalidades del Núcleo están demasiado ocupadas sitiando sus propias Troyas como para vigilar las puertas traseras.

Encuentro los códigos de acceso que busco y los umbilicales sinópticos que necesito, y en un microsegundo sigo los viejos senderos hasta Centro Tau Ceti, Casa de Gobierno, la enfermería, los sueños de Paul Duré.

Mi persona es excepcional en cuestión de sueños, y descubro por casualidad que los recuerdos de mi excursión escocesa constituyen un grato paisaje para convencer al sacerdote de que huya. Como inglés y librepensador, en un tiempo me opuse a todo lo que apestara a papado, pero algo debe decirse en favor de los jesuitas: se les enseña más obediencia que lógica, y por una vez esto resulta beneficioso para toda la humanidad. Duré no pregunta por qué cuando le digo que se marche. Se despierta como un buen chico, se envuelve en una manta y se larga.

Meina Gladstone piensa en mí como Joseph Severn, pero acepta mi mensaje como si se lo enviara Dios. Quiero decirle que no, que no soy el único, que soy sólo Aquel Que Viene Antes, pero lo importante es el mensaje, así que hablo y me voy.

Al atravesar el Núcleo para dirigirme a la metaesfera de Hyperion, capto el olor a metal ardiente de la guerra civil y entreveo una gran luz que quizá sea Ummon extinguiéndose. El viejo maestro —si en efecto es él— no cita koans mientras muere, sino que grita agónicamente como cualquier entidad consciente cuando la arrojan al horno.

Me apresuro.

La conexión teleyectora con Hyperion es muy tenue: un solo portal militar y una única nave-puente averiada en un perímetro cada vez menor de maltrechas naves de la Hegemonía. La esfera de singularidad sólo se puede proteger varios minutos contra ataques éxter. La nave-antorcha que transporta la bomba de muerte se prepara para trasladarse al sistema cuando entro y me oriento en el limitado nivel de la esfera de datos que permite la observación. Me detengo a ver qué ocurre.

—Dios mío —exclamó Melio Arúndez—, un mensaje prioridad uno de Meina Gladstone.

Theo Lane se acercó y ambos miraron los datos que nublaban el aire del holofoso. El cónsul bajó del dormitorio por la escalera de caracol.

—¿Otro mensaje de TC2? —exclamó.

—No es concretamente para nosotros —dijo Teo, leyendo los códigos rojos que se formaban y desaparecían—. Es una transmisión general en ultralínea, para todo el mundo.

Arúndez se sentó en los cojines.

—Algo anda muy mal. ¿Alguna vez la FEM ha transmitido en banda ancha total?

—Nunca —respondió Theo Lane—. La energía necesaria para codificar una grabación semejante sería increíble.

El cónsul se acercó y señaló los códigos que desaparecían.

—No es una grabación. Es una transmisión en tiempo real.

Theo sacudió la cabeza.

—Implica varios millones de gigavoltios electrónicos en transmisión.

Arúndez soltó un silbido.

—Incluso a un millón de GeV, más vale que sea importante.

—Una rendición general —dijo Theo—. Es lo único que justificaría una emisión universal en tiempo real. Gladstone la envía a los éxters, a los mundos del Afuera y a los planetas conquistados, así como a la Red. Debe de estar en todas las frecuencias de comunicaciones, en HTV y en las bandas de la esfera de datos. Tiene que ser una rendición.

—Cállate —espetó el cónsul, quien había estado bebiendo.

El cónsul había empezado a beber al regresar del tribunal y su humor, pésimo aún cuando Theo y Arúndez le palmeaban la espalda para celebrar su supervivencia, no mejoró cuando despegaron y se alejaron del enjambre, ni en las dos horas que pasó bebiendo a solas mientras enfilaban hacia Hyperion.

—Meina Gladstone no se rendirá —farfulló el cónsul con voz gangosa, la botella de escocés en la mano—. Ya verás.

En la nave-antorcha Stephen Hawking, la vigesimotercera nave de la Hegemonía que llevaba el nombre de ese reverenciado científico, el general Arthur Morpurgo miró desde la cubierta C3 y silenció a los dos oficiales del puente. Normalmente esas naves llevaban setenta y cinco tripulantes. Ahora, con la bomba de muerte cargada y montada en el depósito de armamentos, Morpurgo y cuatro voluntarios eran los únicos tripulantes. Despliegues visuales y discretas voces de ordenador les aseguraban que la Stephen Hawking seguía el curso correcto en el tiempo correcto, alcanzando gradualmente velocidades cuasicuánticas mientras se dirigía al portal teleyector militar del punto de LaGrange Tres, entre Madhya y su enorme luna. El portal de Madhya se comunicaba directamente con el tenazmente defendido teleyector del espacio de Hyperion.

—Un minuto y dieciocho segundos para punto de traslación —informó el oficial Salumun Morpurgo, hijo del general.

Morpurgo asintió y tecleó la transmisión en banda ancha. Las proyecciones del puente ya estaban bastante ocupadas con datos de la misión, así que el general dejó sólo la voz de la emisión de la FEM. Sonrió contra su voluntad. ¿Qué diría Meina si supiera que él estaba al timón de la Stephen Hawking? Era mejor que no lo supiera. No había nada más que él pudiera hacer. Prefería no ver los resultados de sus concretas órdenes directas de las últimas dos horas.

Morpurgo sonrió a su primogénito con un orgullo que rayaba en el dolor. Había muy pocas personas en quien confiar para semejante misión, y su hijo había sido el primero en ofrecerse como voluntario. En el peor de los casos, el entusiasmo de la familia Morpurgo aplacaría todo recelo del Núcleo.

—Conciudadanos —dijo Gladstone—, ésta es mi última transmisión como Funcionaria Ejecutiva Máxima.

»Como sabéis, la terrible guerra que ya ha devastado tres mundos y está a punto de asolar un cuarto ha sido denunciada como una invasión de los enjambres éxter.

»Eso es mentira.

Las bandas de comunicación emitieron relampagueos de interferencia y callaron.

—Pasen a ultralínea —ordenó el general Morpurgo.

—Un minuto tres segundos para punto de traslación —canturreó su hijo.

La voz de Gladstone regresó, filtrada y algo deformada por la codificación y decodificación ultralínea.

—… comprender que nuestros antepasados, y nosotros mismos, habíamos celebrado un pacto fáustico con un poder que no se interesa por el destino de la humanidad.

»El Núcleo es el responsable de la actual invasión.

»El Núcleo tiene la culpa de nuestra larga y cómoda edad oscura del alma.

»El Núcleo se esconde tras el actual intento de destruir a la humanidad, pues desea eliminarnos del universo para sustituirnos por un dios generado por las máquinas.

El oficial Salumun Morpurgo no apartaba los ojos del círculo de instrumentos.

—Treinta y ocho segundos para el punto de traslación.

Morpurgo asintió. Los otros dos tripulantes del puente C3 tenían la cara perlada de sudor. El general advirtió que también él tenía la cara húmeda.

—… demuestran que el Núcleo reside en los oscuros recovecos que hay entre los portales de teleyección. Sus integrantes creen que son nuestros amos. Mientras exista la Red, mientras nuestra amada Hegemonía esté vinculada por teleyectores, serán nuestros amos.

Morpurgo miró el cronómetro de misión. Veintiocho segundos. La traslación al sistema de Hyperion sería instantánea para los sentidos humanos.

Morpurgo estaba seguro de que la bomba de muerte del Núcleo estaba sintonizada para estallar en cuanto ingresaran en el espacio de Hyperion. La onda de choque llegaría al planeta Hyperion en menos de dos segundos, engulliría incluso a los elementos más distantes del enjambre éxter en diez minutos.

—Así —continuó Meina Gladstone, demostrando emoción por primera vez—, como Funcionaria Ejecutiva Máxima del Senado de la Hegemonía del Hombre, he autorizado a efectivos espaciales de FUERZA para que destruyan todas las esferas de singularidad y teleyectores.

»La destrucción —la cauterización— comenzará dentro de diez segundos.

»Dios salve a la Hegemonía.

»Dios nos perdone a todos.

—Cinco segundos para la traslación, padre —anunció fríamente el oficial Salumun Morpurgo.

Morpurgo clavó los ojos en su hijo. Las proyecciones que había detrás del joven mostraban que el portal crecía y los rodeaba.

—Te quiero —dijo el general.

Doscientas sesenta y tres esferas de singularidad que conectaban más de setenta y dos portales teleyectores fueron destruidas con diferencia de fracciones de segundo. Las unidades de la flota de FUERZA, desplegadas por Morpurgo según órdenes ejecutivas y obedeciendo instrucciones reveladas menos de tres minutos antes, reaccionaron con celeridad y profesionalismo, destruyendo las frágiles esferas con misiles, láseres y explosivos de plasma.

Tres segundos después, mientras aún se expandían las nubes de escombros, las centenares de naves se encontraron aisladas, separadas entre sí y de otros sistemas, por semanas o meses de viaje Hawking, y con años de deuda-temporal.

Miles de personas fueron sorprendidas en tránsito. Muchas murieron al instante, desmembradas o cortadas por la mitad. Muchas más sufrieron amputaciones cuando los portales se derrumbaron delante o detrás de ellas. Algunas simplemente desaparecieron.

Éste fue el destino de la Stephen Hawking —tal como estaba planeado— pues los portales de entrada y salida fueron expertamente destruidos en el nanosegundo de la traslación de la nave. Ninguna parte de la nave-antorcha sobrevivió en el espacio real. Análisis posteriores demostraron en forma concluyente que la bomba de muerte detonó en lo que pasaba por espacio y tiempo en las extrañas geografías del Núcleo, entre los portales.

El efecto no se supo nunca.

El efecto en el resto de la Red y sus ciudadanos se manifestó de inmediato.

Al cabo de siete siglos de existencia y por lo menos cuatro siglos donde pocos ciudadanos existían sin ella, la esfera de datos —incluida la Entidad Suma y las bandas de comunicación y acceso— desapareció. Cientos de miles de ciudadanos enloquecieron al instante, catatónicos ante la pérdida de sentidos que se habían vuelto más importantes que la vista o el oído.

Cientos de miles de operadores del plano de datos, entre ellos muchos ciberfans y cowboys del sistema, se perdieron cuando sus personas analógicas quedaron atrapadas en el derrumbe de la esfera o sus cerebros se abrasaron por sobrecarga de los empalmes neurales o un efecto más tarde denominado realimentación cero-cero.

Millones de personas murieron cuando sus hábitats, accesibles sólo por teleyector, se transformaron en trampas aisladas. El obispo de la Iglesia de la Expiación Final —dirigente del Culto del Alcaudón— había organizado las cosas para pasar los Días Finales con cierta comodidad, en una montaña ahuecada y generosamente provista en las honduras de la Cordillera del Cuervo, en la zona boreal de Nevermore. Los teleyectores eran la única ruta de entrada y salida. El obispo pereció con varios miles de acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios que se afanaban por llegar al templo interior para compartir las últimas bocanadas de aire del Sagrado.

La millonaria editora Tyrena Wingreen-Feif, con noventa y tres años estándar de edad y presente en la escena social durante más de tres siglos gracias al milagro de la criogenia y los tratamientos Poulsen, cometió el error de pasar ese día fatídico en su oficina de la torre de Transline, en la sección Babel de Ciudad Cinco, Centro Tau Ceti. Sólo se llegaba a esa oficina por teleyector. Tras quince horas de negarse a creer que el servicio de teleyección no se reanudaría, Tyrena aceptó la sugerencia de sus empleados y anuló los campos de contención para que la recogiera un VEM.

Tyrena no había escuchado atentamente las instrucciones. La descompresión explosiva la arrancó del piso cuatrocientos treinta y cinco como el corcho de una botella de champaña demasiado agitada. Los empleados y miembros del equipo de rescate del VEM juraron que la vieja dama se desgañitó maldiciendo durante la caída de cuatro minutos.

En la mayoría de los mundos, el caos había cobrado una nueva definición.

La mayor parte de la economía de la Red se desmoronó con las esferas de datos locales y la megaesfera de la Red. Billones de marcos ganados con esfuerzo y mal habidos dejaron de existir. Las tarjetas universales dejaron de funcionar. La maquinaria de la vida cotidiana carraspeó y se apagó. Durante semanas, meses o años, según el mundo, resultaría imposible pagar comestibles, cobrar un viaje en transporte público, saldar una deuda o recibir servicios sin las monedas y billetes del mercado negro.

Pero la depresión que había asolado la Red como una ola colosal era un detalle insignificante, reservado para reflexiones posteriores. Para la mayoría de las familias, el efecto fue inmediato e intensamente personal.

Papá o mamá se habían teleyectado al trabajo como de costumbre (de Deneb Vier a Vector Renacimiento), por ejemplo y en vez de llegar a casa una hora tarde se retrasarían once años, siempre que encontraran plaza en una de las pocas gironaves Hawking que aún viajaban entre los mundos.

Los miembros de familias adineradas que escuchaban el discurso de Gladstone en sus residencias multi mundo se miraron, separados por escasos metros y portales abiertos entre las habitaciones, parpadearon y quedaron distanciados por años-luz y años reales, con habitaciones que se abrían a ninguna parte.

Los niños que estaban en la escuela, el campamento, el lugar de juegos o la casa de la niñera serían adultos antes que se reunieran con los padres.

La Confluencia, ya ligeramente tronchada por los vientos de la guerra, desapareció, y el incesante cinturón de bellas tiendas y prestigiosos restaurantes quedó partido en tramos ostentosos que nunca más se unirían de nuevo.

El río Tetis dejó de circular cuando los gigantescos portales se enturbiaron y desvanecieron. El agua desbordó y se secó, y los peces se pudrieron bajo doscientos soles.

Se produjeron disturbios. Lusus se desgarró como un lobo que se devorara las entrañas. Nueva Meca sufrió espasmos de martirio. Tsingtao-Hsishuang Panna celebró la liberación ante las hordas éxter y colgó a varios miles de ex burócratas de la Hegemonía.

Alianza-Maui también tuvo disturbios, pero de celebración, y los cientos de miles de descendientes de las Primeras Familias navegaron en las islas móviles para desplazar a los extranjeros que se habían apoderado de buena parte de ese planeta. Luego, los millones de desconcertados y desplazados propietarios de residencias de vacaciones tuvieron que trabajar para desmantelar los miles de plataformas petrolíferas y centros turísticos que moteaban el Archipiélago Ecuatorial como viruela.

En Vector Renacimiento hubo un breve estallido de violencia seguido por una eficaz reestructuración social y un serio esfuerzo por alimentar un mundo urbano sin granjas.

En Nordholm, las ciudades se vaciaron mientras la gente regresaba a las costas, el frío mar y las ancestrales naves pesqueras.

En Parvati hubo confusión y guerra civil.

En Sol Draconi Septem hubo júbilo y revolución, seguidos por un rebrote de la peste del retrovirus.

En Fuji se produjo resignación filosófica seguida por la inmediata construcción de astilleros para crear una flota de gironaves Hawking.

En Asquith hubo acusaciones, tras la victoria del Partido Socialista de los Trabajadores en el Parlamento Mundial.

En Pacem se alzaron muchos rezos. El nuevo papa, Su Santidad Teilhard I, convocó al gran concilio Vaticano XXXIX, anunció una nueva era en la vida de la Iglesia, y autorizó al concilio para preparar misiones para viajes largos. Muchos misioneros. Para muchos viajes. El papa Teilhard anunció que esos misioneros no se dedicarían al proselitismo, sino a la exploración. La Iglesia, como muchas especies habituadas a vivir al borde de la extinción, se adaptó y resistió.

En Tempe hubo disturbios y muerte y el surgimiento de demagogos.

En Marte, el Mando Olympus permaneció en contacto con sus remotas fuerzas durante un tiempo, vía ultralínea. Olympus confirmó que las «oleadas de invasión éxter» habían cesado en todas partes excepto el sistema de Hyperion. Las naves interceptadas del Núcleo estaban vacías y sin programación. La invasión había terminado.

En Metaxas hubo disturbios y represalias.

En Qom-Riyadh un ayatollah fundamentalista shiíta salió del desierto, convocó a cien mil simpatizantes y eliminó al gobierno local sunita en pocas horas. El nuevo gobierno revolucionario devolvió el poder a los mullahs e hizo retroceder el reloj en dos mil años. La gente estaba alborotada de alegría.

En Armaghast, un mundo fronterizo, las cosas continuaron como siempre, excepto por la ausencia de turistas, nuevos arqueólogos y otros bienes importados. Armaghast era un mundo laberíntico. Su laberinto permaneció vacío.

En Hebrón hubo pánico en el centro extranjero de Nueva Jerusalén, pero los ancianos sionistas pronto restauraron el orden en la ciudad y en el planeta. Se trazaron planes. Se racionaron y compartieron los bienes escasos e importados de otros mundos. Se cultivó el desierto. Se extendieron las granjas. Se plantaron árboles. Las personas se quejaron, dieron gracias a Dios por la liberación, protestaron a Dios por la incomodidad de tal liberación y continuaron con sus tareas.

En Bosquecillo de Dios aún ardían continentes enteros y un telón de humo ocultaba el cielo. Poco después del paso del «enjambre», veintenas de naves arbóreas se elevaron a las nubes, trepando despacio con sus impulsores de fusión y protegidas por campos de contención generados por ergs. Cuando superaron la atracción de la gravedad, la mayoría de esas naves arbóreas siguieron mil rumbos en el plano galáctico de la eclíptica e iniciaron el largo salto cuántico. Los mensajes ultralínea brincaban de las naves arbóreas a los lejanos y expectantes enjambres. La nueva siembra había comenzado.

En Centro Tau Ceti, sede del poder, la riqueza, los negocios y el gobierno, los hambrientos sobrevivientes abandonaron las peligrosas torres, las inútiles ciudades y los inservibles hábitats orbitales y buscaron a quien culpar. A quien castigar.

No tenían que buscar muy lejos.

El general Van Zeidt estaba en la Casa de Gobierno cuando se derrumbaron los portales, y ahora estaba al mando de los doscientos marines y los sesenta y ocho agentes de seguridad que custodiaban el complejo. La ex FEM Meina Gladstone aún comandaba a los seis pretorianos que Kolchev le había dejado cuando él y los demás senadores partieron en la última nave de evacuación de FUERZA. La turba había conseguido misiles y láseres antiespaciales, y ninguno de los otros tres mil empleados y refugiados de la Casa de Gobierno iría a ninguna parte hasta que levantaran el sitio o fallaran los escudos.

Gladstone estaba en el puesto de observación de avanzada y contemplaba los destrozos. La turba había destruido la mayor parte del Parque de los Ciervos y los jardines antes de ser detenida por los campos de interdicción y contención. Por lo menos tres millones de personas frenéticas se apretujaban contra aquellas barreras, y la multitud crecía a ojos vistas.

—¿Puede usted hacer retroceder los campos cincuenta metros y restaurarlos antes que la multitud cubra el terreno? —preguntó Gladstone al general. El humo de las ciudades que ardían al oeste impregnaba el cielo. La turba había aplastado a miles de hombres y mujeres contra el borrón del campo de contención, y los lados inferiores de la pared vibrante parecían embadurnados con mermelada de fresa. Decenas de miles se acercaban a ese campo interno a pesar del dolor que el campo de interdicción les infligía en los nervios y los huesos.

—Es factible, Ejecutiva —contestó Van Zeidt Pero ¿para qué?

—Voy a hablarles —dijo Gladstone con voz firme.

El marine la miró, seguro de que se trataba de una broma pesada.

—Ejecutiva, dentro de un mes querrán escucharla a usted, o a cualquiera de nosotros, por radio o HTV. Dentro de un par de años, cuando se haya restaurado el orden y el racionamiento tenga éxito, quizá se vean dispuestos a perdonar. Pero pasará una generación antes que se entienda lo que usted hizo… que los ha salvado, que nos ha salvado a todos.

—Quiero hablarles —insistió Meina Gladstone Tengo algo que darles.

Van Zeidt meneó la cabeza y se volvió hacia el círculo de oficiales de FUERZA que observaban a la turba a través de las ranuras del refugio y que ahora miraba a Gladstone con incredulidad y horror.

—Debo consultar con el FEM Kolchev —objetó el general Van Zeidt.

—No —dijo fatigosamente Meina Gladstone—. Él gobierna un imperio que ya no existe. Yo todavía gobierno el mundo que destruí. —Hizo una seña a los pretorianos, que extrajeron varas de muerte de las túnicas rayadas.

Ninguno de los oficiales se movió.

—Meina —dijo el general Van Zeidt—, la próxima nave de evacuación logrará llegar.

Gladstone asintió distraídamente.

—El jardín interior, diría yo. La multitud quedará desorientada varios segundos. La desaparición de los campos externos la desconcertará. —Miró en torno como si olvidara algo y extendió la mano a Van Zeidt—. Adiós, Mark. Muchas gracias. Por favor, cuida de mi pueblo.

Van Zeidt le estrechó la mano mientras la mujer se ajustaba la bufanda, se tocaba distraídamente el brazalete-comlog como para darse suerte y salía del refugio con cuatro pretorianos. El grupo cruzó los jardines pisoteados y avanzó despacio hacia los campos de contención. La multitud pareció reaccionar como un organismo único e insensible, avanzando sobre el campo de interdicción y chillando con voz demente.

Gladstone se volvió, agitó la mano como para saludar e indicó a los pretorianos que regresaran. Los cuatro guardias cruzaron deprisa la hierba pisoteada.

—Hágalo —indicó uno de los pretorianos que se habían quedado. Señaló el mando a distancia del campo de contención.

—Al demonio contigo —espetó el general Van Zeidt. Nadie se acercaría a ese mando a distancia mientras él viviera.

Van Zeidt había olvidado que Gladstone aún tenía acceso a los códigos y los enlaces tácticos de banda estrecha. Vio que Gladstone alzaba el comlog, pero reaccionó con demasiada lentitud. Las luces del mando a distancia parpadearon, primero rojas y luego verdes, y los campos externos se desconectaron y se formaron cincuenta metros más adentro, y por un instante Meina Gladstone quedó desprotegida, sin nada entre ella y la turba de millones excepto unos metros de hierba y un sinfín de cadáveres que de pronto cedieron ante la gravedad cuando las paredes de los campos retrocedieron.

Gladstone alzó ambas manos como si abrazara a la multitud. El silencio y la quietud se extendieron tres segundos eternos, luego la multitud rugió con voz de fiera y miles de personas avanzaron con palos, piedras, cuchillos y botellas rotas.

Por un instante Van Zeidt pensó que Gladstone resistía como una sólida roca el embate de aquella marejada de escoria; veía el traje oscuro, la bufanda brillante, la veía de pie, los brazos alzados, pero luego aparecieron cientos más, la multitud se cerró y la FEM se perdió.

Los pretorianos bajaron las armas y los centinelas marines los arrestaron.

—Alzad los campos de contención —ordenó Van Zeidt—. Ordenad a las naves que aterricen en el jardín interior con intervalos de cinco minutos. ¡Deprisa!

El general desvió la mirada.

—Santo Dios —exclamó Theo Lane mientras los informes fragmentarios seguían llegando por ultralínea. Había tantas grabaciones de milisegundos que el ordenador apenas podía separarlas. El resultado era caótico.

—Pasa de nuevo la parte de la destrucción de la esfera de singularidad —pidió el cónsul.

—Sí, señor —dijo la nave, e interrumpió los mensajes ultralínea para retransmitir el súbito estallido blanco, seguido por un breve florecimiento de desechos y un repentino colapso cuando la singularidad se devoró a sí misma y engulló todo lo que estaba a un radio de seis mil kilómetros. Los instrumentos mostraban el efecto de las mareas de gravedad: fácil de compensar a esta distancia, pero fatal para las naves de la Hegemonía y éxter que aún combatían cerca de Hyperion.

—Bien —dijo el cónsul, y el torrente de informes ultralínea continuó.

—¿No hay duda? —preguntó Arúndez.

—Ninguna —respondió el cónsul—. Hyperion es de nuevo un mundo del Afuera. Sólo que ahora no es el Afuera de una Red.

—Resulta difícil creerlo —comentó Theo Lane, mientras bebía escocés. Era la primera vez que el cónsul veía a su asistente ingerir una droga. Theo se sirvió otra generosa medida—. La Red… desaparecida. Quinientos años de expansión eliminados.

—No eliminados —objetó el cónsul. Puso su vaso sobre una mesa—. Los mundos permanecen. Las culturas se distanciarán, pero aún tenemos el impulso Hawking. El único avance tecnológico que creamos nosotros, no el Núcleo.

Melio Arúndez unió las palmas como si rezara.

—¿El Núcleo ya habrá desaparecido realmente? ¿Estará destruido?

El cónsul escuchó un instante la algarabía de voces, gritos, exhortaciones, informes militares y súplicas de ayuda que llegaban por las bandas ultralínea de audio.

—No destruido, tal vez —dijo—, pero separado, aislado.

Theo terminó el trago y bajó el vaso. Los ojos verdes tenían un aire plácido y vidrioso.

—¿Cree que habrá otras redes? ¿Otros sistemas teleyectores? ¿Núcleos de reserva?

El cónsul gesticuló con la mano.

—Sabemos que lograron crear su Inteligencia Máxima. Quizás esa IM permitió esta reducción del Núcleo. Tal vez mantengan algunas viejas IAs funcionando en capacidad reducida, tal como pretendían mantener algunos millones de seres humanos en reserva.

De pronto la algarabía de ultralínea cesó como seccionada por un cuchillo.

—¿Qué ocurre, nave? —preguntó el cónsul, sospechando un corte energético en el receptor.

—Todos los mensajes ultralínea han cesado, la mayoría en medio de la transmisión —informó la nave.

El cónsul pensó en la bomba de muerte y se le encogió el corazón. Pero pronto comprendió que no podía afectar a todos los mundos al mismo tiempo. Aunque cientos de esos artefactos detonaran simultáneamente, habría un tiempo de retraso mientras las naves de FUERZA y otras fuentes de transmisión lejanas recibían sus mensajes finales. Pero ¿qué era?

—Los mensajes parecen interrumpidos por una perturbación en el medio de transmisión —explicó la nave—. Lo cual, por lo que sé, es imposible.

El cónsul se levantó. ¿Una perturbación en el medio de transmisión? El medio ultralínea, por lo que entendían los humanos, era la hipercuerda de topografía Planck-infinita del espacio-tiempo: aquello que las IAs denominaban enigmáticamente el Vacío Que Vincula. En ese medio no podía haber perturbaciones.

De pronto la nave dijo:

—Llega mensaje ultralínea. Fuente emisora, por todas partes; base de codificación, infinita; mensaje en tiempo real.

El cónsul abrió la boca para ordenar a la nave que dejara de decir sandeces cuando el aire del holofoso se nubló con algo que no era imagen ni columna de datos, y una voz habló:

—NO HABRÁ MÁS USO INDEBIDO DE ESTE CANAL. ESTÁIS MOLESTANDO A OTROS QUE LO UTILIZAN CON UN PROPÓSITO SERIO: SE RESTAURARÁ EL ACCESO CUANDO COMPRENDÁIS PARA QUÉ SIRVE: ADIÓS.

Se impuso un silencio sólo interrumpido por el ronroneo de los conductos de ventilación y los mil murmullos de una nave en marcha.

Al fin el cónsul dijo:

—Nave, por favor envía un mensaje ultralínea estándar con tiempo y lugar sin codificar. Añade: «Estaciones receptoras respondan».

Hubo una pausa de segundos, un tiempo imposiblemente largo para el ordenador que era la nave.

—Lo lamento, es imposible —respondió al fin.

—¿Por qué? —preguntó el cónsul.

—Las transmisiones ultralínea ya no se permiten. El medio de la hipercuerda ya no recibe modulaciones.

—¿No hay nada en la ultralínea? —preguntó Theo, mirando el espacio vacío del holofoso como si alguien hubiera apagado un holofilme cuando llegaba a la parte interesante de la trama.

La nave hizo otra pausa.

—En la práctica, señor Lane —contestó la nave—, ya no hay ultralínea.

—Demonios —masculló el cónsul. Terminó el trago de un sorbo y fue al bar a servirse otro—. Es la vieja maldición china.

—¿A qué se refiere? —preguntó Melio Arúndez.

El cónsul bebió un largo trago.

—La antigua maldición china —repitió—. Ojalá vivas en tiempos interesantes.

Como compensando la pérdida de la ultralínea, la nave emitió el audio radiando y la jerigonza que se recibía en banda estrecha mientras proyectaba una vista en tiempo real de la esfera blanco azulada de Hyperion, que giraba y crecía mientras ellos se aproximaban, desacelerando a doscientas gravedades.