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El templo estaba sepultado bajo lianas, y la arcada delantera se apoyaba en seis columnas cuadradas de piedra caliza veteadas de musgo verde que sostenían parte del techo de piedra. Hauser se quedó fuera examinando los curiosos jeroglíficos grabados en los pilares, las caras extrañas, animales, puntos y líneas. Le recordó el códice.
—Esperen fuera —dijo a sus hombres y abrió una brecha en el muro de vegetación. Estaba oscuro. Apuntó la linterna alrededor. No había serpientes ni jaguares, solo una maraña de telarañas en una esquina y varios ratones que se escabullían. Era un lugar protegido y resguardado de la lluvia, idóneo para montar su cuartel general.
Se adentró más en el templo. En la parte trasera había otra hilera de columnas cuadradas de piedra enmarcando una puerta en ruinas que daba a un lúgubre patio. La franqueó. Había varias estatuas caídas, profundamente erosionadas por el tiempo y mojadas por la lluvia. Por las piedras reptaban, como gruesas anacondas, grandes raíces de árboles que resquebrajaban paredes y techos, hasta que los mismos árboles se convertían en parte integrante de lo que mantenía unida la estructura. En el otro extremo del patio una segunda puerta conducía a una pequeña cámara con un hombre esculpido en piedra, tumbado de espaldas con un recipiente en las manos.
Hauser salió para reunirse con sus soldados que lo esperaban. Dos de ellos sujetaban entre ambos al jefe capturado, un anciano encorvado y casi desnudo salvo por un taparrabos y un trozo de cuero anudado sobre el hombro y sujeto alrededor de la cintura. Tenía el cuerpo cubierto de arrugas. Debía de ser el hombre más viejo que Hauser había visto nunca; y sin embargo, sabía que no tenía más de sesenta años. La selva hacía envejecer deprisa.
Hauser hizo un ademán hacia el teniente.
—Nos quedaremos aquí. Que los soldados limpien esta habitación para instalar mi cama y despacho. —Señaló al anciano con la cabeza—. Encadénenlo en la pequeña habitación que hay al otro lado del patio y monten guardia para vigilarlo.
Los soldados hicieron entrar al anciano indio en el templo. Hauser se sentó en un bloque de piedra y sacó del bolsillo de su camisa el tubo de un puro nuevo, desenroscó la tapa y sacó el puro. Seguía cubierto de un envoltorio de madera de cedro. Lo olió, lo apretó en la mano y volvió a olerlo, inhalando la exquisita fragancia, luego empezó el delicioso ritual de encender el puro.
Mientras fumaba, contempló la pirámide en ruinas que tenía justo enfrente. No era como Chichén Itzá o Copán, pero para lo que eran las pirámides mayas era bastante impresionante. A menudo se encontraban enterramientos importantes dentro de las pirámides. Hauser estaba convencido de que el viejo Max se había hecho enterrar en una tumba que había saqueado hacía tiempo. Si era así, tenía que ser una tumba importante, para que cupieran todas sus pertenencias.
Las escaleras del interior de la pirámide se habían resquebrajado a causa de las raíces de los árboles, que habían levantado muchos bloques de piedra y los habían hecho rodar hasta el suelo. En lo alto había una pequeña habitación soportada por cuatro pilares cuadrados, con cuatro puertas y un altar de piedra donde los mayas habían sacrificado sus víctimas. Hauser inhaló. Debió de ser un espectáculo digno de ver, el sacerdote rajando la víctima por el esternón, partiéndole el tórax, arrancando el corazón palpitante y sosteniéndolo en alto con un agudo grito de triunfo mientras el cuerpo caía rodando por las escaleras para que los nobles que aguardaban lo despedazaran y lo convirtieran en un guiso de maíz.
Qué bárbaros.
Hauser fumó con placer. La Ciudad Blanca era bastante impresionante aun cubierta como estaba de vegetación. Max apenas había arañado la superficie. Había muchas más cosas valiosas allí. Hasta un simple bloque con, digamos, la cabeza de un jaguar grabada en él podía suponer cien mil dólares. Tendría que cuidarse de mantener en secreto su situación.
En sus tiempos de apogeo la Ciudad Blanca debía de haber sido un lugar asombroso; Hauser casi la visualizaba: los templos nuevos de un blanco deslumbrante, los juegos de pelota (en los que el equipo perdedor perdía la cabeza), el clamor de la multitud de espectadores, las procesiones de los soldados engalanados con oro, plumas y jade. ¿Y qué había ocurrido? Ahora sus descendientes vivían en cabañas hechas de corteza y su sacerdote principal era un hombre harapiento. Era curioso cómo cambiaban las cosas.
Se llenó de nuevo los pulmones de humo. Era cierto que no todo había ido según lo previsto. No importaba. La experiencia le había enseñado que cualquier operación era un ejercicio de improvisación. Los que creían que podían planear una operación de antemano y llevarla a cabo a la perfección siempre morían siguiendo el guión. Ése era su principal punto fuerte: la improvisación. Los seres humanos eran intrínsicamente impredecibles.
Por ejemplo Philip. En ese primer encuentro le había parecido todo fachada, con su traje caro, sus gestos afectados y su falso acento de clase alta. Apenas podía creer que hubiera logrado escapar. Probablemente moriría en la selva —estaba en las últimas cuando huyó— pero aun así Hauser estaba preocupado. E impresionado. Tal vez se le había pegado algo de Max a ese capullo farsante, después de todo. Max. Menudo cabrón loco había resultado ser.
Lo más importante era no olvidar las prioridades. Lo primero era el códice y luego lo demás. Y, en tercer lugar, la Ciudad Blanca en sí misma. En los pasados años Hauser había seguido con interés el saqueo del Yacimiento Q. La Ciudad Blanca iba a ser su Yacimiento Q.
Examinó el final de su puro, sosteniéndolo en alto para que no le entrara el humo por las fosas nasales. Los puros habían aguantado bien el viaje por la selva; podía decirse que habían mejorado.
El teniente salió e hizo el saludo.
—Preparados, señor.
Hauser entró detrás de él en el templo en ruinas. Los soldados arreglaban la parte exterior, rastrillando los excrementos de animales, quemando las telarañas, arrojando agua para asentar el polvo y cubriendo el suelo con helechos cortados. Cruzó la puerta baja de piedra que llevaba al patio interior, pasó junto a las estatuas tumbadas y entró en la sala del fondo. El arrugado indio estaba encadenado a uno de los pilares de piedra. Hauser lo iluminó con la linterna. Era un cabrón, pero le sostuvo la mirada. En su cara no había rastro de miedo y eso no le gustó a Hauser. Le recordó la cara de Ocotal. Esos malditos indios eran como los vietcong.
—Gracias, teniente —dijo al soldado.
—¿Quién va a traducir? No habla español.
—Me haré entender.
El teniente se retiró. Hauser miró al indio y una vez más éste le sostuvo la mirada. En ella no había desafío, ni cólera, ni miedo…, solo observaba.
Hauser se sentó en la esquina del altar de piedra, sacudió con cuidado la ceniza de su puro, que se había apagado, y volvió a encenderlo.
—Me llamo Marcus —dijo sonriendo. Presentía que iba a ser un caso difícil—. La situación es la siguiente, jefe. Quiero que me diga dónde enterraron usted y su gente a Maxwell Broadbent. Si lo hace, no habrá ningún problema, entraremos allí y cogeremos lo que queremos y a usted le dejaremos en paz. Si no lo hace, le ocurrirán cosas malas a usted y a su gente. Averiguaré dónde está la tumba y la saquearé de todos modos. ¿Qué escoge?
Levantó la vista hacia el hombre, dando vigorosas caladas al puro hasta que el extremo se puso incandescente. El hombre no había entendido una palabra. No importaba. No era estúpido: sabía qué quería de él.
—¿Maxwell Broadbent? —repitió despacio, pronunciando cada sílaba. Se encogió de hombros con las manos vueltas hacia arriba en un gesto universal que indicaba que era pregunta.
El indio no dijo nada. Hauser se levantó y se acercó a él, dando una profunda calada que dejó largo rato incandescente el extremo del puro. Luego se detuvo, se sacó el puro de la boca y lo sostuvo frente a la cara del hombre.
—¿Le apetece un puro?