18

La FEM Meina Gladstone no lograba conciliar el sueño. Se levantó, se vistió en los oscuros aposentos de la Casa de Gobierno e hizo lo que solía hacer cuando no podía dormir: recorrió los mundos.

Su portal teleyector privado cobró vida. Gladstone dejó a sus guardias humanos en la antesala y se llevó sólo uno de los microrremotos. No hubiera llevado ninguno, pero las leyes de la Hegemonía y las reglas del TecnoNúcleo no lo permitían.

Era más de medianoche en TC2, pero ella sabía que en muchos mundos sería de día, de manera que se puso una larga capa con cogulla de Renacimiento. Los pantalones y las botas no revelaban el sexo ni la clase, aunque la calidad de la capa la habría delatado en ciertos lugares.

La FEM Gladstone atravesó el portal no permanente. El microrremoto zumbaba a sus espaldas, buscando altitud e invisibilidad mientras ella salía a la Plaza de San Pedro, en Nuevo Vaticano, Pacem. Por un instante, no supo por qué había codificado su implante para este destino (¿tal vez la presencia de aquel obsoleto monseñor en la cena de Bosquecillo de Dios?), pero luego comprendió que había estado pensando en los peregrinos durante su insomnio, en los siete que tres años antes habían ido al encuentro del destino en Hyperion. Pacem era la cuna del padre Lenar Hoyt y del otro sacerdote, Duré.

Gladstone se arrebujó en la capa y cruzó la plaza. Visitar el mundo natal de los peregrinos era tan buen paso como cualquier otro; en la mayoría de sus noches de insomnio visitaba una veintena de mundos y regresaba antes del alba y de las primeras reuniones en Centro Tau Ceti. Al menos esta vez serían sólo siete mundos.

Era temprano en Pacem. Los cielos amarillos, surcados por nubes verdosas, estaban impregnados de un olor de amoníaco que le hirió las fosas nasales y le hizo lagrimear. El aire tenía ese aroma ligero, desagradable y químico de un mundo que no estaba totalmente terraformado ni era totalmente hostil al hombre. Gladstone miró alrededor.

San Pedro se erguía en la cima de una colina y un semicírculo de columnas abrazaba la plaza. En el centro del semicírculo se erguía una gran basílica. A la derecha las columnas se entreabrían, mostrando una escalera que descendía al sur. Se veía una ciudad pequeña, casas toscas y bajas acurrucadas entre árboles blancos que parecían los esqueletos de criaturas atrofiadas, muertas tiempo atrás.

Sólo algunas personas atravesaban deprisa la plaza o subían las escaleras, como si llegaran tarde a misa. Repicaron campanas bajo la gran cúpula de la catedral, pero el aire ligero despojaba al sonido de toda autoridad.

Gladstone caminó hacia el círculo de columnas, la cabeza gacha, ignorando la mirada curiosa de los clérigos y los barrenderos, quienes iban montados en una bestia parecida a un erizo de media tonelada. En la Red había veintenas de mundos marginales como Pacem, y más en el Protectorado y el Afuera: demasiado pobres para atraer a una ciudadanía que gozaba de infinita movilidad, demasiado terrícolas para ser ignorados durante los oscuros días de la Hégira. Había gustado a un pequeño grupo como los católicos, quienes habían ido allí en busca de un resurgimiento de la fe. En aquella época habían sido millones, pero ahora no sumaban más de decenas de miles. Gladstone cerró los ojos y recordó los holos del padre Paul Duré.

Gladstone amaba la Red. Quería a los seres humanos que formaban parte de ella; a pesar de su superficialidad, egoísmo y resistencia al cambio, formaban el entramado de la humanidad. Gladstone amaba la Red. La amaba tanto como para saber que debía contribuir a destruirla.

Regresó al pequeño términex de tres portales, invocó su nexo teleyector con una simple orden de precedencia dirigida a la esfera de datos, y salió al sol y al olor marino.

Alianza-Maui. Gladstone sabía muy bien dónde estaba. Se hallaba en la colina de Primersitio, donde la tumba de Siri indicaba el lugar donde casi un siglo atrás había comenzado la efímera rebelión. En aquella época Primersitio era una aldea con unos pocos miles de habitantes, y cada Semana del Festival los flautistas daban la bienvenida a las islas móviles que enfilaban hacia sus zonas de alimentación en el Archipiélago Ecuatorial. Ahora Primersitio se extendía por toda la isla, con arcópolis y colmenas residenciales que se elevaban medio kilómetro por doquier, dominando la colina que antaño había brindado la mejor vista del mundo oceánico de Alianza-Maui.

Pero la tumba permanecía. El cuerpo de la abuela del cónsul no estaba allí —nunca había estado— pero la cripta vacía, como tantas cosas simbólicas de aquel mundo, imponía reverencia, casi adoración.

Gladstone miró entre las torres, más allá de la vieja rompiente donde las lagunas azules se habían vuelto pardas, más allá de las plataformas de perforación y las barcas de turismo, hacia donde comenzaba el mar. Ya no había islas móviles. Ya no se desplazaban en grandes rebaños por el océano, las velas aleteando en las brisas australes, los delfines hendiendo las aguas.

Las islas estaban colonizadas y pobladas por ciudadanos de la Red. Los delfines habían muerto. Algunos habían perecido en las grandes batallas con FUERZA, la mayoría se habían matado en el inexplicable Suicidio en Masa del Mar del Sur, última incógnita de una raza envuelta en misterios.

Gladstone se sentó en un banco cerca del borde del risco y se puso a mascar un tallo de hierba. ¿Qué sucedía con un mundo cuando dejaba de ser un hogar para cien mil humanos, en delicado equilibrio con una delicada ecología, para transformarse en patio de juegos de más de cuatrocientos millones en la primera década estándar de pertenencia a la Hegemonía?

Respuesta: el mundo moría. O su alma moría, aunque la ecosfera de algún modo continuara funcionando. Los ecologistas planetarios y los especialistas en terraformación mantenían vivo el caparazón, evitaban que los desperdicios, cloacas y manchas de petróleo sofocaran los mares por completo, trabajaban para reducir o disfrazar la contaminación sónica y mil otros inconvenientes que traía el progreso. Pero la Alianza-Maui que el cónsul había conocido en su infancia, menos de un siglo antes, cuando subía por esa misma colina para los funerales de la madre, había desaparecido para siempre.

Pasó una formación de alfombras voladoras con turistas risueños y bulliciosos. Mucho más arriba, un enorme VEM de excursiones ocultó el sol un instante. En la repentina sombra, Gladstone arrojó el tallo de hierba y apoyó los brazos en las rodillas. Pensó en la traición del cónsul. Había contado con la traición del cónsul, habría apostado cualquier cosa a que el hombre criado en Alianza-Maui, descendiente de Siri, se uniría a los éxters en la inevitable batalla por Hyperion. No había sido sólo el plan de ella, Leigh Hunt había participado en las décadas de planificación, en la delicada cirugía de poner al individuo exacto en contacto con los éxters, en una posición donde podría traicionar a ambas partes activando el artefacto éxter para destruir las mareas de tiempo de Hyperion.

Y lo había hecho. El cónsul, un hombre que había entregado cuatro décadas de su vida, además de su esposa e hijo, al servicio de la Hegemonía, había estallado en la venganza como una bomba que hubiera aguardado medio siglo.

A Gladstone no le complacía esa traición. El cónsul había vendido el alma y pagaría un precio espantoso —en la historia, ante su propia conciencia—, pero esa traición no era nada comparada con la traición por la cual Gladstone estaba dispuesta a sufrir. Como FEM de la Hegemonía, era el líder simbólico de ciento cincuenta mil millones de almas humanas. Estaba dispuesta a traicionarlas para salvar a la humanidad.

Se levantó, sintió la edad y el reumatismo en los huesos, y se dirigió despacio hacia el términex. Se detuvo un instante ante el susurrante portal, dirigiendo una última mirada a Alianza-Maui. La brisa soplaba del mar, pero estaba impregnada con el hedor de las manchas de petróleo y los gases de las refinerías, y Gladstone volvió la cara.

El peso de Lusus le aplastó los hombros como un grillete de hierro. Era la hora punta en el Bulevar y miles de peatones, compradores y turistas se apiñaban en todos los niveles, atestando las kilométricas escaleras mecánicas, dando al aire una densidad rancia que se mezclaba con el olor y el ozono de aquel sistema cerrado. Gladstone ignoró la lujosa galería comercial y recorrió en una acera de tránsito los diez kilómetros que la separaban del principal Templo del Alcaudón.

Campos policiales de interdicción y contención brillaban con un fulgor violeta y verde más allá del pie de la ancha escalera. El templo estaba tapiado y a oscuras; muchos de los altos vitrales que daban al Bulevar estaban hechos añicos. Gladstone recordó los disturbios de varios meses atrás y supo que el obispo y sus acólitos habían huido.

Caminó cerca del campo de interdicción, mirando a través de la bruma violeta la escalera por donde Brawne Lamia había subido con su cliente y amante moribundo, el cíbrido Keats original, hacia los expectantes sacerdotes del Alcaudón. Gladstone había conocido bien al padre de Brawne, habían compartido los primeros años del Senado. El senador Byron Lamia era un hombre inteligente. Hubo un tiempo, mucho antes que la madre de Brawne irrumpiera en la escena social desde su apartada provincia de Freeholm, en que Gladstone había pensado en casarse con él. Cuando Lamia murió, parte de la juventud de Gladstone quedó sepultada con él. Byron Lamia estaba obsesionado con el TecnoNúcleo, consumido por la idea de liberar a la humanidad de la esclavitud que las IAs habían impuesto en más de cinco siglos y mil años-luz. El padre de Brawne Lamia había señalado a Gladstone el peligro, la había inducido al compromiso que derivaría en la traición más espantosa de la historia del hombre.

Y el «suicidio» del senador Byron Lamia la había preparado para décadas de cautela. Gladstone no sabía si los agentes del Núcleo habían orquestado la muerte del senador —quizá fueran jerarcas de la Hegemonía que protegían sus intereses creados—, pero sabía que Byron Lamia jamás se habría suicidado, jamás habría abandonado a su indefensa esposa y su tozuda hija de aquella manera. El último acto senatorial de Lamia había consistido en proponer, junto con una colega, la inclusión de Hyperion en el Protectorado, una decisión que habría incluido aquel mundo en la Red veinte años estándar antes de los acontecimientos actuales. Cuando él murió, la colega —la influyente Meina Gladstone— retiró la propuesta.

Gladstone encontró un conducto de descenso y bajó, dejando atrás niveles comerciales y residenciales, de manufacturas y servicios de eliminación de desechos y reactores. El comlog y el altavoz del conductor le advirtieron que estaba penetrando en zonas no autorizadas e inseguras, muy abajo en la Colmena. El programa intentó detener el descenso. Ella dio una contraorden y silenció las advertencias. Continuó cayendo por niveles sin paneles ni luces, a través de una maraña de espaguetis de fibra óptica, conductos de calefacción y refrigeración, roca desnuda. Por fin se detuvo.

Salió a un pasillo iluminado por lámparas distantes y una brillante pintura fosforescente. El agua goteaba de cien grietas del techo y las paredes y se acumulaba en charcos tóxicos. Surgía vapor de boquetes de la pared que quizá fueran más pasillos, cubículos personales o meros agujeros. A lo lejos se oía el chillido ultrasónico de metal cortando metal; más cerca, los chirridos electrónicos de la nihilmúsica. En alguna parte un hombre gritó y una mujer rió, y la voz retumbó metálicamente por los conductos. Luego se oyó el carraspeo de un rifle de minidardos.

Colmena de la Escoria. Gladstone llegó a una intersección de pasillos y miró a un lado y a otro. El microrremoto se le acercó, insistente como un insecto colérico. Estaba pidiendo respaldo de seguridad. Sólo las persistentes anulaciones de Gladstone impedían que se oyeran sus aullidos.

Colmena de la Escoria. Allí se habían escondido Brawne Lamia y su amante cíbrido unas horas antes del intento de llegar al Templo del Alcaudón. Era uno de los miles de albañales de la Red, donde el mercado negro suministraba desde Flashback hasta armas de FUERZA, desde androides ilegales hasta tratamientos Poulsen de contrabando, que podían matarte o darte otros veinte años de juventud. Gladstone giró a la derecha y tomó por el corredor más oscuro.

Algo del tamaño de una rata pero con muchas patas se escabulló por un tubo roto. Gladstone olió a cloacas, sudor, el ozono de bandejas electrónicas recalentadas, el olor dulzón del propelente para armas, vómito, el hedor de feromonas de baja gradación mutadas en toxinas. Atravesó los pasillos pensando en los meses futuros, en el precio terrible que los mundos pagarían por sus decisiones y obsesiones.

Cinco jóvenes, esculpidos por ARNistas aficionados al extremo de que parecían más bestias que hombres, se plantaron ante Gladstone. La FEM se detuvo.

El microrremoto se interpuso y les neutralizó los polímeros de camuflaje. Las criaturas rieron, viendo sólo una máquina del tamaño de una avispa que revoloteaba en el aire. Era muy posible que se hubieran excedido tanto en los tratamientos ARN que ni siquiera reconocieran el aparato. Dos de ellos abrieron navajas vibrátiles. Uno extendió zarpas de acero de diez centímetros. Otro preparó una pistola de dardos con tambores rotativos.

Gladstone no quería pelear. Sabía, aunque aquellos energúmenos de la Colmena de la Escoria lo ignorasen, que el microrremoto podía defenderla de esos cinco y de cien más. Pero no quería que nadie muriese porque ella decidía pasear por allí.

—Idos —advirtió.

Los jóvenes la escudriñaron: ojos amarillos, ojos negros y bulbosos, ranuras sombrías, bandas ventrales fotorreceptivas. Abriéndose en semicírculo, avanzaron dos pasos como un solo hombre.

Meina Gladstone se irguió, se arrebujó en la capa y se quitó la cogulla protectora para que le vieran los ojos.

—Idos —repitió.

Los jóvenes titubearon. Las plumas y escamas vibraron. En dos de ellos, temblaron antenas y palpitaron vellos sensitivos.

Se fueron tan silenciosa y rápidamente como habían llegado. Pronto se oyó sólo el goteo del agua, risas lejanas.

Gladstone agitó la cabeza, invocó su portal personal y lo atravesó.

Sol Weintraub y su hija procedían del Mundo de Barnard. Gladstone se trasladó a un términex menor de la ciudad de Crawford. Era de noche. Casas blancas y bajas contra parques pulcros reflejaban el gusto por el estilo República Canadiense y el pragmatismo de los granjeros. Los árboles altos, de troncos anchos, guardaban una gran fidelidad a sus ancestros de Vieja Tierra. Gladstone se alejó de los peatones que enfilaban hacia sus hogares tras un día de trabajo en otra parte de la Red y se encontró paseando por aceras de ladrillo, entre edificios que rodeaban un óvalo herboso. A la izquierda se extendían campos sembrados. Plantas altas y verdes, quizá maíz, crecían en hileras susurrantes que llegaban hasta el remoto horizonte, donde se ponía un enorme sol rojo.

Gladstone atravesó el campus, preguntándose si habría sido el colegio donde enseñaba Sol, pero no sintió tanta curiosidad como para interrogar a la esfera de datos. Las lámparas de gas se encendían bajo el dosel de hojas, y las primeras estrellas despuntaban en los intersticios, donde el cielo pasaba del azul al ámbar y al ébano.

Gladstone había leído el libro de Weintraub, El dilema de Abraham, donde el profesor analizaba la relación entre un Dios que exigía el sacrificio de un hijo y la especie humana que accedía a ello. Weintraub razonaba que el Jehová del Viejo Testamento no sólo ponía a prueba a Abraham, sino que se comunicaba en el único lenguaje de lealtad, obediencia, sacrificio y autoridad que la humanidad podía comprender a esas alturas de la relación. Weintraub consideraba el mensaje del Nuevo Testamento como un presagio de la nueva etapa de esa relación, una etapa donde la humanidad ya no sacrificaría a sus hijos ante ningún Dios, por ninguna razón, sino que los padres —razas enteras de padres— se ofrecerían a sí mismos. De allí los Holocaustos del siglo veinte, la Batalla Breve, las guerras tripartitas, los siglos implacables y quizá también el Gran Error del 38.

Por último, Weintraub había abordado el rechazo de todo sacrificio, rehusando toda relación con Dios que excluyera el respeto mutuo y un sincero intento de comprensión mutua. Escribía acerca de las múltiples muertes de Dios y la necesidad de una resurrección divina ahora que la humanidad había construido sus propios dioses y los había soltado en el universo.

Gladstone cruzó un grácil puente de piedra que se arqueaba sobre un arroyo que murmuraba en las sombras. Una luz tenue y amarilla bañaba las barandas de piedra tallada a mano. A cierta distancia un perro ladró y alguien lo hizo callar. Había luces encendidas en el tercer piso de un viejo edificio, una estructura de ladrillos con gabletes y tejas toscas que debía de ser anterior a la Hégira.

Gladstone pensó en Sol Weintraub, su esposa Sarai y su bella hija de veintiséis años que había regresado de un año de búsqueda arqueológica en Hyperion sin más hallazgo que la maldición del Alcaudón, el mal de Merlín. Imaginó a Sol y Sarai observando mientras la joven retrocedía hacia la infancia, transformándose en bebé. Y luego a Sol observando a solas, cuando Sarai murió en una estúpida colisión mientras visitaba a la hermana.

Rachel Weintraub, cuyo primero y último cumpleaños llegaría en menos de tres días estándar.

Gladstone asestó un puñetazo a la piedra, invocó su portal y se marchó a otra parte.

Era mediodía en Marte. Los barrios bajos de Tharsis habían sido pobres durante más de seis siglos. El cielo era rosado, el aire demasiado fino y frío para Gladstone a pesar de la capa, y había polvo por doquier. Recorrió las callejas de la ciudad de los refugiados, sin hallar una rendija que le permitiera ver nada más allá de las chabolas hacinadas o las goteantes torres de filtración.

Había pocas plantas. Los grandes bosques de forestación se habían talado para leña o se habían marchitado y ahora estaban cubiertos por dunas rojas. Sólo se veían cactos licoreros y líquenes-araña entre los senderos apisonados como piedra por veinte generaciones de pies descalzos.

Gladstone halló una roca baja y descansó, agachando la cabeza y masajeándose las rodillas. Grupos de niños, desnudos excepto por harapos y empalmes colgantes, la rodearon, mendigaron dinero y echaron a correr riendo de su silencio.

El sol estaba alto. Mons Olympus y la cruda belleza de la academia FUERZA, donde había estudiado Fedmahn Kassad, no se veían desde allí. Gladstone miró alrededor. De allí procedía aquel hombre orgulloso. Allí había correteado con pandillas juveniles antes de ser sentenciado al orden, la cordura y el honor de los militares.

Gladstone halló un lugar recóndito y atravesó el portal.

Bosquecillo de Dios estaba igual que siempre: el aroma de un billón de árboles, silencio excepto por el susurro de las hojas y el viento, colores tenues y claros. El ocaso alumbraba el literal techo del mundo, un océano de copas de árboles titilando en la brisa, reluciente de rocío y llovizna matinal. Desde una alta plataforma, por encima del mundo aún sumido en el sueño y la oscuridad, medio kilómetro más abajo, Gladstone aspiró la brisa impregnada con el olor de la lluvia y la vegetación húmeda.

Un templario se acercó, descubrió el destello del brazalete de acceso de Gladstone y se retiró, una figura alta cuya túnica se fundía con el laberinto de follaje y lianas.

Los templarios constituían una de las variables más díscolas del juego de Gladstone. El sacrificio de la nave arbórea Yggdrasill era insólito, inexplicable y alarmante. Entre todos sus aliados potenciales en la guerra inminente, ninguno era más necesario e inescrutable que los templarios. Dedicada a la vida y consagrada al Muir, la Hermandad del Árbol era una fuerza pequeña pero potente en la Red, un símbolo de la conciencia ecológica en una sociedad dedicada a la autodestrucción y el derroche, pero reacia a admitir su complacencia.

¿Dónde estaba Het Masteen? ¿Por qué había dejado el cubo de Möbius a los demás peregrinos?

Gladstone contempló el amanecer. El cielo se llenó de montgolfieras huérfanas, salvadas del exterminio de Remolino. Sus cuerpos multicolores ascendían al cielo como galeones portugueses. Radiantes espejines extendían las alas membranosas para recibir la luz del sol. Una bandada de cuervos remontó el vuelo, y sus graznidos dieron un áspero contrapunto a la brisa suave y el susurro de lluvia que venían desde el oeste. El tamborileo de las gotas sobre las hojas le evocó su hogar en los deltas de Patawpha, el Monzón del Día Centésimo, cuando ella y sus hermanos se internaban en los marjales buscando sapos alígeros, béndits y culebras de musgo para llevarlos a la escuela en una jarra.

Gladstone comprendió por milésima vez que aún había tiempo para detener el proceso. La guerra total aún no era inevitable. Los éxters no habían contraatacado de una manera que la Hegemonía no pudiera ignorar. El Alcaudón aún no estaba libre. Todavía no.

Para salvar cien mil millones de vidas sólo tenía que regresar a la sala del Senado, revelar tres décadas de engaño y duplicidad, confesar sus temores e incertidumbres…

No. Seguiría los planes hasta que todo superara la planificación. Hacia lo imprevisto. Hacia las aguas turbulentas del caos donde incluso los analistas del TecnoNúcleo, quienes lo veían todo, estarían ciegos.

Gladstone recorrió las plataformas, torres, rampas y puentes oscilantes de la ciudad arbórea templaria. Arborícolas de una veintena de mundos y chimpancés ARNizados fruncieron el ceño y huyeron, meciéndose grácilmente en las frágiles lianas a trescientos metros del suelo del bosque. Desde zonas cerradas al turismo y a los visitantes privilegiados, Gladstone aspiró el aroma del incienso y oyó claramente los cánticos de la ceremonia templaria del amanecer, similares a cantos gregorianos. La luz y el movimiento ya animaban los niveles inferiores. Los breves chaparrones habían pasado y Gladstone regresó a los niveles superiores, disfrutando del paisaje, cruzando un puente colgante de madera de sesenta metros que conectaba su árbol con uno mayor, donde estaban amarrados media docena de grandes globos de aire caliente —el único transporte aéreo que los templarios permitían en Bosquecillo de Dios—, al parecer impacientes por echar a volar. Las barquillas de pasajeros oscilaban como huevos pesados y pardos, y la tintura de los globos imitaba seres vivos: montgolfieras, mariposas monarca, halcones, radiantes espejines, extintos zeplen, calamares del cielo, mariposas lunares, águilas —tan reverenciadas en la leyenda que nunca las habían clonado ni ARNizado— y otras.

Todo esto podría desaparecer si continúo. Será destruido.

Gladstone se detuvo al borde de una plataforma circular y cogió una baranda con tal fuerza que las manchas de la mano resaltaron contra la piel repentinamente pálida. Evocó viejos libros que había leído, anteriores a la Hégira y al vuelo espacial, acerca de gentes de naciones embrionarias del continente europeo que transportaban a gentes más oscuras —africanos—, arrancándolas de sus hogares para condenarlas a una vida de esclavitud en el Occidente colonialista. ¿Acaso esos esclavos, encadenados y engrillados, desnudos y acurrucados en el fétido vientre de una nave de transporte, habrían titubeado en rebelarse, en arrastrar consigo a sus captores, aunque ello significara destruir la belleza de aquella nave… de la misma Europa?

Pero siempre podían regresar a África.

Meina Gladstone soltó un gruñido que era un sollozo. Dio la espalda al glorioso amanecer, a los cánticos que saludaban el nuevo día, al ascenso de los globos —vivientes y artificiales— hacia el cielo recién nacido, y descendió a la relativa oscuridad para invocar su teleyector.

No podía ir al lugar de donde procedía el último peregrino, Martin Silenus. Silenus tenía sólo un siglo y medio. Estaba amoratado por los tratamientos Poulsen y sus células recordaban la gelidez de largas fugas criogénicas y almacenajes aún más fríos, pero su vida abarcaba más de cuatro siglos. Había nacido en Vieja Tierra durante los últimos días de aquel mundo, su madre pertenecía a una familia de rancio abolengo y su juventud fue una mezcla de decadencia y elegancia, belleza impregnada con el aroma del deterioro. Mientras su madre permanecía en Vieja Tierra, lo había enviado al espacio para que saldara las deudas familiares, aunque ello significara —como en efecto significó— años de servidumbre abyecta en uno de los mundos más retrasados e infernales de la Red.

Gladstone no podía ir a Vieja Tierra, así que fue a Puertas del Cielo.

Ciudad Lodazal era la capital, y Gladstone recorrió las calles adoquinadas admirando las viejas casonas que asomaban sobre los estrechos canales de piedra que serpeaban en la ladera artificial como imágenes de una estampa de Escher. Árboles elegantes y grandes helechos coronaban las cimas, bordeaban las anchas y blancas avenidas, y se perdían de vista en las elegantes curvas de playas de arena blanca. La perezosa marea traía olas violáceas que se desintegraban en una veintena de colores antes de morir en las playas perfectas.

Gladstone se detuvo en un parque que daba al bulevar de Ciudad Lodazal, donde veintenas de parejas y elegantes turistas aspiraban el aire nocturno bajo las lámparas de gas y la sombra de las hojas, e imaginó cómo había sido Puertas del Cielo tres siglos antes, cuando era un tosco mundo del Protectorado, aún no plenamente terraformado, y el joven Martin Silenus, que sufría aún la dislocación cultural, la pérdida de su fortuna y las lesiones cerebrales debidas al shock criogénico del largo viaje, trabajaba allí como esclavo.

La Estación de Generación Atmosférica brindaba entonces unos centenares de kilómetros cuadrados de aire respirable y una tierra donde apenas se podía vivir. Olas gigantescas arrasaban ciudades, proyectos de reclamación de tierras y obreros con igual indiferencia. Esclavos contratados como Silenus cavaban en los ácidos canales, arrancaban bacterias de los laberínticos conductos de respiración y exhumaban escoria y cadáveres de los lodazales después de las inundaciones.

Hemos realizado algunos progresos, pensó Gladstone, a pesar de la inercia impuesta por el Núcleo. A pesar de la agonía de la ciencia. A pesar de nuestra fatal adicción a los juguetes que nos regalan nuestras propias creaciones.

Estaba insatisfecha. Había anhelado visitar el hogar de cada uno de los peregrinos de Hyperion, por fútil que resultara este gesto. Puertas del Cielo era el lugar donde Martin Silenus había aprendido a escribir auténtica poesía mientras su mente temporalmente dañada permanecía ajena al lenguaje, pero éste no era su hogar.

Gladstone ignoró la grata música del concierto del bulevar, ignoró los VEM de pasajeros que surcaban el cielo como aves migratorias, ignoró el aire agradable y la luz tenue. Invocó el portal y le ordenó que la teleyectase a la luna de la Tierra. La Luna.

En vez de activar la traslación el comlog le advirtió que ese viaje entrañaba peligro. Gladstone canceló la advertencia.

El microrremoto zumbó y su voz diminuta sugirió que no convenía que la Ejecutiva Máxima se trasladara a un sitio tan inestable. Gladstone lo silenció.

El portal mismo objetó la elección hasta que Gladstone usó su tarjeta universal para programarlo manualmente.

El borroso portal se recortó en el aire y Gladstone lo atravesó.

El único lugar todavía habitable de la luna de Vieja Tierra era la zona montañosa y la planicie destinada a la Ceremonia de Masada de FUERZA. Allí salió Gladstone. Los palcos y avenidas estaban desiertos. Campos de contención clase diez difuminaban las estrellas y las distantes laderas, pero la calefacción interna de terribles mareas de gravedad había derretido las lejanas montañas y las había convertido en nuevos mares de roca.

Recorrió una planicie de arena mientras sentía la ligera gravedad como una invitación a volar. Se imaginó siendo uno de los globos templarios, amarrada pero ansiosa de alejarse. Contuvo el impulso de saltar, de avanzar a brincos, pero su avance era ligero y el polvo volaba alrededor.

El aire era muy tenue bajo la cúpula del campo de contención, y Gladstone tiritó a pesar de la calefacción de la capa. Permaneció un largo instante en el centro de la desnuda llanura y trató de imaginar sólo la Luna, el primer paso de la humanidad en su larga zancada para abandonar la cuna. Pero los palcos y cobertizos de FUERZA la distraían, impidiéndole imaginar, y al final alzó los ojos para contemplar aquello por lo que había ido.

Vieja Tierra colgaba en el cielo negro. Pero no Vieja Tierra, desde luego, sólo el palpitante disco creciente y la nube globular de desechos que otrora habían sido Vieja Tierra. Era muy brillante, mucho más que cualquier astro visto desde Patawpha aun en las noches más diáfanas, pero ese brillo resultaba extrañamente siniestro y arrojaba una luz mórbida en el campo gris.

Gladstone observó. Nunca había estado allí, se había obligado a no ir, y ahora ansiaba desesperadamente sentir algo, oír algo, una voz de advertencia o inspiración o quizá de mera conmiseración.

No oyó nada.

Permaneció allí unos minutos, sin pensar, sintiendo el frío en las orejas y la nariz. Luego decidió partir. Ya casi amanecería en TC2.

Gladstone había activado el portal y echaba una última ojeada cuando otro teleyector portátil cobró vida a menos de diez metros. Gladstone titubeó. No había cinco seres humanos de la Red que tuvieran acceso individual a la luna terrícola.

El microrremoto descendió para revolotear entre ella y la figura que salía del portal.

Leigh Hunt emergió, miró alrededor, tiritó de frío y avanzó deprisa hacia ella. La voz era aflautada, casi infantil en el aire fino.

—Ejecutiva Máxima, debe usted regresar ahora mismo. Los éxters han logrado atravesar nuestras líneas en un contraataque apabullante.

Gladstone suspiró. Ése era el próximo paso.

—De acuerdo —asintió—. ¿Ha caído Hyperion? ¿Podemos evacuar nuestras fuerzas?

Hunt meneó la cabeza. Tenía los labios amoratados de frío.

—Usted no lo comprende —murmuró—. No es sólo Hyperion. Los éxters están atacando en varios puntos. ¡Están invadiendo la Red!

Súbitamente aturdida y helada, más por la sorpresa que por el frío lunar, Meina Gladstone asintió, se arrebujó en la capa y regresó por el portal a un mundo que nunca más sería el mismo.