43
Leigh Hunt nunca había visto morir a nadie. El último día y la última noche que pasó con Keats —él aún lo consideraba Joseph Severn, pero tenía la certeza de que el moribundo pensaba en sí mismo como John Keats— resultaron los más difíciles de su vida. Las hemorragias fueron frecuentes durante el último día de vida de Keats, y entre los arranques de vómito Hunt oía el hervor de la flema en el pecho y la garganta del hombrecillo.
Hunt se sentó en la cama de la habitación de Piazza di Spagna y escuchó los delirios de Keats mientras el amanecer se convertía en mañana y la mañana en tarde. Keats tenía fiebre y se desvanecía con frecuencia, pero insistía en que Hunt escuchara y anotara todo —habían encontrado tinta, pluma y papel en la habitación contigua— y Hunt obedeció, garrapateando mientras el cíbrido moribundo deliraba acerca de metaesferas y divinidades perdidas, la responsabilidad de los poetas, el ocaso de los dioses y la miltoniana guerra civil del Núcleo.
Hunt estrujó la mano febril de Keats.
—¿Dónde está el Núcleo, Severn… Keats? ¿Dónde está?
El moribundo empezó a sudar y apartó la cara.
—No me eche el aliento… ¡es como hielo!
—El Núcleo —repitió Hunt, reclinándose, casi llorando de piedad y frustración—. ¿Dónde está el Núcleo?
Keats sonrió, agitando la cabeza de dolor. Su respiración forzada sonaba como el viento en un fuelle roto.
—Como arañas en la tela —murmuró—, arañas en la tela. Tejiendo, dejando que la tejamos nosotros, luego ahogándonos y sorbiéndonos. Como moscas atrapadas por arañas.
Hunt dejó de escribir para escuchar con mayor atención ese aparente delirio. Entonces comprendió.
—Por Dios —musitó—. Están en el sistema teleyector.
Keats trató de incorporarse, cogió el brazo de Hunt con terrible fuerza.
—Cuénteselo a su jefa, Hunt. Diga a Gladstone que la destruya. Que la destruya. Arañas en la red. Dios humano y dios de máquinas… debe encontrar la unión. ¡No yo! —Se desplomó en la almohada y rompió a llorar en silencio—. No yo.
Keats durmió parte de la larga tarde, aunque Hunt sabía que era algo más parecido a la muerte que al sueño. El menor sonido sobresaltaba al poeta moribundo, quien se esforzaba por respirar. Al atardecer Keats estaba demasiado débil para expectorar, y Hunt tuvo que ayudarlo para agachar la cabeza en la bacinilla para que la gravedad le limpiara aquella mucosidad sanguinolenta de la boca y la garganta.
En varias ocasiones, cuando Keats caía en un sueño inquieto, Hunt caminó hasta la ventana o la puerta para contemplar la Piazza. Algo alto y anguloso se erguía en las profundas sombras de enfrente, cerca del pie de la escalinata.
Por la noche, Hunt se adormiló sentado en la dura silla, junto a la cama de Keats. Despertó de un sueño de caída y extendió la mano para estabilizarse. Advirtió que Keats estaba despierto y lo miraba.
—¿Alguna vez ha visto morir a alguien? —preguntó Keats entre resuellos.
—No. —Hunt notó algo raro en la mirada del joven, como si Keats lo observase a él pero viese a otra persona.
—Entonces, le compadezco —dijo Keats—. ¡Cuántos problemas y peligros ha afrontado por mí! Ahora debe ser firme, pues no durará mucho.
Hunt se sorprendió no sólo por el delicado valor de aquella observación, sino por el repentino tránsito del inexpresivo inglés estándar de la Red a una forma más antigua e interesante.
—¡Pamplinas! —replicó Hunt animosamente, fingiendo entusiasmo y energía—. Saldremos de esto antes del alba. En cuanto oscurezca saldré a buscar un portal teleyector.
Keats sacudió la cabeza.
—El Alcaudón le cogerá. No permitirá que nadie me ayude. Su papel consiste en cerciorarse de que yo escape de mí a través de mí. —Cerró los ojos entre convulsiones.
—No comprendo —dijo Leigh Hunt, aferrando la mano del joven. Supuso que esas palabras eran producto de la fiebre, pero como era una de las pocas ocasiones en que Keats demostraba plena conciencia en los dos últimos días, hizo un esfuerzo para comunicarse.
—¿Qué significa eso? ¿Escapar de usted a través de usted?
Keats abrió los ojos. Eran castaños y excesivamente brillantes.
—Ummon y los demás intentan hacerme escapar de mí logrando que acepte mi papel de deidad, Hunt. Una carnada para pescar a la ballena blanca, miel para capturar a la mosca suprema. La Empatía en fuga encontrará su hogar en mí, en mí, el señor John Keats, de metro y medio… y luego comenzará la reconciliación, ¿sí?
—¿Qué reconciliación? —Hunt se encorvó, tratando de no echarle el aliento. Keats parecía haberse encogido en la maraña de sábanas y cobertores, pero el calor que irradiaba impregnaba la habitación. Su rostro era un óvalo pálido en la luz moribunda. Hunt notó que una dorada franja de luz solar se desplazaba por la pared por debajo del techo, y que los ojos de Keats estaban fijos en ese último vestigio del día.
—La reconciliación de hombre y máquina, creador y creado —concretó Keats y empezó a toser. Se calmó después de escupir flema en la bacinilla que sostenía Hunt. Se recostó, jadeó y añadió—: La reconciliación entre la humanidad y las razas que intentó exterminar, entre el Núcleo y la humanidad que intentó aniquilar, entre el Dios del Vacío Que Vincula, fruto de una dolorosa evolución, y sus antepasados, que intentaron eliminarlo.
Hunt sacudió la cabeza y dejó de escribir.
—No entiendo. ¿Usted se puede transformar en… mesías si deja el lecho de muerte?
El rostro oval de Keats se movió un poco sobre la almohada en un gesto que tal vez era el sustituto de una carcajada.
—Todos pudimos, Hunt. La locura y el mayor orgullo de la humanidad. Aceptamos nuestro dolor. Dejamos lugar para nuestros hijos. Eso nos ganó el derecho a transformarnos en el Dios que soñamos.
Hunt apretó el puño con frustración.
—Si puede hacerlo… transformarse en ese poder… hágalo. ¡Sáquenos de aquí!
Keats cerró los ojos de nuevo.
—No puedo, no puedo. No soy Aquel Que Viene sino Aquel Que Viene Después. No el bautizado sino el bautista. ¡Merde, Hunt, yo soy ateo! ¡Ni siquiera Severn consiguió convencerme de estas ideas cuando me estaba ahogando en la muerte! —Keats agarró la camisa de Hunt con una fiereza que asustó al otro hombre—. ¡Escriba esto!
Y Hunt buscó la antigua pluma y el tosco papel, garrapateando deprisa para transcribir las palabras que Keats susurraba.
Magnífica lección en tu rostro silencioso:
descomunal conocimiento me transforma en dios.
Nombres, actos, grises leyendas, hechos tortuosos, rebeliones,
majestades, voces soberanas, agonías,
creaciones y destrucciones, todo al mismo tiempo
inunda las anchas oquedades de mi cerebro,
y me deifica, como si un vino jovial
o un elixir brillante, incomparable, bebiera,
haciéndome inmortal.
Keats vivió tres dolorosas horas más, un nadador que emergía en ocasiones de un mar de sufrimiento para aspirar aire o susurrar frases urgentes y descabelladas.
Una vez, mucho después del anochecer, cogió la manga de Hunt y susurró con bastante sensatez.
—Cuando yo haya muerto, el Alcaudón no le hará daño. Me espera a mí. Tal vez no haya camino de regreso, pero no lo tocará mientras usted busca.
Y de nuevo, cuando Hunt se arqueó para escuchar si el aliento aún gorgoteaba en los pulmones del poeta, Keats comenzó a hablar y continuó espasmódicamente para darle instrucciones concretas a fin de que lo sepultaran en el Cementerio Protestante de Roma, cerca de la Pirámide de Cayo Cestio.
—Tonterías, tonterías —murmuró Hunt como repitiendo un mantra, estrujando la mano caliente del joven.
—Flores —susurró Keats poco después, cuando Hunt encendió una lámpara del escritorio. El poeta observaba el techo con ojos enormes, una mirada pura e inocente. Hunt miró hacia arriba y vio las desleídas rosas amarillas pintadas en los cuadrados azules del techo—. Flores… sobre mí —resolló Keats.
Hunt estaba de pie ante la ventana, contemplando las sombras de la Escalinata Española, cuando el doloroso resuello vaciló y cesó y Keats jadeó:
—¡Severn… levántame! Estoy muriendo.
Hunt se sentó en la cama y lo abrazó. El cuerpo menudo y ligero irradiaba calor, como si una llama hubiera consumido la sustancia de aquel hombre.
—No temas. Sé firme. ¡Y gracias a Dios que ha llegado! —jadeó Keats, y el terrible resuello se aplacó. Hunt ayudó a Keats a morir más confortablemente mientras la respiración se normalizaba un poco.
Hunt cambió el agua de la bacía, humedeció otro paño y al regresar halló a Keats muerto.
Poco después del amanecer, Hunt alzó el pequeño cuerpo —envuelto en ropa de cama limpia del propio Hunt— y salió de la ciudad.
La tormenta había amainado cuando Brawne Lamia llegó al final del valle. Al pasar ante las Tumbas Cavernosas, vio el mismo fulgor escalofriante que en las otras Tumbas, pero además oyó un gemido terrible —como si miles de almas gritaran— retumbando en la tierra. Brawne se apresuró.
El cielo estaba despejado cuando llegó al Palacio del Alcaudón. La estructura tenía un nombre apropiado: la semicúpula se arqueaba hacia arriba y hacia el exterior como el caparazón de la criatura, los soportes se curvaban hacia abajo como dagas que apuñalaran el suelo del valle, y otros contrafuertes se elevaban como las espinas del Alcaudón. Las paredes se habían vuelto traslúcidas al aumentar el fulgor interior, y ahora el edificio brillaba como un tenue farol; la zona superior emitía un resplandor rojizo como la mirada del Alcaudón.
Brawne suspiró y se tocó el abdomen. Estaba embarazada, lo sabía desde antes de salir de Lusus. ¿No se debía más al niño no nacido que al obsceno y viejo poeta que colgaba en el árbol del Alcaudón? Brawne sabía que la respuesta era afirmativa, y que le importaba un bledo. Respiró hondo y se acercó al palacio.
Desde el exterior, el Palacio del Alcaudón no tenía más de veinte metros de anchura. Al entrar allí, Brawne y los demás peregrinos habían visto un solo espacio abierto, vacío excepto por los soportes afilados que se entrecruzaban bajo la cúpula reluciente. Ahora el interior era un espacio más vasto que el valle mismo. Doce capas de piedra blanca se elevaban una sobre otra hasta perderse en la borrosa distancia. En cada capa de piedra yacían cuerpos humanos, cada uno con diferentes atuendos, cada uno sujeto por aquel cable semiorgánico y semiparasitario que, según Sol, ella también había tenido. Pero aquellos umbilicales metálicos y traslúcidos palpitaban con un resplandor rojo y se expandían y contraían regularmente, como si reciclaran la sangre a través de los cráneos de los durmientes.
Brawne retrocedió, afectada no sólo por el espectáculo sino por las mareas antientrópicas, pero cuando estuvo a diez metros del Palacio, el exterior tenía el tamaño de siempre. No intentó comprender cómo kilómetros de interior podían caber en un exterior tan reducido. Las Tumbas de Tiempo se abrían. Ésta quizá coexistía en diferentes tiempos. Pero al despertar de sus viajes, bajo el efecto del empalme, había visto que el árbol del Alcaudón tenía tubos y lianas de energía invisibles para el ojo pero obviamente conectados con el palacio del Alcaudón.
Avanzó de nuevo.
El Alcaudón aguardaba en el interior. El reluciente caparazón ahora era negro, perfilado contra la luz y el resplandor marmóreo.
Brawne sintió el torrente de adrenalina, el impulso de huir, pero avanzó.
La entrada desapareció y sólo se percibía por una imprecisión tenue en el fulgor uniforme que emanaba de las paredes. El Alcaudón no se movió. Los ojos rojos centelleaban bajo la sombra del cráneo.
Brawne avanzó y sus botas no resonaron en el suelo de piedra. El Alcaudón estaba diez metros a la derecha donde comenzaban las capas de piedra, elevándose como anaqueles obscenos hasta un techo que se perdía en el fulgor. No se hizo ilusiones de que lograra llegar a la puerta antes que la criatura la alcanzara.
El Alcaudón no se movía. El aire olía a ozono y algo mórbidamente dulzón. Brawne avanzó a lo largo de la pared y buscó un rostro familiar en las hileras de cuerpos. Con cada paso a la izquierda, se alejaba de la salida y facilitaba la intercepción del Alcaudón. La criatura permaneció allí como una escultura negra en un océano de luz.
Los anaqueles se extendían durante kilómetros. Escalones de piedra de casi un metro de altura interrumpían las líneas horizontales de cuerpos oscuros. A varios minutos de marcha de la entrada, Brawne trepó al tercer escalón, tocó un cuerpo del segundo anaquel, y se alivió al hallar que la carne estaba tibia y el hombre respiraba. No era Martin Silenus.
Brawne continuó la marcha, casi esperando encontrar a Paul Duré, Sol Weintraub o incluso su propio cuerpo entre los muertos vivientes. En cambio, encontró un rostro que había visto por última vez tallado en una ladera. Triste Rey Billy yacía inmóvil sobre piedra blanca, en el quinto escalón, la túnica real calcinada y manchada. La cara triste estaba —como todas las demás— deformada por un sufrimiento interno. Martin Silenus yacía a poca distancia en un nivel inferior.
Brawne se agachó junto al poeta y miró por encima del hombro al negro Alcaudón, que aún permanecía inmóvil. Como los demás, Silenus parecía vivir en silenciosa agonía, y estaba conectado por un empalme a un umbilical pulsátil que parecía fundido a la pared de piedra blanca.
Brawne jadeó de miedo al acariciar el cráneo del poeta, sintiendo la fusión de plástico y hueso. Luego palpó el umbilical, pero no encontró ninguna articulación ni borde en la fusión con la piedra. El fluido le palpitaba entre los dedos.
—Mierda —susurró Brawne, y en un súbito arrebato de pánico miró a sus espaldas, segura de que el Alcaudón se hallaba a pocos pasos. La silueta oscura aún estaba al final de la larga sala.
Brawne tenía los bolsillos vacíos. No contaba con armas, ni herramientas. Comprendió que tendría que regresar a la Esfinge, hallar las mochilas, buscar un elemento cortante, regresar y armarse de valor para entrar de nuevo.
Era consciente de que jamás volvería a atravesar esa puerta.
Se arrodilló, cobró aliento, alzó la mano y el brazo, los bajó. El borde de la palma se estrelló contra un material que parecía plástico claro, pero que era más duro que el hierro. El golpe le hizo doler el brazo desde la muñeca hasta el hombro.
Miró a la derecha. El Alcaudón avanzaba despacio, como un anciano dando un ocioso paseo.
Brawne gritó, se arrodilló y asestó otro golpe, el canto de la palma rígido, el pulgar en ángulo recto. El impacto retumbó en la sala.
Brawne Lamia se había criado en Lusus, con una gravedad 1,3 estándar, y era atlética incluso entre los de su raza. Desde que tenía nueve años había soñado con ser detective y había trabajado para ello, y una parte de esa preparación obsesiva e ilógica había consistido en adiestrarse en las artes marciales. Gruñó, alzó el brazo y golpeó de nuevo, imaginando la palma como la hoja de un hacha, viendo con la mente el impacto cortante, el tajo.
El duro umbilical sufrió una leve magulladura, palpitó como un ser vivo, pareció amilanarse cuando ella se dispuso a golpear de nuevo.
Se oyeron pasos abajo y detrás. Brawne casi rió. El Alcaudón podía desplazarse sin caminar, brincar de aquí para allá sin esfuerzo. Debía de disfrutar asustando a sus presas. Brawne no tenía miedo. La esperaba una ardua misión.
Alzó la mano, asestó otro golpe. Habría sido más fácil golpear la piedra. Hundió el canto de la palma en el umbilical, sintiendo que un hueso pequeño cedía dentro de la mano. El dolor era un eco lejano, como el de esos pasos deslizantes.
¿Ya has considerado, pensó, que probablemente él morirá si logras romper esa cosa?
Se volvió de nuevo. Los pasos se detuvieron al pie de la escalera.
Brawne jadeaba. El sudor le perlaba la frente y las mejillas y goteaba sobre el pecho del poeta dormido.
Ni siquiera me gustas, pensó, refiriéndose a Silenus, y asestó el golpe. Era como tratar de cercenar la pata de un elefante de metal.
El Alcaudón empezó a subir la escalera.
Brawne se incorporó y arrojó el peso entero del cuerpo en un giro que casi le dislocó el hombro, le partió la muñeca y le trituró los huesecillos de la mano.
Y cortó el umbilical.
Un fluido rojo demasiado acuoso para ser sangre salpicó las piernas de Brawne y la piedra blanca. El cable cortado que salía de la pared tembló espasmódicamente y se retiró, una serpiente sangrante deslizándose en un agujero que dejó de existir en cuanto el umbilical se perdió de vista. El muñón de umbilical todavía unido al empalme neural de Silenus se marchitó en cuestión de segundos, se secó y contrajo como una medusa fuera del agua. El líquido rojo salpicó la cara y los hombros del poeta, y se volvió azul.
Los ojos de Martin Silenus temblaron y se abrieron como los de un búho.
—Oiga —dijo el poeta—, ¿sabe que tiene al jodido Alcaudón a sus espaldas?
Gladstone se teleyectó a sus aposentos privados y fue a su cubículo ultralínea. La aguardaban dos mensajes.
El primero procedía del espacio de Hyperion. Gladstone parpadeó cuando la suave voz del ex gobernador general de Hyperion, el joven Lane, resumió el encuentro con el tribunal éxter. Gladstone se retrepó en el asiento de cuero y se apoyó ambos puños en las mejillas mientras Lane repetía las negaciones de los éxters. Ellos no eran los invasores. Lane hizo una breve descripción del enjambre, comentó que a su juicio los éxters decían la verdad, explicó que aún desconocían el destino del cónsul y pidió órdenes.
—¿Respuesta? —preguntó el ordenador.
—Mensaje recibido —dijo Gladstone—. Transmite «Permanezca alerta» en código diplomático.
Gladstone escuchó el segundo mensaje.
El almirante William Ajunta Lee apareció en una proyección bidimensional deficiente. Era evidente que el transmisor ultralínea de la nave operaba con energía reducida. Por las columnas de datos periféricos, Gladstone comprendió que el mensaje estaba infiltrado entre transmisiones telemétricas estándar: los técnicos de FUERZA acabarían por notar las discrepancias en las cifras, pero tardarían horas o días.
Lee tenía la cara ensangrentada y el humo oscurecía el fondo. Por la borrosa imagen en blanco y negro, parecía que el joven transmitía desde un sector de embarque del crucero. Había un cadáver sobre una mesa de metal.
—… un grupo de marines logró abordar una de las naves que llamamos «lanceros» —jadeó Lee—. Están tripuladas. Hay cinco hombres por nave, y parecen éxters, pero mire usted lo que ocurre cuando intentamos realizar una autopsia. —La imagen cambió y Gladstone advirtió que Lee proyectaba una cámara de mano hacia el transmisor ultralínea. Lee desapareció y se vio el rostro pálido y desfigurado de un éxter muerto. Por la sangre de los ojos y las orejas, el hombre había muerto de descompresión explosiva.
Apareció la mano de Lee —reconocible por los galones de contraalmirante— empuñando un escalpelo láser. El joven oficial no se molestó en desnudar al cadáver para iniciar una incisión vertical desde el esternón hasta el vientre.
La mano que empuñaba el láser se apartó y la cámara se estabilizó enfocando el cadáver éxter. Partes del pecho comenzaron a humear como si el láser hubiera prendido fuego en la ropa. Luego el uniforme se quemó y fue evidente que el pecho del hombre ardía en agujeros expansivos e irregulares, y de esos agujeros brotaba una luz tan brillante que la cámara portátil tuvo que cerrar la recepción. Partes del cráneo ardían dejando sombras en la pantalla ultralínea y las retinas de Gladstone.
La cámara se retiró antes que el cadáver se hubiera consumido, como si el calor le resultara insoportable. Apareció la cara de Lee.
—Lo mismo ha ocurrido con todos los cuerpos, FEM. No capturamos a ninguno vivo. No hemos hallado el centro del enjambre, sólo más naves, y creo que…
La imagen desapareció y las columnas de datos informaron que el mensaje se había interrumpido de golpe.
—¿Respuesta?
Gladstone sacudió la cabeza y abrió el cubículo. De vuelta al estudio, miró con ansiedad el largo sofá y se sentó detrás del escritorio, consciente de que si cerraba los ojos un segundo se dormiría. Sedeptra la llamó por la frecuencia privada del comlog y anunció que el general Morpurgo deseaba verla por razones urgentes.
El lusiano entró y se paseó agitadamente.
—Ejecutiva, entiendo su razonamiento al autorizar el uso de la bomba de muerte, pero debo protestar.
—¿Por qué, Arthur? —preguntó Gladstone, llamándolo así por primera vez en semanas.
—Porque no tenemos la menor idea del resultado. Es demasiado peligroso. Y es… inmoral.
Gladstone enarcó una ceja.
—Perder miles de millones de ciudadanos en una prolongada guerra de desgaste sería moral, pero usar ese artefacto para matar millones sería inmoral. Vaya. ¿Es ésa la posición de FUERZA, Arthur?
—Es mi posición, FEM.
Gladstone asintió.
—Comprendido, Arthur. Pero la decisión está tomada y se llevará a cabo. —Vio que su viejo amigo se cuadraba y, antes que él pudiera protestar o, más probablemente, presentar la renuncia, Gladstone sugirió—: ¿Por qué no damos una vuelta juntos, Arthur?
El general se quedó asombrado.
—¿Una vuelta? ¿Para qué?
—Necesitamos aire fresco.
Sin esperar la respuesta, Gladstone se acercó a su teleyector privado, tecleó el control manual y lo atravesó.
Morpurgo atravesó el opaco portal y observó la hierba dorada que le llegaba a las rodillas y se extendía hasta el lejano horizonte. Cúmulos broncíneos se elevaban en torres deshilachadas en un cielo amarillo azafrán. El portal se esfumó y sólo quedó el panel de control, único objeto artificial en la incesante extensión de hierba dorada y cielo nuboso.
—¿Dónde diablos estamos? —preguntó Morpurgo.
Gladstone arrancó un tallo de hierba para mascarlo.
—Kastrop-Rauxel. No tiene esfera de datos, asentamientos orbitales ni habitantes humanos o mecánicos.
Morpurgo resopló.
—Tal vez no está más a salvo de la vigilancia del Núcleo que en esos sitios donde nos llevaba Byron Lamia, Meina.
—Tal vez no —convino Gladstone—. Escucha, Arthur. —Activó el comlog y proyectó la grabación de los dos mensajes ultralínea que acababa de oír.
Cuando terminaron las proyecciones, cuando se esfumó la cara de Lee, Morpurgo echó a andar por la hierba alta.
—¿Y bien? —preguntó Gladstone, apresurándose para alcanzarlo.
—De manera que estos cuerpos éxter se autodestruyen como cadáveres cíbridos. ¿Y qué? ¿Crees que el Senado o la Entidad Suma aceptarán esto como prueba de que el Núcleo está detrás de la invasión?
Gladstone suspiró. La hierba parecía blanda e invitante. Se imaginó acostándose allí para hundirse en un sueño del que nunca tendría que despertar:
—Es prueba suficiente para el grupo. —Gladstone no tenía que dar más explicaciones. Desde sus primeros días en el Senado, se habían mantenido en contacto para comentar sus sospechas acerca del Núcleo, su aspiración a liberarse del dominio IA. Cuando el senador Byron Lamia los había inducido… Pero eso era agua pasada.
Morpurgo observó las estepas doradas azotadas por el viento. Un relámpago jugueteaba en las broncíneas nubes cerca del horizonte.
—¿Y qué? Es inútil tener este conocimiento, a menos que sepamos dónde golpear.
—Disponemos de tres horas.
Morpurgo miró su comlog.
—Dos horas y cuarenta y dos minutos. Escaso tiempo para un milagro, Meina.
Gladstone no sonrió.
—Escaso tiempo para cualquier otra cosa, Arthur.
Ella tocó el control y el portal cobró vida.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Morpurgo—. Las IAs del Núcleo están instruyendo a nuestros técnicos acerca de esa bomba de muerte. La nave-antorcha estará preparada dentro de una hora.
—La detonaremos donde el efecto no dañe a nadie —dijo Gladstone.
El general se paró en seco y le clavó los ojos.
—¿Dónde diablos es eso? El condenado Nansen asegura que ese artilugio tiene un radio letal de por lo menos tres años-luz… pero ¿cómo podemos confiar en él? Hacemos detonar esa bomba, cerca de Hyperion o cualquier otra parte, y quizá condenemos la vida humana en todas partes.
—Tengo una idea, pero quiero consultarla con la almohada —dijo Gladstone.
—¿Consultarla con la almohada? —gruñó Morpurgo.
—Echaré una pequeña siesta, Arthur. Y te sugiero que hagas lo mismo.
Gladstone atravesó el portal.
Morpurgo masculló una obscenidad, se ajustó la gorra y atravesó el teleyector con la cabeza erguida, la espalda recta y la mirada altiva: un soldado marchando hacia su propia ejecución.
En la terraza más alta de una montaña que se desplazaba por el espacio, a diez minutos-luz de Hyperion, el cónsul y diecisiete éxters estaban sentados en un círculo de piedras bajas en el interior de un círculo de piedras altas para decidir si el cónsul viviría.
—Usted perdió a su esposa e hijo en Bressia —dijo Freeman Ghenga—. Durante la guerra entre ese mundo y el Clan Moseman.
—Sí —respondió el cónsul—. La Hegemonía supuso que todo el enjambre intervenía en el ataque. No se dijo nada para disuadir a mi gobierno de esa opinión.
—Pero mataron a su esposa e hijo.
El cónsul miró hacia la cumbre donde ya anochecía.
—¿Y qué? No pido misericordia a este tribunal ni sugiero atenuantes. Maté a Freeman Andil y los tres técnicos. Los maté con premeditación y alevosía. Los maté sin más propósito que activar la máquina para abrir las Tumbas de Tiempo. ¡No tenía nada que ver con mi esposa y mi hijo!
Un éxter barbudo a quien habían presentado como Hullcare Amnion avanzó hacia el círculo interior.
—El artefacto era inútil. No hizo nada.
El cónsul se volvió, abrió la boca, no dijo nada.
—Una prueba —añadió Freeman Ghenga.
—Pero las Tumbas se abrieron —murmuró el cónsul con un hilo de voz.
—Sabíamos que se abrirían —intervino Coredwell Minmun—. Conocíamos el nivel de deterioro de los campos antientrópicos. El aparato era un experimento.
—Un experimento —repitió el cónsul—. Maté a cuatro personas por nada. Un experimento.
—Su esposa e hijo murieron en manos de éxters —prosiguió Freeman Ghenga—. La Hegemonía asoló Alianza-Maui. Los actos de usted eran previsibles dentro de ciertos parámetros. Gladstone contaba con ello. Nosotros también. Pero teníamos que conocer los parámetros.
El cónsul se volvió, avanzó tres pasos, dio la espalda a los demás.
—Un desperdicio.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Freeman Ghenga. La calva de la alta mujer brillaba bajo la luz de las estrellas y la luz solar que se reflejaba en un cometa con granjas.
—Un desperdicio. Incluso mis traiciones. Nada fue real. Un desperdicio.
El portavoz Coredwell Minmun se levantó y se alisó la túnica.
—Este tribunal ha dictado sentencia —manifestó. Los otros dieciséis éxters asintieron.
El cónsul dio media vuelta. Había avidez en ese rostro cansado.
—Adelante. Terminemos con esto, por amor de Dios.
La portavoz Freeman Ghenga se levantó para tener enfrente al cónsul.
—Está usted condenado a vivir. Está condenado a reparar parte del daño que ha causado.
El cónsul se tambaleó.
—No, ustedes no pueden…
—Está condenado a entrar en la era caótica que se aproxima —confirmó el portavoz Hullcare Amnion—. Condenado a ayudarnos a hallar la unión entre las familias separadas de la humanidad.
El cónsul alzó los brazos como si quisiera frenar una lluvia de golpes.
—No puedo, soy culpable.
Freeman Ghenga dio tres zancadas, cogió la chaqueta de etiqueta del cónsul y lo sacudió sin mayor ceremonia.
—Sí, es culpable. Por eso debe ayudarnos a invertir el caos que vendrá. Usted contribuyó a liberar al Alcaudón. Ahora debe regresar para cerciorarse de que vuelva a su jaula. Luego se debe iniciar la larga reconciliación.
Soltó al cónsul, quien todavía temblaba. En ese momento, la montaña rotó hacia la luz solar y las lágrimas chispearon en los ojos del cónsul.
—No —susurró.
Freeman Ghenga le alisó la chaqueta arrugada y acarició con largos dedos los hombros del diplomático.
—Nosotros también tenemos nuestros profetas. Los templarios se nos unirán para sembrar de nuevo la galaxia. Lentamente, quienes han vivido en la mentira llamada la Hegemonía saldrán de las ruinas de sus mundos sometidos al Núcleo y se nos unirán en una verdadera exploración: exploración del universo y del universo mayor que hay en el interior de cada uno de nosotros.
El cónsul no parecía haber oído. Se apartó bruscamente.
—Ustedes serán destruidos por el Núcleo —declaró sin mirarlos—. Igual que la Hegemonía.
—¿Olvida usted que su mundo natal estaba basado en un solemne pacto de alianza con la vida? —preguntó Coredwell Minmun.
El cónsul se volvió hacia el éxter.
—Un pacto similar rige nuestra vida y nuestros actos —dijo Minmun—. No sólo preservar algunas especies de Vieja Tierra, sino hallar unidad en la diversidad. Propagar la semilla de la humanidad en todos los mundos, en diversos ámbitos, pero considerando sagrada la diversidad de la vida que encontramos en otras partes.
La cara de Freeman Ghenga brillaba al sol.
—El Núcleo ofrecía la unidad en la sumisión —murmuró—. La seguridad en el estancamiento. ¿Dónde están las revoluciones del pensamiento, la cultura y la acción humanas desde la Hégira?
—Terraformadas en pálidos clones de Vieja Tierra —respondió Coredwell Minmun—. Nuestra nueva era de expansión humana no terraformará nada. Gozaremos en las dificultades y daremos buena acogida a lo extraño. No obligaremos al universo a adaptarse: nosotros nos adaptaremos.
El portavoz Hullcare Amnion señaló las estrellas.
—Si la humanidad sobrevive a esta prueba, nuestro futuro se encuentra en las oscuras distancias interestelares, no sólo en los mundos alumbrados por soles.
El cónsul suspiró.
—Tengo amigos en Hyperion —dijo—. ¿Puedo regresar para ayudarlos?
—De acuerdo —accedió Freeman Ghenga.
—¿Y enfrentarme al Alcaudón? —preguntó el cónsul.
—Se enfrentará a él —aseguró Coredwell Minmun.
—¿Y sobrevivir para ver esa época de caos? —preguntó el cónsul.
—Deberá hacerlo —dijo Hullcare Amnion.
El cónsul suspiró. Una gran mariposa con alas de células solares y tez reluciente, impermeable al vacío y a la radiación, se posó en el círculo de Stonehenge y abrió el vientre para recibirlo.
En la enfermería de la Casa de Gobierno de Centro Tau Ceti, el padre Paul Duré dormía bajo el efecto de los medicamentos, soñando con llamas y la muerte de mundos.
Excepto por la breve visita de la FEM Gladstone y la aún más breve visita del obispo Edouard, Duré había estado todo el día a solas, sumido en un sueño inquieto y punzado de dolor. Los médicos habían pedido doce horas más para trasladar al paciente, y el Colegio de Cardenales de Pacem había aceptado, deseoso de que el paciente mejorase y se preparase para las ceremonias —al cabo de veinticuatro horas— en las que el jesuita Paul Duré de Villefranche-sur-Saóne se convertiría en el papa Teilhard I, 487º obispo de Roma, sucesor directo del apóstol Pedro.
Sanando, mientras un millón de directores ARN regeneraban la carne y los nervios gracias a la milagrosa medicina moderna —aunque no tan milagrosa, pensaba Duré, como para ahorrarme esta tremenda picazón—, el jesuita permanecía en cama y reflexionaba acerca de Hyperion, el Alcaudón y su larga vida, y la confusión reinante en el universo de Dios. Al fin se durmió y soñó que Bosquecillo de Dios ardía mientras la Verdadera Voz del Arbolmundo lo empujaba por el portal, y con su madre una mujer llamada Semfa, ahora muerta, ex obrera de la plantación de Perecebo en el afuera del Afuera, en la zona de plantación de fibroplástico al este de Puerto Romance.
Y en esos sueños tristes, Duré reparó de pronto en otra presencia: no otra presencia onírica, sino otro soñador.
Duré caminaba con alguien. Soplaba un aire fresco y el cielo era de un azul estremecedor. Acababan de doblar un recodo del camino y estaban ante un lago con orillas bordeadas por gráciles árboles y un trasfondo de montañas. Una isla parecía flotar en las aguas despejadas y una hilera de nubes bajas confería a la escena magnificencia y dramatismo.
—El lago Windermere —explicó el acompañante.
El jesuita se volvió despacio, el corazón palpitante, pero su acompañante no le inspiró temor ni reverencia.
Era un hombrecillo joven. Llevaba una chaqueta anticuada con botones y un ancho cinturón de cuero, zapatos resistentes, una vieja gorra de piel, una maltrecha mochila, pantalones remendados de corte extraño, una gran manta encima de un hombro y un macizo bastón en la mano derecha. Duré se detuvo y el otro lo imitó como si agradeciera el descanso.
—Los eriales de Furness y las Montañas Cumbrianas —señaló el joven con el bastón.
Duré vio los rizos castaños que ondeaban bajo la gorra, reparó en los grandes ojos marrones y la baja estatura del hombre, y comprendió que tenía que estar soñando, pero pensó: ¡No estoy soñando!
—¿Quién…? —balbuceó Duré, sintiendo temor y fuertes palpitaciones.
—John —respondió su acompañante, y la serenidad de la voz aplacó los temores de Duré—. Creo que esta noche podremos alojarnos en Bowness. Brown me ha dicho que hay una maravillosa posada a orillas del lago.
Duré asintió, aunque ignoraba de qué hablaba ese hombre.
El joven cogió el brazo de Duré con suavidad pero con firmeza.
—Alguien vendrá después de mí —continuó John—. No es alfa ni omega, pero es esencial para que hallemos el camino.
Duré asintió estúpidamente. Una brisa agitó el lago y trajo el fresco olor de la vegetación de las colinas.
—Nacerá lejos —explicó John—. A mayor distancia de la que nuestra especie ha alcanzado en siglos. La tarea de usted será la misma que la mía hoy: allanarle el camino. Usted no vivirá para ser testigo de las enseñanzas de esa persona, pero el sucesor de usted sí.
—Sí —dijo Paul Duré, la boca reseca.
El joven se quitó la gorra, se la metió en el cinturón y se agachó para recoger un guijarro redondo. Lo arrojó hacia el lago y las ondas se expandieron lentamente.
—Demonios —exclamó John—, quería que saltara sobre el agua. —Miró a Duré—. Debe usted dejar la enfermería y regresar de inmediato a Pacem. ¿Comprende?
Duré parpadeó.
Esa exhortación no parecía casar con el sueño.
—¿Por qué?
—No importa —replicó John—. Hágalo. No espere nada. Si no sale de inmediato, no tendrá otra oportunidad.
Duré se volvió confusamente, como si pudiera regresar caminando a la cama del hospital. Miró por encima del hombro al joven delgado que estaba de pie en la playa rocosa.
—¿Y usted?
John cogió otra piedra, la arrojó y sacudió la cabeza cuando la piedra saltó una sola vez antes de desaparecer bajo la superficie espejada.
—Por ahora soy feliz aquí —murmuró—. He estado muy feliz en esta excursión. —Pareció sustraerse a un sueño e irguió la cabeza sonriendo—. Bueno. En marcha Santidad.
Consternado, divertido, irritado, Duré abrió la boca para replicar y se encontró en la cama de la enfermería. Los enfermeros habían bajado la iluminación para que pudiera dormir. Tenía micromonitores adheridos a la piel.
Se quedó allí un minuto, sufriendo la picazón y la incomodidad causada por la curación de quemaduras de tercer grado y recordando el sueño, pensando que era sólo un sueño, que podría dormir unas horas antes que monseñor (no, obispo). Edouard y los demás llegaran para escoltarlo. Duré cerró los ojos y recordó el rostro dulce pero masculino, los ojos castaños, el dialecto arcaico.
El padre Paul Duré de la Compañía de Jesús se incorporó, se levantó, buscó ropa y sólo encontró los pijamas de papel del hospital. Se arropó en una manta y echó a andar descalzo antes que los enfermeros pudieran reaccionar ante las señales de los sensores.
Había visto un teleyector para personal del hospital en el pasillo. Si ése no lo llevaba a casa, encontraría otro.
Leigh Hunt salió con el cuerpo de Keats a la luz de la Piazza di Spagna esperando encontrar al Alcaudón. En cambio, había un caballo. Hunt no era un experto en reconocer caballos, pues la especie estaba extinguida en su época, pero ésta parecía ser la misma yegua que los había conducido a Roma. El animal estaba uncido al mismo carro —Keats lo llamaba vettura— en que habían viajado antes.
Hunt depositó el cuerpo en el asiento del carro, lo envolvió cuidadosamente en las sábanas, y caminó junto al carro con una mano en la mortaja. En sus últimas horas, Keats había pedido que lo sepultaran en el Cementerio Protestante, cerca de la Muralla Aureliana y la Pirámide de Cayo Cesto. Hunt recordaba que habían atravesado la Muralla Aureliana durante su extraño viaje, pero no la habría encontrado aunque de ello dependiera su vida… o las exequias de Keats. Por suerte, la yegua parecía conocer el camino.
Hunt marchó junto al lento carruaje, aspirando el aire primaveral y el aroma a vegetación putrefacta. ¿El cuerpo de Keats ya se estaría descomponiendo? Hunt sabía poca cosa acerca de los detalles de la muerte; no quería aprender más. Palmeó el anca de la bestia para apurarla, pero el animal se detuvo, se volvió para dirigirle una mirada de reproche y reanudó su trote parsimonioso.
Hunt se volvió al entrever un destello por el rabillo del ojo: el Alcaudón estaba a quince metros, siguiendo el paso de la yegua en una marcha solemne pero cómica, alzando las afiladas rodillas a cada paso. La luz del sol centelleaba en el caparazón, los dientes y espinas de metal.
Hunt sintió el impulso de abandonar el carruaje y correr, pero el sentido del deber y la sensación de estar perdido ahogaron ese impulso. ¿Adónde podía correr salvo a la Piazza di Spagna…? Y el Alcaudón le cerraba el paso hacia allá.
Aceptando a la criatura como otro deudo en la descabellada procesión, Hunt dio la espalda al monstruo y siguió caminando junto al carruaje, una mano firme sobre el tobillo amortajado del amigo.
Durante la marcha, Hunt se mantenía alerta a la presencia de un portal, algún indicio de tecnología más reciente que la del siglo diecinueve, u otro ser humano. Nada… La ilusión de que atravesaba una Roma abandonada en el templado día de febrero de 1821 de la era cristiana era perfecta. La yegua trepó una colina a una manzana de la Escalinata Española, giró en anchas avenidas y estrechos callejones, pasó frente a la ruina curva del Coliseo.
Cuando yegua y carruaje se detuvieron, el adormilado Hunt se despabiló y miró alrededor. Estaban frente a una pila de escombros —presuntamente la Muralla Aureliana— y había una pirámide baja, pero el Cementerio Protestante parecía más pastura que cementerio. Habían ovejas a la sombra de cipreses, los cencerros tintineaban siniestramente en el aire denso y caliente, y por doquier la hierba crecía medio metro. Hunt vio lápidas aquí y allá, medio ocultas por la hierba, y cerca del pescuezo de la yegua que pacía, una tumba recién abierta.
El Alcaudón se quedó diez metros atrás, entre las susurrantes ramas de los cipreses, pero Hunt advirtió que el fulgor rojo de la mirada se posaba en la tumba.
Hunt rodeó la yegua, que mascaba hierba con satisfacción, y se acercó a la tumba. No había ataúd. El agujero tenía más de un metro de profundidad, y la tierra apilada olía a humus y suelo fresco. Había una pala larga clavada allí, como si los sepultureros acabaran de irse.
Una losa de piedra sin inscripciones se erguía ante la tumba. Hunt vio un destello metálico en la parte superior de la losa y se acercó. Encontró el primer artefacto moderno desde que lo habían recluido en Vieja Tierra, un miniláser como los que usaban los obreros de la construcción o los artistas para trazar diseños en las aleaciones más duras.
Hunt se volvió con el láser, sintiéndose armado ahora, aunque la idea de que el estrecho haz detuviera al Alcaudón parecía ridícula. Se guardó el miniláser en el bolsillo de la camisa y se dispuso a enterrar a John Keats.
Minutos después, de pie ante el montículo de tierra, pala en mano, Hunt contemplaba la tumba abierta y el pequeño bulto amortajado. Trató de pensar unas palabras. Hunt había asistido a muchas ceremonias fúnebres oficiales y en alguna ocasión había escrito las elegías que pronunciaba Gladstone. Las palabras nunca habían constituido un problema, pero ahora no se le ocurría ninguna. El único público era el silencioso Alcaudón, que permanecía entre las sombras de los cipreses, y las ovejas que se alejaban nerviosamente del monstruo haciendo tintinear los cencerros, enfilando hacia la tumba como un grupo de deudos perezosos.
Quizás algún poema del John Keats original fuera apropiado, pero Hunt era un político, no un hombre dado a leer o memorizar poesía antigua. Recordó, demasiado tarde, que había anotado los versos que su amigo le había dictado el día anterior, pero la libreta estaba en el escritorio del apartamento de la Piazza di Spagna. Hablaba de transformarse en algo divino o en un dios, del torrente de conocimientos o alguna otra tontería. Hunt tenía una excelente memoria, pero ni siquiera recordaba el primer verso de aquella jerigonza arcaica.
Por último, Leigh Hunt optó por un momento de silencio, la cabeza gacha y los ojos cerrados, excepto para echar ocasionales vistazos al Alcaudón, que aún se mantenía a distancia, y luego paleó la tierra. Tardó más de lo que había imaginado. Cuando terminó de apisonar el suelo, la superficie era ligeramente cóncava, como si el cuerpo fuera demasiado insignificante para formar un montículo. Las ovejas se acercaron a comer la hierba alta, las margaritas y violetas que crecían alrededor de la tumba.
Hunt no recordaba los poemas de aquel hombre, pero no tuvo problemas para recordar la inscripción que Keats había pedido para su lápida. Hunt encendió la pluma láser, la probó abriendo un surco en tres metros de hierba y suelo y tuvo que apagar a pisotones el pequeño incendio que se inició. La frase había turbado a Hunt la primera vez que la había oído: soledad y locura, audibles a través de los resuellos de Keats. Hunt no se creía con derecho a discutir con aquel hombre. Ahora sólo tenía que inscribirla en piedra, marcharse del lugar y eludir al Alcaudón mientras trataba de regresar a casa.
La pluma funcionaba bien sobre piedra y Hunt tuvo que practicar en el dorso de la lápida antes de hallar la profundidad y sintonía adecuadas. Aun así, el efecto fue un poco tosco cuando terminó un cuarto de hora después.
Primero estaba el crudo dibujo que había pedido Keats. Le había mostrado toscos bocetos, trazados en papel con mano trémula: una lira griega con cuatro de las ocho cuerdas partidas. Hunt no estaba satisfecho cuando terminó —como artista tenía que reconocer que era aún peor que como lector de poesía—, pero la cosa debía de ser reconocible para quien supiera qué diablos era una lira griega. Luego venía la leyenda, escrita tal como Keats la había dictado:
AQUÍ YACE UNO CUYO NOMBRE
ESTABA ESCRITO EN EL AGUA
No había nada más: ni fechas de nacimiento y muerte, ni siquiera el nombre del poeta. Hunt retrocedió, examinó su labor, sacudió la cabeza, apagó la pluma pero la conservó en la mano y echó a andar hacia la ciudad, trazando un ancho círculo para eludir a la criatura de los cipreses.
Ante el túnel de la Muralla Aureliana, Hunt se detuvo para mirar atrás. La yegua, aún uncida al carruaje, había bajado por la larga cuesta para mascar la hierba más dulce que había cerca de un arroyuelo. Las ovejas daban vueltas, mascando flores y estampando huellas en el suelo húmedo de la tumba. El Alcaudón estaba en el mismo sitio, apenas visible bajo el dosel de ramas. Hunt estaba seguro de que la criatura aún miraba hacia la tumba.
Por la tarde Hunt encontró el teleyector, un rectángulo azul y opaco zumbando en el centro del derruido Coliseo. No había controles. El portal colgaba allí como una puerta opaca pero abierta.
Sin embargo, no estaba abierta para Hunt.
Lo intentó cincuenta veces, pero la superficie era sólida y resistente como la piedra. La tanteó con los dedos, avanzó y chocó, se arrojó contra el rectángulo azul, tiró piedras que rebotaron, probó por ambos lados e incluso por los bordes, brincó una y otra vez contra aquella cosa inútil hasta magullarse los hombros y los brazos. Era un teleyector. Estaba seguro. Pero no lo dejaba pasar.
Hunt investigó el resto del Coliseo, incluso los pasajes subterráneos, llenos de humedad y excrementos de murciélago, pero no encontró ningún otro portal. Investigó las calles cercanas y sus edificios. Ningún otro portal. Investigó toda la tarde: la basílica, las catedrales, casas y chabolas, edificios de apartamentos y callejas. Incluso regresó a la Piazza di Spagna, comió deprisa en el primer piso, guardó la libreta y todo lo que le pareció de interés y luego se marchó para siempre, dispuesto a encontrar un teleyector.
El único que encontró fue el del Coliseo. Al atardecer ya lo había arañado hasta arrancarse sangre de los dedos. Tenía el aspecto apropiado, el ronroneo apropiado, la vibración apropiada, pero no lo dejaba pasar.
Una luna, no la luna de Vieja Tierra a juzgar por las tormentas y nubes de polvo visibles en la superficie, había despuntado y ahora colgaba sobre la curva negra de la pared del Coliseo. Hunt se sentó en el centro rocoso y observó con mal ceño el fulgor azul del portal. A sus espaldas oyó el frenético batir de alas de palomas y el traqueteo de un guijarro contra la piedra.
Hunt se levantó trabajosamente, sacó la pluma láser del bolsillo y esperó escudriñando las sombras de las muchas rendijas y arcadas del Coliseo. Nada se movía.
Un ruido repentino a sus espaldas le hizo dar la vuelta.
Casi roció la superficie del portal teleyector con el fino haz láser. Apareció un brazo. Luego una pierna. Salió una persona. Luego otra.
Los gritos de Leigh Hunt retumbaron en el Coliseo.
Meina Gladstone sabía que, por cansada que estuviera, sería una locura dormir una siesta de media hora. Pero desde la infancia se había adiestrado para echar sueños cortos que eliminaban el agotamiento y las toxinas de fatiga mediante breves recreos mentales.
Presa del agotamiento y el vértigo de las cuarenta y ocho horas previas, se tendió unos minutos en el largo sofá del estudio, vaciando la mente de trivialidades y redundancias, permitiendo que el subconsciente hallara un sendero en la jungla de pensamientos y acontecimientos. Por unos minutos se adormiló y entonces tuvo un sueño.
Meina Gladstone se incorporó, sacudiéndose el pequeño chal y tocando el comlog antes de abrir los ojos.
—¡Sedeptra! Que el general Morpurgo y el almirante Singh vengan a mi oficina dentro de tres minutos.
Gladstone entró en el cuarto de baño, se dio una ducha y un masaje sónico, cogió ropa limpia —su traje más formal, de suave paño negro y aterciopelado, una bufanda de oro y roja del Senado sostenida por un alfiler dorado que mostraba el símbolo geodésico de la Hegemonía, pendientes que databan de la Vieja Tierra anterior al Gran Error, el brazalete-comlog de topacio que el senador Byron Lamia le había regalado antes de casarse— y regresó al estudio a tiempo para saludar a los dos oficiales.
—FEM, es un momento muy inoportuno —protestó el almirante Singh—. Estábamos analizando los últimos datos de Mare Infinitus y comentando los movimientos de la flota para la defensa de Asquith.
Gladstone invocó su teleyector privado e indicó a ambos que la siguieran.
Singh miró alrededor al pisar la hierba dorada bajo el cielo amenazador y broncíneo.
—Kastrop-Rauxel —dijo—. Se rumoreaba que un gobierno anterior ordenó a los efectivos espaciales de FUERZA construir aquí un teleyector privado.
—El FEM Yevshensky lo hizo añadir a la Red —explicó Gladstone. Agitó la mano y el portal se esfumó—. Él pensaba que el Ejecutivo Máximo necesitaba un lugar donde fuera improbable que lo escuchara el Núcleo.
Confuso, Morpurgo contempló turbado una muralla de nubes que se erguía en el horizonte, donde jugueteaban rayos.
—Ningún lugar está totalmente resguardado del Núcleo —objetó—. Estuve hablando con el almirante acerca de nuestras sospechas.
—No sospechas, sino hechos —puntualizó Gladstone—. Y sé dónde está el Núcleo.
Ambos oficiales reaccionaron como si un rayo los hubiera fulminado.
—¿Dónde? —exclamaron al unísono.
Gladstone se paseó de un lado al otro. El pelo corto y gris brillaba en el aire electrizado.
—En la red teleyectora —contestó—. Entre los portales. Las IAs viven en el pseudomundo de la singularidad como arañas en una red oscura. Y nosotros hemos tejido esa red.
Morpurgo fue el primero en recobrar el habla.
—Por Dios —exclamó—. ¿Qué hacemos ahora? Faltan menos de tres horas para que la nave-antorcha con el aparato del Núcleo se traslade al espacio de Hyperion.
Gladstone les dijo exactamente qué harían.
—Imposible —replicó Singh, acariciándose la barba—. Simplemente imposible.
—No —dijo Morpurgo—. Funcionará. Hay tiempo suficiente. Y considerando que los movimientos de la flota han sido frenéticos y azarosos en los últimos días…
El almirante meneó la cabeza.
—Logísticamente sería posible, pero no lo sería desde un punto de vista racional y ético. No, es absolutamente imposible.
Meina Gladstone se les acercó.
—Kushwant —dijo, interpelando al almirante por el nombre de pila por primera vez desde que ella era una joven senadora y él un aún más joven teniente de FUERZA—, ¿no recuerdas cuando el senador Lamia nos puso en contacto con los Estables? ¿La IA llamada Ummon? Su predicción de los dos futuros… uno que albergaba caos y otro la extinción segura de la humanidad.
Singh desvió la mirada.
—Yo me debo a FUERZA y a la Hegemonía.
—Tú te debes a lo mismo que yo —replicó Gladstone—. A la especie humana.
Singh alzó los puños como si se dispusiera a enfrentar a un oponente invisible pero poderoso.
—¡No lo sabemos con certeza! ¿De dónde viene esa información?
—Severn —contestó Gladstone—. El cíbrido.
—¿Cíbrido? —resopló el general—. Bah, ese artista. O simulacro de artista.
—Cíbrido —repitió la FEM, y dio sus explicaciones.
—¿Severn una personalidad recuperada? —preguntó Morpurgo, dubitativo—. ¿Y ahora lo encontraste?
—Él me encontró a mí. De algún modo logró comunicarse, desde dondequiera que esté. Ése era su papel, Arthur, Kushwant. Por eso Ummon lo envió a la Red.
—Un sueño —se mofó el almirante Singh—. Ese cíbrido explicó que el Núcleo se oculta en la red teleyectora… ¡en un sueño!
—Sí —dijo Gladstone—, y tenemos muy poco tiempo para actuar.
—Pero —protestó Morpurgo— hacer lo que tú sugieres…
—Condenaría a millones —concluyó Singh—, o miles de millones. La economía sufriría un colapso. Los mundos como TC2, Vector Renacimiento, Nueva Tierra, los Deneb, Nueva Meca, Lusus… muchos más dependen de otros mundos para alimentarse. Los planetas urbanos no pueden sobrevivir por sí mismos.
—No como planetas urbanos —admitió Gladstone—. Pero pueden aprender a cultivar hasta que renazca el comercio interestelar.
—¡Bah! —resopló Singh—. Después de la peste, después del derrumbe de la autoridad, después de millones de muertes por falta de equipos adecuados, medicamentos y esfera de datos.
—He pensado en ello —dijo Gladstone con voz más firme que nunca—. Será el mayor homicidio de la historia… peor que Hitler, Tze Hu y Horace Glennon-Heightt. Pero continuar así significaría el desastre. En ese caso, los tres cometeríamos una traición suprema contra la humanidad.
—No podemos saberlo —gruñó Kushwant Singh, como si le hubieran asestado un puñetazo en el vientre.
—Sí lo sabemos —replicó Gladstone—. El Núcleo ya no necesita la Red. De ahora en adelante, los Volátiles y los Máximos mantendrán unos millones de esclavos encerrados bajo tierra en los nueve mundos laberínticos mientras usan sinapsis humanas para sus necesidades informáticas.
—Pamplinas —masculló Singh—. Esos humanos morirían.
Meina Gladstone suspiró y negó con la cabeza.
—El Núcleo ha diseñado un artefacto parasitario orgánico llamado cruciforme. Resucita a los muertos. Al cabo de unas generaciones, los humanos serán retrasados e insensibles, pero sus neuronas aún servirían a los propósitos del Núcleo.
Singh les dio nuevamente la espalda. Su cuerpo menudo se recortaba contra una muralla de relámpagos mientras la tormenta se aproximaba en una turbulencia de hirvientes nubes de bronce.
—¿El sueño te contó esto, Meina?
—Sí.
—¿Y qué más dice el sueño? —espetó el almirante.
—Que el Núcleo ya no necesita la Red —continuó Gladstone—. No la Red humana. Seguirá residiendo allí, como las ratas en las paredes, pero los ocupantes originales ya no son necesarios. La Inteligencia Máxima IA se encargará de los principales deberes de computación.
Singh se volvió hacia ella.
—Estás loca, Meina. Muy loca.
Gladstone se acercó al almirante para cogerle el brazo antes de activar el teleyector.
—Kushwant, por favor escucha…
Singh extrajo una pistola de minidardos de la túnica y la apoyó en el pecho de la mujer.
—Lo lamento, Ejecutiva. Pero yo sirvo a la Hegemonía y…
Gladstone retrocedió con la mano en la boca cuando el almirante dejó de hablar, la miró un instante con ojos vacíos y cayó sobre la hierba.
La pistola cayó en el matorral.
Morpurgo se acercó para recogerla y colocársela en el cinturón antes de guardar la vara de muerte que empuñaba.
—Lo has matado —dijo la FEM—. Si no cooperaba, yo pensaba dejarlo aquí. Dejarlo aislado en Kastrop-Rauxel.
—No podíamos correr ese riesgo —declaró el general, alejando el cuerpo del teleyector—. Todo depende de las próximas horas.
Gladstone miró a su viejo amigo.
—¿Estás dispuesto a llegar hasta el final?
—No queda más remedio —dijo Morpurgo—. Será nuestra última oportunidad de liberarnos de este yugo de opresión. Daré las órdenes de inmediato y entregaré instrucciones selladas personalmente. Se necesitará la mayor parte de la flota…
—Por Dios —susurró Meina Gladstone, mirando el cuerpo del almirante Singh—. Hago todo esto impulsada por un sueño.
—A veces —dijo el general Morpurgo, mientras le cogía la mano—, los sueños son lo único que nos diferencia de las máquinas.