22
Treinta minutos después, Tom vio movimiento entre los árboles, y una anciana envuelta en un chal se acercó pesadamente por el sendero.
Marisol se volvió hacia Tom y Sally con una expresión de inmenso alivio.
—Ha ocurrido lo que les he dicho. Los soldados solo han disparado al aire para asustarnos. Luego se han ido. Les hemos convencido de que no han venido al pueblo, que no han pasado por aquí. Se han ido río abajo.
Mientras se acercaban a la cabaña, Tom alcanzó a ver a don Alfonso de pie fuera, fumando su pipa con un aire tan despreocupado como si no hubiera ocurrido nada. Se dibujó una gran sonrisa en sus labios cuando los vio.
—¡Chori! ¡Pingo! ¡Salid! ¡Venid a conocer a vuestros nuevos jefes yanquis! Chori y Pingo no hablan español, solo tawahka, pero yo les grito en español para demostrarles que estoy por encima de ellos, y ustedes deben hacerlo también.
Dos magníficos especímenes humanos salieron inclinados de la puerta de la cabaña, desnudos de la cintura para arriba, con sus cuerpos musculosos brillantes de aceite. El llamado Pingo tenía tatuajes al estilo occidental en los brazos y tatuajes indios en la cara, y sostenía en el puño cerrado un machete de un metro de longitud mientras Chori tenía un viejo rifle Springfield colgado del hombro y llevaba en la mano una Pulaski, un hacha de bombero.
—Cargaremos el bote ahora mismo. Debemos salir del pueblo lo antes posible.
Sally miró a Tom.
—Parece que don Alfonso va a ser nuestro guía.
Gritando y gesticulando, don Alfonso daba instrucciones a Chori y Pingo mientras llevaban las provisiones a la orilla del río. Su canoa volvía a estar allí, como si nunca se hubiera movido. En media hora todo estuvo preparado, los suministros amontonados en el centro de la canoa y cubiertos con una lona impermeable. Entretanto se iba congregando una muchedumbre en la orilla y habían encendido hogueras para cocinar.
Sally se volvió hacia Marisol.
—Eres una niña maravillosa —dijo—. Nos has salvado la vida. Podrías hacer lo que quisieras con tu vida, ¿lo sabes?
La niña la miró fijamente.
—Solo quiero una cosa.
—¿Qué?
—Ir a América. —La niña no dijo nada más, pero siguió mirando a Sally con su cara seria e inteligente.
—Espero que lo consigas —dijo Sally.
La niña sonrió con confianza y se irguió más.
—Lo haré. Don Alfonso me lo ha prometido. Tiene un rubí.
La orilla del río empezaba a estar de bote en bote. Su partida parecía estar convirtiéndose en un acontecimiento festivo. Un grupo de mujeres cocinaba al fuego un gran banquete. Los niños corrían, jugaban, reían y perseguían pollos. Por fin, cuando pareció que se había congregado el pueblo entero, don Alfonso cruzó la multitud, que se separó para dejarle pasar. Llevaba unos pantalones cortos nuevos y una camiseta en la que se leía «No Fear». Su cara se frunció en una sonrisa cuando se reunió con ellos en el embarcadero de bambú.
—Han venido todos para decirme adiós —dijo a Tom—. Verán cuánto se me aprecia en Pito Solo. Soy el excepcional don Alfonso Boswas. Aquí tienen la prueba de que han elegido a la persona adecuada para llevarles al pantano Meambar.
Se oyeron unos petardos cercanos seguidos de carcajadas. Las mujeres empezaron a distribuir platos con comida. Don Alfonso cogió a Tom y a Sally de la mano.
—Subiremos al barco ahora.
Chori y Pingo, que seguían desnudos de la cintura para arriba, ya habían ocupado sus puestos, uno en la popa y el otro en la proa. Don Alfonso los ayudó mientras dos chicos se situaban a cada lado del bote sujetando las amarras, listos para soltarlas. A continuación se subió él. Manteniendo el equilibrio, se volvió y miró a la multitud. Se produjo un silencio: don Alfonso iba a pronunciar un discurso. Cuando el silencio fue absoluto tomó la palabra, hablando en su español sumamente formal.
—Amigos y paisanos, hace muchos años se me profetizó que vendrían unos hombres blancos y que los acompañaría en un largo viaje. Y aquí están ahora. Nos disponemos a emprender un peligroso viaje a través del pantano Meambar. Tendremos aventuras y veremos muchas cosas extrañas y maravillosas, nunca vistas por el hombre.
»Puede que se pregunten por qué hacemos este gran viaje. Se los diré. Este americano ha venido hasta aquí para rescatar a su padre, que ha perdido la razón y ha abandonado a su mujer y a su familia, llevándose consigo todas sus pertenencias y dejándolos en la indigencia. Su pobre mujer ha estado llorando cada día por él, y no puede dar de comer a su familia ni protegerla de los animales salvajes. Su casa se cae a pedazos y la paja se ha podrido, dejando entrar la lluvia. Nadie querrá casarse con sus hermanas y estas no tardarán en verse obligadas a prostituirse. Sus sobrinos se han dado a la bebida. Este joven, este buen hijo, ha venido para curar a su padre de la locura y llevarlo de nuevo a América para que pueda vivir una vejez respetable y morir en su hamaca, y no traiga más deshonor y hambre a su familia. Entonces sus hermanas encontrarán maridos, y sus sobrinos y sobrinas se ocuparán de sus milpas y podrán pasar las tardes calurosas jugando al dominó en lugar de trabajar.
El pueblo escuchaba embelesado el discurso. Era evidente que don Alfonso sabía contar una buena historia, pensó Tom.
—Hace mucho tiempo, amigos míos, soñé que los dejaría de este modo, que partiría en un gran viaje al fin del mundo. Ahora tengo ciento veintiún años y este sueño por fin se ha hecho realidad. No hay muchos hombres que puedan hacer algo así a mi edad. Todavía me corre mucha sangre por las venas, y si mi Rosita siguiera viva, sonreiría cada día.
»Adiós, amigos míos, vuestro querido don Alfonso Boswas abandona el pueblo con lágrimas de tristeza en los ojos. Recordadme siempre, y contad mi historia a vuestros hijos y pedidles que la cuenten a sus hijos, hasta el final de los tiempos.
Se elevó una gran aclamación. Se oyeron petardos y todos los perros se pusieron a ladrar. Algunos de los ancianos empezaron a golpear al unísono los bastones a un ritmo complejo. Empujaron la canoa hasta la corriente y Chori puso en marcha el motor. El bote cargado empezó a alejarse. Don Alfonso permaneció en pie, diciendo adiós con la mano y tirando besos a la multitud que siguió aclamándolo frenética hasta mucho después de que la barca hubiera tomado la primera curva.
—Tengo la sensación de que acabamos de salir en globo con el mago de Oz —dijo Sally.
Don Alfonso se sentó por fin, secándose las lágrimas de los ojos.
—Ah, ya han visto cuánto quieren a don Alfonso Boswas. —Se acomodó contra el montón de provisiones, sacó su pipa de mazorca, la llenó de tabaco y empezó a fumar con una expresión meditabunda.
—¿Tiene realmente ciento veintiún años? —preguntó Tom.
Don Alfonso se encogió de hombros.
—Nadie sabe los años que tiene.
—Yo lo sé.
—¿Ha contado cada año que ha vivido desde que nació?
—No, pero otros lo han hecho por mí.
—Entonces no lo sabe realmente.
—Lo sé. Está en mi partida de nacimiento que firmó el médico que me trajo al mundo.
—¿Quién es ese médico y dónde está ahora?
—Ni idea.
—¿Y cree realmente en un papel inútil firmado por desconocidos?
Tom miró al anciano, derrotado por su disparatada lógica.
—En América tenemos una profesión para la gente como usted —dijo—. Los llamamos abogados.
Don Alfonso rio fuerte, dándose palmadas en las rodillas.
—Es una buena broma. Es usted como su padre, Tomasito, que era un hombre muy gracioso. —Siguió riéndose, fumando su pipa.
Tom sacó su mapa de Honduras y lo estudió.
Don Alfonso lo miró con ojo crítico y luego se lo arrebató. Lo examinó primero en un sentido, luego en otro.
—¿Qué es esto? ¿Norteamérica?
—No, es el sureste de Honduras. Aquí está el río Patuca, y aquí Brus. El pueblo de Pito Solo debería estar aquí, pero no aparece señalado. Tampoco lo está, al parecer, el pantano Meambar.
—Entonces, según este mapa, no existimos, ni tampoco el pantano Meambar. Tenga cuidado que no se le moje. Puede que algún día lo necesitemos para hacer fuego.
Don Alfonso se rio de su broma, señalando a Chori y a Pingo, quienes siguieron su ejemplo y se echaron a reír con él, aunque no habían entendido una palabra de lo que había dicho. Don Alfonso siguió riéndose a carcajadas, dándose palmadas en los muslos, hasta que se le saltaron las lágrimas.
—Hemos empezado bien el viaje —dijo cuando se hubo recuperado—. Habrá muchas bromas y risas en nuestro viaje. O el pantano nos volverá locos y moriremos.