60
Tom se levantó de su hamaca a la una de la madrugada. La noche era cerrada. Las nubes habían ocultado las estrellas y a través de los árboles susurraba un viento agitado. La única luz provenía del montón de brasas encendidas de la hoguera que proyectaban un resplandor rojizo sobre la cara de los diez guerreros tara. Seguían sentados en círculo alrededor del fuego, no se habían movido de allí ni habían hablado en toda la noche.
Antes de despertar a los demás, Tom cogió los prismáticos y se alejó de los árboles para echar otro vistazo a la Ciudad Blanca. El foco del puente colgante seguía encendido, y los soldados se encontraban en el fuerte en ruinas. Pensó en lo que los aguardaba. Tal vez Philip tenía razón y era un suicidio. Tal vez Maxwell Broadbent ya había muerto en la tumba e iban a poner en peligro la vida por nada. Todo eso no venía al caso: tenía que hacerlo.
Fue a despertar a los demás y encontró que la mayoría estaban levantados. Borabay reavivó el fuego, echó nuevas ramitas y puso un cazo de agua a hervir. Sally se reunió con ellos poco después y empezó a comprobar el Springfield a la luz del fuego. Estaba demacrada, ojerosa.
—¿Recuerdas cuál era siempre la primera baja en una batalla según el general Patton? —preguntó a Tom.
—No.
—El plan de batalla.
—¿No crees que funcione? —preguntó Tom.
Ella sacudió la cabeza.
—Probablemente no. —Desvió la mirada, luego la bajó de nuevo hacia el rifle y le dio un repaso innecesario con el trapo.
—¿Qué crees que va a pasar?
Ella sacudió la cabeza sin decir nada, haciendo ondear su abundante pelo dorado. Tom se dio cuenta de que estaba muy alterada. Le puso una mano en el hombro.
—Tenemos que hacerlo, Sally.
Ella asintió.
—Lo sé.
Vernon se reunió con ellos junto al fuego, y los cuatro bebieron infusión en silencio. Cuando se terminó la infusión, Tom consultó su reloj. Las dos. Buscó con la mirada a Philip, pero aún no había salido de su cabaña. Hizo una señal a Borabay con la cabeza y todos se levantaron. Sally se llevó el rifle al hombro y cada uno cogió su pequeña mochila de hoja de palmera en las que llevaban comida, agua, cerillas, una cocina de camping gas y otros requisitos imprescindibles. Partieron en fila india, Borabay el primero, los guerreros cerrando la marcha, y recorrieron el bosquecillo hasta salir a campo abierto.
Hacía diez minutos que habían dejado el campamento cuando Tom oyó a su espalda ruido de pasos corriendo y todos se detuvieron a escuchar, los guerreros con las flechas colocadas, los arcos tensos. Un momento después apareció Philip sin aliento.
—¿Has venido a desearnos suerte? —preguntó Vernon con una nota sarcástica en la voz.
Philip tardó un momento en recuperar el aliento.
—No sé por qué me planteo siquiera apuntarme a este plan tan descabellado. Pero, maldita sea, no voy a permitir que vayáis solos al encuentro de la muerte.