3

Los encontró de pie a la sombra de un pino, con los brazos cruzados, callados y cabizbajos. Mientras Barnaby se acercaba, el tipo del traje preguntó:

—¿Ha encontrado algo?

—¿Como qué?

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Tiene alguna idea de lo que han robado aquí? Estamos hablando de cientos de millones. Dios mío, ¿cómo ha podido alguien creer que saldría impune de algo así? Algunas de esas obras de arte son famosas mundialmente. Hay un Filippo Lippi que vale por sí solo cuarenta millones de dólares. Probablemente se dirigen a Oriente Próximo o a Japón. Tiene que llamar al FBI, contactar con la Interpol, cerrar los aeropuertos…

Se detuvo para tomar aire.

—El teniente Barnaby desea hacerles unas preguntas —dijo Fenton adoptando el papel que tan bien bordaba, con una voz curiosamente alta y suave al mismo tiempo, con una nota amenazadora—. Digan cómo se llaman, por favor.

El de las botas de cowboy se adelantó un paso.

—Yo soy Tom Broadbent, y estos son mis hermanos, Vernon y Philip.

—Mire, agente —dijo el llamado Philip—, es evidente que esas obras de arte se dirigen al dormitorio de algún jeque. No pueden esperar venderlas en el mercado libre; son demasiado conocidas. No es mi intención ofenderle, pero dudo que el Departamento de Policía esté preparado para llevar este caso.

Barnaby abrió su libreta y consultó su reloj. Todavía disponía de casi treinta minutos antes de que llegara el equipo del laboratorio de Albuquerque.

—¿Puedo hacerte unas preguntas, Philip? ¿Tienen inconveniente en que los tutee?

—De acuerdo, acabe de una vez.

—¿Cuántos años tienen?

—Yo tengo treinta y tres —dijo Tom.

—Treinta y cinco —dijo Vernon.

—Treinta y siete —dijo Philip.

—Decidme, ¿cómo es que habéis coincidido los tres aquí? —Clavó la mirada en el tipo estilo New Age, Vernon, el que parecía el menos capaz de mentir.

—Nuestro padre nos envió una carta.

—¿Sobre qué?

—Bueno… —Vernon miró nervioso a sus hermanos—. No lo dijo.

—¿Alguna sospecha?

—En realidad, no.

Barnaby desplazó la mirada.

—¿Philip?

—No tengo ni la más remota idea.

Se volvió hacia el tercero, Tom. Le agradó su cara. No estaba para tonterías.

—Bueno, Tom, ¿quieres colaborar?

—Creo que quería hablarnos de nuestra herencia.

—¿Herencia? ¿Cuántos años tenía vuestro padre?

—Sesenta.

Fenton se echó hacia delante para interrumpir, con voz áspera:

—¿Estaba enfermo?

—Sí.

—¿Grave?

—Se estaba muriendo de cáncer —respondió Tom fríamente.

—Lo siento —dijo Barnaby, conteniendo a Fenton con un brazo como para impedir que hiciera más preguntas sin tacto—. ¿Alguno de vosotros tiene aquí su copia de la carta?

Los tres sacaron la misma carta, escrita a mano en papel marfil. Interesante, pensó Barnaby, que cada uno la llevara encima. Demostraba la importancia que daban a ese encuentro. Cogió una y la leyó:

Querido Tom:

Quiero que vengas a mi casa de Santa Fe, el 15 de abril, a la una de la tarde, para tratar de un asunto muy importante relacionado con tu futuro. También se lo he pedido a Philip y Vernon. Adjunto fondos para cubrir los gastos del viaje. Por favor, sé puntual: a la una en punto. Ten esta última gentileza con tu viejo padre.

Tu padre

—¿Había alguna posibilidad de que se recuperase del cáncer o estaba desahuciado? —preguntó Fenton.

Philip lo miró fijamente, luego miró a Barnaby.

—¿Quién es este hombre?

Barnaby lanzó una mirada de advertencia a Fenton, a quien a menudo se le iba la mano.

—Todos estamos en el mismo bando, tratando de resolver este delito.

—Según creo —dijo Philip de mala gana— no había posibilidad de que se recuperara. Nuestro padre se había sometido a tratamientos de radioterapia y quimioterapia, pero el cáncer había metastatizado y no había forma de eliminarlo. Se negó a recibir más tratamientos.

—Lo siento —dijo Barnaby, tratando sin éxito de aunar un mínimo de compasión—. Volviendo a la carta, menciona algo sobre fondos. ¿Cuánto dinero llegó con ella?

—Mil doscientos dólares en efectivo —dijo Tom.

—¿En efectivo? ¿En qué forma?

—Doce billetes de cien dólares. Era típico de padre enviar dinero en efectivo así.

Fenton volvió a interrumpir.

—¿Cuánto tiempo le quedaba de vida? —Hizo la pregunta directamente a Philip, sacando la cabeza hacia delante. Esta era poco atractiva, muy estrecha y puntiaguda, con cejas muy pobladas, ojos hundidos, una nariz enorme de cuyas fosas salía una mata de vello negro, dientes marrones y desiguales y barbilla hundida. Tenía la piel aceitunada; a pesar de su apellido de origen inglés, era un hispano de la ciudad de Truchas, en el corazón de las montañas Sangre de Cristo. Inspiraba terror si no sabías que era el hombre más bondadoso del mundo.

—Unos seis meses.

—¿Y para qué os hizo venir? ¿Para hacer un pito pito colorito?

Fenton podía ser horrible cuando se lo proponía. Pero obtenía resultados.

—Es una forma encantadora de expresarlo —dijo Philip con tono gélido—. Supongo que es posible.

Barnaby intervino con suavidad.

—Pero, Philip, con una colección de estas características, ¿no habría hecho gestiones para legarla a un museo?

—Maxwell Broadbent detestaba los museos.

—¿Porqué?

—Los museos habían sido los primeros en criticar las prácticas coleccionistas un tanto poco ortodoxas de nuestro padre.

—¿Cuáles eran estas?

—Comprar obras de arte de dudosa procedencia, tener tratos con ladrones y saqueadores de tumbas, pasar antigüedades de contrabando. Él mismo robó tumbas. Puedo comprender su antipatía. Los museos son los bastiones de la hipocresía, la avaricia y la codicia. Critican a los demás por emplear los mismos métodos que han utilizado ellos para obtener sus colecciones.

—¿Qué hay de legar la colección a alguna universidad?

—Odiaba a los académicos. Pedantes vestidos de tweed, los llamaba. Los académicos, sobre todo los arqueólogos, acusaban a Maxwell Broadbent de haber saqueado templos en Centroamérica. No estoy contando ningún secreto de familia: todo el mundo lo sabe. Coja cualquier número de la revista Archaeology y leerá sobre cómo nuestro padre es su versión del mismísimo diablo.

—¿Tenía previsto vender la colección? —presionó Barnaby.

El labio superior de Philip se curvó con desdén.

—¿Venderla? Mi padre tuvo que lidiar toda su vida con casas de subasta y marchantes. Preferiría morir de una muerte violenta antes que confiarles a ellos un grabado mediocre para que lo vendieran.

—¿Entonces pensaba dejárosla a vosotros tres?

Hubo un silencio incómodo.

—Eso era lo que se suponía —dijo Philip por fin.

Fenton intervino.

—¿La Iglesia? ¿Una esposa? ¿Alguna novia?

Philip se quitó la pipa de entre los dientes y, en una imitación perfecta del estilo sucinto de Fenton, respondió:

—Ateo. Divorciado. Misógino.

Los otros dos hermanos se echaron a reír. Hutch Barnaby hasta se sorprendió disfrutando de la incomodidad de Fenton. Era insólito que alguien le ganara la batalla en un interrogatorio. Ese tal Philip, a pesar de su ampulosidad, era un tipo duro. Pero en su cara alargada e inteligente había cierta tristeza, un aire perdido.

Barnaby les tendió el conocimiento de embarque por el envío de utensilios de cocina.

—¿Alguna idea de qué es esto o dónde podrían haberlo enviado?

Ellos lo examinaron, sacudieron la cabeza y se lo devolvieron.

—Ni siquiera sabía que le gustara cocinar —dijo Tom.

Barnaby se guardó el documento en el bolsillo.

—Habladme de vuestro padre. Físico, personalidad, carácter, negocios, todo eso.

Fue Tom quien volvió a hablar.

—Es… único en su especie.

—¿En qué sentido?

—Es un gigante de metro noventa y cuatro, bien parecido, ancho de espaldas, sin un gramo de grasa, con el pelo y la barba blancos, fuerte como un toro y con una voz atronadora a juego. La gente dice que se parece a Hemingway.

—¿Personalidad?

—Es la clase de hombre que nunca se equivoca, y que se lleva por delante a todos y todo lo que se interponga en su camino para conseguir lo que quiere. Vive de acuerdo con sus propias reglas. No acabó el instituto, pero sabe mucho más de arte y arqueología que la mayoría de los eruditos en esas materias. Coleccionar es su fe. Desdeña las creencias religiosas, y esa es una de las razones por las que obtiene tanto placer comprando y vendiendo objetos robados de las tumbas… o robándolas personalmente.

—Háblame más del robo de esas tumbas.

Esta vez habló Philip.

—Maxwell Broadbent nació en el seno de una familia de clase trabajadora. Fue a Centroamérica de joven y desapareció dos años en la selva. Hizo un gran hallazgo, robó un templo maya y se trajo consigo todo lo que encontró en él, pasándolo de contrabando. Así fue como empezó. Se dedicó a la compra y venta de arte y antigüedades de dudosa procedencia: todo, desde estatuas griegas y romanas sacadas de Europa de forma clandestina hasta relieves jemeres arrancados de los templos funerarios camboyanos pasando por cuadros renacentistas robados en Italia durante la guerra. Comerciaba con ello no tanto para hacer dinero como para financiar su colección privada.

—Interesante.

—Los métodos de Maxwell —continuó Philip— eran en realidad los únicos que permitían adquirir arte de verdad a un particular. Probablemente en toda su colección no había una sola pieza adquirida legalmente.

—Una vez robó una tumba sobre la que habían escrito una maldición —dijo Vernon—. Solía contarlo en las fiestas.

—¿Una maldición? ¿Qué decía?

—Algo así como: «El que toque estos huesos será desollado vivo y arrojado a las hienas enfermas. Y una manada de bueyes copularán con su madre». O algo por el estilo.

Fenton soltó una risotada.

Barnaby le lanzó una mirada de advertencia. Dirigió su siguiente pregunta a Philip, ahora que éste se había lanzado a hablar. Era curioso cómo le gustaba a la gente quejarse de sus padres.

—¿Qué era lo que lo movía?

Philip frunció visiblemente el entrecejo y su ancha frente se surcó de arrugas.

—Verá, Maxwell Broadbent amaba su Madonna de Lippi más que a ninguna mujer de carne y hueso. Amaba su retrato de Bronzino de la pequeña Bia de Medicis más que a cualquiera de sus hijos. Amaba sus dos Braque, su Monet y sus cráneos de jade mayas más que a la gente de carne y hueso que había en su vida. Veneraba su colección de relicarios franceses del siglo XIII en los que supuestamente se encontraban los huesos de santos más de lo que veneraba a cualquier santo de verdad. Sus colecciones eran sus amantes, sus hijos, su religión. Eso era lo que lo movía: las cosas hermosas.

—Eso no es verdad —dijo Vernon—. Nos quería.

Philip soltó un pequeño resoplido burlón.

—¿Has dicho que se divorció de vuestra madre?

—Querrá decir de nuestras madres. Se divorció de dos de ellas y la tercera lo dejó viudo. También hubo otras dos esposas con las que no tuvo hijos y un montón de novias.

—¿Hubo conflictos con las pensiones? —preguntó Fenton.

—Naturalmente —dijo Philip—. Pensiones alimenticias a esposas, a exconcubinas…, nunca se terminaba.

—Pero ¿fue él quien los crio?

Philip guardó silencio, luego añadió:

—A su manera única, sí.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Barnaby se preguntó qué clase de padre había sido. Era mejor ceñirse al tema principal: se le acababa el tiempo. Los investigadores de la escena del crimen llegarían en cualquier momento y entonces tendría suerte si volvía a poner los pies en la casa.

—¿Había alguna mujer en su vida?

—Solamente para cierta actividad física nocturna —respondió Philip—. Ella no recibirá nada, se lo aseguro.

Tom los interrumpió.

—¿Cree que nuestro padre está bien?

—Si os soy sincero, no hemos visto ningún indicio de asesinato. No hemos encontrado ningún cadáver en la casa.

—¿Podrían haberlo secuestrado?

Barnaby sacudió la cabeza.

—No es probable. ¿Para qué tenerlo como rehén? —Consultó su reloj. Quedaban cinco, tal vez siete minutos. El tiempo justo para formular la pregunta—. ¿Había un seguro? —Lo dijo con la mayor naturalidad posible.

En la cara de Philip apareció una expresión sombría.

—No.

Ni siquiera Barnaby logró disimular su sorpresa.

—¿No?

—El año pasado traté de hacerle un seguro. Ninguna compañía estaba dispuesta a cubrir la colección mientras la tuviera en su casa con estas medidas de seguridad. Puede ver usted mismo lo vulnerable que es este lugar.

—¿Por qué no aumentó su padre las medidas de seguridad?

—Nuestro padre era un hombre muy difícil. Nadie podía decirle lo que debía hacer. Tenía muchas armas en la casa. Supongo que creía que podía ahuyentarlos a tiros. Al estilo del viejo Oeste.

Barnaby consultó de nuevo el reloj. Estaba preocupado. Las piezas no encajaban. Estaba seguro de que no había sido un simple robo, pero sin seguro, ¿por qué iba a robarse a sí mismo? Luego estaba la coincidencia de la carta a los hijos, convocándolos a esa reunión en ese preciso momento. Recordó la carta… «un asunto muy importante relacionado con vuestro futuro… si no vienes me decepcionarás». Había algo provocativo en la manera de decirlo.

—¿Qué había dentro de la cámara acorazada?

—No me diga que también han entrado en ella. —Philip se llevó una mano temblorosa a su cara cubierta de sudor. Su traje se había ajado y su expresión desconsolada parecía sincera.

—Sí.

—Dios mío. Había piedras preciosas, joyas, oro de Sudamérica y Centroamérica, monedas y sellos insólitos, todo sumamente valioso.

—Parece ser que los ladrones tenían la combinación de la cámara así como las llaves de todo. ¿Alguna idea de cómo es posible?

—No.

—¿Tenía vuestro padre alguien de confianza, un abogado, por ejemplo, que pudiera tener otro juego de llaves o la combinación de la cámara?

—No se fiaba de nadie.

Eso era importante. La mirada de Barnaby fue de Vernon a Tom.

—¿Estáis de acuerdo?

Los dos asintieron.

—¿Tenía una criada?

—Iba una mujer cada día.

—¿Jardinero?

—Un hombre a tiempo completo.

—¿Otros empleados?

—Tenía un cocinero también a tiempo completo y una enfermera que pasaba tres días a la semana.

Esta vez Fenton los interrumpió, inclinándose y sonriendo con crueldad.

—¿Te importa si te hago una pregunta, Philip?

—Si es su deber.

—¿Cómo es que hablas de tu padre en pasado? ¿Sabes algo que nosotros no sabemos?

—¡Oh, por el amor de Dios! —estalló Philip—. ¿Nadie va a librarme de este Sherlock Holmes frustrado?

—¿Fenton? —murmuró Barnaby, advirtiéndolo con la mirada.

Fenton se volvió, vio la expresión de Barnaby y puso cara larga.

—Perdón.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Barnaby.

—¿Quiénes?

—La criada, el jardinero, el cocinero. Este robo tuvo lugar hace dos semanas. Alguien los despidió.

—¿El robo ocurrió hace dos semanas? —preguntó Tom.

—Así es.

—Pero yo recibí la carta por Federal Express hace tres días.

Eso era interesante.

—¿Alguien se fijó en el remite?

—Era de una especie de agencia de transporte, como Mail Boxes Etc. —dijo Tom.

Barnaby reflexionó un momento.

—Debo deciros —dijo— que este supuesto robo tiene todo el aspecto de tratarse de un fraude para cobrar el seguro.

—Ya le he dicho que la colección no estaba asegurada —dijo Philip.

—Así es, pero no me lo creo.

Conozco el mercado de seguros de obras de arte, teniente…, soy historiador de arte. Esta colección valía casi quinientos millones de dólares, y se encontraba en una casa en el campo, protegida por un sistema de seguridad estándar. Mi padre ni siquiera tenía un perro. Créame, era imposible asegurar esta colección.

Barnaby miró a Philip largo rato y a continuación a los otros dos hermanos.

Philip dejó escapar un silbido y consultó su reloj.

—Teniente, ¿no cree que este caso es demasiado importante para el Departamento de Policía de Santa Fe?

Si no era un fraude para cobrar el seguro, entonces ¿qué era? No se trataba de un maldito robo. Una idea descabellada, todavía vaga, empezó a formarse. Una idea realmente disparatada. Pero empezaba a tomar forma casi contra su voluntad, articulándose en algo parecido a una teoría. Miró a Fenton. Fenton no se había percatado. A pesar de todas sus habilidades, carecía de sentido del humor.

Barnaby recordó entonces el televisor de pantalla grande, el reproductor de vídeo y la cinta que estaba en el suelo. No, no estaba en el suelo; la habían colocado en el suelo, junto al mando a distancia. ¿Cuál era el título escrito a mano? «Vedme».

Eso era. Como el agua al congelarse, todo encajó de pronto en su sitio. Sabía exactamente lo que había ocurrido. Se aclaró la voz.

—Venid conmigo.

Los tres hijos lo siguieron de nuevo al interior de la casa, hasta el salón.

—Sentaos.

—¿De qué se trata? —Philip se estaba agitando. Hasta Fenton miraba a Barnaby interrogante.

Barnaby cogió la cinta y el mando a distancia.

—Vamos a ver una cinta de vídeo. —Encendió el televisor y deslizó la cinta en el reproductor.

—¿Qué clase de broma es esta? —preguntó Philip negándose a sentarse, con la cara encendida. Los otros dos estaban de pie cerca de él, confusos.

—Estás tapando la pantalla —dijo Barnaby, instalándose en el sofá—. Siéntate.

—Esto es indignante…

Una repentina explosión de sonido procedente del vídeo hizo callar a Philip y a continuación apareció en la pantalla la cara de Maxwell Broadbent, más grande que en la vida real. Los tres hermanos se sentaron.

La voz, profunda y atronadora, reverberó en la habitación vacía.

«Saludos de parte de los muertos».