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El coronel Fedmahn Kassad había atravesado el portal esperando algo extraño; en cambio halló la demencial coreografía de la guerra. Moneta le había precedido. El Alcaudón lo había escoltado mientras le hundía los dedos en el brazo. Cuando Kassad atravesó la cosquilleante cortina de energía, Moneta aguardaba y el Alcaudón había desaparecido.

Kassad supo enseguida dónde estaban: en la cima del cerro donde Triste Rey Billy había ordenado tallar su efigie dos siglos antes. La zona llana de la cumbre estaba desierta, excepto por los restos de una batería de misiles de defensa antiespacial que todavía humeaba. Por el brillo esmaltado del granito y el burbujeo del metal derretido, Kassad comprendió que un vehículo orbital acababa de destruir la batería.

Moneta avanzó hasta el borde del risco, cincuenta metros por encima de la maciza frente de Triste Rey Billy, y Kassad la siguió. El valle del río, la ciudad y el puerto espacial, diez kilómetros al oeste, no dejaban lugar a dudas.

La capital de Hyperion ardía. El fuego arrasaba el casco viejo, Jacktown, y cien incendios menores tachonaban los suburbios y bordeaban la autopista del aeropuerto como señales luminosas. Incluso el río Hoolie ardía, pues una mancha de petróleo se extendía bajo los antiguos muelles y depósitos. La torre de una antigua iglesia se elevaba sobre las llamas. Kassad buscó Cícero, pero el humo y las llamas ocultaban el bar.

Las colinas y el valle bullían como si unas botas gigantes hubieran destrozado un hormiguero. Las autopistas estaban anegadas por un río humano que se desplazaba con mayor lentitud que el río verdadero, decenas de miles de fugitivos. Fogonazos de artillería sólida y armas energéticas se extendían hasta el horizonte iluminando las nubes bajas. Máquinas voladoras —deslizadores militares o naves de descenso— se elevaban desde la humareda que rodeaba el puerto espacial o desde las colinas boscosas del norte y el sur. Lanzazos de luz coherente hendían el aire y derribaban los vehículos, dejando un penacho de volutas negras y llamas anaranjadas.

Los hovercrafts flotaban sobre el río como insectos acuáticos, esquivando las ruinas llameantes de barcos, barcazas y otros hovercrafts. El único puente estaba derrumbado, y hasta los contrafuertes de cemento y piedra ardían. Láseres de combate y haces de látigo infernal apuñalaban el humo; los misiles antipersonal, manchas blancas más rápidas que la vista, dejaban estelas de aire ondulante y recalentado. Una nube de llamas creció cerca del aeropuerto.

«No es nuclear», pensó.

«No».

El traje cutáneo que le cubría los ojos actuaba como un visor de FUERZA mejorado, y Kassad usó esa ventaja para concentrarse en una colina, cinco kilómetros al noroeste, en la otra margen del río. Marines de FUERZA trajinaban cuesta arriba, y algunos ya usaban sus cargas explosivas especiales para cavar madrigueras. Tenían los trajes activados. Los polímeros de camuflaje eran perfectos y los rastros térmicos mínimos, pero Kassad no tenía la menor dificultad en verlos. Hasta podía discernir los rostros si lo deseaba.

Los canales de mando táctico y banda estrecha le susurraban en los oídos. Reconoció el parloteo excitado y las secas obscenidades que habían constituido la característica del combate durante muchas generaciones humanas. Miles de efectivos se habían dispersado desde el aeropuerto y sus bases y cavaban un círculo cuya circunferencia estaba a veinte kilómetros de la ciudad y cuyos radios eran campos de fuego y vectores de destrucción cuidadosamente planificados.

«Esperan una invasión», comunicó Kassad, sintiendo el esfuerzo de algo que era más que subvocalización, menos que telepatía.

Moneta señaló el cielo con un brazo líquido.

A dos mil metros de altura, varias naves romas atravesaron de repente las nubes. La mayoría estaban cubiertas por polímeros de camuflaje y campos de contención con código de trasfondo, pero Kassad tampoco tuvo dificultades para distinguirlas. Bajo los polímeros, los cascos grises tenían marcas tenues en caligrafía éxter. Algunos vehículos grandes eran evidentemente naves de descenso, con visibles estelas azules de plasma, pero los demás descendían despacio bajo el aire ondulante de los campos de suspensión, y Kassad reparó en los voluminosos tambores de invasión éxter, algunos sin duda con suministros y artillería, y muchos otros vacíos, señuelos para las defensas terrestres.

Un instante después, miles de manchas cayeron como granizo atravesando el techo de nubes: infantes éxter pasaron entre tambores y naves, esperando el último momento para desplegar sus campos de suspensión y paracaídas.

El comandante de FUERZA demostró dominio de sí mismo y de sus hombres. Las baterías terrestres y los miles de marines desplegados en torno de la ciudad ignoraron los fáciles blancos de las naves y los tambores, y esperaron. En cuanto los paracaidistas desplegaron sus membranas de descenso, algunos a muy baja altura, las vibraciones láser y las humeantes estelas de los misiles surcaron el aire. A primera vista, el daño parecía devastador, suficiente para detener cualquier ataque, pero una rápida ojeada indicó a Kassad que un cuarenta por ciento de los éxters habían llegado a tierra, un número adecuado para la primera oleada en cualquier ataque planetario.

Un grupo de cinco paracaidistas descendía hacia la montaña donde estaban él y Moneta. Haces procedentes de las colinas derribaron a dos, uno cayó en barrena en el afán de eludir nuevos impactos, y una brisa del este desvió a los otros dos hacia el bosque.

Todos los sentidos de Kassad estaban alerta; olía el aire ionizado, la cordita, el propelente sólido; el humo y el ácido opaco del plasma le hacían aletear las fosas nasales; en alguna parte de la ciudad gemían las sirenas, mientras el crepitar de armas portátiles y árboles ardientes le llegaba en la suave brisa; la radio y los canales interceptados farfullaban; las llamas iluminaban el valle y los haces láser jugaban como reflectores a través de las nubes. A aproximadamente medio kilómetro, en el linde del bosque, escuadras de marines de la Hegemonía se enfrentaban a paracaidistas éxter en una lucha cuerpo a cuerpo. Se oían gritos.

Fedmahn Kassad observaba con la fascinación que había sentido en la experiencia simulada de una carga de caballería francesa en Agincourt.

«¿Esto no es una simulación?».

«No», respondió Moneta.

«¿Está sucediendo ahora?».

El fantasma plateado ladeó la cabeza inquisitivamente.

«¿Cuándo es ahora?».

«Después de nuestro… encuentro… en el Valle de las Tumbas».

«No».

«¿El futuro?».

«Sí».

«¿El futuro cercano?».

«Sí. Cinco días después que tú y tus amigos entrarais en el valle».

Kassad meneó la cabeza, maravillado. Si Moneta decía la verdad, había viajado en el tiempo.

El rostro de Moneta reflejaba llamas y colores al girar hacia él.

«¿Deseas participar en la lucha?».

«¿Luchar contra los éxters?». Kassad cruzó los brazos y observó con renovada intensidad. Ya había experimentado la capacidad de combate de aquel extraño traje cutáneo. Tenía posibilidades de cambiar por sí solo el curso de la batalla, destruir a los pocos miles de efectivos éxter que ya estaban en tierra. «No, no ahora. No en este momento».

«El Señor del Dolor cree que tú eres un guerrero».

Kassad se volvió hacia ella. Le causaba curiosidad el pomposo título que ella daba al Alcaudón.

«El Señor del Dolor se puede ir al demonio —masculló—. A menos que desee combatir conmigo».

Moneta guardó silencio un largo instante, una escultura líquida en un cerro barrido por el viento.

«¿De verdad lucharías con él?», respondió al fin.

«Vine a Hyperion a mataros. A él y a ti. Lucharé cuando cualquiera de ambos acepte».

«¿Aún crees que soy tu enemiga?».

Kassad recordó el forzado abrazo en las Tumbas, consciente de que era menos una violación que la concesión de un deseo, el deseo subvocalizado de ser de nuevo el amante de aquella mujer improbable.

«No sé qué eres».

«Al principio fui víctima como muchos —dijo Moneta, mirando de nuevo el valle—. Luego, en el lejano futuro, comprendí por qué habían creado al Señor del Dolor, por qué tenían que forjarlo… y me transformé en su compañera y guardiana».

«¿Guardiana?».

«Controlaba las mareas de tiempo, reparaba la maquinaria, me cercioraba de que el Señor del Dolor no despertara antes de tiempo».

«Entonces, ¿puedes controlarlo?».

El corazón de Kassad se desbocó ante esa idea.

«No».

«Entonces, ¿qué o quién puede controlarlo?». «Sólo quien lo derrote en un combate singular».

«¿Quién le ha derrotado?».

«Nadie. Ni en tu futuro ni en tu pasado».

«¿Cuántos lo intentaron?».

«Millones».

«¿Y todos murieron?».

«O algo peor».

Kassad cobró aliento.

«¿Sabes si se me permitirá luchar contra él?».

«Se te permitirá».

Kassad soltó el aire. Nadie lo había derrotado. El futuro de él era el pasado de ella. Ella había vivido allí, había atisbado el terrible árbol de espinas, había visto rostros familiares tal como él había contemplado a Martin Silenus forcejeando, empalado, años antes de conocer al poeta. Kassad dio la espalda a la batalla del valle.

«¿Podemos ir ahora? Lo desafío a un combate singular».

Moneta lo escrutó en silencio. Kassad vio su propio semblante líquido reflejado en el de ella. Sin responder, Moneta dio media vuelta, tocó el aire y dio existencia a un portal.

Kassad se dispuso a atravesarlo.