22
La caminata de cuatro horas se transformó en una pesadilla de diez horas para Brawne Lamia. Primero fue el desvío hacia la ciudad muerta y la difícil decisión de dejar a Silenus. No quería que el poeta se quedara solo, pero tampoco quería obligarlo a continuar ni perder tiempo regresando a las Tumbas. El desvío por el risco le supuso un retraso de una hora.
El cruce de las últimas dunas y los yermos rocosos resultó agotador y aburrido. Cuando llegó a los cerros, atardecía y la Fortaleza estaba en sombras.
Había sido fácil bajar los seiscientos sesenta y un escalones de piedra de la Fortaleza cuarenta horas antes. El ascenso, en cambio, puso a prueba incluso sus músculos lusianos. Mientras subía, el aire se volvía más fresco y la vista más espectacular. A cuatrocientos metros de los cerros, dejó de sudar y vio de nuevo el Valle de las Tumbas de Tiempo. Desde ese ángulo sólo se distinguía la punta del Monolito de Cristal, y apenas como una pulsación irregular. Lamia se detuvo una vez para cerciorarse de que no fuera un mensaje, pero el parpadeo era espasmódico, un reflejo de luz en un panel roto.
Antes de los últimos cien escalones, Lamia activó el comlog. Los canales de comunicación emitían el farfulleo habitual, quizá distorsionados por las mareas de tiempo, que perturbaban todas las comunicaciones electromagnéticas salvo las más próximas. Un láser de comunicaciones habría funcionado, como en el relé del antiguo comlog del cónsul, pero aparte de ese aparato no tenían láseres de comunicaciones después de la desaparición de Kassad. Lamia se encogió de hombros y subió el último tramo.
Los androides de Triste Rey Billy habían construido la Fortaleza de Cronos, que jamás había sido una fortaleza sino que estaba destinada a funcionar como lugar de recreo, hotel y refugio estival para artistas. Después de la evacuación de la Ciudad de los Poetas, el lugar había permanecido vacío durante más de un siglo, y sólo recibía la visita de los aventureros más temerarios.
Con la desaparición gradual de la amenaza del Alcaudón, los turistas y peregrinos habían empezado a utilizar el lugar, y al final la Iglesia del Alcaudón lo inauguró de nuevo como una escala necesaria en la peregrinación anual. Se rumoreaba que algunas habitaciones, talladas en las honduras de la montaña o en los torreones más inaccesibles, eran el escenario de rituales arcanos y complejos sacrificios consagrados a aquella criatura que sus adoradores llamaban el Avatar.
Con la inminente apertura de las Tumbas, las campantes irregularidades de las mareas de tiempo y la evacuación de las zonas septentrionales, la Fortaleza de Cronos había vuelto a callar y aún guardaba silencio cuando regresó Brawne Lamia.
La luz del sol todavía bañaba el desierto y la ciudad muerta, pero la Fortaleza estaba sumida en el crepúsculo cuando Lamia llegó a la terraza inferior, descansó un instante, cogió su linterna y entró en el laberinto. Los pasillos estaban a oscuras. Durante su estancia, dos días antes, Kassad había descubierto que todas las fuentes de energía estaban inservibles: conversores solares destruidos, células de fusión trituradas, baterías de respaldo rotas y desparramadas en los sótanos. Lamia había pensado en ello varias veces mientras subía los seiscientos sesenta y un escalones, observando con furia las barquillas del ascensor, congeladas en sus oxidados rieles verticales.
Las salas más grandes, destinadas a banquetes y reuniones, aún mostraban restos de celebraciones abandonadas y señales de pánico. No había cadáveres, pero las estrías pardas en las paredes de piedra y los tapices sugerían una orgía de violencia desencadenada pocas semanas atrás.
Lamia ignoró el caos, ignoró a los heraldos —grandes pájaros negros con rostro obscenamente humano— que echaban a volar desde el comedor central e ignoró su propia fatiga mientras ascendía hasta el depósito donde habían acampado. Las escaleras se estrechaban inexplicablemente, la luz pálida arrojaba tonos mórbidos por los vitrales. A través de ventanas rotas o ausentes, las gárgolas atisbaban como congeladas en el acto de entrar.
Un viento frío soplaba desde las cumbres nevadas de la Cordillera de la Brida y hacían tiritar a la bronceada Lamia.
Las mochilas y demás pertenencias estaban donde las habían dejado, en el pequeño depósito encima de la cámara central. Lamia se cercioró de que algunas cajas contuvieran alimentos no perecederos y salió al pequeño balcón donde Lenar Hoyt había tocado la balalaika hacía tan pocas horas… toda una eternidad.
Las sombras de los altos picos se extendían kilómetros sobre la arena, casi hasta la ciudad muerta. El Valle de las Tumbas de Tiempo y el caótico páramo aún languidecían bajo la luz mortecina, y las piedras y formaciones rocosas proyectaban sombras confusas. Lamia no distinguía las Tumbas, a pesar de que el Monolito aún emitía algún centelleo.
De nuevo activó el comlog, maldijo al recibir sólo estática y una algarabía de fondo y regresó al interior para escoger y empaquetar las provisiones.
Cogió cuatro mochilas de elementos básicos envueltos en flujoespuma y fibroplástico moldeado. Había agua en la Fortaleza —los bebederos que aprovechaban la nieve derretida constituían una tecnología que no sufría fallos mecánicos— y Lamia llenó todas las botellas que había traído y buscó más. El agua era lo más necesario. Maldijo a Silenus por no haber venido; el viejo podía haber cargado por lo menos media docena de botellas.
Se disponía a marcharse cuando oyó el ruido. Había algo en el Gran Salón, entre ella y la escalera. Lamia se calzó la última mochila, desenfundó la pistola automática de su padre y bajó despacio.
El salón aparecía vacío; los heraldos no habían regresado. Los gruesos tapices, agitados por el viento, ondeaban como pendones podridos por encima de los desechos. Contra la pared de enfrente, una enorme escultura del rostro del Alcaudón, cromo y acero flotantes, giraba en la brisa.
Lamia avanzó con cautela, girando para no descuidarse las espaldas. De pronto un grito la detuvo en seco.
No era un grito humano. Los tonos ululaban más allá del ultrasónico, le hacían rechinar los dientes y palidecer los dedos con que aferraba la pistola. El grito cesó de golpe, como si hubieran dejado de tocar un disco.
Lamia descubrió de dónde había venido el ruido. Más allá de la mesa, más allá de la escultura, bajo los seis grandes vitrales donde la luz moribunda se desangraba en colores apagados, había una pequeña puerta. La voz había retumbado hacia arriba y afuera, como si proviniera de una mazmorra o sótano.
Brawne Lamia era curiosa. Toda su vida se había debatido en un conflicto con su insaciable espíritu inquisitivo, que había culminado con la elección de la obsoleta y a veces divertida profesión de investigadora privada. A menudo su curiosidad le había provocado turbaciones, problemas o ambas cosas. Y con frecuencia le había brindado conocimientos que pocos tenían.
Esta vez, no.
Lamia había ido en busca de agua y comida. Ninguno de los demás podía haberla sustituido —los tres ancianos habrían tardado más, a pesar de su desvío, a la ciudad muerta— y nada ni nadie más le concernía.
¿Kassad? Se preguntó, pero ahogó el pensamiento. Ese sonido no procedía de la garganta del coronel.
Brawne Lamia se alejó de la puerta empuñando la pistola, buscó los escalones que conducían a los niveles principales y bajó con cuidado, atravesando cada habitación con el mayor sigilo posible mientras cargaba setenta kilos de provisiones y más de una docena de botellas de agua. Se vio a sí misma en un espejo borroso en el nivel inferior: el cuerpo robusto alerta, la pistola levantada, la gran carga de paquetes oscilando sobre la espalda y colgando de anchas correas, botellas y cantimploras tintineando.
No le resultó divertido. Soltó un suspiro de alivio cuando salió de la terraza inferior y aspiró el aire fresco y ligero, disponiéndose a descender. Aún no necesitaba la linterna. El cielo del atardecer, de pronto cubierto de nubes, arrojaba una luz rosada y ambarina, bañando aún la Fortaleza y los cerros con su rico fulgor.
Bajó los escalones de dos en dos y los potentes músculos de las piernas empezaron a dolerle a mitad de camino. No enfundó el arma, sino que la mantuvo lista por si algo descendía o asomaba por una apertura de la pared rocosa. Al llegar abajo, se alejó de la escalera y observó las torres y terrazas.
Caían rocas. No, comprendió, no eran rocas, sino gárgolas arrancadas de sus antiguas perchas. Rodaban con las rocas, los rostros demoníacos iluminados por el fulgor del crepúsculo. Lamia echó a correr, agitando mochilas y botellas, pero comprendió que no tenía tiempo de eludir los escombros y se arrojó entre dos rocas bajas y contiguas.
Las mochilas le impedían guarecerse bien, y forcejeó, aflojando correas, oyendo el estrépito de las primeras rocas que caían junto a ella y rebotaban. Lamia forcejeó desgarrando el cuero, quebrando el fibroplástico, y al final se protegió bajo las rocas, arrastrando mochilas y botellas para no tener que regresar a la Fortaleza.
Llovían piedras del tamaño de su cabeza y sus manos. La cabeza partida de un duende de piedra botó y destrozó un pedrejón a tres metros. Por un instante, el aire se llenó de proyectiles, piedras más grandes se hicieron trizas contra la roca que la protegía, y luego el alud pasó y sólo se oyó el repiqueteo de los guijarros de la caída secundaria.
Lamia se inclinaba para coger la mochila cuando una piedra del tamaño del comlog rebotó en la pared rocosa, voló hacia el escondrijo, rebotó dos veces en la pequeña caverna donde se refugiaba y le pegó en la sien.
Lamia despertó con un gruñido de anciana. Le dolía la cabeza. En el exterior era plena noche y las pulsaciones de escaramuzas distantes alumbraban su refugio a través de los resquicios. Se tocó la sien y encontró sangre seca en la mejilla y el cuello.
Salió de la hendidura, tropezando con el montón de rocas caídas, y se quedó sentada un momento, la cabeza gacha, luchando contra las náuseas que la dominaban.
Las mochilas estaban intactas y sólo una botella de agua aparecía aplastada. Encontró la pistola en un pequeño recodo donde no había rocas partidas. La protuberancia de piedra donde se había refugiado mostraba los tajos y cicatrices provocados por la violencia del breve alud.
Lamia consultó el comlog. Había transcurrido menos de una hora. Nada había bajado para llevársela o degollarla mientras estaba inconsciente. Echó un último vistazo a las almenas y balcones, ahora invisibles en las alturas, cogió su equipo y echó a andar deprisa por el traicionero sendero de piedra.
Martin Silenus no estaba en el linde de la ciudad muerta. Por alguna razón, Brawne Lamia lo había temido, aunque tenía la esperanza de que el poeta se hubiera cansado de esperar y hubiera vuelto al valle caminando.
La tentación de liberarse de los bártulos y descansar era muy fuerte. Lamia la resistió. Automática en mano, recorrió las calles de la ciudad devastada. Las explosiones de luz bastaban para guiarla.
El poeta no respondió a sus gritos estentóreos, aunque cientos de aves echaron a volar, las alas blancas en la oscuridad. Lamia atravesó los niveles inferiores del viejo palacio del rey, gritando en las escaleras, disparando una vez la pistola, pero no halló rastros de Silenus. Atravesó patios bajo muros recargados de enredaderas, llamando al poeta, buscando indicios de su presencia. Una fuente le recordó la narración de Silenus acerca de la noche en que el Alcaudón capturó a Triste Rey Billy, pero había otras fuentes y ella no sabía con certeza cuál era la del relato.
Lamia atravesó el comedor central, bajo la cúpula derruida, pero la habitación estaba a oscuras. Percibió un sonido y giró sobre los talones, pero era sólo una hoja o un antiguo papel raspando la cerámica.
Suspiró y se marchó de la ciudad, caminando a paso vivo a pesar de la fatiga de los días en vela. El comlog no respondía, pero Lamia sentía el tirón de déjà vu de las mareas de tiempo y no se sorprendió. Los vientos nocturnos habían borrado todo rastro que Martin pudiera haber dejado en su retorno al valle.
Al llegar a la entrada del valle advirtió que las Tumbas relucían de nuevo. No era un fulgor brillante —nada comparable con el silencioso estallido de luces en el cielo— pero cada Tumba parecía proyectar una luz pálida, como si liberase la energía almacenada durante el largo día.
Lamia se detuvo en la entrada del valle y gritó, anunciando su regreso a Sol y los demás. No habría rechazado una oferta de ayuda para cargar con las provisiones los últimos cien metros. Tenía la espalda en carne viva y las correas le habían mordido la piel empapándole la camisa de sangre. Nadie respondió a sus gritos.
Notó su agotamiento cuando subió la escalera de la Esfinge, soltó los bártulos en el ancho porche de piedra y buscó la linterna. El interior estaba oscuro. Había mantas y mochilas desperdigadas en la habitación donde habían dormido. Lamia gritó, esperó a que los ecos se desvaneciesen y exploró la habitación con la luz. Todo estaba igual. No, algo había cambiado. Cerró los ojos y recordó la habitación tal como la había visto esa mañana.
Faltaba el cubo de Möbius. La caja de energía que Het Masteen había dejado en la carreta eólica ya no estaba en el rincón. Lamia se encogió de hombros y salió.
El Alcaudón esperaba en el exterior, más alto de lo que ella había imaginado. Lamia salió y retrocedió, ahogando el deseo de gritar. La pistola parecía pequeña y fútil. Dejó caer la linterna.
El ser ladeó la cabeza para estudiarla. Una luz roja palpitaba detrás de los ojos multifacetados. Los ángulos del cuerpo y los rebordes afilados recibían la luz de arriba.
—Hijo de perra —dijo Lamia con voz serena—. ¿Dónde están? ¿Qué has hecho con Sol y la niña? ¿Dónde están los demás?
La criatura ladeó la cabeza en sentido contrario. El rostro resultaba tan desconcertante que Lamia no discernía ninguna expresión. Su lenguaje gestual sólo comunicaba amenaza. Los dedos de acero se abrieron como escalpelos retráctiles.
Lamia le disparó cuatro veces en la cara y las balas de 16 milímetros rebotaron y se perdieron en la noche.
—No he venido aquí a morir, hijo de puta metálico —exclamó Lamia. Apuntó y disparó una docena de veces, acertando cada impacto.
Volaron chispas. El Alcaudón irguió la cabeza como si escuchara un ruido distante. Desapareció.
Lamia jadeó, se agazapó, dio media vuelta. Nada. El valle brillaba bajo la luz de las estrellas mientras el cielo se calmaba. Las sombras eran negras pero distantes, y hasta el viento había amainado.
Brawne Lamia retrocedió tambaleante hacia las mochilas y se sentó en la mayor, tratando de calmar sus palpitaciones. Quería pensar que no había sentido miedo, pero no había modo de negar la adrenalina.
Aún empuñando la pistola, con doce balas más en el cargador y una buena carga de propelente, alzó una botella de agua y bebió un largo sorbo.
El Alcaudón apareció a su lado. Había llegado instantánea y silenciosamente. Lamia soltó la botella, trató de apuntar la pistola mientras giraba al costado.
Hubiera dado lo mismo moverse a cámara lenta. El Alcaudón extendió la mano derecha, dedos aguzados y largos como agujas de tejer reflejaron la luz. Una punta se deslizó detrás de la oreja de Lamia, halló el cráneo y penetró en la cabeza suavemente, sin ningún dolor salvo una gélida sensación de penetración.