29
Sol Weintraub abrigaba grandes esperanzas la noche en que se marchó el cónsul. Al fin hacían algo, o al menos lo intentaban. Sol no creía que las bóvedas criogénicas de la nave fueran la solución para Rachel —los expertos médicos de Vector Renacimiento habían señalado que ese método era muy peligroso—, pero resultaba tranquilizador tener una posibilidad, cualquier posibilidad. Y Sol pensaba que ya habían sido pasivos durante mucho tiempo, mientras aguardaban la decisión del Alcaudón como condenados esperando la guillotina.
El interior de la Esfinge parecía muy traicionero aquella noche y Sol trasladó sus pertenencias al ancho porche de granito de la tumba, donde él y Duré cubrieron a Masteen y Brawne con mantas, utilizando las mochilas como almohadas. Los monitores médicos de Brawne no indicaban aún ninguna actividad cerebral, y el cuerpo descansaba cómodamente. Masteen se revolvía presa de la fiebre.
—¿Cuál cree usted que es el problema del templario? —preguntó Duré—. ¿Una enfermedad?
—Podría ser la mera exposición a la intemperie —apuntó Sol—. Después de ser secuestrado en la carreta eólica, deambuló por los yermos y el Valle de las Tumbas de Tiempo. Comió nieve, a falta de líquido, y no tenía ningún alimento.
Duré asintió y observó el emplasto médico de FUERZA que habían adherido al brazo de Masteen. Las señales indicaban que la solución intravenosa goteaba con regularidad.
—Sin embargo, parece haber algo más —indicó el jesuita—. Una especie de locura.
—Los templarios tienen una conexión casi telepática con sus naves arbóreas. Voz del Árbol Masteen debió de perder el juicio al ver la destrucción de la Yggdrasill. Sobre todo si sabía que era necesario.
Duré asintió y continuó enjugando la frente cerosa del templario. Había pasado la medianoche y el viento arreciaba, arremolinando el polvo bermejo y gimiendo entre las alas y los ásperos bordes de la Esfinge. Las Tumbas resplandecían y se apagaban sin orden ni secuencia aparente. En ocasiones el tirón de las mareas de tiempo asaltaba a ambos hombres, haciéndoles jadear y aferrar la piedra, pero la oleada de déjà vu y vértigo se desvanecía al cabo de un instante. No podían irse, pues Brawne Lamia estaba conectada a la Esfinge por el cable que se le introducía en el cráneo.
Poco antes del alba se desgarraron las nubes y asomó el cielo. Las apiñadas estrellas eran casi dolorosas en su nitidez. Durante un rato, los únicos indicios de las grandes flotas de combate fueron algunas estelas de fusión, aguzados trazos de diamante en el cristal de la noche, pero luego volvieron a florecer los capullos de explosiones distantes, y al cabo de una hora la violencia del cielo dominaba el fulgor de las Tumbas.
—¿Quién cree usted que ganará? —preguntó el padre Duré. Ambos estaban sentados de espaldas a la pared de la Esfinge, mirando el retazo de cielo que asomaba entre las alas curvas.
Sol masajeaba la espalda de Rachel, quien dormía de bruces, con el trasero erguido bajo las delgadas mantas.
—Por lo que comentan los demás, parece preordenado que la Red debe sufrir una guerra terrible.
—Entonces, ¿cree usted en las predicciones del Consejo Asesor IA?
Sol se encogió de hombros.
—No sé nada de política ni de la exactitud de las predicciones del Núcleo. Soy un modesto profesor de un pequeño colegio de un mundo apartado. Sin embargo, tengo la sensación de que nos espera algo terrible, de que una tosca bestia avanza hacia Belén para nacer.
Duré sonrió.
—Yeats —dijo. La sonrisa se disipó—. Sospecho que este lugar es la nueva Belén. —Miró valle abajo hacia las relucientes Tumbas—. He pasado toda una vida enseñando las teorías de san Teilhard acerca de la evolución hacia el Punto Omega. En cambio, tenemos esto. Locura humana en los cielos, y un terrible Anticristo esperando para heredar el resto.
—¿Cree usted que el Alcaudón es el Anticristo?
El padre Duré se apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos.
—Si no lo es, estamos en apuros. —Rió amargamente—. Poco tiempo atrás me habría encantado descubrir un Anticristo, incluso la presencia de una potestad antidivina habría servido para apuntalar mi frágil creencia en una divinidad.
—¿Y ahora?
Duré extendió los dedos.
—A mí también me crucificaron.
Sol evocó imágenes de la historia de Duré tal como la había narrado Lenar Hoyt: el anciano jesuita clavándose a un árbol tesla, sufriendo años de dolor y renacimiento para no sucumbir al parásito cruciforme que aún ahora llevaba en el pecho.
Duré dejó de mirar el cielo.
—Ningún padre celestial me dio la bienvenida —murmuró—. No tuve garantías de que el dolor y el sacrificio valieran la pena. Sólo dolor. Dolor y tinieblas y de nuevo dolor.
Sol dejó de acariciar a la niña.
—¿Y eso le hizo perder la fe?
Duré miró a Sol.
—Todo lo contrario, me hizo sentir que la fe es esencial. El dolor y la oscuridad han sido nuestra suerte desde la Caída del Hombre. Pero tiene que haber una esperanza de que podamos elevarnos a un plano más elevado… de que la conciencia evolucione hacia un plano más benévolo que su contrapunto, un universo consagrado a la indiferencia.
Sol asintió despacio.
—Durante la larga batalla de Rachel con el mal de Merlín tuve un sueño. Mi esposa Sarai tuvo el mismo sueño: que me llamaban para sacrificar a mi única hija.
—Sí —apuntó Duré—. Escuché el resumen del cónsul en el disco.
—Entonces, ya conoce usted mi respuesta. Primero, que ya no podemos seguir el camino de obediencia de Abraham, aunque haya un Dios que exija tal obediencia. Segundo, que hemos ofrecido sacrificios a ese Dios durante demasiadas generaciones, que las cuotas de dolor deben cesar.
—Sin embargo, usted está aquí —dijo Duré, señalando el valle, las tumbas, la noche.
—Estoy aquí —reconoció Sol—. Pero no para suplicar, sino para averiguar qué respuesta ofrecen estos poderes a mi decisión. —Acarició de nuevo la espalda de la hija—. Rachel tiene ahora un día y medio, y rejuvenece a cada segundo. Si el Alcaudón es el arquitecto de semejante crueldad, quiero enfrentarme a él, aunque sea el Anticristo. Si hay un Dios que ha hecho esto, le demostraré el mismo desprecio.
—Tal vez todos hayamos demostrado demasiado desprecio —murmuró Duré.
Puntos de luz feroz se expandieron en vibraciones y ondas de choque, explosiones de plasma en el espacio.
—Ojalá tuviéramos la tecnología para combatir a Dios de igual a igual —masculló Sol—. Para acorralarlo en su guarida. Para resarcirnos por todas las injusticias que ha sufrido la humanidad. Para obligarlo a renunciar a su artera arrogancia o hacerlo saltar en pedazos.
El padre Duré enarcó una ceja y sonrió.
—Conozco la cólera que siente. —El sacerdote acarició con dulzura la cabeza de Rachel—. Tratemos de dormir un poco antes del amanecer.
Sol asintió, se tendió junto a la niña y se abrigó con la manta. Duré susurró algo que quizá fueran las buenas noches o una plegaria.
Sol acarició a su hija, cerró los ojos y durmió.
El Alcaudón no apareció aquella noche. Tampoco apareció a la mañana siguiente, cuando la aurora tiñó las paredes rocosas y rozó la cima del Monolito de Cristal. Sol despertó cuando la luz se internaba en el valle; encontró a Duré dormido, Masteen y Brawne aún inconscientes. Rachel estaba agitada. Lloraba como una recién nacida hambrienta. Sol la alimentó con uno de los últimos suministros, tirando del precinto de calefacción y esperando que la leche alcanzara la temperatura corporal. Había sido una noche fría en el valle y la escarcha relumbraba en los escalones de la Esfinge.
Rachel succionó ávidamente, gorgoteando suavemente como más de cincuenta años atrás, cuando Sarai la amamantaba. Cuando Rachel terminó, Sol la hizo eructar y se la apoyó en el hombro mientras se balanceaba.
Un día y medio.
Sol estaba muy cansado. Estaba envejeciendo a pesar del único tratamiento Poulsen de una década atrás. En la época en que él y Sarai quedaban liberados de sus obligaciones paternales —con su única hija en la universidad y en una remota excavación arqueológica—, Rachel había sido presa del mal de Merlín, y habían vuelto a sus deberes. Esos deberes aumentaban a medida que Sol y Sarai envejecían. Luego Sol quedó solo, después del accidente en Mundo de Barnard, y ahora estaba completamente agotado. A pesar de todo, Sol notaba con interés que no lamentaba un solo día de sus afanes.
Un día y medio.
El padre Duré despertó al cabo de un rato, y ambos prepararon el desayuno con las comidas enlatadas que Brawne había traído. Het Masteen no despertó, pero Duré recurrió al penúltimo equipo médico y el templario recibió fluidos y nutrición intravenosa.
—¿Cree usted que deberíamos aplicar el último equipo médico a Lamia? —preguntó Duré.
Sol suspiró e inspeccionó los monitores.
—No lo creo, Paul. Según esto, la concentración de azúcar en la sangre es elevada, por los niveles de nutrición, es como si acabara de tomar una buena comida.
—¿Cómo es posible?
Sol meneó la cabeza.
—Tal vez esa maldita cosa sea una especie de cordón umbilical. —Señaló el cable conectado al cráneo.
—¿Qué hacemos hoy?
Sol escrutó el cielo, que ya se transformaba en la bóveda verde y lapislázuli de Hyperion.
—Esperamos —dijo.
Het Masteen despertó en pleno calor del día, cuando el sol había llegado al cenit. El templario se sentó y exclamó:
—¡El Árbol!
Duré subió deprisa la escalinata. Sol levantó a Rachel y se acercó a Masteen. El templario observaba algo que estaba encima de las rocas. Sol miró pero sólo vio el pálido cielo.
—¡El Árbol! —repitió el templario, que alzó una mano curtida.
Duré contuvo al hombre.
—Está alucinando. Cree ver el Yggdrasill, su nave arbórea.
Het Masteen se resistió.
—No, no el Yggdrasill —jadeó con labios cuarteados—, el Árbol, el Árbol Final. ¡El Árbol del Dolor!
Ambos hombres miraron hacia arriba, pero sólo descubrieron nubes desflecadas que llegaban del sudoeste. En ese momento sobrevino una oleada de mareas de tiempo, y Sol y el sacerdote agacharon la cabeza con repentino vértigo. La oleada pasó.
Het Masteen intentaba incorporarse. Aún fijaba los ojos en un punto lejano. Tenía la piel tan caliente que quemó las manos de Sol.
—Traiga el último suministro médico —pidió Sol—. Programe la ultramorfina y el agente antipirético.
Duré se apresuró a obedecer.
—¡El Árbol del Dolor! —jadeó Het Masteen—. ¡Yo he de ser su Voz! ¡El erg debe conducirlo a través del espacio y del tiempo! ¡El obispo y la Voz del Gran Árbol me han escogido a mí. No puedo fallarles! —Forcejeó un instante en los brazos de Sol, se desplomó en el porche de piedra—. Soy el Verdadero Elegido —susurró mientras perdía energía como un globo pinchado—. Debo guiar el Árbol del Dolor durante el tiempo de la Expiación. —Cerró los ojos.
Duré conectó el último suministro médico, sintonizó el monitor para seguir las alteraciones metabólicas y químicas del templario, activó la adrenalina y los analgésicos. Sol se inclinó sobre Masteen.
—No es terminología ni teología templaria —señaló Duré—. Está usando el lenguaje del Culto del Alcaudón. —Miró a Sol—. Eso explica parte del misterio, sobre todo del relato de Brawne. Por alguna razón, los templarios han actuado en complicidad con la Iglesia de la Expiación Final, el Culto del Alcaudón.
Sol asintió, sujetó su comlog a la muñeca de Masteen y ajustó el monitor.
—El Árbol del Dolor debe de ser el legendario árbol de espinas del Alcaudón —musitó Duré, observando el cielo vacío a donde miraba Masteen—. Pero ¿qué significa que él y el erg fueron escogidos para conducirlo en el espacio y el tiempo? ¿De verdad cree que puede pilotar el árbol del Alcaudón tal como los templarios pilotan las naves arbóreas? ¿Por qué?
—Tendrá que preguntárselo en la próxima vida —suspiró Sol—. Ha muerto.
Duré miró los monitores, añadió el comlog de Lenar Hoyt al equipo. Utilizaron estimulantes, masaje cardíaco, respiración boca a boca. Las lecturas del monitor no se alteraron. Het Masteen, Verdadera Voz del Árbol y Peregrino del Alcaudón, estaba muerto.
Esperaron una hora, recelando de todo en aquel perverso valle del Alcaudón, pero cuando los monitores comenzaron a indicar una rápida descomposición del cuerpo sepultaron a Masteen cincuenta metros camino arriba, hacia la entrada del valle. Kassad había dejado una pala plegable —denominada «herramienta de atrincheramiento» en la jerga de FUERZA— y ambos hombres se turnaron para cavar y cuidar de Rachel y Lamia.
Sol Weintraub se quedó acunando a la niña a la sombra de una roca mientras Duré pronunciaba unas palabras antes de arrojar tierra sobre la improvisada mortaja de fibroplástico.
—No conocí a fondo a Het Masteen —dijo el sacerdote—. No compartíamos la misma fe. Pero éramos de la misma profesión. Voz del Árbol Masteen pasó gran parte de su vida realizando lo que consideraba la obra de Dios, siguiendo la voluntad de Dios en los escritos del Muir y las bellezas naturales. La suya era una fe verdadera: puesta a prueba por sacrificios, templada por la obediencia, y al final sellada por el sacrificio.
Duré hizo una pausa para escrutar el cielo metálico.
—Por favor, Señor, acepta a tu siervo. Acógelo en tus brazos como lo harás algún día con nosotros, los demás buscadores que hemos perdido el camino. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
Rachel rompió a llorar.
Sol la paseó mientras Duré arrojaba tierra sobre el bulto de fibroplástico.
Regresaron al porche de la Esfinge y desplazaron a Brawne hacia la escasa sombra que quedaba. No había ningún modo de protegerla del sol de la tarde a menos que la entraran en la tumba, y ninguno de los dos quería hacerlo.
—El cónsul ya debe de estar a medio camino —comentó el sacerdote tras beber un largo sorbo de agua. Tenía la frente enrojecida y empapada de sudor.
—Sí —convino Sol.
—Mañana a estas horas tendría que estar de vuelta. Usaremos bisturíes láser para liberar a Brawne, la pondremos en el quirófano. Tal vez el envejecimiento inverso de Rachel pueda detenerse en la cámara criogénica, a pesar de lo que dijeron los médicos.
—Sí.
Duré dejó la botella de agua y miró a Sol.
—¿Tiene usted alguna esperanza?
—No —respondió Sol, mirándolo a los ojos.
Las sombras se extendían desde las paredes rocosas del sudoeste. El calor se transformó en algo sólido, luego se disipó un poco. Llegaron nubes desde el sur.
Rachel dormía a la sombra, cerca de la puerta. Sol se acercó a Paul Duré, quien escrutaba el valle, y apoyó una mano en el hombro del sacerdote.
—¿En qué piensa, amigo mío?
Duré no se volvió.
—Pienso que si no creyera de veras que el suicidio es pecado mortal, pondría fin a todo para dar al joven Hoyt una oportunidad de vivir. —Miró a Sol con una vaga sonrisa—. ¿Pero es suicidio cuando este parásito del pecho, mi pecho y el de Hoyt, un día me devolverá pataleando y gritando a mi propia resurrección?
—¿Sería un don para Hoyt —murmuró Sol— devolverlo a esto?
Duré calló un instante, cogió el brazo de Sol.
—Creo que iré a caminar.
—¿Adónde? —Sol escrutó el denso calor de la tarde. A pesar de las nubes bajas, el valle era un horno.
El sacerdote hizo un ademán vago.
—Valle abajo. Regresaré pronto.
—Tenga cuidado. Y recuerde, si el cónsul encuentra un deslizador militar en el Hoolie, quizá regrese esta misma tarde.
Duré asintió, se agachó para coger una botella de agua y acariciar a Rachel y bajó por la escalera de la Esfinge, andando despacio y con prudencia, como un hombre muy viejo. La figura se empequeñeció, distorsionada por las ondas de calor y la distancia. Sol suspiró y se sentó junto a su hija.
Paul Duré trató de no apartarse de las sombras, pero aun allí el calor resultaba agobiante, y lo oprimía como un gran yugo. Dejó atrás la Tumba de Jade y enfiló hacia los riscos del norte y el Obelisco. La delgada sombra de la tumba oscurecía la piedra rosada y el polvo del valle. Duré descendió de nuevo, avanzó entre los escombros que rodeaban el Monolito de Cristal y miró hacia arriba. Un viento perezoso agitaba los paneles astillados y silbaba entre las hendiduras de lo alto de la tumba. Duré vio su reflejo en las superficies inferiores y recordó la canción de órgano del viento nocturno que se elevaba desde la Grieta donde había hallado a los bikura, en la Meseta del Piñón. Era como si hubieran transcurrido varias vidas. En efecto, habían pasado varias vidas.
Duré sentía el daño que la reconstrucción del cruciforme le había causado en la mente y la memoria. Era exasperante, el equivalente de sufrir una apoplejía sin esperanzas de recuperación. Razonamientos que antaño habrían sido un juego de niños ahora le exigían una concentración extrema o le resultaban imposibles. Las palabras se le escapaban. Las emociones lo arrebataban con la brusca violencia de las mareas de tiempo. Varias veces había tenido que apartarse de los demás peregrinos para sollozar a solas sin entender la razón.
Los demás peregrinos. Sólo quedaban Sol y la niña. El padre Duré entregaría la vida de buen grado si esos dos recibían el perdón. Se preguntó si sería un pecado urdir tratos con el Anticristo.
Había llegado a ese punto donde el valle se curvaba hacia el este internándose en el callejón donde el Palacio del Alcaudón arrojaba un laberinto de sombras sobre las rocas. El sendero serpeaba cerca de la pared noroeste y pasaba frente a las Tumbas Cavernosas. Duré sintió el aire fresco de la primera tumba y experimentó la tentación de entrar para evitar el calor, cerrar los ojos y echarse a dormir.
Siguió andando.
La entrada de la segunda tumba tenía tallas más barrocas, y Duré evocó la antigua basílica que había descubierto en la Grieta, la enorme cruz y el altar donde los retardados bikura «adoraban». Lo que adoraban era la obscena inmortalidad del cruciforme, no la oportunidad de Resurrección verdadera ofrecida por la Cruz. Pero ¿cuál era la diferencia? Duré agitó la cabeza, tratando de despejar la niebla y el cinismo que le enturbiaban cada pensamiento. El sendero se elevaba más allá de la tercera Tumba Cavernosa, la más corta y menos imponente de las tres.
Había una luz en la tercera tumba.
Duré se detuvo, cobró aliento y miró valle abajo. La Esfinge resultaba bien visible a casi un kilómetro, pero el sacerdote no atinaba a distinguir a Sol entre las sombras. Por un instante se preguntó si no se habían refugiado en la tercera tumba el día anterior, si uno de ellos no habría dejado una lámpara.
No había sido la tercera tumba. Excepto para buscar a Kassad, nadie había entrado allí en tres días.
El padre Duré sabía que debía ignorar aquella luz, regresar, mantener la vigilia con Sol y su hija.
Pero el Alcaudón buscaba a cada uno por separado. ¿Por qué rechazar la convocatoria?
Duré sintió la mejilla húmeda y comprendió que estaba sollozando en silencio, sin comprender. Se enjugó furiosamente las lágrimas con el dorso de la mano y apretó los puños.
Mi intelecto era mi mayor orgullo. Yo era el jesuita intelectual, firme en la tradición de Teilhard y Prassard. Incluso la teología que impuse a la Iglesia, a los seminaristas y a los pocos fieles que aún escuchaban enfatizaba la mente, ese maravilloso Punto Omega de la conciencia. Dios como un sagaz algoritmo.
Bien, algunas cosas trascienden el intelecto, Paul.
Duré entró en la tercera tumba.
Sol despertó sobresaltado, seguro de que alguien lo acechaba.
Se levantó de un brinco y miró en torno. Rachel ronroneaba, despertando de la siesta al mismo tiempo que el padre. Brawne Lamia yacía inmóvil. Los indicadores médicos aún irradiaban una luz verde, salvo la roja que indicaba falta de actividad cerebral.
Sol había dormido por lo menos una hora: las sombras se extendían por el suelo del valle, y sólo la parte superior de la Esfinge reflejaba la luz del sol que irrumpía entre las nubes. Franjas de luz oblicua bañaban la entrada del valle, alumbrando las paredes rocosas. El viento arreciaba.
Sin embargo, nada se movía en el valle.
Sol alzó a Rachel, la acunó, corrió escalera abajo mirando hacia las demás tumbas.
—¡Paul! —La voz retumbó en las rocas. El viento agitó el polvo más allá de la Tumba de Jade, pero nada más se movía. Sol aún tenía la sensación de acecho. Se sentía observado.
Rachel se contorsionaba, gimiendo como un recién nacido. Sol consultó el comlog. Al cabo de una hora la niña cumpliría un día. Escrutó el cielo buscando la nave del cónsul, maldijo en voz baja y regresó a la entrada de la Esfinge para cambiar los pañales de la niña, inspeccionar a Brawne, sacar un suministro de lactancia del bolso y coger una capa. El calor se disipaba deprisa en los sitios donde ya no daba el sol.
En la media hora de crepúsculo restante, Sol recorrió el valle gritando el nombre de Duré y atisbando en las Tumbas sin entrar. Más allá de la Tumba de Jade, donde habían asesinado a Hoyt, y cuyos lados ya irradiaban un verdor lechoso. Más allá del oscuro Obelisco, cuya sombra se erguía sobre la pared sudeste. Más allá del Monolito de Cristal, cuya cima reflejaba la última luz del día, oscureciéndose mientras el sol se ponía detrás de la Ciudad de los Poetas. En la repentina frescura y quietud del anochecer, Sol gritó en las Tumbas Cavernosas y sintió el aire húmedo en la cara como el hálito de una boca helada.
Ninguna respuesta.
Al caer el sol, rodeó el recodo del valle que conducía a la euforia barroca —rebordes y contrafuertes— del siniestro Palacio del Alcaudón. Sol se quedó en la entrada, tratando de hallar sentido a las negras sombras, torres, vigas y columnas, gritó hacia el oscuro interior; sólo le respondió el eco. Rachel empezó a llorar de nuevo.
Tiritando, sintiendo un escalofrío en la nuca, girando constantemente para sorprender al observador invisible y viendo sólo profundas sombras y las primeras estrellas entre las nubes, Sol regresó a la Esfinge, al principio al trote y luego a la carrera, mientras el viento del atardecer se elevaba como un gemido infantil.
—¡Demonios! —jadeó Sol cuando llegó a la escalera de la Esfinge.
Brawne Lamia no estaba. No había ni rastro del cuerpo ni del cordón umbilical de metal. Maldiciendo, abrazando a Rachel, Sol buscó una linterna en la mochila.
Diez metros pasillo adentro, Sol encontró la manta que arropaba a Brawne. Más allá, nada. Los corredores se ramificaban y serpeaban, ya ensanchándose, ya estrechándose mientras el techo descendía, de manera que lo obligaba a arrastrarse, apretando la niña en el brazo derecho para apoyarle la mejilla en la cara. Odiaba estar en aquella tumba. El corazón le palpitaba con tal fuerza que temía sufrir un ataque de coronaria.
El último pasillo se cerraba de golpe. El lugar donde el cable de metal se fundía con la piedra ahora era sólo piedra.
Sol sostuvo la linterna con los dientes y golpeó la roca, pegó contra piedras descomunales con la esperanza de abrir un panel secreto, revelar túneles.
Nada.
Sol abrazó a Rachel y desanduvo el camino. Se equivocó varias veces, sintiendo que el corazón se le desbocaba ante la idea de extraviarse. Llegó a un pasillo conocido, luego al corredor principal, salió.
Bajó la escalera y se alejó de la Esfinge. En la entrada del valle se detuvo, se sentó en una roca baja y recobró el aliento. Aún tenía la mejilla de Rachel apoyada en el cuello. La niña no emitía sonidos ni se movía. Le acariciaba la barba con los dedos arqueados.
El viento soplaba desde los yermos. Las nubes se abrieron y se cerraron, ocultando las estrellas. La única luz era el mórbido fulgor de las Tumbas de Tiempo. Sol temía que los salvajes latidos de su corazón asustaran a la niña, pero Rachel seguía acurrucada serenamente, confortándolo con su tibieza.
—Maldición —susurró Sol. Sentía afecto por Brawne Lamia. Sentía afecto por todos los peregrinos, y ahora habían desaparecido. Sus décadas de vida universitaria lo habían condicionado para buscar esquemas en los acontecimientos, un diseño moral en la piedra acrecentada de la experiencia, pero los acontecimientos de Hyperion no habían seguido esquema alguno. Sólo confusión y muerte.
Sol acunó a la niña y miró hacia los yermos, pensando en marcharse de aquel sitio, en caminar hacia la ciudad muerta o la Fortaleza de Cronos, avanzar hacia el noroeste, al Litoral, o hacia el sudeste, donde la Cordillera de la Brida se cruzaba con el mar. Se llevó la mano trémula a la cara y se frotó la mejilla: no habría salvación en esos páramos. Martin Silenus no se había salvado por dejar el valle. Se habían registrado apariciones del Alcaudón muy al sur de la Cordillera de la Brida —hasta Endimión y las demás ciudades australes— y además el hambre y la sed serían implacables aunque el monstruo los perdonara. Sol podría sobrevivir alimentándose de plantas, roedores y nieve derretida, pero la provisión de leche era limitada para Rachel, incluso con las vituallas que Brawne había traído de la Fortaleza. De golpe comprendió que la leche carecía de importancia.
Estaré solo dentro de menos de un día. Sol ahogó un gemido. Su determinación de salvar a la hija lo había sostenido durante dos décadas y media y diez veces esa cantidad de años-luz. Su resolución de devolver a Rachel la vida y la salud era una fuerza palpable; una tenaz energía que él y Sarai habían compartido y que él había alentado tal como un sacerdote conserva la llama sagrada del templo. No, por Dios, las cosas seguían un esquema. Había un sustrato moral bajo esa plataforma de hechos aparentemente aleatorios, y Sol Weintraub apostaría su vida y la de su hija a esa creencia.
Se levantó, regresó a la Esfinge, subió la escalera, halló una capa térmica y mantas, y preparó un nido para ambos en el escalón superior mientras los vientos de Hyperion aullaban y las Tumbas de Tiempo relucían con más intensidad.
Rachel se le acostó sobre el pecho y el estómago, apoyándole la mejilla en el hombro, abriendo y cerrando las manitas mientras se dormía. Su respiración se suavizó mientras caía en un sueño profundo y gorjeaba. Al cabo de un rato, Sol la siguió al mundo de los sueños.