31

Philip estaba encadenado a un árbol con las manos esposadas a la espalda. Las moscas negras le recorrían cada centímetro cuadrado de piel expuesta, miles de ellas, devorándolo vivo. No podía hacer nada mientras se le metían por los ojos, la nariz y los oídos. Sacudió la cabeza, trató de parpadear y apartarlas con muecas, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Ya tenía los ojos casi cerrados de la hinchazón. Hauser hablaba con alguien en voz baja por su teléfono vía satélite. Philip no alcanzaba a oír las palabras, pero conocía bien ese tono bajo, intimidatorio. Cerró los ojos. Ya no le importaba. Solo quería que Hauser pusiera fin pronto a su sufrimiento: una rápida bala en el cerebro.

Lewis Skiba estaba sentado detrás de su escritorio, con la silla vuelta hacia la ventana, mirando en dirección sur por encima de los edificios de Manhattan recortados contra el horizonte. No había tenido noticias de Hauser en cuatro días. Hacía cuatro días Hauser le había dicho que lo consultara con la almohada. Luego silencio. Habían sido los peores días de su vida. Las acciones habían caído a seis puntos; la Comisión de Valores y Cambio les había enviado citaciones y había confiscado computadores portátiles y discos duros de la oficina central de la compañía. Los cabrones hasta se habían llevado su computador. El frenesí de los vendedores al descubierto continuaba con toda su furia. El Journal había anunciado oficialmente que el FDA iba a rechazar Phloxatane. La agencia Standard & Poor’s estaba a punto de bajar los bonos de Lampe a la categoría de basura y por primera vez se especulaba públicamente la declaración de quiebra.

Esa mañana había tenido que decir a su mujer que, dadas las circunstancias, había que poner inmediatamente a la venta la casa de Aspen. Después de todo, era su cuarta vivienda y solo la utilizaban una semana al año. Pero ella no lo había entendido. Había llorado y llorado sin parar, y había terminado durmiendo en la habitación de invitados. Dios mío, ¿era así como iba a ser? ¿Qué pasaría si tenían que vender su verdadera casa? ¿Qué haría ella si tenían que sacar a los niños del colegio privado?

Y en todo ese tiempo no había tenido noticias de Hauser. ¿Qué demonios hacía? ¿Le había ocurrido algo? ¿Se había rendido? Skiba sintió cómo volvían a caerle gotas de sudor. Odiaba el hecho de que el destino de su compañía, y el suyo propio, estuviera en manos de un hombre así.

Sonó el teléfono y Skiba pegó literalmente un salto. Eran las diez de la mañana. Hauser nunca llamaba por la mañana, pero por alguna razón sabía que era él.

—¿Sí? —Procuró no parecer ansioso.

—¿Skiba?

—Sí, sí.

—¿Cómo va todo?

—Bien.

—¿Ya lo ha consultado con la almohada?

Skiba tragó saliva. El nudo volvía a estar allí, ese lingote de plomo en sus entrañas. No podía hablar, le obstruía la garganta. Ya había llegado a su límite, pero otro trago no haría daño. Sosteniendo el teléfono contra el pecho, abrió el armario y se sirvió una copa. No se molestó siquiera en echar agua.

—Sé que es duro, Lewis. Pero ha llegado el momento. ¿Quiere el códice o no? Puedo dejarlo todo ahora mismo y volver. ¿Qué dice?

Skiba tragó el caliente líquido dorado y recuperó la voz, pero salió como un susurro crepitante.

—Se lo he dicho una y otra vez, esto no tiene nada que ver conmigo. Usted está a mil quinientos kilómetros de distancia. No puedo controlarle. Haga lo que quiera. Limítese a traerme el códice.

—No le he oído, con el codificador de voz y demás…

—¡Haga lo que sea necesario! —bramó Skiba—. ¡Déjeme al margen!

—Oh, no, no, no, noooooo. No. Ya se lo he explicado, Skiba. Estamos juntos en esto, amigo.

Skiba aferró el auricular con fuerza asesina. Le temblaba todo el cuerpo. Casi imaginó que podía estrangular a Hauser si apretaba lo bastante fuerte.

—¿Me deshago de ellos o no? —continuó la voz jocosa—. Si no lo hago, aunque consiga el códice, vendrán a reclamarlo, y ¿sabe, Lewis? No podrá ganar. Le arrebatarán el códice. Me dijo que quería obtenerlo limpiamente, sin complicaciones ni pleitos.

—Les pagaré los derechos. Ganarán millones.

—No harán tratos con usted. Tienen otros planes para el códice. ¿No se lo he dicho? Esa mujer, Sally Colorado, tiene planes, grandes planes.

—¿Qué planes? —Skiba sintió que temblaba de la cabeza a los pies.

—En ellos no entra Lampe, eso es todo lo que necesita saber. Mire, Skiba, ése es el problema de los hombres de negocios como usted. No saben tomar las decisiones difíciles.

—Estamos hablando de vidas humanas.

—Lo sé. Tampoco es fácil para mí. Sopese lo bueno y lo malo. Unas pocas personas desaparecen en una selva desconocida. Eso por una parte. Por la otra, los fármacos salvarán millones de vidas, veinte mil personas conservarán su empleo, los accionistas le querrán en lugar de desear verle muerto, y se convertirá en el niño mimado de Wall Street por haber sacado a Lampe del abismo.

Otro trago.

—Deme otro día para pensar en ello.

—No puedo. Las cosas han llegado a un punto crítico. ¿Recuerda lo que dije de detenerlos antes de llegar a las montañas? Lewis, solo para tranquilizarle, ni siquiera voy a hacerlo yo. Tengo conmigo unos soldados hondureños, unos renegados, y apenas puedo controlarlos. Estos tipos están locos, son capaces de cualquier cosa. Estas cosas pasan continuamente aquí. Eh, si me diera media vuelta, estos soldados los matarían de todos modos. ¿Qué hago, Lewis? ¿Me deshago de ellos y le traigo el códice? ¿O doy media vuelta y me olvido de él? Tengo que irme. ¿Qué responde?

—¡Hágalo!

Hubo un zumbido de estática.

—Dígame, Lewis. Dígame qué es lo que quiere que haga.

—¡Hágalo! ¡Mátelos, maldita sea! ¡Mate a los Broadbent!