12
El coche avanzaba a toda velocidad en dirección norte a través del desierto de la cuenca de San Juan Basin hacia la frontera de Utah, a lo largo de una vasta y solitaria carretera que discurría entre interminables prados de artemisa y chamiza. A lo lejos se veía Shiprock, un oscuro tótem de piedra que se elevaba hacia el cielo azul. Tom, que iba al volante, se sentía aliviado de que hubiera terminado. Había cumplido su promesa, había ayudado a Sally a averiguar adonde había ido su padre. Lo que ella hiciera a continuación era cosa suya. Podía esperar a que regresaran sus hermanos de la selva con el códice —siempre y cuando encontraran la tumba— o intentar alcanzarlos. Él, al menos, se desentendía. Volvería a su vida tranquila y simple en el desierto.
La miró furtivamente, sentada en el asiento de pasajeros. Había estado callada durante la última hora. No había dicho cuáles eran sus planes, y Tom no estaba seguro de querer saberlos. Todo lo que deseaba era volver a sus caballos, a la rutina de la consulta, a su fresca casa de adobe a la sombra de los álamos de Virginia. Había trabajado duro para conseguir la vida cómoda que tenía, y estaba más resuelto que nunca a no permitir que su padre y sus planes disparatados la trastocaran. Que sus hermanos tuvieran la aventura y, si querían, que se quedaran incluso con la herencia. Él no tenía nada que demostrar. Después de Sarah, no iba a volver a meterse en camisa de once varas.
—De modo que se fue a Honduras —dijo ella—. ¿Sigues sin tener alguna idea, una hipótesis, sobre adónde fue?
—Ya te he dicho todo lo que sé, Sally. Hace cuarenta años pasó un tiempo en Honduras con su viejo socio, Marcus Hauser, buscando tumbas y recogiendo plátanos para ganar dinero. Los timaron, o eso oí decir, vendiéndoles alguna clase de mapa del tesoro falso, y pasaron varios meses recorriendo a pie la selva donde casi murieron. Luego se pelearon y eso fue todo.
—¿Y estás seguro de que no encontró nada?
—Eso es lo que siempre dijo. Las montañas del sur de Honduras están deshabitadas.
Ella asintió, mirando al frente hacia el desolado desierto.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Tom por fin.
—Ir a Honduras.
—¿Tú sola?
—¿Por qué no?
Tom no dijo nada. Lo que ella hiciera no era asunto suyo.
—¿Se metió alguna vez tu padre en un lío por saquear tumbas?
—El FBI lo investigó de forma intermitente a lo largo de los años. No salió nada. Mi padre era demasiado listo. Recuerdo una vez que los agentes registraron nuestra casa y confiscaron unas figurillas que mi padre acababa de traer de México. Yo tenía diez años entonces y me asusté mucho cuando los agentes aporrearon la puerta antes del amanecer. Pero no pudieron demostrar nada y tuvieron que devolver todo lo confiscado.
Sally sacudió la cabeza.
—La gente como tu padre es una amenaza para la arqueología.
—No estoy seguro de que haya una gran diferencia entre lo que hacía mi padre y lo que hacen los arqueólogos.
—Hay una gran diferencia —dijo Sally—. Los saqueadores destrozan el emplazamiento. Sacan los objetos de su contexto. Un buen amigo del profesor Clyve recibió una paliza en México cuando trató de impedir que unos aldeanos saquearan un templo.
—Lo siento, pero es normal que gente que se muere de hambre intente dar de comer a sus hijos…, y se ofenda cuando un norteamericano llega y les dice qué hacer.
Sally sacó el labio inferior y Tom vio que estaba enfadada. El coche avanzaba por el brillante asfalto. Puso más fuerte el aire acondicionado. Se alegraría cuando todo terminara. No necesitaba una complicación como Sally Colorado en su vida.
Sally se apartó de la cara su abundante pelo rubio desprendiendo un débil aroma a perfume y champú.
—Hay algo que sigue preocupándome. No consigo quitármelo de la cabeza.
—¿Qué es?
—Barnaby y Fenton. ¿No te parece extraño que murieran inmediatamente después de haber investigado el supuesto robo de tu padre? Hay algo en la fecha escogida para tener un «accidente» que no me gusta.
Tom sacudió la cabeza.
—Solo es una de esas casualidades, Sally.
—No me parece normal.
—Conozco la carretera de Ski Basin, Sally. La Curva de la Monja es infernal. No son los primeros que se matan allí.
—¿Qué hacían en la carretera de Ski Basin? La temporada de esquí ha terminado.
Tom suspiró.
—Si tan preocupada estás, ¿por qué no llamas a ese policía, Hernández, y lo averiguas?
—Eso voy a hacer. —Sally sacó su móvil del bolso y marcó. Tom escuchó mientras a ella le pasaban una docena de veces de un recepcionista torpe al siguiente, hasta que finalmente dio con Hernández—. Soy Sally Colorado —dijo—. ¿Me recuerda?
Una pausa.
—Quería hacerle una pregunta sobre la muerte de Barnaby y Fenton.
Otra pausa.
—¿Por qué subieron a la estación de esquí?
Una espera muy larga. Tom se sorprendió a sí mismo aguzando el oído, aun cuando creía que era una pérdida de tiempo.
—Sí, fue trágico —dijo Sally—. ¿Y adónde pensaban ir en ese viaje de pesca?
Un último silencio.
—Gracias.
Sally cerró despacio el móvil y miró a Tom. Éste sintió un nudo en el estómago; ella se había quedado pálida.
—Subieron a la estación de esquí para investigar una denuncia de vandalismo. Resultó ser falsa. Al bajar les fallaron los frenos. Trataron de frenar rozando los quitamiedos, pero la carretera era demasiado pendiente. Cuando llegaron a la Curva de la Monja iban casi a ciento cuarenta por hora.
—Dios mío.
—No quedó gran cosa del coche después de la caída de ciento veinte metros y de la explosión. No hay sospechas de que fuera provocado. Fue especialmente trágico porque ocurrió el día antes de que Barnaby y Fenton emprendieran el viaje de su vida a pescar tarpón.
Tom tragó saliva y formuló la pregunta que no quería formular.
—¿Adónde?
—A Honduras. Un lugar llamado Laguna Brus.
Tom disminuyó la velocidad, miró por el retrovisor y, con un chirrido de neumáticos, manipulando los frenos y el acelerador al mismo tiempo, dio un giro de ciento ochenta grados.
—¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo?
—Ir al aeropuerto más próximo.
—¿Porqué?
—Porque quien ha matado a los agentes de policía podría matar a mis dos hermanos.
—¿Crees que alguien ha averiguado lo de la herencia escondida?
—Sin lugar a dudas. —Tom aceleró hacia el punto de fuga sobre el horizonte—. Parece ser que nos vamos a Honduras. Juntos.