8
Martin Silenus, Sol Weintraub y el cónsul caminan por las dunas hacia la Esfinge mientras Brawne Lamia y Fedmahn Kassad regresan con el cuerpo del padre Hoyt. Weintraub se arrebuja en la capa, tratando de guarecer a la niña del furor de la arena y la luz crepitante.
Kassad desciende por la duna, las piernas negras y caricaturescas contra la arena electrificada. Los brazos y piernas de Hoyt oscilan a cada paso.
Silenus grita, pero el viento le arrebata las palabras. Brawne Lamia señala la única tienda que permanece en pie: la tormenta había tumbado o desgarrado las otras. Se apiñan en la tienda de Silenus. El coronel Kassad entra en último lugar, sosteniendo con sumo cuidado el cuerpo. Grita para hacerse oír a pesar del crujido de la tienda de fibroplástico.
—¿Muerto? —grita el cónsul, alzando la capa con que Kassad había arropado el cuerpo desnudo de Hoyt. Los cruciformes irradian un fulgor rosado.
El coronel señala los parpadeos del equipo médico de FUERZA adherido al pecho del sacerdote. Luces rojas, excepto el guiño amarillo de los filamentos y nódulos de soporte.
La cabeza de Hoyt se descuelga hacia atrás y Weintraub descubre la sutura que une los bordes irregulares de la garganta cortada.
Sol Weintraub trata de tomarle el pulso: nada. Se inclina, apoya la oreja en el pecho del sacerdote. No oye palpitaciones, pero siente la tibieza del cruciforme. Sol mira a Brawne Lamia.
—¿El Alcaudón?
—Sí, eso creo… no sé. —Señala la antigua pistola que todavía empuña—. Vacié el cargador… Doce disparos a lo que fuera.
—¿Lo vio usted? —pregunta el cónsul a Kassad.
—No. Entré en la sala diez segundos después de Brawne, pero no vi nada.
—¿Y para qué tiene sus puñeteros juguetes de soldado? —espeta Martin Silenus, acurrucado en posición fetal en la parte trasera de la tienda—. ¿Esas basuras de FUERZA no le mostraron nada?
—No.
La mochila médica emite una pequeña alarma. Kassad se descuelga otro cartucho de plasma del cinturón, lo inserta en la cámara del equipo y se acuclilla, bajándose el visor para vigilar la entrada de la tienda. El altavoz del casco le distorsiona el habla.
—Ha perdido más sangre de la que podemos darle aquí. ¿Alguien más ha traído equipo de primeros auxilios?
Weintraub hurga en su mochila.
—Yo tengo un equipo elemental, pero no basta para esto. La cosa que le ha cortado la garganta ha abierto un buen tajo.
—El Alcaudón —susurra Martin Silenus.
—No importa —dice Lamia, quien se abraza para no temblar, y mira al cónsul—. Tenemos que ayudarle.
—Está muerto —replica el cónsul—. Ni siquiera el quirófano de una nave lo recobrará.
—¡Hay que intentarlo! —grita Lamia, aferrando la túnica del cónsul—. No podemos dejarlo a merced de esas… cosas… —Señala el cruciforme que reluce bajo la piel del pecho del muerto.
El cónsul se frota los ojos.
—Podemos destruir el cuerpo. Usar el rifle del coronel…
—¡Nosotros también moriremos si no salimos de esta puñetera tormenta! —grita Silenus. La tienda vibra y el fibroplástico abofetea la cabeza del poeta con cada ondulación. La arena ruge contra la tela como un cohete al despegar—. Llame a la condenada nave. ¡Llámela!
El cónsul acerca su mochila, como custodiando el antiguo comlog que hay adentro. El sudor le perla las mejillas y la frente.
—Podríamos protegernos de la tormenta en una de las Tumbas —sugiere Weintraub—. La Esfinge, tal vez.
—Y una mierda —masculla Martin Silenus. El profesor se vuelve hacia el poeta en la congestionada tienda.
—Usted ha venido hasta aquí para encontrar al Alcaudón. ¿Acaso ha cambiado de opinión, ahora que por lo visto se ha presentado?
Los ojos de Silenus relucen bajo la boina.
—No he cambiado de opinión, simplemente quiero tener aquí esa maldita nave. Y cuanto antes.
—Podría ser buena idea —admite el coronel Kassad. El cónsul lo mira.
—Si hay una posibilidad de salvar la vida de Hoyt, debemos aprovecharla.
El cónsul lucha consigo mismo.
—No podemos irnos —señala—. No podemos irnos ahora.
—No —conviene Kassad—. No usaremos la nave para irnos. Pero el quirófano automático podría ayudar a Hoyt. También podemos usarla para guarecernos de la tormenta.
—Y quizás averiguar qué sucede allá —añade Brawne Lamia, señalando el techo de la tienda con el pulgar.
La niña Rachel está llorando. Weintraub la acuna, sosteniéndole la cabeza con la ancha mano.
—Estoy de acuerdo —dice—. Si el Alcaudón quiere, nos hallará tanto en la nave como aquí. Nos cercioraremos de que nadie se vaya. —Toca el pecho de Hoyt—. Por horrendo que parezca, la información que nos dé el equipo quirúrgico acerca del funcionamiento de este parásito podría resultar invalorable para la Red.
—Bien —cede el cónsul. Apoya la mano en el comlog y susurra varias frases.
—¿Viene? —pregunta Martin Silenus.
—Ha confirmado la orden. Tendremos que almacenar nuestros bártulos para transferirlos. Le ordené que aterrizara cerca de la entrada del valle.
Lamia se sorprende al advertir que ha estado llorando. Se enjuga las mejillas y sonríe.
—¿Qué es lo que le parece tan gracioso? —pregunta el cónsul.
—Todo esto —responde Lamia, mientras se seca las mejillas con el dorso de la mano—, y sólo puedo pensar en lo agradable que será darse una ducha.
—Un trago —dice Silenus.
—Refugio contra la tormenta —añade Weintraub. La niña bebe leche de un suministro de lactancia.
Kassad asoma la cabeza y los hombros por la entrada de la tienda. Alza el arma y quita el seguro.
—Los aparatos de vigilancia —anuncia—. Algo los está desplazando detrás de la duna. —El visor se vuelve hacia los demás, reflejando a un grupo apiñado y pálido, el cuerpo inanimado de Lenar Hoyt—. Voy a inspeccionar. Esperen aquí hasta que llegue la nave.
—¡No salga! —exclama Silenus—. Es como uno de esos puñeteros holos de terror, donde todos salen de uno en uno… ¡Oiga! —El poeta calla. La entrada de la tienda es un triángulo de luz y ruido. Fedmahn Kassad se ha marchado.
La tienda empieza a derrumbarse. La arena afloja las estacas y los cables. Acurrucados, gritando para hacerse oír en medio del fragor del viento, el cónsul y Lamia envuelven el cuerpo de Hoyt en la capa. Las lecturas del equipo médico continúan en rojo. Ya no mana sangre de la tosca sutura.
Sol Weintraub pone a su niña de cuatro días en el saco del pecho, la envuelve con la capa y se agacha en la entrada.
—No hay indicios del coronel —grita. Un rayo toca el ala extendida de la Esfinge.
Brawne Lamia se acerca a la entrada y alza el cuerpo del sacerdote. Le asombra lo poco que pesa.
—Llevemos al padre Hoyt a la nave y al quirófano. Luego algunos regresaremos para buscar a Kassad.
El cónsul se baja el tricornio y se sube el cuello.
—La nave tiene sensores de radar y movimiento. Nos indicará el paradero del coronel.
—Y del Alcaudón —dice Silenus—. No olvidemos a nuestro anfitrión.
—Vamos —urge Lamia, mientras se levanta. Se inclina en el viento para avanzar, seguida por la crepitación de la capa de Hoyt, y las ondulaciones de su propio abrigo. Orientándose a la luz de los relámpagos, se encamina hacia la entrada del valle, mirando atrás sólo para cerciorarse de que los demás la siguen.
Martin Silenus sale de la tienda, coge el cubo de Möbius de Het Masteen y el viento le arrebata la boina roja. Silenus maldice y decide callar cuando la boca se le llena de arena.
—Vamos —grita Weintraub, apoyándole la mano en el hombro. Sol siente el tamborileo de la arena en la cara, la suciedad en la corta barba. Con otra mano se cubre el pecho como si protegiera algo infinitamente precioso—. Perderemos de vista a Brawne si no nos damos prisa. —Ambos se ayudan en medio del viento. El abrigo de Silenus se agita salvajemente cuando él se arrodilla para recuperar la boina, que cae detrás de una duna.
El cónsul es el último en irse, cargando con su equipo y el de Kassad. Al cabo de un instante las estacas ceden, la tela se desgarra y la tienda aureolada de estática vuela hacia la noche. El cónsul avanza penosamente, viendo a veces a los dos hombres que lo preceden, con frecuencia extraviándose y caminando en círculos hasta que encuentra de nuevo el sendero. Las Tumbas de Tiempo resultan visibles detrás cuando la tormenta amaina un poco y los relámpagos se suceden con rapidez. El cónsul ve la Esfinge, que aún reluce con los repetidos fogonazos; la Tumba de Jade, con sus paredes luminiscentes; y el Obelisco, una hendidura vertical de oscuridad, contra las paredes rocosas. Luego el Monolito de Cristal. No hay indicios de Kassad, aunque las dunas cambiantes, la arena arremolinada y los relampagueos crean la impresión de que muchas cosas se mueven.
El cónsul yergue la cabeza mientras contempla la ancha entrada del valle y las nubes bajas, esperando ver el azul fulgor de fusión de la nave. Es una tormenta feroz, pero su nave ha aterrizado en peores condiciones. Se pregunta si ya habrá descendido y los demás lo esperan al pie del vehículo.
Pero cuando llega a la curva que une las paredes rocosas en la entrada del valle, los vientos arremeten de nuevo y descubre a los otros cuatro acurrucados en el linde de la ancha y desolada llanura, pero no hay nave.
—¿No debería estar aquí? —grita Lamia cuando el cónsul se acerca al grupo.
El cónsul afirma y se agacha para sacar el comlog de la mochila. Weintraub y Silenus se inclinan para protegerlo de la arena arremolinada. El cónsul saca el comlog y titubea, mirando alrededor. La tormenta le da la impresión de estar en una habitación ondulante con paredes que se contraen y se dilatan, como en esa escena del Cascanueces de Tchaikovsky donde la sala y el árbol de Navidad se expanden ante Clara.
El cónsul apoya la mano en la placa, se agacha y susurra. El antiguo instrumento responde con palabras casi inaudibles en el fragor de la arena. El cónsul se endereza y mira a los demás.
—La nave no ha recibido autorización para partir.
Una andanada de protestas.
—¿A qué se refiere? —pregunta Lamia cuando callan los demás.
El cónsul se encoge de hombros y mira el cielo como si una estela azul aún pudiera anunciar la llegada de la nave.
—No le han dado permiso en el puerto espacial de Keats.
—¿No dijo usted que tenía autorización de la puñetera reina? —grita Martin Silenus—. ¿Nuestra avinagrada Gladstone?
—La señal de autorización de Gladstone estaba en la memoria de la nave —dice el cónsul—. Tanto las autoridades del puerto como las de FUERZA lo sabían.
—Entonces, ¿qué demonios ha pasado? —Lamia se seca la cara. Las lágrimas que había derramado en la tienda dejan hilillos de lodo en la arena que le cubre las mejillas.
El cónsul se encoge de hombros.
—Gladstone ha cancelado la señal original. Hay un mensaje de ella. ¿Quieren oírlo?
Por un instante, nadie responde. Al cabo de una semana de viaje, la idea de ponerse en contacto con una persona de fuera parece incongruente: era como si el mundo ajeno a la peregrinación hubiera dejado de existir excepto por las explosiones en el cielo nocturno.
—Sí —contesta Sol Weintraub—, oigamos. —Una repentina tregua en la tormenta vuelve estridentes sus palabras.
Se reúnen alrededor del viejo comlog, y dejan al padre Hoyt, en el centro del círculo. En ese mismo instante, una pequeña duna se empieza a formar alrededor del cuerpo. Todas las luces están rojas excepto por los amarillos monitores de emergencia. Lamia inserta otro cartucho de plasma y comprueba si la máscara osmótica está bien adherida a la boca y la nariz de Hoyt, filtrando el oxígeno e impidiendo el paso de la arena.
—De acuerdo —conviene.
El cónsul activa el comlog.
Es un mensaje de ultralínea que la nave ha grabado hace diez minutos. Las columnas de datos y las coloidales imágenes esféricas que caracterizan a los comlogs desde tiempos de la Hégira cubren el aire. La imagen de Gladstone fluctúa, un millón de granos de arena la atraviesan creando una cómica distorsión. Incluso a todo volumen, la voz se pierde en la tormenta.
—Lo siento —dice—, pero no puedo permitir que la nave se acerque aún a las Tumbas. La tentación de partir sería demasiado grande y la importancia de la misión debe prevalecer sobre todos los demás factores. Entiendan, por favor, que el destino de muchos mundos puede depender de ustedes. Mis esperanzas y plegarias los acompañan. Fin de la transmisión.
La imagen se contrae y desaparece. El cónsul, Weintraub y Lamia siguen observando en silencio. Martin Silenus se levanta, arroja un puñado de arena al lugar donde momentos antes estaba la cara de Gladstone y grita:
—¡Maldita hija de puta, política de mierda, parapléjica moral!
Lanza arena al aire. Los otros se vuelven hacia él.
—Bien, eso ha sido una ayuda —murmura Brawne Lamia.
Silenus agita los brazos, disgustado y se aleja pateando las dunas.
—¿Hay algo más? —le pregunta Sol Weintraub al cónsul.
—No.
Brawne Lamia se cruza de brazos y mira el comlog con mal ceño.
—No recuerdo cómo funcionaba esta cosa. ¿Cómo supera usted la interferencia?
—Un haz llega a un satélite de bolsillo que planté cuando salimos de la Yggdrasill —dice el cónsul.
Lamia asiente.
—Cuando usted se comunicaba, enviaba mensajes breves a la nave, que a su vez enviaba mensajes ultralínea a Gladstone… y los contactos éxter.
—Sí.
—¿Puede la nave despegar sin autorización? —pregunta Weintraub. Está sentado, las rodillas erguidas y los brazos apoyados en ellas en una clásica postura de agotamiento. La voz también suena cansada—. ¿Desobedecer la prohibición de Gladstone?
—No —responde el cónsul—. Cuando Gladstone denegó el permiso, FUERZA estableció un campo de contención clase tres alrededor de la fosa donde aparcamos la nave.
—Llámela —sugirió Brawne Lamia—. Explíquele la situación.
—Lo he intentado. —El cónsul guarda el comlog—. No hay respuesta. Además, en el mensaje original ya mencioné que Hoyt estaba malherido y que necesitábamos asistencia médica. Quería que el quirófano de la nave estuviera listo.
—Malherido —repite Martin Silenus, regresando hacia ellos—. Y una mierda. Nuestro amigo cura está tan muerto como el perro de Glennon-Heightt. —Señala con el pulgar el cuerpo envuelto en la capa, todos los monitores están en rojo.
Brawne Lamia toca la mejilla de Hoyt. Está fría. El biomonitor del comlog y el equipo médico emiten advertencias de muerte cerebral. La máscara osmótica continúa introduciendo oxígeno en los pulmones, y los estimuladores aún impulsan los pulmones y el corazón, pero el gorjeo se transforma en chillido y luego en una queja persistente.
—Perdió demasiada sangre —dice Sol Weintraub. Con los ojos cerrados, la cabeza gacha, toca la cara del sacerdote muerto.
—Sensacional —masculla Silenus—. Magnífico. Y según su propia historia, Hoyt se descompondrá y se recompondrá, gracias a ese maldito cruciforme, no, dos cruciformes. Ese tío tiene un gran seguro de resurrección… y luego nos acechará como una versión retardada del fantasma del padre de Hamlet. ¿Qué haremos entonces?
—Cállese —espeta Brawne Lamia, envolviendo el cuerpo de Hoyt en un lienzo que había traído de la tienda.
—Cállese usted —grita Silenus—. Ya tenemos un monstruo al acecho. Grendel está en alguna parte, afilándose las uñas para la próxima comida. ¿Quiere que el zombi de Hoyt se una a la fiesta? ¿Recuerda su descripción de los bikura? Permitieron que los cruciformes los resucitaran durante siglos, y mantener una conversación con ellos era como hablar con una esponja ambulante. ¿De verdad quiere que el cadáver de Hoyt viaje con nosotros?
—Dos —dice el cónsul.
—¿Qué? —Martin Silenus gira, pierde el equilibrio, cae de rodillas cerca del cuerpo—. ¿Qué ha dicho?
—Dos cruciformes —repite el cónsul—. El de Hoyt y el del padre Paul Duré. Si la historia acerca de los bikura era cierta, ambos resucitarán.
—Dios santo —masculla Silenus, sentándose en la arena.
Brawne Lamia termina de amortajar el cuerpo del sacerdote. Estudia el cadáver.
—Recuerdo al bikura llamado Alfa en la historia del padre Duré —dice—. Pero todavía no lo entiendo. La ley de conservación de la masa tiene que intervenir en alguna parte.
—Serán zombis enanos —rezonga Martin Silenus. Se arrebuja en el abrigo de piel y descarga un puñetazo en la arena.
—¡Habríamos aprendido tanto si hubiera llegado la nave! —se lamenta el cónsul—. Los autodiagnósticos podrían… —Calla y señala alrededor—. Miren. Hay menos arena en el aire. Quizá la tormenta esté…
Relampaguea y empieza a llover. Las gotas heladas les golpean la cara con más furia que la arena.
Martin Silenus se echa a reír.
—¡Es un puñetero desierto! —le grita al cielo—. Quizá se inunde y nos ahoguemos.
—Tenemos que salir de aquí —dice Sol Weintraub. La cara de la niña asoma entre los pliegues de la capa. Rachel llora: tiene la cara muy roja. Parece una recién nacida.
—¿La Fortaleza de Cronos? —apunta Lamia—. Está a un par de horas…
—Demasiado lejos —rechaza el cónsul—. Acampemos en una de las Tumbas.
Silenus ríe de nuevo. Recita:
¿Quiénes son los que van al sacrificio?
¿A qué verde altar, misterioso sacerdote,
llevas esa novilla que le muge al cielo
los sedosos flancos ornados con guirnaldas?
—¿Eso significa un sí? —pregunta Lamia.
—Eso significa «¿Por qué no?» —ríe Silenus—. ¿Para qué vamos a dificultar la búsqueda a nuestra fría musa? Podemos observar la descomposición de nuestro amigo mientras aguardamos. ¿Cuánto dijo Duré que un bikura tardaba en reunirse con el rebaño cuando la muerte interrumpía su apacentamiento?
—Tres días —responde el cónsul.
Martin Silenus se palmea la frente.
—Desde luego. ¿Cómo pude olvidarlo? Qué adecuado. Como en el Nuevo Testamento. Entretanto, quizá nuestro lobo Alcaudón se lleve algunas ovejas de este rebaño. ¿Creen que al padre le molestaría que yo cogiera uno de sus cruciformes, por si acaso? Él tiene otro.
—En marcha —dice el cónsul. La lluvia cae en un chorro del tricornio—. Nos quedaremos en la Esfinge hasta la mañana. Yo llevaré el equipo de Kassad y el cubo de Möbius. Brawne, usted lleve las cosas de Hoyt y la mochila de Sol. Sol, mantenga tibia y seca a la niña.
—¿Qué hacemos con el padre? —pregunta el poeta, señalando el cuerpo con el pulgar.
—Usted cargará con el padre Hoyt —murmura Brawne Lamia.
Martin Silenus abre la boca, ve la pistola en la mano de Lamia, se encoge de hombros y se agacha para recoger el cuerpo.
—¿Quién llevará a Kassad cuando lo encontremos? —pregunta—. Desde luego, habrá trozos suficientes para todos…
—Cállese, por favor —ordenó fatigosamente Brawne Lamia—. Si me veo obligada a dispararle, tendremos que cargar un cuerpo más. Limítese a caminar.
Con el cónsul encabezando la marcha, Weintraub a pocos pasos, Martin Silenus trajinando a unos metros, y Brawne Lamia en la retaguardia, descienden de nuevo al Valle de las Tumbas.