25

Sol, el cónsul, el padre Duré y el inconsciente Het Masteen estaban en la primera Tumba Cavernosa cuando oyeron los disparos. El cónsul salió solo, despacio, con cuidado, prudente ante las mareas de tiempo que los habían internado en las profundidades del valle.

—Está bien —anunció. El tenue fulgor del farol de Sol iluminaba la parte trasera de la caverna, bañando tres rostros pálidos y el cuerpo del templario—. Las mareas han disminuido.

Sol se levantó abrazando a la hija.

—¿Está seguro de que era la pistola de Brawne?

El cónsul avanzó hacia la oscuridad.

—Ninguno de nosotros llevaba un arma con balas. Iré a mirar.

—Aguarde —dijo Sol—. Iré con usted.

El padre Duré permaneció de rodillas junto a Het Masteen.

—Vayan ustedes. Yo me quedaré con él.

—Uno de nosotros regresará dentro de cinco minutos —informó el cónsul.

El valle relucía bajo la luz pálida de las Tumbas de Tiempo. El viento bramaba desde el sur, pero esa noche las corrientes soplaban por encima de los riscos y no arremolinaban las dunas. Sol siguió al cónsul por el tosco sendero, enfilando hacia la entrada del valle. Ligeros tirones de déjà vu recordaron a Sol la violencia de las mareas de tiempo de una hora antes, pero los vestigios de la extravagante tormenta ya se estaban disipando.

Sol y el cónsul dejaron atrás el calcinado campo de batalla del Monolito de Cristal. La alta estructura irradiaba un fulgor lechoso reflejado por el sinfín de astillas que cubrían el fondo del arroyo. Luego pasaron frente a la Tumba de Jade, con su fosforescencia verde y clara, doblaron de nuevo y siguieron en zigzag hacia la Esfinge.

—Cielos —susurró Sol, echando a correr, tratando de no molestar a la niña dormida. Se arrodilló junto a la figura oscura que yacía en el escalón superior.

—¿Brawne? —preguntó el cónsul, al tiempo que se detenía para recobrar el aliento después del abrupto ascenso.

—Sí. —Sol le alzó la cabeza y apartó la mano cuando advirtió que algo brillante y fresco sobresalía del cráneo.

—¿Está muerta?

Sol se apoyó la cabeza de la hija contra el pecho mientras tocaba la garganta de la mujer para tantear el pulso.

—No —respondió, cobrando aliento—. Está viva pero inconsciente. Déme la linterna.

La cogió y alumbró el cuerpo despatarrado de Brawne Lamia, siguiendo el cordel de plata —«tentáculo» era una palabra más atinada, pues la cosa tenía una masa carnosa que evocaba orígenes orgánicos— que salía de la conexión neural del cráneo y entraba en la Esfinge por el portal abierto. La Esfinge refulgía, la más brillante de todas las Tumbas, pero la entrada estaba muy oscura.

El cónsul se acercó.

—¿Qué es? —Tendió la mano hacia el cable de plata, la retiró con igual alarma que Sol—. Dios mío, está tibio.

—Parece vivo —convino Sol. Frotó las manos de Brawne y le palmeó las mejillas para despertarla. Ella no se movía. Sol alumbró con la linterna el cable que se perdía de vista en el pasillo de entrada—. No creo que ella se lo haya conectado voluntariamente.

—El Alcaudón —apuntó el cónsul. Activó las lecturas biomonitoras del comlog de Brawne—. Todo está normal excepto las ondas cerebrales, Sol.

—¿Qué indican?

—Indican que ha muerto. Muerte cerebral, al menos. Ninguna función superior.

Sol suspiró y se balanceó sobre los talones.

—Tenemos que ver adónde va ese cable.

—No podemos arrancarlo del empalme.

—Mire —señaló Sol, alumbrando la nuca de Brawne mientras apartaba una mata de rizos oscuros. El empalme neural, normalmente un disco de plasticarne de pocos milímetros de anchura con un orificio de diez micrómetros, parecía fundido. La carne se hinchaba en una cuña roja para conectarse con las prolongaciones del cable de metal.

—Necesitaríamos cirugía para extraerlo —susurró el cónsul. Tocó la feroz cuña de carne. Brawne no se movió. El cónsul recobró la linterna y se levantó—. Quédese usted con ella. Yo lo seguiré.

—Use los canales de comunicación —indicó Sol, sabiendo lo inútiles que habían sido durante las oscilaciones de las mareas de tiempo.

El cónsul asintió y se marchó deprisa antes que el miedo le hiciera titubear.

El cable de cromo serpeaba por el pasillo principal, perdiéndose de vista más allá de la sala donde los peregrinos habían dormido la noche anterior. El cónsul alumbró las mantas y mochilas que habían dejado en su precipitada salida.

Siguiendo el cable, dobló el recodo del corredor, atravesó el portal central donde el pasillo se dividía en tres conductos más estrechos, cruzó una rampa y el angosto pasaje que en sus exploraciones anteriores habían llamado «Autopista del Rey Tut», bajó por otra rampa, se internó en un túnel estrecho donde tuvo que arrastrarse, tratando de no tocar con las manos ni las rodillas aquel tentáculo de metal tibio como carne, trepó por un declive empinado, se metió en una ancha y húmeda gruta que no recordaba de antes, resbaló por un descenso abrupto despellejándose palmas y rodillas, y al fin reptó por un tramo cuya longitud era mayor que la anchura aparente de la Esfinge. El desorientado cónsul confiaba en que el cable lo guiara durante el regreso.

—Sol —llamó al fin, sin confiar ni por un instante que el comunicador funcionara a través de la piedra y las mareas de tiempo.

—Aquí —susurró el profesor.

—Estoy muy adentro —dijo el cónsul—. En un corredor que no recuerdo haber visto. Parece muy profundo.

—¿Ha encontrado el extremo del cable?

—Sí —respondió el cónsul, reclinándose para enjugarse el sudor de la cara con un pañuelo.

—¿Un nexo? —preguntó Sol, aludiendo a uno de los muchísimos nódulos terminales donde los ciudadanos de la Red podían conectarse con la esfera de datos.

—No. La cosa parece fundirse con la piedra del suelo. El corredor también termina aquí. He tratado de moverlo, pero el enlace es similar al que hay en la conexión neural del cráneo de Lamia. Parece formar parte de la roca.

—Salga —dijo Sol por encima del berrido de la estática—. Trataremos de quitárselo a ella.

En la húmeda oscuridad del túnel, el cónsul sintió claustrofobia por primera vez en su vida. Le costaba respirar. Estaba seguro de que algo acechaba en la oscuridad, cortándole el aire y el único camino de retirada. El corazón le latía desbocado en el estrecho túnel.

Suspiró despacio, se enjugó de nuevo la cara y controló el pánico.

—Eso podría matarla —advirtió con voz entrecortada.

Ninguna respuesta. El cónsul llamó de nuevo, pero algo había interrumpido la tenue comunicación.

—Voy a salir —anunció al silencioso instrumento, y giró, alumbrando el túnel con la linterna. ¿El tentáculo había oscilado, o era sólo un truco de la luz?

El cónsul comenzó a arrastrarse por donde había venido.

Habían hallado a Het Masteen en el ocaso, minutos antes de la tormenta de tiempo. El templario caminaba dando tumbos cuando lo descubrieron el cónsul, Sol y Duré, y luego lo hallaron inconsciente.

—Llevémoslo a la Esfinge —sugirió Sol.

En ese momento, como coreografiadas por el sol poniente, las mareas de tiempo los alcanzaron en una embestida de náusea y déjà vu. Los tres hombres cayeron de rodillas. Rachel despertó y lloró con el vigor y el terror de los recién nacidos.

—Vamos hacia la entrada del valle —jadeó el cónsul, cargando a hombros a Het Masteen—. Tenemos… que salir… del valle.

Los tres hombres enfilaron hacia la entrada del valle y dejaron atrás la primera tumba, la Esfinge, pero las mareas de tiempo recrudecieron lanzándoles un terrible viento de vértigo. A treinta metros ya no pudieron subir más. Cayeron al suelo, Het Masteen rodó por el sendero apisonado. Rachel había dejado de llorar y se contorsionaba incómodamente.

—Regresemos —jadeó Paul Duré—. Regresemos al valle. Era… mejor… abajo.

Desanduvieron el camino, tambaleándose como borrachos, cada cual llevando una carga demasiado preciosa para abandonarla. Descansaron un momento debajo de la Esfinge, apoyados contra una roca, mientras la textura misma del espacio y del tiempo oscilaba y se agitaba. Era como si el mundo fuera la superficie de una bandera y alguien la hiciera flamear con un chasquido violento. La realidad ondulaba, se plegaba, se sumergía, se replegaba como una ola erguida. El aterrado cónsul dejó al templario apoyado contra la roca, cayó al suelo jadeando, y clavó los dedos en la arena.

—El cubo de Möbius —señaló el templario, moviéndose, los ojos aún cerrados—. Necesitamos el cubo de Möbius.

—Demonios —masculló el cónsul. Sacudió a Het Masteen—. ¿Por qué lo necesitamos? Masteen, ¿por qué lo necesitamos? —El templario movió la cabeza y se desmayó de nuevo.

—Yo lo traeré —dijo Duré. El pálido sacerdote tenía un aspecto avejentado y enfermo.

El cónsul asintió, se echó a Het Masteen sobre los hombros, ayudó a Sol a incorporarse y avanzó valle abajo, sintiendo que las mareas de los campos antientrópicos amainaban a medida que se alejaban de la Esfinge.

El padre Duré trepó por el sendero, subió la larga escalera y entró tambaleando en la Esfinge, aferrándose a las ásperas piedras como un marinero se agarraría a un cabo en un mar encrespado. La Esfinge parecía oscilar, escorándose ora hacia un lado, ora hacia el otro. Duré sabía que era una distorsión provocada por las violentas mareas de tiempo, pero aun así se arrodilló para vomitar en la piedra.

Las mareas cesaron un instante, como un oleaje brusco al descansar entre un embate y otro, y Duré se incorporó, se enjugó la boca con el dorso de la mano y entró trastabillando en la oscura tumba.

No tenía linterna; avanzó a tientas por el corredor, aterrado por la sensación de tocar algo pulido y frío en la oscuridad o de entrar en la sala donde había renacido y encontrar allí su propio cadáver, recién salido de la tumba. Gritó, pero el sonido se perdió en el huracán de sus palpitaciones cuando las mareas de tiempo embistieron de nuevo.

La sala donde habían dormido estaba sumida en una profunda oscuridad, pero Duré distinguió el guiño de las luces del cubo de Möbius.

Entró tambaleando en la sala atiborrada y cogió el cubo, alzándolo en un repentino estallido de adrenalina. Las cintas de resumen del cónsul mencionaban el artefacto —el misterioso equipaje de Masteen durante la peregrinación— y el hecho de que presuntamente contenía un erg, una de esas criaturas energéticas utilizadas para impulsar una nave templaria. Duré ignoraba por qué el erg era importante ahora, pero aferró la caja mientras regresaba tropezando en el pasillo, bajaba la escalera y se internaba en el valle.

—¡Aquí! —llamó el cónsul desde la primera Tumba Cavernosa, al pie del risco—. Es mejor aquí.

Duré subió trabajosamente por el sendero, asiendo el cubo a duras penas en su confusión y su repentino agotamiento; el cónsul lo ayudó los últimos treinta pasos.

En el interior se estaba mejor. Duré sentía el flujo y reflujo de las mareas de tiempo frente a la entrada, pero el fondo de la cueva, bajo la luz fría de lámparas que revelaban intrincadas tallas, daba casi una sensación de normalidad.

El sacerdote se desplomó junto a Sol Weintraub y colocó el cubo de Möbius cerca de la silenciosa pero atenta figura de Het Masteen.

—Despertó cuando usted se acercaba —susurró Sol. Los ojos de la niña eran muy anchos y oscuros en la tenue luz.

El cónsul se sentó junto al templario.

—¿Por qué necesitamos el cubo? Masteen, ¿por qué lo necesitamos?

Het Masteen no parpadeó.

—Nuestro aliado —susurró—. Nuestro único aliado contra el Señor del Dolor. —Hablaba con el curioso acento del mundo templario.

—¿De qué manera es nuestro aliado? —preguntó.

Sol, cogiendo la túnica del hombre con ambos puños.

¿Cómo lo usamos? ¿Cuándo?

El templario miraba a lo lejos.

—Luchamos por ese honor —jadeó con voz ronca—. La Verdadera Voz del Sequoia Sempervirens fue la primera en establecer contacto con el cibrido Keats, pero yo fui honrado por la luz del Muir. El Yggdrasill, mi Yggdrasill fue ofrecido en expiación por nuestros pecados contra el Muir. —El templario cerró los ojos. La ligera sonrisa no congeniaba con los severos rasgos.

El cónsul miró a Duré y a Sol.

—Eso me suena a terminología del culto del Alcaudón, no a dogma templario.

—Quizá sea ambas cosas —susurró Duré—. Hubo alianzas más extrañas en la historia de la teología.

Sol acercó la palma a la frente del templario. El hombre hervía de fiebre. Sol hurgó en el suministro médico en busca de una jeringa para el dolor o una compresa para la fiebre. Al hallar una, titubeó.

—No sé si los templarios están dentro de las normas médicas estándar. No quisiera que una reacción alérgica lo matara.

El cónsul cogió la compresa y la aplicó al frágil brazo del templario.

—Están dentro de la norma. —Se acercó al templario—. Masteen, ¿qué sucedió en la carreta eólica?

El templario abrió los ojos turbios.

—¿Carreta eólica?

—No comprendo —susurró el padre Duré.

Sol lo llevó aparte.

—Masteen no llegó a contar su historia durante la peregrinación —susurró—. Desapareció durante nuestra primera noche en la carreta eólica. Quedó sangre detrás, mucha sangre, así como el equipaje y el cubo de Möbius. Pero Masteen no estaba.

—¿Qué sucedió en la carreta eólica? —insistió el cónsul. Sacudió la cara del templario. ¡Piense, Verdadera Voz del Árbol, Het Masteen!

La cara del hombre se alteró, los ojos se aclararon, los rasgos asiáticos cobraron su aspecto severo y familiar.

—Liberé lo elemental de su confinamiento…

—El erg —susurró Sol al pasmado sacerdote.

—… y lo sujeté con la disciplina mental que había aprendido en las Ramas Altas. Pero luego, de repente, el Señor del Dolor vino a nosotros.

—El Alcaudón —susurró Sol.

—¿Era sangre de usted la que estaba derramada allí? —preguntó el cónsul al templario.

—¿Sangre? —Masteen se cubrió con la cogulla para ocultar su turbación—. No, no era mi sangre. El Señor del Dolor tenía un… celebrante en su puño. El hombre forcejeaba, intentando escapar de las espinas de la expiación…

—¿Y qué hay del erg? —presionó el cónsul—. El elemental. ¿Qué esperaba usted que hiciera? ¿Protegerle del Alcaudón?

El templario frunció el ceño y se llevó una mano trémula a la frente.

—Él no estaba listo. Yo no estaba listo. Lo devolví a su encierro. El Señor del Dolor me tocó en el hombro. Yo me sentí satisfecho de que mi expiación llegara a la misma hora que el sacrificio de mi nave arbórea.

Sol se acercó a Duré.

—La nave arbórea Yggdrasill fue destruida en órbita aquella misma noche —susurró.

Het Masteen cerró los ojos.

—Cansado —musitó con un hilo de voz. El cónsul lo sacudió de nuevo.

—¿Cómo llegó usted aquí? Masteen, ¿cómo llegó aquí desde el Mar de Hierba?

—Desperté entre las Tumbas —susurró el templario sin abrir los ojos—. Desperté entre las tumbas. Cansado. Debo dormir.

—Déjele descansar —indicó el padre Duré.

El cónsul asintió y acomodó al hombre para que durmiera.

—Nada tiene sentido —susurró Sol mientras tres hombres y un bebé, sentados en la penumbra, sentían el flujo y reflujo de las mareas de tiempo.

—Perdemos un peregrino, ganamos otro —murmuró el cónsul—. Es como un juego extravagante.

Una hora después oyeron el eco de los disparos valle abajo.

Sol y el cónsul estaban agazapados junto a la forma silenciosa de Brawne Lamia.

—Necesitaríamos un láser para cortar esa cosa —dijo Sol—. Sin Kassad, tampoco tenemos armas.

El cónsul tocó la muñeca de la joven.

—Si cortamos, podemos matarla.

—Según el biomonitor, ella ya está muerta.

El cónsul sacudió la cabeza.

—No, está ocurriendo algo más. Esa cosa debe de estar sondeando la persona cíbrida Keats que ella lleva dentro. Cuando termine, quizá nos devuelva a Brawne.

Sol alzó a su hijita de tres días y miró hacia el valle reluciente.

—Qué locura. Nada sale como habíamos previsto. Ojalá su maldita nave estuviera aquí, tendríamos instrumentos cortantes para liberar a Brawne de esta cosa… y ella y Masteen tendrían una oportunidad de sobrevivir en el quirófano.

El cónsul permaneció de rodillas, mirando el vacío.

—Aguarde aquí, por favor —dijo al cabo de un momento. Se levantó y desapareció en las oscuras fauces de la Esfinge. Cinco minutos después regresó con su gran bolso de viaje.

Sacó una alfombra enrollada y luego la desplegó sobre el escalón superior.

Era una alfombra antigua, con poco menos de dos metros de largo y poco más de un metro de ancho.

La tela intrincadamente tejida se había desteñido con los siglos, pero las hebras de vuelo de monofilamento aún brillaban como oro en la penumbra.

Cables delgados iban desde la alfombra hasta una célula energética que el cónsul desprendió.

—Santo Dios —susurró Sol. Recordaba la historia del cónsul acerca del trágico romance de su abuela Siri con el navegante Merin Aspic de la Hegemonía. Ese romance había iniciado una rebelión contra la Hegemonía y había sumido a Alianza-Maui en años de guerra. Merin Aspic había volado a Primersitio en la alfombra voladora de un amigo.

El cónsul asintió.

—Perteneció a Mike Osho, el amigo del abuelo Merin. Ella la dejó en su tumba para que Merin la encontrara. Él me la dio a mí cuando yo era niño, antes de la Batalla del Archipiélago, donde murieron él y el sueño de libertad.

Sol acarició el antiguo artefacto.

—Es una lástima que no funcione aquí.

—¿Por qué no? —preguntó el cónsul.

—El campo magnético de Hyperion está por debajo del nivel crítico de los vehículos electromagnéticos. Por esta razón hay dirigibles y deslizadores y no VEM, por eso también la Benarés ya no era una barcaza de levitación. —Calló, sintiéndose ridículo por explicar todo esto a un hombre que había sido cónsul de la Hegemonía en Hyperion durante once años locales—. ¿O me equivoco?

El cónsul sonrió.

—Usted tiene razón en cuanto a los VEM estándar. Demasiada proporción masa-elevación. Pero la alfombra voladora es pura elevación, casi sin masa. La probé cuando vivía en la capital. Es un viaje con sobresaltos… pero funciona con una persona a bordo.

Sol miró valle abajo, más allá de las formas relucientes de la Tumba de Jade, el Obelisco y el Monolito de Cristal, hasta donde las sombras de la pared rocosa ocultaban la entrada en las Tumbas de Tiempo. Se preguntó si el padre Duré y Het Masteen aún estaban a solas, si aún estaban vivos.

—¿Piensa ir a buscar ayuda?

—Uno de nosotros irá a buscar ayuda. A traer la nave. O al menos liberarla y enviarla aquí. Podríamos decidir quién va echándolo a suertes.

Esta vez fue Sol quien sonrió.

—Piense un poco, amigo mío. Duré no está en condiciones de viajar y en todo caso no conoce el camino. Yo… —Sol alzó a Rachel hasta rozarle la cabeza con la mejilla—. El viaje podría durar varios días. Nosotros no disponemos de varios días. Si he de hacer algo por ella, debo quedarme aquí y correr mis riesgos. Tiene que ir usted.

El cónsul suspiró pero no discutió.

—Además —añadió Sol—, la nave le pertenece. Si alguien puede liberarla de la prohibición de Gladstone, usted es el indicado. Por otra parte, conoce bien al gobernador general.

El cónsul miró hacia el oeste.

—Me pregunto si Theo aún estará en el poder.

—Regresemos a comentar nuestro plan con el padre Duré —dijo Sol—. Además, dejé los suministros de lactancia en la caverna, y Rachel tiene hambre.

El cónsul enrolló la alfombra, la guardó en la mochila y miró a Brawne Lamia, el cable obsceno que se internaba en la oscuridad.

—¿Ella estará bien?

—Pediré a Paul que regrese con una manta y le haga compañía mientras usted y yo trasladamos aquí a nuestro otro enfermo. ¿Partirá usted esta noche o esperará el amanecer?

El cónsul se frotó fatigosamente las mejillas.

—No me gusta la idea de cruzar las montañas de noche, pero no podemos perder tiempo. Partiré en cuanto haya ordenado algunas cosas.

Sol asintió y miró hacia la entrada del valle.

—Ojalá Brawne pudiera decirnos a qué lugar fue Silenus.

—Lo buscaré mientras vuelo —dijo el cónsul. Miró hacia las estrellas—. Calculemos de treinta y seis a cuarenta horas de vuelo para regresar a Keats. Unas horas para liberar la nave. Tendría que estar de vuelta dentro de dos días estándar.

Sol asintió, acunando a la niña inquieta. Su cansada pero afable expresión no ocultaba sus dudas. Apoyó la mano en el hombro del cónsul.

—Es correcto intentarlo, amigo mío. Vamos, hablemos con el padre Duré, veamos si nuestro otro compañero de viaje está despierto y comamos algo juntos. Parece que Brawne trajo suficientes provisiones para permitirnos un último banquete.