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Los grises ancianos se hallaban sentados como momias alrededor de la mesa de la sala de juntas, desde la que se dominaba la ciudad de Ginebra. Julián Clyve los miraba desde el otro extremo de la vasta extensión de madera pulida, más allá de la cual, a través de la pared de cristal, se extendía el lago Leman con su fuente gigante, como una pequeña flor blanca muy por debajo de ellos.

—Esperamos que recibiera el adelanto —dijo el director.

Clyve asintió. Un millón de dólares. Hoy día no era mucho dinero, pero era más de lo que ganaba en Yale. Esos hombres estaban comprando una ganga y lo sabían. No importaba. Los dos millones eran por el manuscrito. Todavía tenían que pagarle por la traducción. Sin duda había otras personas que sabían traducir el maya antiguo a esas alturas, pero solo él podía desentrañar el difícil dialecto arcaico en el que estaba escrito el manuscrito. Mejor dicho, él y Sally. Aún no habían hablado de la tarifa de traducción. Cada cosa a su tiempo.

—Le hemos llamado —continuó el hombre— porque nos ha llegado un rumor.

Habían estado hablando en inglés, pero Clyve decidió responder en alemán, que hablaba con fluidez, para desconcertarlos.

—Haré todo lo posible por ayudarles.

Hubo un movimiento de incomodidad en la barrera de hombres grises, y el director siguió hablando en inglés:

—Hay una compañía farmacéutica en Estados Unidos llamada Lampe-Denison. ¿La conoce?

Clyve respondió en alemán.

—Creo que sí. Es una de las grandes.

El hombre asintió.

—Corre el rumor de que van a comprar un códice medicinal maya del siglo nueve que contiene dos mil páginas de recetas médicas indígenas.

—No puede haber dos. Es imposible.

—Así es. No puede haber dos. Y sin embargo existe el rumor. Como consecuencia, el precio de las acciones de Lampe ha subido más del veinte por ciento en la pasada semana.

Los siete hombres grises siguieron mirando fijamente a Clyve, esperando que respondiera. Clyve cambió de postura, cruzó las piernas, las descruzó. Tuvo un momentáneo escalofrío de miedo. ¿Y si los Broadbent tenían otros planes para el códice? Pero era imposible. Antes de irse Sally le había informado con detalle acerca de la situación, y desde entonces los Broadbent habían estado incomunicados en la selva, donde era imposible hacer tratos. El códice estaba disponible. Y él tenía plena confianza en que Sally cumpliría sus órdenes. Era lista y competente, y estaba dominada por él. Se encogió de hombros.

—Ese rumor es falso. Yo controlo el códice. De Honduras vendrá directamente a mis manos.

Otro silencio.

—Nos hemos contenido deliberadamente de indagar sus asuntos, profesor Clyve —continuó el hombre—. Pero ahora tiene un millón de dólares nuestro. Lo que significa que estamos preocupados. Tal vez el rumor no sea cierto. Muy bien. Pero me gustaría una explicación sobre la existencia de esta información.

—Si está insinuando que he sido negligente, puedo asegurarle que no he hablado con nadie.

—¿Con nadie?

—Solo con mi colega, Sally Colorado…, naturalmente.

—¿Y ella?

—Está en el corazón de la selva hondureña. No puede ni ponerse en contacto conmigo. ¿Cómo iba a hacerlo con otra persona? Además, es la discreción personificada.

El silencio alrededor de la mesa se prolongó un minuto. ¿Para eso le habían hecho ir a Ginebra? A Clyve no le gustó. No le gustó nada. Él no era su cabeza de turco. Se levantó.

—Me ofende la acusación —dijo—. Voy a cumplir mi parte del trato y eso es todo lo que necesitan saber, caballeros. Obtendrán el códice y me pagarán el segundo millón…, y entonces hablaremos de mis honorarios por traducirlo.

Esas palabras fueron recibidas con más silencio.

—¿Honorarios por traducirlo?

—A no ser que quieran hacerlo ustedes personalmente. —Parecía como si acabaran de sorber un limón. Menuda pandilla de mamones. Clyve despreciaba a los hombres de negocios como ellos: incultos, ignorantes, su codicia de explotadores oculta tras la delicada fachada de sus caros trajes hechos a medida.

—Esperamos por su bien, profesor, que cumpla con lo prometido.

—No me amenace.

—Es una promesa, no una amenaza.

Clyve inclinó la cabeza.

—Que pasen un buen día, caballeros.