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El informe militar se prolongaba. Sospecho que dichas reuniones han compartido las mismas características —un tono monocorde y vibrante—, el sabor rancio del exceso de café, la humareda en el aire, fajos de documentos y el vértigo cortical de los accesos de implante durante muchos siglos. Sospecho que era más sencillo en mi infancia; Wellington reunía a sus hombres, a quienes con frialdad y precisión llamaba «la hez de la tierra», no les decía nada y los enviaba a la muerte.

Observé de nuevo al grupo. Estábamos en una sala inmensa: paredes grises con rectángulos de luz blanca, moqueta gris, mesa en herradura color metal con controles negros, jarras de agua. La FEM Meina Gladstone estaba sentada en el centro del arco de la mesa, los senadores y ministros cerca de ella, los militares y otros funcionarios de segundo rango más lejos.

Detrás de todos estaban sentados los inevitables enjambres de ayudantes, y detrás de éstos —en sillas menos confortables— los asistentes de los ayudantes. Ningún miembro de FUERZA ostentaba un grado inferior a coronel.

Yo no tenía silla. Con otro grupo de invitados, que a todas luces, no cumplían ningún propósito, estaba sentado en un taburete cerca de un rincón, a veinte metros de la FEM y aún más lejos del oficial que hablaba, un joven coronel con un puntero en la mano y sin titubeos en la voz. A espaldas del coronel se erguía la losa dorada y gris de un proyector de datos, al frente la omniesfera típica de cualquier holofoso. De vez en cuando, el proyector se enturbiaba y cobraba vida o complejos hologramas cubrían el aire. Miniaturas de estos diagramas relucían en cada pantalla y revoloteaban sobre algunos comlogs.

Yo observaba a Gladstone y dibujaba bocetos.

Al despertar esa mañana en la sala de Huéspedes de la Casa de Gobierno, con la brillante luz de Tau Ceti atravesando los cortinajes color melocotón que se habían abierto automáticamente a las 0630, quedé desorientado por un instante. Todavía perseguía a Lenar Hoyt, todavía sentía miedo del Alcaudón y de Het Masteen. Luego, como si una potestad me hubiera concedido el deseo de soñar mis propios sueños, sufrí un minuto de confusión, y me quedé sentado, jadeando, mirando en torno alarmado, temiendo que la moqueta color limón y la luz ambarina se disiparan como un sueño febril, dejando sólo el dolor, la flema y las terribles hemorragias, la sangre sobre el lino, la luminosa sala disolviéndose en las sombras de mi oscuro apartamento de la Piazza di Spagna mientras Joseph Severn inclinaba hacia mí el delicado rostro pintando mi muerte.

Me duché dos veces, primero con agua y luego con vibraciones sónicas, me puse el flamante traje gris que me aguardaba en la cama recién hecha cuando salí del cuarto de baño y enfilé hacia el patio este, donde —según me informaba un mensaje grabado— se servía el desayuno para los huéspedes.

El zumo de naranja estaba recién exprimido. El tocino era crujiente y auténtico. El periódico decía que la FEM Gladstone dirigiría un discurso a la Red a través de la Entidad Suma y los medios a las 1030, hora estándar. Las páginas estaban llenas de noticias referentes a la guerra. Fotos bidimensionales de la armada relucían a todo color. El general Morpurgo fruncía el ceño en la página tres; el periódico lo llamaba «el héroe de la Segunda Rebelión de Height».

Diana Philomel me miró de soslayo desde la mesa donde comía con su esposo Neanderthal. Llevaba un vestido más formal, azul oscuro, mucho menos revelador, pero un corte al costado permitía un atisbo del espectáculo de la noche anterior. No me quitó los ojos de encima mientras cogía una loncha de tocino con uñas pintadas y mordía con cuidado.

Hermund Philomel gruñó al leer una noticia agradable en las páginas financieras.

—El grupo de migración éxter, comúnmente llamado enjambre, fue detectado por equipos sensores de distorsión Hawking en el sistema Camn hace poco más de tres años estándar —decía el joven oficial encargado de presentar el informe—. Inmediatamente después, la Fuerza Especial 42 de FUERZA, preparada para la evacuación del sistema de Hyperion, pasó a estatus C máximo desde Parvati con órdenes selladas de crear una capacidad teleyectora al alcance de Hyperion. Al mismo tiempo, la Fuerza Especial 87.2 fue enviada desde Solkov-Tikata, alrededor de Camn III, con órdenes de reunirse con la fuerza de evacuación del sistema de Hyperion, para hallar el grupo migratorio éxter, trabar combate y destruir sus componentes militares. —En el proyector, frente al joven coronel, aparecieron imágenes de la armada. El militar señaló con el puntero y un haz color rubí atravesó el holo más grande hasta iluminar una de las naves 3C de la formación—. La Fuerza Especial 87.2 está a las órdenes del almirante Nashita, a bordo de la nave Hébridas

—Sí, sí —rezongó el general Morpurgo—, ya sabemos todo esto, Yani. Vaya al grano.

El joven coronel fingió una sonrisa, asintió y continuó con voz menos segura.

—Durante las últimas setenta y dos horas estándar, transmisiones ultralínea codificadas de la Fuerza Especial 42 han indicado intensos combates entre elementos de exploración de la Fuerza Especial y elementos de avanzada del grupo migratorio éxter…

—El enjambre —interrumpió Leigh Hunt.

—Sí —dijo Yani. Se volvió hacia el proyector y cinco metros de vidrio escarchado cobraron vida. Para mí el despliegue era un incomprensible laberinto de símbolos arcanos, vectores de color, códigos de sustrato y acrónimos de FUERZA que configuraban una incomprensible jerigonza. Quizá tampoco tuviera sentido para los altos oficiales y políticos presentes en la sala, pero nadie lo dio a entender. Inicié un nuevo dibujo de Gladstone, con el perfil de bulldog de Morpurgo al fondo.

—Aunque los primeros informes sugerían cerca de cuatro mil estelas Hawking, esta cifra induce a la confusión —continuó el coronel Yani. Me pregunté si ése era el nombre o el apellido—. Como ustedes saben, los enjambres éxter pueden incluir hasta diez mil unidades, pero la mayoría son pequeñas y no portan armamento o son militarmente irrelevantes. Las señales de microondas, ultralínea y otros tipos de emisión sugieren…

—Excúseme —intervino Meina Gladstone, cuya voz enérgica contrastaba con el tono melifluo del oficial—, pero ¿puede usted decirnos cuántas naves éxter son militarmente relevantes?

—Ah… —dudó el coronel, quien miró de soslayo a sus superiores.

El general Morpurgo carraspeó.

—Seiscientas, a lo sumo setecientas —respondió—. Nada de qué preocuparse.

La FEM Gladstone enarcó las cejas.

—¿Y con cuántos efectivos contamos?

Morpurgo indicó al joven coronel que adoptara la posición de descanso.

—La Fuerza Especial 42 —contestó— tiene sesenta naves, FEM. La Fuerza…

—¿La Fuerza 42 es el grupo de evacuación? —preguntó Gladstone.

El general Morpurgo asintió, y creí ver un aire condescendiente en la sonrisa.

—Así es. La Fuerza 87.2, el grupo de batalla que penetró en el sistema hace una hora…

—¿Sesenta naves bastan para hacer frente a seiscientas o setecientas? —preguntó Gladstone.

Morpurgo miró de soslayo a otro oficial, como pidiendo paciencia.

—Sí —aseguró—, de sobras. Debe usted entender, FEM, que seiscientas unidades Hawking parecen muchas, pero no son peligrosas cuando impulsan unidades simples exploradoras o esas naves de ataque de cinco personas que llaman lanceros. La Fuerza 42 consiste en casi dos docenas de gironaves. Incluidas la Sombra del Olimpo y Estación Neptuno. Cada una de ellas puede lanzar más de cien cazas o torpederos. —Morpurgo hurgó en el bolsillo, extrajo un cigarrillo del tamaño de un puro, pareció recordar que a Gladstone no le agradaban y se lo guardó en la chaqueta. Frunció el ceño—. Cuando la Fuerza 87.2 complete su despliegue, tendremos poder de fuego para habérnoslas con una docena de enjambres. —Indicó a Yani que continuara.

El coronel se aclaró la garganta y señaló el despliegue visual con el puntero.

—Como ustedes ven, la Fuerza 42 no tuvo problemas en despejar el volumen de espacio necesario para iniciar la construcción del teleyector. Esta construcción se inició hace seis semanas, tiempo estándar, y se completó ayer a las 1624 horas estándar. Los primeros ataques éxter de hostigamiento fueron repelidos sin bajas por parte de la Fuerza 42, y durante las últimas cuarenta y ocho horas se ha librado una gran batalla entre nuestras unidades de vanguardia y las principales fuerzas éxter. El foco de esta escaramuza estuvo aquí. —Yani gesticuló con el puntero y una parte del proyector palpitó con una luz azul—, veintinueve grados por encima del plano de la eclíptica, a treinta UA del sol de Hyperion, aproximadamente 0,35 UA del linde hipotético de la nube de Oort del sistema.

—¿Bajas? —preguntó Leigh Hunt.

—Dentro de los límites aceptables para un enfrentamiento de esta duración —dijo el joven coronel, quien no parecía haber estado siquiera a un año-luz de un enfrentamiento. El cabello rubio peinado de lado brillaba bajo el resplandor intenso de los focos—. Sufrimos la pérdida o destrucción de veintiséis cazas, dos torpederos, tres naves-antorcha, el transporte de combustible Orgullo de Asquith y el crucero Draconi III.

—¿Cuántas bajas humanas? —preguntó la FEM Gladstone con voz serena.

Yani miró de soslayo a Morpurgo, pero respondió la pregunta.

—Dos mil trescientas. Pero se están realizando operaciones de rescate, y hay esperanzas de hallar supervivientes del Draconi. —El coronel se alisó la túnica y continuó—: Tengamos en cuenta que hemos confirmado la destrucción de por lo menos ciento cincuenta naves éxters. Nuestras incursiones dentro del enjambre han dado como resultado la destrucción de treinta a sesenta naves más, incluyendo cometas con granjas, naves procesadoras de mineral y por lo menos un grupo de mando.

Meina Gladstone se frotó los dedos.

—¿La estimación de nuestras bajas incluye a los pasajeros y tripulantes de la nave-árbol Yggdrasill que estaba destinada a la evacuación?

—No —respondió Yani—. Aunque en ese momento los éxters efectuaban una incursión, nuestro análisis indica que la Yggdrasill no fue destruida por la acción enemiga.

Gladstone enarcó las cejas de nuevo.

—¿Qué ocurrió?

—Sabotaje, por lo que sabemos —respondió el coronel. Proyectó otro diagrama del sistema de Hyperion.

El general Morpurgo miró su comlog y ordenó:

—Pase a las defensas terrestres, Yani. La FEM debe pronunciar un discurso dentro de treinta minutos.

Terminé el bosquejo de Gladstone y Morpurgo, me desperecé, busqué otro tema. Leigh Hunt parecía un desafío, con sus rasgos borrosos y contraídos. Cuando alcé los ojos, el holograma detuvo su giro para descomponerse en una serie de proyecciones planas —oblicua equirrectangular, Bonne, ortográfica, roseta, Vander Grinten, Gores, homoloseno interrumpido de Goode, gnomónica, sinusoidal, azimutal, Briesemeister, Buckminster, cilíndrica Miller; multicoligrafiada, satelital estándar— antes de resolverse en un mapa Robinson-Baird de Hyperion.

Sonreí. Eso había sido lo más agradable desde el comienzo del informe. Varios allegados de Gladstone se movían con impaciencia. Querían pasar por lo menos diez minutos con la FEM antes de la emisión.

—Como ustedes saben —comenzó el coronel—, Hyperion es Vieja Tierra estándar hasta nueve coma ocho nueve en la escala Thuron-Laumier…

—Demonios —gruñó Morpurgo—, explique la disposición de las tropas y terminemos con esto.

—Sí, señor. —Yani tragó saliva y alzó el puntero. La voz ya no sonaba confiada—. Como ustedes saben… —Señaló el continente boreal, que flotaba como un mal bosquejo de la cabeza y el pescuezo de un caballo y terminaba escabrosamente donde comenzarían el pecho y los músculos traseros de la bestia—, esto es Equus. Tiene otro nombre oficial, pero todos lo llaman así desde… Esto es Equus. La cadena de islas que va hacia el sudeste, aquí y aquí, se llama el Gato y las Nueve Colas. Se trata de un archipiélago con más de cien… De cualquier modo, el segundo continente se llama Aquila, y tal vez ustedes adviertan que parece una águila de Vieja Tierra, con el pico aquí, en la costa noroeste, y las garras aquí, al sudoeste, y al menos un ala levantada aquí, hacia la costa nordeste. Esta sección es la llamada Meseta del Piñón y resulta casi inaccesible debido a los bosques flamígeros; pero aquí y aquí, al sudoeste, están las principales plantaciones de fibroplástico…

—La disposición de las tropas —gruñó Morpurgo.

Dibujé a Yani. Descubrí que es imposible plasmar el brillo del sudor a lápiz.

—Sí, señor. El tercer continente es Ursus, que parece un oso… pero allí no desembarcaron tropas de FUERZA porque es polar, casi inhabitable, aunque la Fuerza de Autodefensa de Hyperion tiene allí una estación de escucha… —Yani pareció comprender que estaba divagando. Recobró la compostura, se enjugó el labio superior con el dorso de la mano y continuó con voz más aplomada—. Los principales efectivos terrestres de FUERZA están aquí y aquí. —El puntero iluminó zonas cercanas a Keats, la capital, en lo alto del pescuezo de Equus—. Las unidades espaciales de FUERZA custodian el principal puerto espacial de la capital, así como campos secundarios aquí y aquí. —Tocó las ciudades de Endimión y Puerto Romance, ambas en el continente de Aquila—. Las unidades terrestres de FUERZA han establecido instalaciones defensivas aquí… —Dos docenas de luces rojas parpadearon, la mayoría en el pescuezo y la crin de Equus, pero varias en el pico de Aquila y la región de Puerto Romance—. Incluyen elementos de los marines, así como defensas terrestres, componentes tierra-aire y tierra-espacio. El alto mando espera que no se repita lo de Bressia y no se produzcan batallas en el planeta mismo, pero si los éxters intentaran una invasión, estamos preparados para ello.

Meina Gladstone consultó su comlog. Faltaban diecisiete minutos para su transmisión en vivo.

—¿Qué hay de los planes de evacuación?

El aplomo de Yani se derrumbó. Miró con desesperación a sus oficiales superiores.

—No habrá evacuación —explicó el almirante Singh—. Era un cebo, una trampa para los éxters.

Gladstone unió los dedos.

—Hay varios millones de personas en Hyperion, almirante.

—Sí —admitió Singh—, y las protegeremos, pero es impensable evacuar siquiera a los sesenta mil ciudadanos de la Hegemonía. La entrada de tres millones de personas en la Red sembraría el caos. Además, por razones de seguridad, resulta imposible.

—¿El Alcaudón? —preguntó Leigh Hunt.

—Razones de seguridad —aclaró el general Morpurgo. Se levantó y cogió el puntero de Yani. El joven titubeó un instante, sin ver un sitio donde sentarse o permanecer de pie, y al fin se dirigió hacia el lado de la sala donde estaba yo, adoptó la posición de descanso y miró algo en el techo, tal vez el final de su carrera militar.

—La Fuerza Especial 87.2 está dentro del sistema —informó Morpurgo—. Los éxters se han replegado al centro del enjambre, a sesenta UA de Hyperion. En la práctica, el sistema está a salvo. Hyperion está a salvo. Estamos aguardando un contraataque, pero sabemos que podemos repelerlo. En la práctica, insisto, ahora Hyperion forma parte de la Red. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna, Gladstone salió con Leigh Hunt, un grupo de senadores y sus asistentes. Los militares se agruparon por rangos. Los ayudantes se dispersaron. Los pocos periodistas autorizados para estar en la sala corrieron hacia las cámaras que aguardaban en el exterior. El joven coronel Yani permaneció en posición de descanso, la mirada perdida, la cara muy pálida.

Me quedé sentado un instante, observando el mapa de Hyperion. La semejanza del continente Equus con un caballo se acentuaba a esta distancia. Podía distinguir las montañas de la Cordillera de la Brida y el color anaranjado del alto desierto debajo del «ojo» del caballo. No había posiciones defensivas de FUERZA en el norte, ningún símbolo excepto un diminuto fulgor rojo que quizá fuera la abandonada Ciudad de los Poetas. Las Tumbas de Tiempo no estaban marcadas, como si no tuvieran ninguna relevancia militar, ninguna función en los acontecimientos. Pero yo sabía que no era así. Sospechaba que toda la guerra, el desplazamiento de millares, el destino de millones o miles de millones, dependía de los actos de seis personas en aquella franja anaranjada y amarilla que no aparecía en el mapa.

Cerré la libreta, me guardé los lápices en los bolsillos, busqué una salida y me fui.

Leigh Hunt me salió al encuentro en uno de los largos pasillos que conducían a la entrada principal.

—¿Se marcha usted?

Contuve el aliento.

—¿Acaso no tengo permiso?

Hunt sonrió, si se podía llamar sonrisa a aquel plegamiento de finos labios.

—Desde luego que sí, Severn. Pero la FEM Gladstone me ha pedido que le informe que desea hablar de nuevo con usted esta tarde.

—¿Cuándo?

Hunt se encogió de hombros.

—Después del discurso, cuando más le convenga a usted.

Asentí. Millones de aduladores, buscadores de empleo, aspirantes a biógrafos, empresarios, fanáticos de la FEM y asesinos en potencia darían cualquier cosa por hablar un minuto con la líder más visible de la Hegemonía, incluso unos segundos con la FEM Gladstone. En cambio, yo podía visitarla «cuando más me conviniera». Nadie había dicho jamás que el universo fuera cuerdo.

Me deshice de Leigh Hunt y busqué la salida del frente.

Por larga tradición, el palacio del gobernador no tenía portales teleyectores públicos en el interior. Dejé atrás los mecanismos de seguridad de la entrada principal, crucé el jardín y al cabo de un corto trecho llegué al edificio blanco y bajo que oficiaba de cuartel general de la prensa y términex. Los periodistas estaban apiñados alrededor de un foso de proyección donde el conocido rostro de Lewellyn Drake, «la voz de la Entidad Suma», calificaba el discurso de Gladstone como «de vital importancia para la Hegemonía». Encontré un portal libre, presenté mi tarjeta universal y fui en busca de un bar.

La Confluencia era el único sitio de la Red donde uno se podía teleyectar gratis. Cada mundo de la Red había ofrecido por lo menos una de sus mejores manzanas urbanas. —TC2 brindaba veintitrés manzanas— para compras, entretenimientos, restaurantes elegantes y bares. Sobre todo bares.

Como el río Tetis, la Confluencia circulaba entre portales de tamaño militar de doscientos metros de altura.

Con las autoconexiones, la calle causaba el efecto de un toroide de delicias materiales de cien kilómetros.

Uno podía disfrutar, como yo aquella mañana, del brillante sol de Tau Ceti mientras miraba el neón y los hologramas del tramo nocturno de Deneb Drei; atisbar el paseo principal de Lusus sabiendo que más allá se encontraban las sombreadas tiendas de Bosquecillo de Dios, con su galería de ladrillos y sus ascensores para Copa-del-Árbol, el restaurante más caro de la Red.

Me importaba un bledo. Yo sólo buscaba un bar tranquilo.

Los bares de TC2 estaban llenos de burócratas, periodistas y hombres de negocios, así que cogí un vehículo y me bajé en la calle mayor de Sol Draconi Septem. La gravedad desalentaba a muchos —incluso a mí— pero eso significaba menos gente en los bares, y la poca que los frecuentaba estaba allí para beber.

Escogí un bar de planta baja, escondido bajo las columnas y conductos que conducían a la pérgola principal. El interior estaba oscuro: paredes oscuras, madera oscura y parroquianos oscuros, de tez tan negra como pálida era la mía. Era un buen sitio para beber y a eso me dediqué, empezando con un escocés doble y continuando con medidas cada vez más generosas.

Ni siquiera allí estaba libre de Gladstone. Un televisor de pantalla plana mostraba la cara de la FEM con el trasfondo azul y oro que usaba para las emisiones oficiales. Varios bebedores se habían reunido para mirar. Oí fragmentos del discurso: «… garantizar la seguridad de los ciudadanos de la Hegemonía y… no podemos permitir amenazas para la seguridad de la Red ni nuestros aliados en… he autorizado, pues, una respuesta militar plena…».

—¡Bajen ese trasto! —Descubrí con asombro que era yo quien gritaba Los parroquianos; me fulminaron con la mirada, pero bajaron el volumen. Observé por un instante el movimiento de la boca de Gladstone, luego pedí otro doble al camarero.

Un rato después —tal vez horas— aparté los ojos del vaso y comprendí que una persona se había sentado frente a mí en el oscuro reservado. Tardé un instante en reconocerla en la penumbra. Por un momento pensé Fanny y el corazón se me desbocó, pero al final parpadeé y dije:

—Lady Philomel.

Aún llevaba el vestido azul oscuro que se había puesto para el desayuno, pero el escote parecía más pronunciado. El rostro y los hombros brillaban en la penumbra.

—Severn —susurró—, he venido a pedirte que cumplas con tu promesa.

—¿Promesa? —Llamé al camarero, pero no me hizo caso. Fruncí el ceño y miré a Diana Philomel—. ¿Qué promesa?

—La de dibujarme, claro. ¿Has olvidado lo que prometiste en la fiesta?

Chasqueé los dedos, pero el insolente camarero no se dignó mirarme.

—Ya te dibujé —dije.

—Sí —admitió lady Philomel—, pero no me dibujaste toda.

Suspiré y terminé el escocés.

—Estaba bebiendo —objeté.

—Ya veo —sonrió lady Philomel.

Me levanté para ir en busca del camarero, lo pensé mejor y me senté lentamente en la gastada madera del banco.

—Armagedón —dije—. Están jugando con el Armagedón. —Miré a la mujer entornando los ojos—. ¿Conoces esa palabra?

—No creo que te sirvan más alcohol —indicó—. Tengo bebida en mi casa. Podrías beber mientras dibujas.

Entorné de nuevo los ojos, esta vez con aire astuto. Aunque hubiera tomado algunos tragos, no había perdido la lucidez.

—Tu marido —señalé.

Diana Philomel me obsequió una sonrisa radiante.

—Está pasando unos días en el palacio del gobernador —susurró—. No puede estar alejado del poder en un momento tan trascendente. Ven, tengo mi vehículo fuera.

No recuerdo haber pagado, pero supongo que lo hice. O tal vez se encargó lady Philomel. No recuerdo que ella me llevara al exterior, pero supongo que alguien lo hizo. Tal vez un chófer. Recuerdo a un hombre con túnica y pantalones grises, recuerdo estar apoyado en él.

El vehículo electromagnético tenía una burbuja, polarizada en el exterior pero muy transparente desde el interior de mullidos cojines. Conté un par de portales y luego nos alejamos de la Confluencia, elevándonos sobre campos azules bajo un cielo amarillo. Lujosas casas de ébano se erguían sobre colinas rodeadas por campos de amapolas y lagos broncíneos. ¿Vector Renacimiento? Era un enigma demasiado difícil de descifrar en ese momento, así que apoyé la cabeza en la burbuja y decidí descansar. Tenía que estar en forma para dibujar a lady Philomel. Je, je.

La campiña se deslizaba allá abajo.