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¿Se encuentra usted bien?
Comprendí que me había arqueado en la silla, los codos sobre las rodillas, los dedos en el pelo, apretando con fuerza, las palmas contra las sienes. Me incorporé, miré al archivista.
—Ha gritado usted. Pensé que le ocurría algo.
—No —grazné. Carraspeé e intenté hablar de nuevo—. No, está bien. Una jaqueca. —Bajé la cabeza, confundido. Me dolían todos los huesos. Mi comlog debía de tener un problema, pues indicaba que habían transcurrido ocho horas desde que había entrado en la biblioteca.
—¿Qué hora es? —pregunté al archivista—. Estándar.
Me lo dijo. Habían pasado ocho horas. Me froté de nuevo la cara y el sudor me mojó los dedos.
—Ya habrá pasado la hora de cerrar —observé—. Lamento haberlo retenido.
—No importa —me tranquilizó el hombrecillo—. Me gusta mantener los archivos abiertos hasta horas tardías para los estudiosos. —Entrelazó las manos—. Sobre todo hoy. Con tanta confusión, hay pocos incentivos para regresar a casa.
—Confusión —repetí, olvidando todo por un instante… todo excepto la pesadilla acerca de Brawne Lamia, la IA llamada Ummon y la muerte de mi símil, la otra persona Keats—. Oh, la guerra. ¿Qué novedades hay?
El archivista sacudió la cabeza:
Las cosas se desmoronan; el centro se derrumba;
la anarquía asola el mundo,
la roja marea avanza, y por doquier
se ahoga la ceremonia de la inocencia.
Los mejores carecen de convicción, mas los peores
rebosan de pasión intensa.
Sonreí al archivista.
—¿Y cree usted que una «tosca bestia, su hora al fin llegada, avanza hacia Belén para nacer»?
—En efecto, lo creo —respondió el archivista seriamente.
Me levanté y dejé atrás las vitrinas de vacío, sin mirar mis manuscritos sobre pergamino de novecientos años atrás.
—Quizá tenga razón —convine—. Sí, quizá tenga razón.
Era tarde; el aparcamiento estaba vacío salvo por las ruinas del Vikken Scenic robado y un elegante VEM sedán, obviamente hecho a mano en Vector Renacimiento. —¿Puedo llevarlo a alguna parte? Aspiré el fresco aire de la noche, el tufo de pescado y petróleo de los canales.
—No, gracias. Me teleyectaré a casa.
El archivista agitó la cabeza.
—Puede resultarle difícil. Todos los términex públicos están bajo ley marcial. Ha habido… disturbios. —Era evidente que la palabra disgustaba al archivista, un hombre que parecía valorar el orden y la continuidad por encima de todo—. Venga, lo conduciré hasta un teleyector privado.
Lo miré con ojos entornados. En otra época y en Vieja Tierra, habría sido el abad de un monasterio consagrado a rescatar los escasos vestigios de un pasado clásico. Observé el viejo edificio y comprendí que, en efecto, eso era.
—¿Cómo se llama usted? —pregunté, sin importarme si debía saberlo por los conocimientos del anterior Keats.
—Ewdrad B. Tynar —dijo, parpadeando y dándome la mano con firmeza.
—Yo soy… Joseph Severn. —No podía decirle que era la reencarnación tecnológica del hombre cuya cripta literaria acabábamos de dejar.
Tynar titubeó una fracción de segundo y asintió, pero comprendí que para aquel erudito el nombre del artista que acompañaba a Keats en el momento de su muerte no podía ser un secreto.
—¿Qué ocurre con Hyperion? —pregunté.
—¿Hyperion? Oh, el mundo del Protectorado adonde fue la flota espacial hace varios días. Bien, entiendo que hubo problemas para llamar las naves necesarias. Se produjeron combates muy intensos en Hyperion. Qué extraño, estaba pensando en Keats y su obra maestra inconclusa. Es una sorprendente acumulación de coincidencias.
—¿Han invadido Hyperion?
Tynar se detuvo junto al VEM y apoyó la palma en la cerradura electrónica. Las portezuelas se elevaron y se plegaron hacia el interior. Me acomodé en la celda de pasajeros que olía a sándalo y cuero; el coche de Tynar olía como los archivos, como Tynar mismo.
—No sé si lo han invadido —contestó mientras cerraba las portezuelas y activaba el vehículo. Debajo del aroma de sándalo y cuero, la cabina tenía ese olor a vehículo nuevo, polímeros y ozono, lubricantes y energía que había seducido a la humanidad durante casi un milenio—. Hoy resulta difícil conseguir acceso. Jamás había visto la esfera de datos tan sobrecargada. ¡Esta tarde tuve que esperar para una consulta sobre Robinson Jeffers!
Nos elevamos, sobrevolamos un canal y una plaza pública como aquélla donde casi me habían matado aquel mismo día, y cogimos una ruta de vuelo a trescientos metros por encima de los tejados. La ciudad era bonita de noche; la mayoría de los antiguos edificios se perfilaban contra anticuadas franjas de luz y había más farolas callejeras que holos de publicidad. Sin embargo, se veían multitudes en las calles laterales y vehículos militares de la Fuerza de Autodefensa revoloteaban sobre las principales avenidas y plazas términex. Pidieron identificación al VEM de Tynar en dos ocasiones, una vez el control de tráfico local y otra una voz humana de FUERZA
Continuamos volando.
—¿Los archivos no tienen teleyector? —pregunté, escrutando unos fuegos que ardían a lo lejos.
—No. No era preciso. Tenemos pocos visitantes, y a los estudiosos que van allí no les molesta caminar un poco.
—¿Dónde está el teleyector privado que usted cree que yo podría usar?
—Aquí —señaló el archivista. Dejamos la ruta de vuelo, sobrevolamos un edificio de treinta pisos y descendimos en una pista con rebordes Deco de piedra y aceroplástico del período Glennon-Heightt—. Mi orden reside aquí. Pertenezco a una rama olvidada del cristianismo llamada catolicismo —añadió con vergüenza. Pero usted es un erudito, señor Severn. Habrá leído acerca de nuestra Iglesia.
—No la conozco sólo por los libros —repliqué—. ¿Hay aquí una orden de sacerdotes?
Tynar sonrió.
—En realidad no somos sacerdotes. Hay ocho de nosotros en la orden laica de los Hermanos Históricos y Literarios. Cinco trabajan en la Universidad Reichs. Dos son historiadores del arte y trabajan en la restauración de la abadía Lutzchendorf. Yo cuido los archivos literarios. A la Iglesia le resulta más barato permitirnos vivir aquí que hacernos viajar todos los días desde Pacem.
Entramos en la colmena de apartamentos, que era vieja incluso según las pautas de la Vieja Red: retroiluminación en pasillos de piedra verdadera, puertas con goznes, un edificio que ni siquiera nos interrogaba o saludaba al entrar.
—Me gustaría viajar a Pacem —comenté en un impulso.
—¿Esta noche? ¿Ahora? —preguntó el sorprendido archivista.
—¿Por qué no?
Sacudió la cabeza. Comprendí que, para ese hombre, la tarifa de cien marcos representaría la paga de varias semanas.
—Nuestro edificio tiene su propio portal —informó—. Por aquí.
La escalera central era de piedra desteñida y de hierro corroído, con un pozo de sesenta metros en el centro. Desde un corredor oscuro llegó el llanto de un bebé, seguido por los gritos de un hombre y los sollozos de una mujer.
—¿Cuánto hace que vive aquí, Tynar?
—Diecisiete años locales, Severn. Ah… treinta y dos estándar, creo. Aquí está.
El portal era tan antiguo como el edificio y su marco de traslación estaba rodeado por un bajorrelieve dorado y cubierto de verdín.
—La Red ha impuesto restricciones sobre el viaje —dijo—. Supongo que Pacem será accesible. Faltan doscientas horas para que los bárbaros… no recuerdo su nombre… lleguen allí. El doble del tiempo que le queda a Renacimiento. —Extendió la mano y me cogió la muñeca. La tensión me hizo vibrar huesos y tendones—. Severn… ¿cree usted que quemarán mis archivos? ¿Destruirán ellos mil años de pensamiento? —Apartó la mano.
No supe quienes eran «ellos» ¿Los éxters? ¿Los fanáticos del Alcaudón? ¿Los manifestantes? Gladstone y sus líderes de la Hegemonía estaban dispuestos a sacrificar los «mundos de la primera oleada».
—No —lo tranquilicé, ofreciéndole la mano—. No creo que permitan la destrucción de los archivos.
Ewdrad B. Tynar sonrió y retrocedió un paso, avergonzado de revelar sus emociones. Me estrechó la mano.
—Buena suerte, Severn. Dondequiera lo lleven sus viajes.
—Dios le bendiga, señor Tynar. —Yo nunca había usado esa frase y me sorprendió haberla pronunciado. Extraje la tarjeta universal de Gladstone, tecleé el código de tres dígitos de Pacem. El teleyector pidió disculpas, dijo que no era posible por el momento, y al fin sus microcefálicos procesadores comprendieron que era una tarjeta de precedencia universal y zumbaron para dar existencia al portal.
Me despedí de Tynar y entré, temiendo cometer un grave error al no regresar directamente a TC2.
Era de noche en Pacem y allí no existía el fulgor urbano de Vector Renacimiento. Estaba lloviendo, uno de esos chaparrones violentos que dan ganas de acurrucarse bajo mantas gruesas y esperar la mañana.
El portal estaba en un patio porticado, pero al aire libre, y sentí la noche, la lluvia y el frío. Sobre todo el frío.
El aire de Pacem era mucho menos denso que el estándar de la Red, y la única meseta habitable tenía el doble de altura que las ciudades de Renacimiento, que estaban al nivel del mar. Habría regresado en vez de internarme en la noche y la lluvia, pero un marine de FUERZA emergió de las sombras, el rifle al hombro pero dispuesto para disparar, y me pidió la identificación.
Estudió la tarjeta y se cuadró.
—¡Sí, señor!
—¿Esto es el Nuevo Vaticano?
—Sí, señor.
Entreví una cúpula iluminada a través del chaparrón. Señalé por encima de la pared del patio.
—¿Eso es San Pedro?
—Sí, señor.
—¿Allí estará monseñor Edouard?
—Cruzando este patio, a la izquierda de la plaza, el edificio bajo a la izquierda de la catedral, señor.
—Gracias, cabo.
—Soldado, señor.
Me arropé con mi capa ceremonial, totalmente inútil en semejante aguacero, y crucé el patio a la carrera.
Un humano, quizás un sacerdote, aunque no vestía túnica ni alzacuellos, me abrió la puerta del edificio residencial. Otro humano sentado a un escritorio de madera me informó de que monseñor Edouard estaba presente y despierto, a pesar de la hora. ¿Tenía yo una cita?
No, no estaba citado, pero deseaba hablar con monseñor. Era importante.
¿Acerca de qué asunto? El hombre del escritorio se mostraba amable pero firme. Mi tarjeta no lo había impresionado. Sospeché que hablaba con un obispo.
Deseaba hablar del padre Paul Duré y del padre Lenar Hoyt.
El hombre asintió, susurró hacia un diminuto micrófono que llevaba en el cuello y me condujo a la residencia. La vieja torre donde vivía Tynar parecía el palacio de un sibarita comparada con aquel lugar. El desnudo pasillo sólo exhibía toscas paredes de yeso y aún más toscas paredes de madera. Una de las partes estaba abierta, y al pasar vi una cámara que se parecía más a una celda carcelaria que a un dormitorio: cama baja, manta áspera, taburete de madera, una cómoda sin adornos con una jarra de agua y una sencilla bacía; sin ventanas, sin paredes de comunicación, sin holofoso, sin consola de acceso. Sospeché que la habitación ni siquiera era interactiva.
En alguna parte retumbaron las voces de un cántico tan elegante y atávico que me erizó el vello de la nuca. Gregoriano. Atravesamos un gran comedor tan sencillo como las celdas, una cocina que habría resultado familiar para los cocineros de la época de John Keats, una gastada escalera de piedra, un penumbroso pasillo y una escalera más estrecha. El hombre se marchó y entré en uno de los lugares más bellos que había visto.
Aunque parte de mí comprendía que la Iglesia había trasladado y reconstruido la Basílica de San Pedro —incluidos los huesos que presuntamente pertenecían al santo—, otra parte de mí se sintió transportada a la Roma que yo había visto a mediados de noviembre de 1820, la Roma donde había vivido, sufrido y muerto.
Este espacio era más bello y elegante que cualquier torre de oficinas de Centro Tau Ceti; la Basílica de San Pedro se extendía más de ciento ochenta metros en las sombras, tenía ciento cuarenta metros de anchura donde el centro del crucero se unía a la nave, y estaba coronada por la perfecta cúpula de Miguel Ángel, que se elevaba casi ciento veinte metros sobre el altar. El baldaquino de bronce de Bernini, con un vistoso dosel sostenido por espiraladas columnas bizantinas, coronaba el altar mayor y daba a ese espacio inmenso la dimensión humana necesaria para adquirir perspectiva sobre las íntimas ceremonias que se celebraban allí. La tenue luz de lámparas y cirios alumbraba zonas concretas de la basílica, bañaba la tersa piedra travertina, destacaba mosaicos dorados y perfilaba los infinitos detalles pintados, grabados y labrados en las paredes, las columnas, las cornisas y la gran cúpula. Los continuos relampagueos de la tormenta se filtraban por los altos vitrales amarillos y arrojaban columnas de luz violenta en el Trono de San Pedro de Bernini.
Me detuve a pasos del ábside, temiendo que mis pasos constituyeran un sacrilegio en semejante espacio, e incluso que mi aliento resonara en la larga basílica. Al cabo de un momento los ojos se me acostumbraron a la penumbra, compensaron los contrastes entre la incandescencia de la tormenta y la luz de las velas, y entonces comprendí que no había bancos que llenaran el ábside ni la nave, ni columnas bajo la cúpula, sólo dos sillas a poca distancia del altar. Dos hombres hablaban sentados en esas sillas, manifestando gran urgencia por comunicarse. La luz de las lámparas y las velas y el fulgor de un gran mosaico de Cristo en el frente del oscuro altar bañaban fragmentos de los rostros de esos hombres. Ambos eran ancianos. Ambos eran sacerdotes, y el cuello blanco se destacaba en la penumbra. Los reconocí con un sobresalto: uno era monseñor Edouard.
El otro era el padre Paul Duré.
Al principio se alarmaron; interrumpieron sus cuchicheos para volverse hacia aquella aparición, aquella sombra baja que surgía de la oscuridad, llamándolos por el nombre, exclamando con asombro el nombre de Duré, balbuceando acerca de peregrinaciones y peregrinos, las Tumbas de Tiempo y el Alcaudón, las IAs y la muerte de los dioses.
Monseñor no llamó al servicio de seguridad; ni él ni Duré huyeron; juntos calmaron a la aparición, trataron de comprender sus excitados balbuceos y transformaron aquel extraño enfrentamiento en una conversación sensata.
En efecto, era Paul Duré. Paul Duré, no un extraño Doppelgänger ni un duplicado androide ni una reconstrucción cíbrida. Me cercioré de ello escuchándolo, interrogándolo, mirándolo a los ojos, pero ante todo estrechándole la mano, tocándolo.
—Usted conoce increíbles detalles de mi vida, del tiempo que pasé en Hyperion, en las Tumbas… Pero ¿quién ha dicho que era usted? —preguntó Duré.
Ahora me tocaba a mí dar explicaciones.
—Una reconstrucción cíbrida de John Keats. Un gemelo de la personalidad que Brawne Lamia llevaba consigo en la peregrinación.
—Y usted ha podido comunicarse… ¿saber lo que nos ocurría a través de esa persona compartida?
Yo estaba apoyado en una rodilla, entre ellos y el altar. Alcé ambas manos en un gesto de frustración.
—A través de eso… o a través de una anomalía en la megaesfera. Pero he soñado las vidas de ustedes, oí las narraciones de los peregrinos, escuché al padre Hoyt mientras contaba la vida y la muerte de Paul Duré… de usted. —Tendí la mano para tocarle el brazo. Compartir el mismo tiempo y espacio de uno de los peregrinos me causaba vértigo.
—Entonces, usted sabe cómo he llegado aquí —observó el padre Duré.
—No. La última vez soñé que usted entraba en una de las Tumbas Cavernosas. Había una luz. No sé nada más desde entonces.
Duré asintió. Tenía un rostro más patricio y macilento del que me habían sugerido mis sueños.
—¿Pero usted conoce el destino de los demás?
Cobré aliento.
—En parte. El poeta Silenus está vivo, pero empalado en el árbol de espinas del Alcaudón. La última vez que vi a Kassad, atacaba sin armas al Alcaudón. Lamia viajó por la megaesfera hasta la periferia del TecnoNúcleo con mi gemelo Keats…
—¿Él sobrevivió en ese… bucle Schrón, o como se llame? —Duré parecía fascinado.
—Ya no. La personalidad IA llamada Ummon lo mató, destruyó la persona. Brawne iba de regreso. No sé si el cuerpo de ella sobrevive.
Monseñor Edouard se inclinó hacia mí.
—¿Y qué hay del cónsul, el profesor y la niña?
—El cónsul intentó regresar a la capital en una alfombra voladora, pero se estrelló varias millas al norte. Ignoro su destino.
—Millas —repitió Duré, como si la palabra le evocara recuerdos.
—Disculpe usted. —Señalé la basílica—. Este lugar me evoca las unidades de mi vida anterior.
—Continúe —indicó monseñor Edouard—. El padre y la hija.
Exhausto, me senté en la fría piedra. Los brazos y las manos me temblaban de fatiga.
—En mi último sueño, Sol ofrendaba su hija al Alcaudón. Fue a instancias de Rachel. No alcancé a ver qué ocurría a continuación. Las Tumbas se estaban abriendo.
—¿Todas? —preguntó Duré.
—Todas las que pude ver.
Los dos hombres se miraron.
—Hay algo más —añadí, y les referí el diálogo con Ummon—. ¿Es posible que una deidad evolucione a partir de la conciencia humana sin que la humanidad lo sepa?
Los relámpagos habían cesado, pero la lluvia caía con tal violencia que se oían sus repiqueteos en la cúpula. En la oscuridad chirrió una pesada puerta, retumbaron pisadas que se alejaron. Las velas votivas de los recovecos de la basílica proyectaban una luz roja contra paredes y cortinados.
—Yo enseñé que según san Teilhard, esto era posible —señaló fatigosamente Duré—, pero si ese Dios es un ser limitado, que evoluciona tal como hemos hecho los demás seres limitados, pues no, no es el Dios de Abraham y Cristo.
Monseñor Edouard asintió.
—Hay una antigua herejía…
—Sí —dije—, la herejía sociniana. Oí que el padre Duré se la explicaba a Sol Weintraub y al cónsul. Pero no importa cómo haya evolucionado esta… potestad, ni si es limitada. Si Ummon dice la verdad, nos enfrentamos a una fuerza que usa cuásares como fuentes de energía. Es un Dios que puede destruir galaxias, caballeros.
—Eso sería un dios que destruye galaxias —enfatizó Duré—. No Dios.
—Pero si no es limitado —repliqué—, sí es el Dios del Punto Omega, la conciencia total acerca de la cual usted ha escrito, si es la misma Trinidad que la Iglesia de ustedes formula y teoriza desde antes de Santo Tomás, si una parte de esa Trinidad ha retrocedido en el tiempo hasta aquí y ahora, ¿qué pasa?
—¿Pero desde qué retrocedió? —murmuró Duré—. El Dios de Teilhard, el Dios de la Iglesia, nuestro Dios, sería el Punto Omega en quien el Cristo de la Evolución, lo Personal y lo Universal, lo que Teilhard llamaba el En Haut y el En Avant, están perfectamente unidos. Nada podría obligar a ningún elemento de esa deidad a huir. Ningún Anticristo, ningún poder satánico ni teórico, ningún «contra Dios» podría amenazar a semejante conciencia universal. ¿Qué sería ese otro Dios?
—¿El Dios de las máquinas? —murmuré con un hilo de voz.
Monseñor Edouard unió las manos en lo que me pareció una preparación para la plegaria, pero resultó ser un gesto de profunda cavilación y aún más profunda agitación.
—Pero Cristo tuvo dudas —dijo—. Cristo sudó sangre en el jardín y pidió que le apartaran ese cáliz. Si había pendiente un segundo sacrificio, algo aún más terrible que la crucifixión, la entidad Cristo de la Trinidad hubiera podido atravesar el tiempo, internándose en un Getsemaní tetradimensional para ganar unas horas, unos años, tiempo para pensar.
—Algo más terrible que la crucifixión —repitió Duré en un susurro ronco.
Monseñor Edouard y yo miramos al sacerdote. Duré se había crucificado en un árbol tesla de alto voltaje en Hyperion para no sucumbir al control del parásito cruciforme. A través de la aptitud de resurrección de esa criatura, Duré había sufrido muchas veces el suplicio de la crucifixión y la electrocución.
—Aquello de lo cual huye la conciencia En Haut —susurró Duré— es algo atroz.
Monseñor Edouard tocó el hombro de su amigo.
—Paul, cuéntale a este hombre tu viaje hasta aquí.
Duré regresó del lugar distante adonde lo habían llevado sus recuerdos y se volvió hacia mí.
—¿Conoce usted todas nuestras historias y los detalles de nuestra estancia en el Valle de las Tumbas de Hyperion?
—Eso creo. Hasta el momento en que usted desapareció.
El sacerdote suspiró y se tocó la frente con dedos largos y trémulos.
—Entonces —convino— quizás usted pueda comprender cómo llegué hasta aquí y lo que vi en el camino.
—Vi una luz en la tercera Tumba Cavernosa —refirió el padre Duré—. Entré. Confieso que la idea del suicidio me había cruzado la mente, lo que quedó de mi mente después que el cruciforme me reprodujera. No dignificaré la función de ese parásito diciendo que me resucitó…
»Distinguí una luz y pensé que era el Alcaudón. Yo ansiaba un segundo encuentro con aquella criatura (el primero ocurrió años atrás en el laberinto de la Grieta, cuando el Alcaudón me ungió con mi diabólico cruciforme).
»Cuando buscamos al coronel Kassad el día anterior, esta tumba era corta y despojada, y una lisa pared de roca nos detuvo a los treinta pasos. Ahora, en vez de pared, había una talla semejante a la boca del Alcaudón, una pétrea fusión de lo mecánico y lo orgánico, estalactitas y estalagmitas afiladas como dientes de carbonato de calcio.
»Por la boca descendía una escalera de piedra. De esas profundidades brotaba una luz, ora blanca y pálida, ora oscura y rojiza. Sólo se oía el suspiro del viento, como si la roca respirase.
»No soy Dante. No buscaba a mi Beatriz. Mi breve arranque de volar (aunque fatalismo es el término más apropiado) se había disipado al dejar atrás la luz del día. Di media vuelta y corrí hacia la entrada de la caverna.
»No había abertura. El pasaje terminaba allí. Yo no había oído ningún derrumbe ni alud, y además la roca donde se hallaba la entrada parecía tan antigua como el resto de la caverna. Durante media hora busqué otra salida y no la encontré. Me negaba a regresar a la escalera y al fin me senté varias horas donde había estado la entrada de la caverna. Otro truco del Alcaudón. Otro burdo alarde de escenografía de ese planeta perverso. Una broma de Hyperion.
»Al cabo de varias horas de permanecer sentado en la penumbra, mirando la silenciosa palpitación de aquella luz en el extremo de la caverna, comprendí que el Alcaudón no iría a buscarme allí. La entrada no reaparecería por arte de magia. Podía quedarme allí hasta morir de inanición, pues ya estaba deshidratado, o bajar por aquella maldita escalera.
»Bajé.
»Años atrás, vidas atrás, literalmente, cuando visité a los bikura cerca de la Grieta de la Meseta del Piñón, el laberinto donde había encontrado al Alcaudón estaba tres kilómetros por debajo de la pared del desfiladero. Eso era cerca de la superficie, la mayoría de los laberintos de la mayoría de los mundos laberínticos están por lo menos diez kilómetros por debajo de la corteza. Yo no albergaba dudas de que aquella escalera interminable, una espiral abrupta con escalones lo bastante anchos como para que diez sacerdotes descendieran al infierno cogidos del brazo, terminaría en el laberinto. Allí el Alcaudón me había maldecido con la inmortalidad. Si la criatura o el poder que lo conducía tenía algún sentido de la ironía, sería adecuado que tanto mi inmortalidad como mi vida mortal terminaran allí.
»La escalera descendía, la luz cobraba brillo… ahora un fulgor rosado; diez minutos después, un rojo espeso, media hora más tarde, un carmesí fluctuante. Era una escenificación demasiado dantesca para mí gusto, propia del fundamentalismo barato. Casi me eché a reír al pensar en la aparición de un diablillo con cola, tridente y pezuñas hendidas, agitando un fino bigotillo.
»Pero no reí cuando alcancé las profundidades, donde la causa de la luz se volvió evidente: cruciformes, cientos y miles, pequeños al principio, adheridos a las ásperas paredes de la escalera como toscas cruces dejadas por frailes subterráneos; luego más grandes, hasta que muchos casi se superponían, coralinos, carnosos, sanguinolentos, bioluminiscentes.
»Sentí náuseas. Era como entrar en un conducto plagado de sanguijuelas, o algo aún peor. Yo había visto el escáner médico y las imágenes internas de mi cuerpo con sólo una de aquellas cosas sobre mí: ganglios que se me infiltraban en las carnes y los órganos como fibras grises, vainas de filamentos sinuosos, racimos de nemátodos como terribles tumores que ni siquiera otorgan la misericordia de la muerte. Ahora yo llevaba dos: el de Lenar Hoyt y el mío. Prefería morir antes que padecer otro.
»Continué el descenso. Las paredes palpitaban con un calor y una luminosidad que quizá procedieran de las profundidades o del apiñamiento de miles de cruciformes. Por fin llegué al escalón inferior, la escalera terminó, doblé un último recodo y estuve allí.
»El laberinto. Se extendía tal como lo había visto en muchos holos y una vez en persona: túneles lisos, treinta metros de anchura, tallados en la corteza de Hyperion ochocientos mil años atrás, entrecruzando el planeta como catacumbas diseñadas por un ingeniero demente. Hay laberintos en nueve mundos, cinco de ellos en la Red, el resto, como éste, en el Afuera: todos son idénticos, todos fueron cavados en la misma época del pasado, ninguno brinda claves sobre la razón de su existencia. Abundan leyendas acerca de los Constructores de Laberintos, pero los míticos ingenieros no dejaron artefactos, ningún indicio acerca de sus métodos ni su configuración, y ninguna teoría ofrece una explicación sensata respecto a uno de los mayores proyectos de ingeniería de la galaxia.
»Todos los laberintos están desiertos. Nuestras sondas han explorado millones de kilómetros de corredores tallados en la piedra, y son lisos y desnudos excepto en los sitios donde el tiempo y los derrumbes han alterado las catacumbas originales.
»Pero no donde yo estaba ahora.
»Los cruciformes alumbraban una escena digna de El Bosco mientras yo miraba el interminable corredor; interminable pero no vacío. Oh no.
»Al principio se me ocurrió que eran multitudes de personas vivas, un río de cabezas, hombros y brazos que se extendía por kilómetros, la corriente humana interrumpida aquí y allá por vehículos aparcados de color rojo óxido. Al avanzar y acercarme a la pared de seres humanos apiñados, comprendí que eran cadáveres. Cientos de miles de cadáveres humanos cubrían el pasillo hasta donde alcanzaba mi vista; algunos despatarrados en el suelo de piedra, otros aplastados contra las paredes, otros elevados por la presión de otros cadáveres, tan abarrotados estaban en ese tramo del laberinto.
»Un sendero se internaba entre los cuerpos como abierto por una máquina cortante. Lo seguí, tratando de no tocar los brazos extendidos ni los tobillos deformes.
»Los cuerpos eran humanos y la mayoría estaban vestidos, momificados por siglos de lenta descomposición en aquella cripta sin bacterias. La piel y la carne, curtidas, estiradas y desgarradas como estopilla podrida, cubrían apenas el hueso, y a menudo ni siquiera eso. Los cabellos, rígidos como fibroplástico gastado, parecían tentáculos de alquitrán polvoriento. Las órbitas y las bocas eran pozos de negrura. La ropa, que otrora debía de ofrecer miles de colores, era parda, gris y negra, quebradiza como los atuendos esculpidos en piedra fina. Los bultos de plástico derretido que llevaban en la muñeca y el cuello debían de ser comlogs o sus equivalentes.
»Los grandes vehículos habrían sido VEM, pero ahora se habían convertido en montículos de óxido. A cien metros tropecé y para no caer entre los cadáveres, me apoyé en una máquina alta y abollada, con las ampollas turbias. La pila de óxido se derrumbó.
»Vagué, sin mi Virgilio, siguiendo el terrible sendero trazado en la putrefacta carne humana, preguntándome por qué me mostraban todo esto, qué significaba. Al cabo de mucho tiempo de caminar, de tambalearme entre pilas de desechos humanos, llegué a una intersección de túneles; los tres pasillos estaban cubiertos de cadáveres. La senda se internaba en el laberinto de la izquierda. La seguí.
»Horas después me detuve y me senté en la estrecha vereda de piedra que serpeaba en medio de aquel espanto. Si había decenas de miles de cadáveres en ese pequeño tramo, el laberinto de Hyperion debía de contener miles de millones. Más. Los nueve mundos laberínticos debían de ser una cripta para millones.
»Ignoraba por qué me mostraban esa Dachau del alma. Cerca de mí, el cadáver momificado de un hombre aún protegía el cadáver de una mujer con la curva de un brazo descarnado. Ella abrazaba un pequeño bulto de pelo corto y negro. Desvié la mirada y rompí a llorar.
»Como arqueólogo había exhumado víctimas de ejecuciones, incendios, terremotos y erupciones. Esas escenas no me resultaban nuevas, constituían el sine qua non de la historia. Pero esto era más terrible. Tal vez era la cantidad, ese holocausto de millones. Tal vez era el sobrecogedor fulgor de los cruciformes que bordeaban los túneles como bromas blasfemas. Tal vez era el gemido del viento a través de incesantes corredores de piedra.
»Mi vida, mis enseñanzas, mis sufrimientos, mis pequeñas victorias e incontables derrotas me habían conducido allí: más allá de la fe, más allá del afecto, más allá del simple desafío miltoniano. Intuía que aquellos cuerpos habían estado allí medio millón de años o más, pero que esas gentes eran de nuestra época o, peor aún, nuestro futuro. Hundí la cara en las manos y lloré.
»Ningún ruido ni arañazo me advirtió, pero algo, tal vez un movimiento del aire… Alcé los ojos y vi al Alcaudón a menos de dos metros. No en el sendero, sino entre los cadáveres: una escultura que honraba al arquitecto de aquella carnicería.
»Me levanté. No podía permanecer sentado ni de rodillas ante esa abominación.
»El Alcaudón avanzó hacia mí, deslizándose más que caminando, patinando como sobre rieles sin fricción. La luz sangrienta de los cruciformes se derramaba sobre el caparazón de mercurio. Una sonrisa eterna, imposible: estalactitas y estalagmitas de acero.
»No sentí odio. Sólo tristeza y una agobiante piedad. No por el Alcaudón, fuera lo que fuese, sino por todas las víctimas que, a solas y sin el consuelo de la fe, habían debido afrontar aquella pesadilla nocturna.
»Por primera vez advertí que, de cerca, a menos de un metro, un olor rodeaba el Alcaudón, un tufo de aceite rancio, engranajes recalentados y sangre seca. Las llamas de los ojos palpitaban siguiendo el ritmo del fulgor del cruciforme.
»Años atrás yo no creía que esa criatura fuera sobrenatural, una manifestación del bien o del mal, tan sólo una aberración surgida de designios insondables y aparentemente insensatos del universo: una terrible broma de la evolución. La peor pesadilla de san Teilhard, pero aun así una cosa que obedecía leyes naturales por rebuscadas que fuesen, y se sometía a las reglas del universo, en algún lugar, en algún tiempo.
»El Alcaudón extendió los brazos. Las hojas de las cuatro muñecas eran mucho más largas que mis manos; la hoja del pecho era más larga que mi antebrazo. Escruté esos ojos mientras un par de brazos afilados y acerados me rodeaban y el otro par descendía despacio, avanzando por el pequeño espacio que nos separaba.
»Desplegó las hojas de los dedos. Me estremecí, pero no retrocedí cuando las hojas se me hundieron en el pecho, y me causaron un dolor semejante a un fuego helado, como láseres quirúrgicos que cercenaran nervios.
»El Alcaudón retrocedió, sosteniendo algo rojo, enrojecido aún más por mi sangre. Me tambaleé y temí ver mi corazón en las manos del monstruo: la ironía de un muerto que observa sorprendido su propio corazón segundos antes que la sangre abandone un cerebro incrédulo.
»Pero no era mi corazón. El Alcaudón sostenía el cruciforme que yo había llevado en el pecho, mi cruciforme, el depósito parasitario de mi ADN. Me tambaleé de nuevo, me toqué el pecho. Los dedos se me empaparon de sangre, pero no con los chorros arteriales que debían resultar de semejante cirugía; la herida sanaba a ojos vistas».
Yo sabía que el cruciforme había extendido nódulos y filamentos por mi cuerpo. Sabía que ningún láser quirúrgico había podido arrancar esas lianas mortíferas del cuerpo del padre Hoyt ni del mío. Pero sentí que la infección sanaba, que las fibras internas morían y se reducían a un borroso tejido cicatrical interno.
»Aún tenía el cruciforme de Hoyt. Pero eso era diferente. Cuando yo muriese, Lenar Hoyt se levantaría de estas carnes reformadas. Yo moriría. Ya no habría más pobres duplicados de Paul Duré, más imbécil y menos vital con cada regeneración artificial.
»El Alcaudón me había dado la muerte sin matarme.
»La cosa lanzó el cruciforme frío entre las pilas de cadáveres y me cogió el brazo, cortando sin esfuerzo tres capas de tejido. Me brotó sangre de los bíceps ante un leve contacto con aquellos escalpelos.
»Me condujo hacia la pared a través de los cadáveres. Lo seguí, tratando de no pisar los cuerpos pero, en mi afán de no sufrir cortaduras, no siempre tuve éxito. Los cuerpos se deshacían. Mi huella quedó impresa en la cavidad desmigajada de un pecho.
»Luego llegamos a la pared, un tramo repentinamente despojado de cruciformes, y comprendí que era una abertura con un escudo de energía. Por el tamaño y la forma, no parecía un portal teleyector estándar, pero el sordo bordoneo era similar. Cualquier cosa con tal de salir de aquél depósito de muerte». El Alcaudón me empujó.
—Gravedad cero. Un laberinto de compuertas astilladas, marañas de cables flotando como tripas de una criatura gigantesca, relampagueo de luces rojas… Por un instante pensé que allí también había cruciformes, pero luego comprendí que eran las luces de emergencia de una nave espacial moribunda. Retrocedí y rodé en la incómoda ausencia de gravedad mientras pasaban más cadáveres: no momias, sino carne fresca, recién muerta, bocas abiertas, ojos distendidos, pulmones reventados, estelas de coágulos que simulaban la vida en su lenta reacción necrótica a cada ráfaga de aire y cada movimiento de la destrozada nave de FUERZA.
»En efecto, era una nave de FUERZA Vi los uniformes de los cadáveres. Vi las inscripciones en jerga militar de las mamparas y las compuertas destrozadas, las inútiles instrucciones en las aún más inútiles cabinas de emergencia, donde los trajes cutáneos y las esferas de presión desinfladas se apilaban sobre estantes. Lo que había destruido esta nave había sido contundente como una peste nocturna.
»El Alcaudón apareció junto a mí.
¡El Alcaudón… en el espacio! ¡Libre de Hyperion y los límites de las mareas de tiempo! ¡Había teleyectores en muchas de esas naves!
»Había un portal a cinco metros. Un cuerpo se desplazó hacia allí y el brazo derecho del hombre atravesó el opaco campo como si probara el agua del mundo del otro lado. El aire gemía por el pasillo con un silbido creciente. ¡Lárgate!, le dije al cadáver, pero la diferencia de presión lo alejó del portal, el brazo intacto, recobrado, aunque el rostro era una máscara de anatomista.
»Me volví hacia el Alcaudón, y el movimiento me hizo girar media vuelta en dirección contraria.
»El Alcaudón me alzó, rasgándome la piel, y enfiló hacia el teleyector. Yo no podría haber cambiado de trayectoria aunque lo deseara. Poco antes de atravesar el zumbido del portal, imaginé el vacío del otro lado, caídas desde grandes alturas, una descompresión explosiva o —peor aún— un retorno al laberinto.
»En cambio, caí en un suelo de mármol. Aquí, a doscientos metros de este lugar, en los aposentos privados del papa Urbano XVI, quien había muerto de vejez tres horas antes de que yo atravesara su teleyector privado. El Nuevo Vaticano lo llama la “Puerta del Papa”. Sentí el dolor de la lejanía de Hyperion, la lejanía de los cruciformes, pero el dolor es ahora un viejo aliado y ya no me intimida.
»Encontré a Edouard. Él tuvo la amabilidad de escucharme durante horas mientras yo le contaba algo que ningún jesuita debió confesar jamás. Tuvo incluso la amabilidad de creerme. Ahora usted la ha oído. Ésta es mi historia.
La tormenta había amainado. Los tres permanecimos en silencio a la tenue luz de las velas bajo la cúpula de San Pedro.
—El Alcaudón tiene acceso a la Red —dije al fin.
—Sí —respondió Duré con mirada firme.
—Debía de ser una nave en el espacio de Hyperion…
—Eso parecía.
—Entonces, quizá podamos regresar allí si usamos la Puerta del Papa para regresar al espacio de Hyperion. Monseñor Edouard enarcó una ceja.
—¿Desea usted hacerlo, Severn?
Me mordí un nudillo.
—He pensado en ello.
—¿Por qué? —murmuró monseñor—. El gemelo de usted, el cíbrido que Brawne Lamia llevaba en su peregrinación, sólo encontró la muerte allí.
Sacudí la cabeza como para aclararme los pensamientos.
—Formo parte de esto. No sé qué papel desempeño, ni dónde desempeñarlo.
Paul Duré rió sin humor.
—Todos nosotros hemos conocido esa sensación. Es como un tratado acerca de la predestinación escrito por un dramaturgo sin talento. ¿Qué ha ocurrido con el libre albedrío?
Monseñor miró severamente a su amigo.
—Paul, entre todos los peregrinos, tú te has enfrentado a opciones que has realizado por propia voluntad. Grandes poderes pueden modelar el curso general de los acontecimientos, pero las personalidades humanas aún determinan su propio destino.
—Tal vez, Edouard —suspiró Duré—. No lo sé. Estoy muy cansado.
—Si la historia de Ummon es cierta… —intervine—. Si un tercio de esa deidad humana huyó a nuestro tiempo, ¿dónde puede estar y quién puede ser? Hay más de cien mil millones de seres humanos en la Red.
El padre Duré sonrió. Era una sonrisa afable, desprovista de ironía.
—¿Ha pensado que podría ser usted, Severn?
La pregunta me golpeó como una bofetada.
—Imposible —repliqué—. Ni siquiera soy plenamente humano. Mi conciencia flota en alguna parte de la matriz del Núcleo. Mi cuerpo fue reconstruido a partir de vestigios del ADN de John Keats y biofacturado como el de un androide. Los recuerdos son implantados. El final de mi vida y mi «recuperación» después de la tuberculosis, se simularon en un mundo construido para ese propósito.
Duré aún sonreía.
—¿Y bien? ¿Qué impide que usted sea esa entidad Empatía?
—No me siento como parte de un dios —repliqué—. No recuerdo nada, no entiendo nada, no sé cómo actuar.
Monseñor Edouard me tocó la muñeca.
—¿Pero, estamos seguros de que Cristo supiera siempre cómo actuar? Sabía qué se debía hacer, no es lo mismo.
Me froté los ojos.
—Ni siquiera sé qué se debe hacer.
—Paul insinúa —acotó monseñor en voz baja— que si la criatura que usted menciona se oculta en nuestra época, es posible que desconozca su identidad. —Eso es demencial— espeté. Duré asintió.
—Muchos de los acontecimientos relacionados con Hyperion parecen demenciales. La demencia parece estar propagándose.
Miré al jesuita fijamente.
—Usted sería buen candidato para ser deidad —observé—. Ha vivido una vida de plegarias, estudiando diversas teologías, honrando la ciencia como arqueólogo. Además, ya estuvo crucificado.
Duré dejó de sonreír.
—¿Oye usted lo que está diciendo? ¿Comprende la blasfemia de esas palabras? No soy candidato para ser Dios, Severn. He traicionado a mi Iglesia, mi ciencia y ahora, al desaparecer, a mis amigos de la peregrinación. Tal vez Cristo perdiera la fe momentáneamente, pero no la vendió en la plaza pública por las bagatelas del egocentrismo y la curiosidad.
—Ya basta —ordenó monseñor Edouard—. Si el misterio radica en la identidad de esta Empatía, parte de una deidad manufacturada del futuro, pensemos en los candidatos del elenco de este pequeño drama religioso, Severn. La FEM Gladstone, que carga con el peso de la Hegemonía. Los demás peregrinos: Silenus, quien, según lo que usted contó a Paul, ahora mismo sufre por su poesía en el árbol del Alcaudón. Lamia, quien ha arriesgado y perdido tanto por amor. Weintraub, que ha sufrido el dilema de Abraham; incluso su hija, quien ha regresado a la inocencia de la niñez. El cónsul, quien…
—El cónsul parece más judas que Cristo —observé—. Traicionó no sólo a la Hegemonía sino a los éxters, quienes estaban convencidos de que él trabajaba para ellos.
—Por lo que me cuenta Paul —replicó monseñor—, el cónsul fue fiel a sus convicciones, leal a la memoria de su abuela Siri. —El anciano sonrió—. Además, hay miles de millones de actores en esta obra. Dios no escogió a Herodes, Poncio Pilato ni al César como Su instrumento. Escogió al hijo desconocido de un carpintero desconocido en uno de los confines menos importantes del Imperio Romano.
—De acuerdo —accedí. Me levanté y eché a andar ante el refulgente mosaico que había frente al altar—. ¿Qué hacemos ahora? Padre Duré, es preciso que me acompañe a ver a Gladstone. Ella tiene noticias de su peregrinación. Tal vez la historia de usted pueda contribuir a impedir el baño de sangre que tan inminente parece.
Duré también se levantó, se cruzó de brazos y escudriñó la cúpula, como si la oscuridad le reservara instrucciones.
—He pensado en ello —dijo—. Pero no creo que sea mi primera obligación. Debo ir a Bosquecillo de Dios para hablar con el equivalente de nuestro papa… la Verdadera Voz del Arbolmundo.
Me detuve en seco.
—¿Bosquecillo de Dios? ¿A qué viene eso?
—Creo que los templarios son la clave de un elemento que falta en esta dolorosa adivinanza. Ahora usted dice que Het Masteen ha muerto. Quizá la Verdadera Voz pueda explicarnos qué pretendían con esta peregrinación…, la narración de Masteen, como quien dice. A fin de cuentas, fue el único de los siete peregrinos originales que no reveló por qué iba a Hyperion.
Eché a andar de nuevo, a paso más rápido, tratando de contener mi furia.
—Por Dios, Duré. No tenemos tiempo para satisfacer nuestra curiosidad. Falta sólo… —consulté mi implante— una hora y media para que el enjambre éxter penetre en el sistema de Bosquecillo de Dios. Será el caos.
—Quizá —concedió el jesuita—, pero aun así deseo ir primero allí. Luego hablaré con Gladstone. Tal vez ella autorice mi retorno a Hyperion.
Resoplé mientras pensaba que la FEM jamás permitiría que tan valioso informador corriera tanto peligro.
—En marcha —dije, y busqué la salida.
—Un momento —me detuvo Duré—. Hace un rato usted dijo que a veces podía «soñar» con los peregrinos aun estando despierto. Una especie de trance, ¿no es cierto?
—Algo parecido.
—Bien, Severn. Por favor, sueñe con ellos ahora.
Lo miré, estupefacto.
—¿Aquí? ¿Ahora? Duré señaló su silla.
—Por favor. Deseo conocer el destino de mis amigos. Además, la información podría resultar valiosa en nuestra conversación con la Verdadera Voz y con Gladstone.
Sacudí la cabeza pero me senté. —Tal vez no funcione— aduje.
—Entonces no habremos perdido nada —replicó Duré.
Asentí, cerré los ojos, me recliné en la incómoda silla.
Me sentía vigilado por aquellos dos hombres, aspiraba el tenue olor a incienso y lluvia, experimentaba el espacio reverberante que nos rodeaba. Estaba seguro de que no funcionaría; el paisaje de mis sueños no estaba tan próximo como para invocarlo con sólo cerrar los ojos.
La sensación de vigilancia se disipó, los olores se esfumaron y el espacio se expandió mil veces cuando regresé a Hyperion.