30

Tom pasó esa tarde tumbado en su hamaca, con el brazo vendado contra el pecho. Vernon se había recuperado bien y ayudaba alegremente a don Alfonso a hervir un ave desconocida que Chori había cazado para cenar. En el interior de la cabaña el aire era asfixiante, aun con los lados enrollados.

Solo habían transcurrido treinta días desde que Tom se había marchado de Bluff, pero parecía una eternidad. Sus caballos, las aisladas colinas de arenisca roja que se recortaban contra el cielo azul, el sol abrasador y las águilas que sobrevolaban San Juan… Todo parecía haberle ocurrido a otra persona. Era extraño… Se había ido a vivir a Bluff con Sarah, su prometida. A ella le gustaban los caballos y la naturaleza tanto como a él, pero Bluff había resultado demasiado tranquilo para ella, y un día había metido sus cosas en su coche y se había marchado. Él acababa de pedir un importante préstamo al banco para montar su consulta veterinaria y no podía marcharse. No es que quisiera hacerlo. Cuando ella se fue, se dio cuenta de que si tenía que escoger entre Bluff y ella, se quedaba con Bluff. Eso había sido hacía dos años y desde entonces no había tenido ninguna relación sentimental. Se decía a sí mismo que no la necesitaba. Se decía que de momento le bastaba con una vida tranquila y la belleza del paisaje. La consulta veterinaria había resultado extenuante, el trabajo agotador, la compensación casi nula. Le parecía gratificante, pero no acababa de sacudirse su anhelo de estudiar paleontología, el sueño de su niñez de descubrir los huesos de los grandes dinosaurios enterrados en la roca. Tal vez su padre tenía razón: era una ambición que debería haber dejado atrás al cumplir los doce años.

Se volvió en su hamaca, sintiendo palpitar el brazo, y miró a Sally. La lona divisoria estaba levantada para que corriera el aire, y ella estaba tumbada en su hamaca leyendo uno de los libros que había traído Vernon, un thriller titulado Utopía. Utopía. Eso era lo que había creído que encontraría en Bluff. Pero lo que había hecho en realidad era huir de algo… como su padre.

Bueno, ya no iba a huir más de él.

Oía a don Alfonso gritar órdenes a Chori y Pingo. El olor a carne asada no tardó en entrar flotando en la cabaña. Miró a Sally y observó cómo leía, pasaba una página, se apartaba el pelo, suspiraba, pasaba otra página. Era guapa, aunque un poco insoportable.

Sally dejó el libro.

—¿Qué miras? —preguntó.

—¿Es bueno el libro?

—Muy bueno. —Sonrió—. ¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—Fue un rescate digno de Indiana Jones.

Tom se encogió de hombros.

—No me iba a quedar de brazos cruzados mientras una serpiente se engullía a mi hermano. —No era de eso de lo que quería hablar en realidad. Añadió—: Háblame de tu prometido, el profesor Clyve.

—Bueno. —Ella sonrió al recordar—. Fui a Yale para estudiar con él. Me llevó la tesis doctoral. Sencillamente nos… Bueno, ¿quién no se enamoraría de Julián? Es brillante. Nunca olvidaré cuando nos conocimos en el cóctel semanal del departamento. Pensé que iba a ser otro profesor más, pero… ¡guau! Era como Tom Cruise.

—¡Guau!

—Por supuesto, el físico no significa nada para él. Lo que le importa a Julián es la mente…, no el cuerpo.

—Entiendo. —Tom no pudo evitar mirarle el cuerpo.

Ponía en entredicho la pretendida pureza intelectual de Julián. Julián era un hombre como cualquiera…, solo que menos honesto que la mayoría.

—Hace poco publicó su libro, Cómo descifrar el lenguaje maya. Es un genio en el verdadero sentido de la palabra.

—¿Tenéis fecha para la boda?

—Julián no cree en las bodas. Iremos a un juez de paz.

—¿Qué hay de tus padres? ¿No se quedarán decepcionados?

—No tengo padres.

Tom notó que se ruborizaba.

—Lo siento.

—No te preocupes —dijo Sally—. Mi padre murió cuando yo tenía once años y mi madre hace diez años. Ya me he acostumbrado, al menos todo lo que es posible acostumbrarse a eso.

—¿Entonces vas a casarte realmente con ese tipo?

Ella lo miró y se produjo un breve silencio.

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

—Nada. —«Cambia de tema, Tom»—. Háblame de tu padre.

—Era un cowboy.

«Sí, claro —pensó Tom—. Un cowboy rico que criaba caballos de carreras, seguro».

—No sabía que seguían existiendo —dijo educadamente.

—Lo hacen, pero no es lo que ves en las películas. Un verdadero cowboy es un jornalero que da la casualidad que trabaja sobre un caballo, gana menos que el sueldo mínimo, no acaba el instituto, tiene problemas con la bebida y sufre un accidente serio o se mata antes de cumplir los cuarenta años. Mi padre era el capataz de un rancho de ganado propiedad de una corporación al sur de Arizona. Se cayó de un molino de viento cuando intentaba arreglarlo y se partió el cuello. No deberían haberle pedido que subiera allí, pero el juez decidió que la culpa era suya, porque había estado bebiendo.

—Lo siento. No es mi intención entrometerme.

—Es bueno hablar de ello. Al menos es lo que dice mi psicoanalista.

Tom no estaba seguro de si era una broma o no, pero decidió ir a lo seguro. La mayoría de la gente de New Haven probablemente iba al psicoanalista.

—Imaginé que tu padre había sido el propietario del rancho.

—¿Creíste que era una niña rica?

Tom se ruborizó.

—Bueno, algo así. Después de todo has ido a Yale, y al ver cómo montas… —Pensó en Sarah. Había tenido suficiente de niñas ricas para el resto de su vida y había supuesto que ella era una más.

Ella se rio, pero con una risa amarga.

—He tenido que luchar por conseguir todo lo que tengo. Y eso incluye Yale.

Tom sintió que se ponía aún más colorado. Había sido imprudente en sus suposiciones. No se parecía en nada a Sarah.

—A pesar de sus defectos —continuó Sally— mi padre fue un padre maravilloso. Me enseñó a montar y a disparar, y a guiar, perseguir y detener el ganado. Cuando murió, mi madre decidió que nos fuéramos a vivir a Boston, donde tenía una hermana. Serví mesas en Red Lobster para mantenerme. Fui al Framingham State College porque fue la única universidad donde me dejaron matricular después de una educación bastante mediocre en un instituto público. Mi madre murió cuando yo estaba en la universidad. De aneurisma. Fue muy repentino. Para mí fue como si se acabara el mundo. Y entonces sucedió algo bueno. Tuve una profesora de antropología que me ayudó a descubrir que aprender era divertido y que yo no era solo una rubia tonta. Creyó en mí. Quería que fuera médico. Hice el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, pero luego me interesé por la biología farmacéutica y de ahí me pasé a la etnofarmacología. Me maté y conseguí entrar en un curso de posgrado de Yale. Y en Yale conocí a Julián. Nunca olvidaré el día que lo vi. Fue en la fiesta del departamento y estaba de pie en mitad de la sala, contando una historia. Julián cuenta historias maravillosas. Me uní a la gente y escuché. Hablaba de su primer viaje a Copán. Se le veía tan… apuesto. Como uno de esos exploradores de antaño.

—Ya —dijo Tom—. Claro.

—¿Y qué hay de tu infancia? —preguntó Sally—. ¿Cómo fue?

—Preferiría no hablar de ella.

—No es justo, Tom.

Tom suspiró.

—Tuve una infancia muy aburrida.

—Lo dudo.

—¿Por dónde empiezo? Nacimos en cuna de oro, como quien dice. En una mansión gigante con piscina, cocinero, jardinero, ama de llaves que vivía en la casa, establos y cuatrocientas hectáreas de terreno. Padre complacía todos nuestros caprichos. Tenía grandes planes para nosotros. Tenía una estantería de libros sobre cómo educar a los hijos y los leyó todos. Todos decían: «Pica alto desde el principio». Cuando éramos bebés nos hizo escuchar a Bach y Mozart, y llenó nuestras habitaciones de reproducciones de obras maestras de la pintura clásica. Cuando aprendíamos a leer cubrió la casa con etiquetas para cada objeto. Lo primero que veía cuando me levantaba por la mañana era «cepillo», «grifo», «espejo»…, etiquetas que me miraban fijamente desde cada rincón de la habitación. A los siete años cada uno tuvimos que escoger un instrumento musical. Yo quise tocar la batería, pero mi padre insistió en algo clásico, de modo que estudié piano. A los Country Gardens una vez a la semana con una estridente señorita Greer. Vernon estudió el oboe y Philip tuvo que tocar el violín. Los domingos, en lugar de ir a la iglesia (mi padre era ateo convencido), nos vestíamos elegantemente y le dábamos un concierto.

—Oh, Dios.

—Ya lo puedes decir. Lo mismo ocurrió con los deportes. Cada uno tuvimos que escoger un deporte. No para divertirnos o para hacer ejercicio, sino para «destacar» en él. Nos envió a los mejores colegios privados. Cada minuto del día estaba programado: lecciones de equitación, profesores particulares, entrenadores individuales de deporte, fútbol, colonias de tenis y de informática, viajes de Navidad a Taos y a Cortina d’Ampezzo.

—Qué horrible. ¿Y vuestra madre, cómo era?

—Nuestras tres madres. Somos medio hermanos. Podría decirse que mi padre no fue afortunado en el amor.

—¿Consiguió la custodia de los tres?

—Max conseguía todo lo que quería. No fueron divorcios agradables. Nuestras madres no tuvieron un gran papel en nuestra vida, y, en cualquier caso, la mía murió cuando yo era pequeño. Mi padre quiso criarnos personalmente. No quería interferencias. Iba a crear a tres genios que cambiarían el mundo. Trató de escoger nuestras carreras. Hasta nuestras novias.

—Lo siento. Qué niñez más horrible.

Tom cambió de postura en su hamaca, ligeramente enfadado por el comentario.

—No calificaría de «horrible» ir a Cortina en Navidad. Al final sacamos algo bueno de todo ello. Yo aprendí a amar los caballos. Philip se enamoró de la pintura renacentista. Y Vernon, bueno, él solo se enamoró de la vida errante.

—¿Y os buscó novias?

Tom lamentó haber mencionado ese detalle en particular.

—Lo intentó.

—¿Y?

Tom notó que se ponía colorado. No pudo evitarlo. Acudió a su memoria la imagen de Sarah: perfecta, guapa, brillante, con talento, rica.

—¿Quién era ella? —preguntó Sally.

Las mujeres siempre parecían saber más.

—Solo una chica que me presentó mi padre. Hija de un amigo suyo. Irónicamente, fue la única vez que quise hacer lo que quería mi padre. Salí con ella. Nos prometimos.

—¿Qué pasó?

Él la miró con detenimiento. Parecía más que intrigada. Se preguntó qué significaba eso.

—No salió bien. —Omitió la parte en que la encontró montando a otro tipo en su propia cama. Sarah también conseguía todo lo que quería. «La vida es demasiado corta —dijo—, y quiero experimentarlo todo. ¿Qué tiene de malo eso?». No podía privarse de nada.

Sally seguía mirándolo intrigada. Luego sacudió la cabeza.

—Tu padre era realmente un caso. Podría haber escrito un libro sobre cómo no educar a los hijos.

Tom sintió cómo aumentaba su irritación. Sabía que no debía decirlo, que le causaría problemas, pero no pudo contenerse.

—A mi padre le encantaría Julián —dijo.

Se produjo un silencio repentino. Notó que Sally lo miraba fijamente.

—¿Cómo has dicho?

Tom continuó aun sabiendo que era un error.

—Lo único que quiero decir es que Julián es la clase de persona que a mi padre le habría gustado que fuéramos. Stanford a los dieciséis, famoso profesor de Yale, «un genio en el verdadero sentido de la palabra», como tú misma has dicho.

—Ese comentario no es digno de respuesta —dijo ella con rigidez, enrojeciendo de ira mientras cogía la novela y se ponía a leer de nuevo.