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Marcus Hauser estaba sentado en un taburete de campaña junto a la puerta del templo en ruinas, empapándose de la mañana. Un tucán chilló y dio saltitos en un árbol cercano, agitando su enorme pico. Hacía un día espléndido, el cielo era de un azul nítido, la selva verde apagado. En esas montañas el clima era más frío y seco, y el aire parecía más fresco. Le llegó la fragancia de una flor desconocida. Sintió cómo recuperaba algo semejante a la paz. Había sido una noche larga, y se sentía exhausto, vacío y decepcionado.
Oyó pasos haciendo crujir las hojas caídas. Uno de los soldados le traía el desayuno —huevos con beicon, café, plátano frito— en una bandeja esmaltada con un ramillete de alguna hierba de adorno. Se colocó la bandeja sobre las rodillas. El adorno le irritó y lo tiró, luego cogió el tenedor y empezó a comer, reflexionando sobre lo ocurrido la noche anterior. Había llegado el momento de hacer hablar al jefe. No habían pasado ni cinco minutos cuando había sabido que el viejo jefe no iba a derrumbarse, pero había seguido la formalidad de todos modos. Era como ver una película porno: era incapaz de apagarla, y sin embargo al final maldecía la pérdida de tiempo y de energía. Lo había intentado. Había hecho todo lo posible. Ahora tenía que pensar en otra solución.
Aparecieron en la puerta dos soldados sosteniendo el cuerpo entre ellos.
—¿Qué hacemos con él, jefe?
Hauser señaló con el tenedor, con la boca llena de huevo.
—Tirarlo por el barranco.
Salieron y él terminó de desayunar. La Ciudad Blanca era un lugar extenso cubierto de vegetación. Max podía estar enterrado prácticamente en cualquier parte. El problema era que el pueblo estaba tan agitado que había pocas probabilidades de tomar otro rehén para tratar de sonsacarle dónde se encontraba la tumba. Por otra parte, no le hacía ni pizca de gracia pasar las dos próximas semanas hurgando en esas ruinas infestadas de ratas.
Terminó, se palpó los bolsillos y sacó un delgado tubo de aluminio. En un minuto terminó el ritual y el puro estaba encendido. Dio una profunda chupada, sintiendo los efectos tranquilizadores de la nicotina al extenderse de sus pulmones a su cuerpo. Todos los problemas podían dividirse en opciones y sub opciones. Había dos: podía encontrar él solo la tumba o bien dejar que otro lo hiciera por él. Si dejaba que otro la encontrara, ¿quién podía ser esa persona?
—¿Teniente?
El teniente, que había estado esperando fuera las órdenes de esa mañana, entró e hizo el saludo.
—¿Sí, señor?
—Quiero volver a enviar a un hombre a comprobar el estado de los hermanos Broadbent.
—Sí, señor.
—Que no los moleste ni permita que se enteren de su presencia. Quiero saber en qué estado se encuentran, si siguen avanzando o han dado media vuelta…, todo lo que pueda averiguar.
—Sí, señor.
—Vamos a empezar por la pirámide esta mañana. Volaremos este extremo con dinamita y trabajaremos sobre la marcha. Organice los explosivos y los hombres, y téngalos listos para dentro de una hora. —Dejó el plato en el suelo y se levantó, y se llevó al hombro su Steyr AUG. Salió a la luz del sol y levantó la vista hacia la pirámide, calculando ya cómo colocar los explosivos. Tanto si encontraba a Max en la pirámide como si no, eso por lo menos tendría a los soldados ocupados… y entretenidos. A todo el mundo le gustaba presenciar una gran explosión.
Sol. Era el primer día que lo veía en semanas. Sería agradable trabajar al sol para variar.