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El agente Jimmy Martínez del Departamento de Policía de Santa Fe se recostó en su silla. Acababa de colgar el teléfono. Las hojas del álamo de Virginia del otro lado de la ventana habían adquirido un intenso color dorado y soplaba un viento frío procedente de las montañas. Miró a su compañero, Willson.
—¿Otra vez la casa Broadbent? —preguntó Willson.
Martínez asintió.
—Sí. Uno hubiera pensado que a estas alturas los vecinos ya se habrían acostumbrado.
—Esa gente rica…, quién la entiende.
Martínez resopló dándole la razón.
—¿Quién crees que es realmente ese tipo? ¿Has visto cosa igual? ¿Un indio tatuado de Centroamérica, paseándose con la ropa del viejo, fumando su pipa, montando sus caballos por ese rancho de cuarenta hectáreas, dando órdenes a los criados, dándoselas de hacendado e insistiendo en que todos le llamen señor?
—Es el propietario de la casa —dijo Martínez—. Lo comprobamos y todo es legal.
—¡Desde luego que lo es! Lo que me gustaría saber es cómo demonios ha caído en sus manos. Esa finca vale veinte o treinta millones. Y solo mantenerla, mierda, debe de costar un par de millones al año. ¿Crees realmente que un tipo así tiene tanto dinero?
Martínez sonrió.
—Sí.
—¿Qué quieres decir, eh? Jimmy, ese tipo tiene los dientes afilados. Es un salvaje de mierda.
—No, no lo es. Es un Broadbent.
—¿Estás loco? ¿Crees que ese indio que arrastra los lóbulos de la oreja por el suelo es un Broadbent? Vamos, Jimmy, ¿qué has estado fumando?
—Se parece a ellos físicamente.
—¿Los conoces?
—He visto a dos de los hijos. Te lo digo, es uno de los hijos del viejo.
Willson se quedó mirándolo, estupefacto.
—El hombre tenía cierta reputación en ese sentido —continuó Martínez—. Los otros hijos se quedaron con las obras de arte, y él heredó la casa y un montón de pasta. Así de sencillo.
—¿Un indio hijo de Broadbent?
—Sí. Apuesto a que el viejo dejó preñada a una mujer de Centroamérica en una de sus expediciones.
Willson se recostó en su silla, profundamente impresionado.
—Algún día llegarás a teniente detective, lo sabes, ¿verdad?
Martínez asintió con modestia.
—Lo sé.