36
Parpadeé y abrí los ojos, desorientado al hallarme en el inmenso y oscuro espacio de la Basílica de San Pedro. Pacem. Monseñor Edouard y el padre Paul Duré me miraban con intensidad bajo la tenue luz de las velas.
—¿Cuánto tiempo he estado dormido? —Tenía la sensación de que habían transcurrido segundos. El sueño era como el aleteo de imágenes que se nos aparecen poco antes de dormirnos profundamente.
—Diez minutos —responde monseñor—. ¿Puede decirnos qué vio?
No encontré ninguna razón para hacerlo. Al terminar de referirles la historia, monseñor Edouard se persignó.
—Mon Dieu, el embajador del TecnoNúcleo aconseja a Gladstone que envíe gente a esos túneles.
Duré me tocó el hombro.
—Cuando haya hablado con la Verdadera Voz del Arbolmundo en Bosquecillo de Dios, me reuniré con usted en TC2. Tenemos que informar a Gladstone de que esa decisión es descabellada.
Asentí. Ya no ansiaba acompañar a Duré a Bosquecillo de Dios ni trasladarme a Hyperion.
—De acuerdo. Partamos de inmediato. ¿La Puerta del Papa puede trasladarme a Centro Tau Ceti?
Monseñor se levantó, asintió, se desperezó. De pronto comprendí que era un hombre muy anciano que no había recibido ningún tratamiento Poulsen.
—Tiene acceso prioritario —señaló. Se volvió hacia Duré—. Paul, sabes que te acompañaría si pudiera. Las exequias de Su Santidad, la elección de un nuevo Santo Padre… —Monseñor Edouard resopló—. Resulta extraño, pero los imperativos cotidianos persisten aun frente al desastre colectivo. A fin de cuentas, faltan menos de diez días estándar para que los bárbaros lleguen a Pacem.
La alta frente de Duré brillaba bajo las velas.
—La tarea de la Iglesia trasciende los imperativos cotidianos, amigo mío. Haré una breve visita al mundo templario y luego acompañaré al señor Severn en su labor de convencer a la FEM de que no escuche al Núcleo. Luego regresaré, Edouard, y trataremos de encontrar la lógica de esta confusa herejía.
Los seguí a ambos. Salimos por una puerta lateral que conducía a un pasaje detrás de las altas columnas, atravesamos un patio abierto —la lluvia había cedido y el aire era fresco—, bajamos una escalera y entramos en un túnel estrecho que se internaba en los aposentos papales.
Los miembros de la Guardia Suiza se cuadraron cuando entramos en la antesala; eran hombres altos vestidos con coraza y pantalones a rayas amarillas y azules, aunque sus alabardas ceremoniales también eran armas energéticas estilo FUERZA. Uno de ellos se adelantó para hablar con monseñor.
—Alguien acaba de llegar al términex principal y desea ver al señor Severn.
—¿A mí? —Sonaban voces en otras habitaciones, el melodioso vaivén de plegarias repetidas. Supuse que se relacionaba con los funerales del papa.
—Sí, un tal Hunt. Dice que es urgente.
—Dentro de un minuto lo habría visto en la Casa de Gobierno —dije—. ¿Puede reunirse aquí con nosotros?
Monseñor Edouard asintió y le murmuró algo al guardia suizo, quien susurró algo en una cresta ornamental de su antigua armadura.
La Puerta del Papa —un pequeño portal teleyector rodeado por intrincadas tallas de serafines y querubines, coronados por un bajorrelieve en cinco cuadros que ilustraba la caída de Adán y Eva y su expulsión del Edén— se erguía en el centro de una custodiada habitación, a pasos de los aposentos privados del papa. Aguardamos allí. Nuestras imágenes aparecían demacradas en los espejos de las paredes.
Leigh Hunt entró escoltado por el sacerdote que me había guiado a la basílica.
—¡Severn! —exclamó el asesor favorito de Gladstone—. La FEM necesita verlo enseguida.
—Allí me dirigía —respondí—. Sería un error criminal permitir que el Núcleo construyera y utilizara la bomba de muerte.
Hunt parpadeó, un gesto cómico en esa cara perruna.
—¿Sabe usted todo lo que pasa, Severn?
Tuve que reírme.
—Un niño sentado a solas en un holofoso ve mucho y entiende muy poco. Aun así, tiene la ventaja de poder cambiar de canal y apagar el aparato cuando se aburre.
Hunt conocía a monseñor Edouard por cuestiones de estado. Presenté al padre Paul Duré de la Compañía de Jesús.
—¿Duré? —articuló el boquiabierto Hunt. Era la primera vez que veía atónito al asesor y disfruté del momento.
—Lo explicaremos luego —prometí mientras estrechaba la mano del sacerdote—. Buena suerte en Bosquecillo de Dios. No tarde demasiado.
—Una hora —aseguró el jesuita—. No más. Es sólo una pieza del rompecabezas que debo encontrar antes de hablar con la FEM. Por favor, explíquele el horror del laberinto, luego le daré mi propio testimonio.
—Quizás ella esté demasiado atareada para verme antes que llegue usted de todos modos. Pero haré lo posible por ser su Juan Bautista.
Duré sonrió.
—No pierda la cabeza, amigo mío. —Tecleó un código de transferencia en el arcaico panel y desapareció por el portal.
Me despedí de monseñor Edouard.
—Habremos solucionado todo antes de que la oleada éxter llegue hasta aquí.
El viejo sacerdote alzó una mano para darme su bendición.
—Vaya con Dios, joven. Presiento que nos aguardan tiempos oscuros, pero que usted llevará una carga más pesada que los demás.
Sacudí la cabeza.
—Soy un mero observador, monseñor. Espero, observo y sueño. No es una carga pesada.
—Espere, observe y sueñe más tarde —rezongó. Leigh Hunt—. La jefa quiere verlo ahora y yo he de regresar a una reunión.
Miré al hombrecillo.
—¿Cómo me ha encontrado? —pregunté innecesariamente. Los teleyectores eran operados por el Núcleo, y el Núcleo colaboraba con las autoridades de la Hegemonía.
—La tarjeta que le dio la FEM también nos permite conocer su paradero —gruñó Hunt con impaciencia—. Ahora tenemos la obligación de estar donde suceden las cosas.
—Muy bien. —Saludé a monseñor y su asistente, hice una seña a Hunt y tecleé el código de tres dígitos de Centro Tau Ceti, añadí dos dígitos para el continente, tres para la Casa de Gobierno y los dos números del términex privado. El zumbido del teleyector se agudizó y la opaca superficie vibró.
Yo pasé primero y me aparté para ceder el paso a Hunt.
No estamos en el términex central de la Casa de Gobierno. Por lo que veo, ni siquiera estamos cerca de la Casa de Gobierno. Al cabo de un instante mis sentidos evalúan la luz del sol, el color del cielo, la gravedad, la distancia del horizonte, los olores y el aire de las cosas, y deciden que no estamos en Centro Tau Ceti.
Habría saltado por el portal al instante, pero la Puerta del Papa es pequeña, Hunt está entrando —pierna, brazo, hombro, pecho, cabeza, segunda pierna— así que le cojo la muñeca, doy un tirón brusco, digo «¡Algo está mal!» y trato de pasar de nuevo. Demasiado tarde. El portal sin marco vibra, se contrae hasta formar un círculo del tamaño de mi puño y se esfuma.
—¿Dónde diablos estamos? —pregunta Hunt.
Miro alrededor y pienso que es una buena pregunta. Estamos en la campiña, en una colina. Una carretera serpea entre viñedos, desciende por una ladera hasta el valle boscoso y desaparece detrás de otro cerro. Hace calor, zumban insectos en el aire, pero sólo los pájaros se mueven en este vasto panorama. Entre las rocas de la derecha se ve un borrón azul de agua: un océano o un mar. Altos cirros ondean en el cielo; el sol acaba de pasar el cenit. No distingo casas, ninguna tecnología superior a las hileras de los viñedos y la carretera de piedra y lodo. El zumbido de la esfera de datos ha desaparecido. Es como reparar de pronto en la ausencia de un sonido en el que uno ha estado inmerso desde la infancia; resulta sorprendente, sobrecogedor, desconcertante, aterrador.
Hunt titubea, se toca los oídos como si echara de menos un ruido verdadero, consulta el comlog.
—Demonios —masculla—. Demonios. Mi implante no funciona. El comlog está desconectado.
—No —digo—. Creo que estamos fuera de la esfera de datos. —Pero incluso mientras lo digo, oigo un zumbido más profundo y tenue, algo más grande y menos accesible que la esfera de datos. ¿La megaesfera? La música de las esferas, pienso, y sonrío.
—¿Por qué diablos sonríe, Severn? ¿Ha hecho esto a propósito?
—No. Di los códigos correctos para la Casa de Gobierno. —La total ausencia de pánico de mi voz es una especie de pánico en sí misma.
—¿Qué ocurre, entonces? ¿Esa maldita Puerta del Papa? ¿Fue eso? ¿Un error o un truco?
—No, no lo creo. La puerta funcionó bien, Hunt. Nos trajo justo donde quería el TecnoNúcleo.
—¿El Núcleo? —El escaso color que quedaba en la cara perruna se esfuma de pronto cuando el asistente de la FEM comprende quién controla el teleyector. Quién controla todos los teleyectores—. Dios mío, Dios mío. —Hunt avanza hasta el borde del camino y se sienta en la hierba alta. Su traje de gamuza y sus blandos zapatos negros parecen fuera de lugar.
—¿Dónde estamos? —repite.
Respiro hondo. El aire huele a tierra recién arada, a hierba recién segada, a polvo del camino, al aroma punzante del mar.
—Sospecho que estamos en la Tierra, Hunt.
—La Tierra. —El hombrecillo contempla el vacío—. La Tierra. No Nueva Tierra. Ni Tierra…
—No —digo—. Tierra. Vieja Tierra. O su duplicado.
—Su duplicado.
Me siento junto a él. Arranco un tallo de hierba y desprendo la vaina exterior de la parte de abajo. El sabor de la hierba resulta agrio y familiar.
—¿Recuerda usted mi informe referente a las historias de los peregrinos de Hyperion? ¿El cuento de Brawne Lamia? Ella y mi gemelo cíbrido, la primera personalidad recobrada Keats, viajaron a lo que supusieron era un duplicado de Vieja Tierra. En el Cúmulo de Hércules, si no recuerdo mal.
Hunt observa el cielo como si pudiera confirmar mis palabras inspeccionando las constelaciones. El azul se agrisa ligeramente cuando el alto cirro se esparce por la cúpula del firmamento.
—Cúmulo de Hércules —susurra.
—Brawne no sabía por qué el TecnoNúcleo construyó un duplicado, ni qué está haciendo con él. Y el primer cíbrido Keats tampoco lo sabía, o no quiso decirlo.
—No quiso decirlo —repite Hunt. Sacude la cabeza—. De acuerdo, ¿cómo diablos saldremos de aquí? Gladstone me necesita. Ella no puede… en las próximas horas debe tomar muchas decisiones vitales. —Se incorpora de un brinco, corre al centro de la carretera, rebosando de energía.
Yo masco el tallo de hierba.
—Sospecho que no podemos salir de aquí.
Hunt se acerca como para atacarme.
—¿Ha perdido el juicio? ¿Cómo que no podemos salir? Eso es absurdo. ¿Por qué el Núcleo haría eso? —Calla, me observa—. No quiere que usted hable con ella. Usted sabe algo y el Núcleo no quiere que ella se entere.
—Tal vez.
—¡Déjenlo a él, permítanme regresar! —grita al cielo.
Nadie responde. Más allá del viñedo, un gran pájaro negro emprende el vuelo. Creo que es un cuervo; recuerdo el nombre de esta especie extinguida como si lo hubiera soñado.
Al cabo de un instante, Hunt desiste de gritar al cielo y se pasea por el camino de piedra.
—Vamos. Tal vez haya un términex dondequiera que vaya este camino.
—Tal vez —digo, partiendo el tallo para llegar a la dulzona y seca mitad superior—. Pero ¿hacia dónde?
Hunt da media vuelta, contempla el camino que desaparece entre cerros en ambas direcciones, da otra media vuelta.
—Atravesamos el portal mirando hacia allá —señala. El camino desciende hasta internarse en un bosquecillo.
¿A qué distancia? —preguntó.
—Demonios, ¿qué importa? —ladra Hunt—. ¡Tenemos que ir a alguna parte!
Resisto el impulso de sonreír.
—De acuerdo.
Me pongo en pie y me sacudo los pantalones, sintiendo el fuerte sol en la frente y la cara. Después de la basílica umbría y cargada de incienso, el contraste es chocante. El aire está muy caliente y ya tengo la ropa empapada de sudor.
Hunt echa a andar vigorosamente cuesta abajo, los puños apretados, su lastimera expresión aplacada esta vez por un gesto más fuerte: pura resolución.
Caminando sin prisa, mascando mi tallo de hierba, los ojos entrecerrados de cansancio, voy tras él.
El coronel Fedmahn Kassad gritó y atacó al Alcaudón. El paisaje surrealista y atemporal —una versión minimalista del Valle de las Tumbas de Tiempo, modelada en plástico e incrustada en una gelatina de aire viscoso— parecía vibrar ante la violencia de la embestida de Kassad. Durante un instante el Alcaudón se había multiplicado como reflejado por miles de espejos. —Alcaudones en el valle, en la árida llanura—, pero con el grito de Kassad todos se redujeron a un solo monstruo. Ahora avanzaba desplegado y extendiendo los cuatro brazos, arqueándose para recibir el embate del coronel con un ferviente abrazo de filos y espinas.
Kassad no sabía si el traje cutáneo que le había dado Moneta lo protegería o le serviría en combate. Años atrás él y Moneta habían atacado dos naves de descenso llenas de comandos éxters, pero entonces el tiempo estaba de su parte; el Alcaudón había congelado y descongelado el flujo de los instantes como un observador aburrido que jugara con el mando a distancia de un holofoso. Ahora estaban fuera del tiempo, y el Alcaudón era un enemigo, no un terrible mecenas.
Kassad gritó, agachó la cabeza, atacó, olvidando la presencia de Moneta, el imposible árbol de espinas que se elevaba a las nubes con su público empalado, olvidando que él era la herramienta del ataque, el instrumento de la venganza.
El Alcaudón no desapareció como solía, no dejó de estar allí para aparecer repentinamente aquí. Se agazapó y abrió los ojos. Los aguzados dedos recibieron la luz del cielo violento. Los dientes de metal brillaron en algo parecido a una sonrisa.
Kassad estaba colérico, pero no loco. En vez de precipitarse hacia aquel abrazo mortal, se arrojó al lado en el último momento, rodando sobre brazos y hombros, lanzando un puntapié a la pierna del monstruo, debajo del apiñamiento de espinas de la rodilla, por encima del tobillo. Si lograba tumbarlo…
Fue como patear un conducto incrustado en medio kilómetro de cemento. El golpe habría partido la pierna de Kassad si el traje cutáneo no hubiera actuado como armadura y amortiguador.
El Alcaudón se movió deprisa, pero no con aquella celeridad imposible; agitando los dos brazos derechos, arando surcos quirúrgicos en el suelo y la piedra con diez dedos, arrojando chispas con las espinas del brazo, rasgando el aire con un susurro audible. Kassad continuó rodando, se levantó, se agazapó, tensó los brazos, acható las palmas, extendió los dedos rígidos.
Combate singular, pensó Fedmahn Kassad. El más honroso sacramento del Nuevo Bushido.
El Alcaudón lanzó de nuevo los brazos derechos, movió el brazo inferior izquierdo en una curva lo bastante violenta como para quebrarle las costillas y arrancarle el corazón.
Kassad detuvo la finta del brazo derecho con el antebrazo izquierdo. El traje cutáneo se flexionó y apretó el hueso ante la acerada fuerza del golpe del Alcaudón. Kassad detuvo el golpe mortífero del brazo izquierdo apoyando la mano derecha en la muñeca del monstruo, por encima del corsé de espinas curvas. Increíblemente, detuvo el golpe, y los afilados dedos arañaron el campo del traje en vez de astillar las costillas.
Perdió el equilibrio en el afán de frenar aquella garra ascendente, sólo el impulso contrario de la primera finta del Alcaudón impidió que el coronel saltara hacia atrás. El sudor manaba a chorros bajo el traje cutáneo, los músculos se flexionaban dolorosamente y amenazaban con desgarrarse en esos interminables veinte segundos de lucha, hasta que el Alcaudón utilizó el cuarto brazo para lanzar un tajo a la tensa pierna de Kassad.
Kassad gritó cuando el campo del traje se rasgó, la carne cedió y por lo menos un dedo pasó cerca del hueso. Se zafó con la otra pierna, soltó la muñeca del monstruo, se alejó rodando frenéticamente.
El Alcaudón agitó dos brazos y el segundo pasó silbando a milímetros de la oreja de Kassad, pero luego el monstruo retrocedió, se agazapó, se desplazó a la derecha.
Kassad se apoyó en la rodilla izquierda, se tambaleó, se levantó tratando de conservar el equilibrio. El dolor le rugía en los oídos llenando el universo de luz roja, pero incluso en su aturdimiento advirtió que el traje cutáneo se cerraba sobre la herida, actuando como torniquete y compresa. Sentía la sangre en la pierna, pero ya no manaba libremente, y el dolor era tolerable, como si el traje llevara inyectores médicos como los de su armadura de FUERZA.
El Alcaudón embistió.
Kassad lanzó un par de puntapiés hacia la parte lisa del caparazón de cromo, debajo de la espina del pecho. Fue como patear el casco de una nave espacial, pero el Alcaudón vaciló, trastabilló, retrocedió.
Kassad avanzó, afirmó su peso, asestó en el pecho de la criatura dos puñetazos que habrían astillado cerámica templada, ignoró el dolor del puño, giró, lanzó la palma abierta hacia el morro de la criatura, encima de los dientes. Cualquier ser humano habría sentido la quebradura de la nariz, la explosión de huesos y cartílagos que entraban en el cerebro.
El Alcaudón intentó morderle la muñeca, erró, le lanzó las cuatro manos hacia la cabeza y los hombros.
Resollando, cubierto de sangre y sudor bajo el traje cutáneo, Kassad giró a la derecha y dio media vuelta, asestando un golpe mortífero en la nuca de la criatura. El ruido del impacto retumbó en el valle escarchado como un hacha lanzada desde kilómetros de altura contra el corazón de un pino de metal.
El Alcaudón se tambaleó, cayó de espaldas como un crustáceo de acero.
¡Había caído!
Kassad avanzó, aún agazapado, cauteloso pero no lo suficiente: el pie del Alcaudón atacó el tobillo de Kassad y le hizo perder el equilibrio.
El coronel sintió el dolor, supo que le habían desgarrado el talón de Aquiles, trató de alejarse, pero la criatura se lanzó sobre él, buscando costillas, rostro y ojos con espinas y puñales. Con muecas de dolor, arqueándose en un vano intento de zafarse del monstruo, Kassad detuvo algunos golpes, se salvó los ojos y sintió que otros puñales le perforaban los brazos, el pecho, el vientre.
El Alcaudón se le acercó con la boca abierta. Kassad distinguió filas de dientes de acero en una boca hueca como una lamprea de metal.
Ojos rojos le cubrían la visión empañada de sangre.
Kassad insertó la base de la palma bajo la mandíbula del Alcaudón e intentó hallar apoyo. Era como tratar de levantar una montaña de hierro afilado sin palanca. Los dedos del Alcaudón seguían desgarrando las carnes de Kassad. La cosa abrió la boca y ladeó la cabeza. Por un instante Kassad sólo vio dientes. El monstruo no tenía aliento, pero el calor del interior apestaba a azufre y limaduras de hierro calientes. A Kassad no le quedaban defensas; cuando la cosa cerrara las mandíbulas, le arrancaría la carne y la piel de la cara hasta desnudarle el hueso.
De pronto Moneta estuvo allí, gritando en ese lugar donde el sonido no se transmitía, y cogió al Alcaudón por los ojos de rubí, arqueando los dedos como garras, la bota plantada con firmeza en el caparazón, debajo de la espina trasera, tirando, tirando.
Los brazos del Alcaudón se echaron hacia atrás con un chasquido, con la doble articulación de un cangrejo de pesadilla. Los aguzados dedos hirieron a Moneta y la hicieron caer, pero Kassad rodó, pataleó, ignoró el dolor y se levantó, arrastrando a Moneta mientras se retiraba por la arena y la roca escarchada.
Por un instante los trajes se fundieron como cuando hacían el amor, y Kassad sintió el contacto de la piel de ella, sintió que la sangre y el sudor de ambos se mezclaban, oyó los latidos conjuntos de sus corazones.
«Mátalo,» jadeó Moneta. El dolor era audible aun en esa voz subvocal.
«Lo intento, lo intento».
El Alcaudón estaba de pie, tres metros de cromo, puñales y dolor. No parecía dañado. La sangre de alguien le formaba hilillos sinuosos en las muñecas y el caparazón. La insensible sonrisa parecía más ancha que antes.
Kassad se apartó de Moneta y la recostó dulcemente en una roca, aunque sospechaba que él tenía peores heridas que ella. Ésta no era la pelea de Moneta.
Todavía no.
Se interpuso entre su amada y el Alcaudón.
Titubeó al oír el susurro tenue pero creciente como de olas barriendo una playa invisible. Alzó los ojos, siempre alerta al Alcaudón, y comprendió que era un griterío en el árbol de espinas. Los crucificados —manchas de color que colgaban de las espinas de metal y las frías ramas— emitían un ruido que no eran los gemidos subliminales de dolor que Kassad había oído antes. Estaban animándolo.
Kassad se volvió hacia el Alcaudón. Sentía dolor y debilidad en el talón desgarrado. El pie derecho estaba inutilizado, no podía soportar peso. Kassad brincó, giró con una mano apoyada en la roca para proteger a Moneta.
La ovación distante se detuvo con un jadeo.
El Alcaudón dejó de estar allá y apareció aquí, junto a Kassad, encima de Kassad, rodeándolo con brazos, espinas y puñales, una luz flamígera en los ojos. Abrió de nuevo las mandíbulas.
Kassad soltó un grito de furia y desafío, y atacó.
El padre Paul Duré atravesó la Puerta del Papa y apareció sin problemas en Bosquecillo de Dios. Del incienso y la penumbra de los aposentos papales pasó a una deslumbrante luz solar, con un cielo limón arriba y hojas verdes alrededor.
Los templarios lo esperaban cuando salió del portal. Duré vio el borde de la plataforma de raraleña a cinco metros y más allá nada; mejor dicho, todo, pues el mundo arbóreo de Bosquecillo de Dios se extendía hasta el horizonte, y el techo de hojas vibraba como un océano viviente. Duré sabía que estaba en lo alto del Arbolmundo, el más grande y sagrado de los árboles que veneraban los templarios.
Los templarios que lo recibieron ocupaban un lugar importante en la compleja jerarquía de la Hermandad del Muir, pero ahora actuaban como meros guías. Lo condujeron de la plataforma del portal hasta un ascensor con lianas que se elevaban por niveles superiores y terrazas hasta donde pocos no templarios habían ascendido, y luego por una escalera con una baranda de la mejor madera Muir, que ascendía en caracol alrededor de un tronco que se hacía más estrecho, desde doscientos metros en la base hasta ocho metros cerca de la cúspide. La plataforma de raraleña estaba exquisitamente trabajada, las barandas exhibían una delicada tracería de lianas talladas a mano, los postes y balaustres mostraban rostros de gnomos, duendes del bosque, hadas y otros espíritus, y la mesa y las sillas estaban talladas en la misma pieza de madera que la plataforma circular.
Dos hombres le aguardaban. El primero era el que esperaba Duré: Sek Hardeen, Verdadera Voz del Arbolmundo, Sumo Sacerdote del Muir, Portavoz de la Hermandad Templaria. El segundo era una sorpresa. Duré vio la túnica roja —del color de la sangre arterial— y el negro borde de armiño, el robusto cuerpo lusiano, el rostro fofo y cuadrangular de nariz ganchuda, los ojillos hundidos sobre mejillas regordetas, las manos rechonchas con un anillo negro o rojo en cada dedo. Era, desde luego, el obispo de la Iglesia de la Expiación Final, el sumo sacerdote del Culto del Alcaudón.
El templario, con su talla de casi dos metros, se levantó y le tendió la mano.
—Nos complace que se reúna con nosotros.
Duré le dio la mano mientras pensaba que la mano del templario parecía una raíz, con sus dedos largos, ahusados, amarillentos. La Verdadera Voz del Arbolmundo llevaba una túnica con cogulla como la de Het Masteen, y las hebras ásperas, pardas y verdes, contrastaban con el brillo del atuendo del obispo.
—Gracias por recibirme tan pronto, Hardeen —dijo Duré. La Verdadera Voz era el líder espiritual de millones de seguidores del Muir, pero Duré sabía que los templarios no gustaban de los títulos honoríficos durante la conversación. Duré se volvió hacia el obispo—. Excelencia, ignoraba que tendría el honor de contar con su presencia.
El obispo del Culto del Alcaudón asintió imperceptiblemente.
—Estaba de visita. El señor Hardeen sugirió que sería útil que yo asistiera a este encuentro. Encantado de conocerlo, padre Duré. Hemos oído hablar mucho de usted en los últimos años.
El templario señaló un asiento y Duré se sentó, entrelazó las manos sobre la mesa de raraleña y pensó frenéticamente mientras fingía inspeccionar la bella textura de la madera. La mitad de los agentes de seguridad de la Red buscaban al obispo. Su presencia sugería complicaciones mucho mayores de las que el jesuita estaba preparado para afrontar.
—Interesante, ¿verdad? —dijo el obispo—. Tres de las más profundas religiones de la humanidad están representadas aquí.
—Sí —convino Duré—. Profundas, pero poco representativas de las creencias de la mayoría. De ciento cincuenta mil millones de almas, menos de un millón pertenecen a la Iglesia Católica. El Alcau… la Iglesia de la Expiación Final cuenta de cinco a diez millones. ¿Y cuántos templarios hay, señor Hardeen?
—Veintitrés millones —murmuró el templario—. Muchos otros respaldan nuestras causas ecológicas e incluso desean afiliarse, pero la Hermandad no acoge a extraños.
El obispo se acarició la papada. Tenía la tez muy pálida y parpadeaba como si no estuviera acostumbrado a la luz del día.
—Los gnósticos Zen cuentan con cuarenta millones de seguidores —gruñó—. Pero ¿qué clase de religión es ésa? Sin iglesias, sin sacerdotes, sin libros sagrados, sin concepto del pecado.
Duré sonrió.
—Parece ser la creencia más acorde con la época. Y se remonta a muchas generaciones.
—¡Bah! —El obispo descargó la palma en la mesa y Duré apretó los dientes al oír el choque de los anillos contra la raraleña.
—¿Cómo sabe usted quién soy? —preguntó Duré.
El templario irguió la cabeza y la luz del sol le perfiló la nariz, las mejillas y el largo mentón en las sombras de la cogulla. No dijo nada.
—Nosotros lo escogimos —gruñó el obispo—. A usted y los demás peregrinos.
—¿«Nosotros» significa la Iglesia del Alcaudón? —preguntó Duré.
El obispo frunció el ceño pero asintió en silencio.
—¿Por qué los disturbios? —preguntó Duré—. ¿Por qué la agitación, ahora que la Hegemonía corre peligro?
El obispo se frotó la papada y las piedras rojas y negras centellearon bajo la luz del atardecer. Un millón de hojas susurraron en una brisa que llevaba el aroma de la vegetación húmeda.
—Los Días Finales han llegado, sacerdote. Las profecías que el Avatar nos reveló hace siglos se están cumpliendo. Lo que usted llama disturbios son los primeros estertores de una sociedad que merece desaparecer. Los Días de la Expiación se ciernen sobre nosotros y el Señor del Dolor pronto caminará entre nosotros.
—El Señor del Dolor —repitió Duré—. El Alcaudón.
El templario hizo un ademán tranquilizador, como si intentara restar énfasis a la declaración del obispo.
—Padre Duré, estamos al corriente de su milagroso renacimiento.
—No fue un milagro —rebatió Duré—, sino el capricho de un parásito llamado cruciforme.
El templario repitió su ademán con dedos largos.
—En cualquier caso, padre, la Hermandad se regocija de tenerlo de nuevo con nosotros. Por favor, formule las preguntas que mencionó al llamarme.
Duré acarició la silla de madera, observó la mole roja y negra del obispo.
—Los dos grupos que ustedes representan trabajan juntos desde hace tiempo, ¿verdad? —apuntó Duré—. La Hermandad Templaria y la Iglesia del Alcaudón.
—Iglesia de la Expiación Final —rezongó el obispo.
Duré asintió.
—¿Por qué? ¿Qué los une a ustedes en esto?
La Verdadera Voz del Arbolmundo se inclinó hacia delante y la cogulla se llenó de sombras.
—Las profecías de la Iglesia de la Expiación Final, padre, se relacionan con la misión que nos legó el Muir. Sólo estas profecías contienen la clave para el castigo que aguarda a la humanidad por matar su propio mundo.
—La humanidad no destruyó Vieja Tierra por sí sola —replicó Duré—. Fue un error de cálculo, cuando el Equipo de Kiev intentaba crear un miniagujero negro.
El templario agitó la cabeza.
—Fue orgullo humano —murmuró—. El mismo orgullo que ha incitado a nuestra raza a destruir especies que podían aspirar a la inteligencia. Los seneschai aluit de Hebrón, los zeples de Remolino, los centauros de pantano de jardín y los grandes simios de Vieja Tierra…
—Sí —reconoció Duré—. Se han cometido errores. Pero eso no basta para sentenciar a muerte a la humanidad, ¿o sí?
—La sentencia fue dictada por un Poder muy superior a nosotros —tronó el obispo—. Las profecías son precisas y explícitas. El día de la Expiación Final debe llegar. Todos los que han heredado los pecados de Adán y Kiev deben sufrir las consecuencias de haber asesinado el mundo natal y extinguir otras especies. El Señor del Dolor fue liberado de la sujeción del tiempo para pronunciar su juicio final. No hay modo de escapar de su ira. No hay modo de eludir la Expiación. Lo ha dicho un Poder muy superior a nosotros.
—Es verdad —intervino Sek Hardeen—. Las profecías nos fueron reveladas, las Verdaderas Voces las oyeron a través de generaciones: la humanidad está condenada, pero con su condenación llegará un nuevo florecimiento para ámbitos virginales, en todo lo que ahora es la Hegemonía.
Educado en la lógica jesuita, consagrado a la teología evolutiva de Teilhard de Chardin, el padre Paul Duré sintió la tentación de decir: Pero ¿a quién demonios le importa que florezcan los capullos si no hay nadie para verlos y olerlos?
—¿Han pensado ustedes —replicó en cambio— que estas profecías quizá no fueron revelaciones divinas, sino meras manipulaciones de un poder secular?
El templario cayó hacia atrás como si hubiera recibido un bofetón, pero el obispo se inclinó hacia delante agitando los puños lusianos que habrían aplastado el cráneo de Duré de un solo golpe.
—¡Herejía! ¡Quién niegue la verdad de las revelaciones debe morir!
—¿Qué poder podría hacerlo? —articuló el templario—. ¿Qué poder salvo el Absoluto del Muir podría entrar en nuestra mente y nuestro corazón?
Duré señaló el cielo.
—Hace generaciones que los mundos de la Red están unidos a través de la esfera de datos del TecnoNúcleo. La mayoría de las personas influyentes llevan implantes comlog para facilitarse el acceso… ¿No los lleva usted, Hardeen?
El templario guardó silencio pero Duré vio que flexionaba los dedos como para tocarse el pecho y el brazo, donde llevaba microimplantes desde hacía décadas.
—El TecnoNúcleo ha creado una Inteligencia trascendente —continuó Duré—. Utiliza cantidades increíbles de energía, es capaz de avanzar y retroceder en el tiempo, y no alienta preocupaciones humanas. Una de las metas de un importante porcentaje de personalidades del Núcleo consistía en eliminar a la humanidad… de hecho, el Gran Error del Equipo de Kiev quizá fue cometido deliberadamente por las inteligencias artificiales involucradas en el experimento. Lo que ustedes consideran profecías quizá sea la voz deus ex machina que susurra en la esfera de datos. Tal vez el Alcaudón no esté aquí para que la humanidad expíe sus pecados, sino tan sólo para exterminar a hombres, mujeres y niños persiguiendo las metas de su personalidad de máquina.
La fofa cara del obispo estaba roja como la túnica. El hombre asestó un puñetazo sobre la mesa y se puso en pie. El templario le apoyó una mano en el brazo para aplacarlo y logró convencerle de que se sentara.
—¿Quién le sugirió esta idea? —preguntó Sek Hardeen.
—Los peregrinos que tienen acceso al Núcleo. Y también otras personas.
El obispo lo amenazó con el puño.
—¡Pero usted mismo fue tocado por el Avatar, no una vez, sino dos! Él le otorgó una forma de inmortalidad para que usted viera lo que él reserva para el Pueblo Elegido, aquellos que preparan la Expiación antes de que lleguen los Días Finales.
—El Alcaudón me dio dolor —espetó Duré—. Un dolor y un sufrimiento inimaginables. Me topé dos veces con él, y sé en mi corazón que no es divino ni diabólico, sino sólo una máquina orgánica de un terrible futuro.
—Bah —resopló desdeñosamente el obispo. Cruzó los brazos y se puso a mirar por el balcón.
El templario parecía conmocionado. Al cabo de un instante, irguió la cabeza y dijo en voz baja.
—Usted quería formularme una pregunta.
Duré cobró aliento.
—Sí. Y también traigo malas noticias, me temo. Voz del Árbol Het Masteen ha muerto.
—Lo sabemos —replicó el templario.
Duré quedó sorprendido. Ignoraba cómo podían recibir esa información. Pero ahora no importaba. —Necesito saber por qué fue él a la peregrinación. ¿Cuál era la misión que no logró llevar a cabo? Cada uno de nosotros contó su historia. Het Masteen no. Pero intuyo que su destino contenía la llave de muchos misterios.
El obispo se volvió hacia Duré.
—No tenemos por qué revelarle nada, sacerdote de una religión muerta —dijo con sorna.
Sek Hardeen guardó un largo silencio antes de responder.
—Masteen se ofreció como voluntario para llevar la Palabra del Muir a Hyperion. Hace siglos que en nuestra creencia se ha arraigado la profecía de que, al llegar los tiempos de tribulación, una Verdadera Voz del Árbol sería convocada para conducir una nave arbórea al Mundo Sagrado, verla destruir y luego hacerla renacer para llevar el mensaje de la Expiación y el Muir.
—¿De manera que Het Masteen sabía que la Yggdrasill sería destruida en órbita?
—Sí. Estaba anunciado.
—¿Y Masteen y el erg de la nave debían pilotar una nueva nave arbórea?
—Sí —respondió el templario con un hilo de voz—. Un Árbol de la Expiación suministrado por el Avatar.
Duré se reclinó, asintió.
—Un Árbol de la Expiación. El árbol de espinas. Het Masteen sufrió lesiones psíquicas cuando destruyeron la Yggdrasill. Lo llevaron al Valle de las Tumbas de Tiempo y le mostraron el árbol de espinas del Alcaudón. Pero no tuvo la disposición o la aptitud para hacerlo. El árbol de espinas es una estructura de muerte, de sufrimiento, de dolor… Het Masteen no estaba preparado para capitanearlo. O tal vez se negó. En cualquier caso, huyó. Y murió. Eso sospechaba, aunque ignoraba qué destino le había ofrecido el Alcaudón.
—¿De qué habla usted? —rugió el obispo—. El Árbol de la Expiación se describe en las profecías. Acompañará al Avatar en su cosecha final. Masteen estaba preparado para el honor de capitanearlo a través del espacio y el tiempo.
Paul Duré sacudió la cabeza.
—¿Hemos respondido a su pregunta? —dijo Hardeen.
—Sí.
—Entonces, debe usted responder a la nuestra —urgió el obispo—. ¿Qué le sucedió a la Madre?
—¿Qué madre?
—La Madre de Nuestra Salvación. La Novia de la Expiación. La que usted llamaba Brawne Lamia.
Duré trató de recordar las grabaciones que le había dado el cónsul, las historias que habían narrado los peregrinos en el viaje a Hyperion. Brawne esperaba el hijo del primer cíbrido Keats. El Templo del Alcaudón de Lusus la había salvado de la turba y la había incluido en la peregrinación. Ella había mencionado que los acólitos del Alcaudón la trataban con reverencia. Duré trató de encajar todo aquello en el confuso mosaico de lo que ya sabía. Fue en vano. Estaba demasiado cansado y se sentía demasiado estúpido después de esa falsa resurrección. No era ni volvería a ser el intelectual que había sido Paul Duré.
—Brawne estaba inconsciente —explicó—. El Alcaudón la sorprendió y la conectó con algo. Un cable. Su estado mental equivalía a la muerte cerebral, pero el feto estaba vivo y sano.
—¿Y la personalidad que ella llevaba? —preguntó el obispo con voz tensa.
Duré recordó que Severn le había mencionado la muerte de aquella personalidad en la megaesfera. Evidentemente, sus dos interlocutores no sabían nada acerca de la segunda personalidad de Keats, la personalidad Severn, que en ese momento advertía a Gladstone sobre los peligros de la propuesta del Núcleo. Duré meneó la cabeza. Estaba muy cansado.
—No sé nada acerca de la personalidad que llevaba en el bucle Schrón —dijo—. El cable que le puso el Alcaudón parecía insertado en la cuenca neural como un empalme cortical.
El obispo asintió con satisfacción.
—Las profecías se cumplen. Usted ha cumplido su función de mensajero, Duré. Ahora debo partir. El hombretón se levantó, saludó con un gesto a la Verdadera Voz del Arbolmundo, atravesó la plataforma y bajó la escalera dirigiéndose al ascensor y al términex.
Duré guardó silencio unos minutos. El susurro de las hojas y el vaivén de la plataforma invitaban al sosiego y al sueño. El cielo cobraba delicados tonos azafranados mientras el sol se ponía en Bosquecillo de Dios.
—Esa declaración acerca de un deus ex machina que nos ha engañado con falsas profecías durante generaciones es una herejía terrible —dijo al fin el templario.
—Sí, pero a menudo las herejías terribles han resultado ser crudas verdades en mi Iglesia, que tiene una historia más larga que la de usted, Sek Hardeen.
—Si usted fuera templario, podría haberlo hecho ejecutar.
Duré suspiró. A su edad, en su situación, con su fatiga, la muerte no le causaba temor. Se levantó e inclinó la cabeza.
—Debo irme, Sek Hardeen. Pido disculpas si mis palabras fueron ofensivas. Son tiempos confusos. —«Los mejores carecen de convicción», pensó, «mas los peores rebosan de pasión intensa».
Duré caminó hacia el borde de la plataforma. Allí se detuvo.
La escalera ya no estaba. Treinta metros verticales y quince metros horizontales de aire lo separaban de la plataforma donde esperaba el ascensor. El Arbolmundo se sumergía un kilómetro o más en las sombreadas profundidades. Duré y la Verdadera Voz de ese árbol estaban aislados en la plataforma más alta. Duré caminó hasta una baranda, irguió la cara sudada a la brisa del atardecer y vio el despuntar de las primeras estrellas en el cielo ultramarino.
—¿Qué sucede, Sek Hardeen?
El templario estaba envuelto en la oscuridad.
—Dentro de dieciocho minutos estándar el mundo de Puertas del Cielo caerá en manos de los éxters. Nuestras profecías dicen que será destruido. Desde luego destruirán el teleyector y los transmisores ultralínea, y en la práctica ese mundo habrá dejado de existir. Precisamente una hora estándar después, los cielos de Bosquecillo de Dios arderán con los fuegos de fusión de las naves éxter. Nuestras profecías afirman que todos los miembros de la Hermandad que permanezcan aquí perecerán. Y también todos los demás, aunque hace tiempo que los ciudadanos de la Hegemonía fueron evacuados por teleyector.
Duré caminó despacio hacia la mesa.
—Es necesario que me traslade a Centro Tau Ceti —advirtió—. Severn… alguien me espera. Tengo que hablar con la FEM Gladstone.
—No —replicó Sek Hardeen, Verdadera Voz del Arbolmundo—. Esperaremos. Veremos si las profecías son ciertas.
El jesuita apretó los puños, conteniendo la violenta emoción que le impulsaba a golpear al templario. Cerró los ojos y rezó dos Ave Marías. No sirvió de mucho.
—Por favor —insistió—. No es preciso que yo esté aquí para que las profecías se cumplan o dejen de cumplirse. Entonces será demasiado tarde. Las naves-antorcha de FUERZA harán estallar la esfera de singularidad y los teleyectores desaparecerán. Estaremos aislados de la Red durante años. Miles de millones de vidas dependen de mi inmediato retorno a Centro Tau Ceti.
El templario se cruzó de brazos y sus manos de largos dedos desaparecieron en los pliegues de la túnica.
—Esperaremos —repitió—. Todo lo que se ha anunciado, sucederá. Dentro de pocos minutos, el Señor del Dolor quedará suelto dentro de la Red. No creo, como el obispo, que quienes hayan procurado la Expiación sean perdonados. Estamos mejor aquí, padre Duré, donde el final será rápido e indoloro.
Duré hurgó en su mente buscando palabras o decisiones contundentes. No se le ocurrió nada. Se sentó a la mesa y miró a la figura con cogulla. En el cielo asomaban huestes de estrellas. El bosque-mundo de Bosquecillo de Dios susurró por última vez en la brisa nocturna y pareció contener el aliento con ansia expectante.
Paul Duré cerró los ojos y rezó.