Epílogo:
Hacer lo correcto
Miles de enanos abarrotaban los terraplenes de la Puerta Sur cuando Cale Ojo Verde y el consejo de thanes se encontraron allí para supervisar la retirada de las armas caídas de los campos de batalla, allá abajo. Los einars, que habían permanecido durante el asedio dentro de Thorbardin, ahora regresaban a casa, de vuelta a sus rebaños y a sus campos. Pero pocos de los que se marchaban volverían a pensar en sí mismos como einars. Durante su estancia en Thorbardin, la mayoría había decidido entre el martillo y el hacha.
Algunos se habían quedado para unirse a los clanes de la nación subterránea, pero la mayoría regresaba al exterior y casi todos estos, al haber elegido el sol a la piedra, serían neidars a partir de entonces.
—Hemos aprendido una gran lección aquí —manifestó el viejo Olim Hebilla de Oro a los que estaban a su alrededor—. Willen tenía razón. Thorbardin es invulnerable a un asedio, pero sin los neidars fuera para complementar a los holgars de dentro no puede mantenerse como una fortaleza para Kal-Thax.
—Nos vamos convirtiendo en pueblos cada vez más separados, —se mostró de acuerdo Talud Tolec—. Los holgars hemos combatido fuera de Thorbardin y ansiábamos retirarnos al interior. Los neidars han vivido en Thorbardin y anhelaban ver de nuevo el cielo abierto. Y ahora, me pregunto si podremos volver a ser realmente un solo pueblo.
—O, si lo hemos sido alguna vez, —retumbó Vog Cara de Hierro—. Puede que estemos llegando al fin de una era.
—Las eras empiezan y terminan sólo en las mentes encasilladas de los garabateadores de pergaminos, —sentenció Olim, que dedicó una sonrisa torcida a Plumín Cuño de Runa—. No es mi intención ofenderte, custodio de legajos. Sin tus razonamientos peculiares, ¿cómo íbamos a saber cuándo termina ayer y cuándo empieza mañana?
Willen sacudió la cabeza, incómodo, como siempre, con las chanzas de sus iguales. Los viejos líderes parecían volverse más filósofos con el paso de los años. En especial, el jovial y viejo daewar de espíritu firme, Olim Hebilla de Oro, y el intuitivo theiwar, Talud Tolec. Y sin embargo, a menudo, a Willen le parecía que cuanto menos sentido tenía lo que decían sus colegas dirigentes, tanta más sabiduría podía encontrarse en sus palabras. Para su mentalidad de soldado, era un acertijo cuya solución no estaba a su alcance.
—¿Estarás pronto de vuelta? —le preguntó a Cale Ojo Verde.
—De visita, por supuesto, —asintió el neidar—. Pero quizá nunca más para vivir. Olim tiene razón en lo de la lección que hemos aprendido. Una fortaleza de la que nadie puede salir tiene tan poco sentido como otra en la que nadie puede entrar. Las puertas de Thorbardin tienen que poder abrirse así como cerrarse, y para eso debe haber neidars fuera para proteger la fortaleza, del mismo modo que la fortaleza protege las tierras que la rodean.
—Así sólo lograremos ir diferenciándonos más con el paso de las eras, —dijo Willen, que miró en derredor con cortedad, al comprender que empezaba a hablar tan imprecisa y sabiamente como los otros jefes.
—Diferenciándonos, sí —replicó Cale Ojo Verde—. Siempre fuimos diferentes, la gente de la piedra y la gente del sol. Pero no necesariamente separados. Nosotros, aquí fuera, necesitamos la seguridad de vuestra presencia, del mismo modo que vosotros necesitáis la nuestra. Además, las diferencias pueden fortalecer los vínculos si es que estos son buenos. También hemos visto un ejemplo de eso.
—¿Sí?
—Tu hijo…, mi sobrino, y su chica einar. Esos dos sólo tienen una cosa en común, pero son sus diferencias las que harán que su unión tenga éxito.
—Supongo que sí. —Willen se encogió de hombros—. Probablemente tengas razón, porque Tera me dijo lo mismo justo ayer. No suele equivocarse en esos temas. Por cierto, buena suerte con tu kender.
—¿Qué kender?
—Esa pequeña latosa que ha estado deambulando por Thorbardin. ¿No lo sabías? Apareció en Hybardin y declaró que había terminado su visita a Thorbardin y que se dispone a recorrer el territorio exterior. Contigo.
—¡Eso que ni lo sueñe!
—Como dije, —añadió Willen—, buena suerte con tu kender.
Quist Pluma Roja estaba jugando a las tabas con sus carceleros cuando Willen Mazo de Hierro envió a buscarlo. Durante largo tiempo —probablemente durante semanas, aunque en este lugar subterráneo el cobar había perdido el sentido del tiempo—, había sido retenido cautivo en lo que se había enterado era el cuartel, detrás de la casa de guardia de la Puerta Sur. No había sido una cautividad cruel. Lo habían alimentado bien, le habían dado cerveza de vez en cuando, y no lo habían torturado. Pero no dejaba de ser cautividad, sin la menor duda. Los severos enanos armados que guardaban su habitación dejaban bien claro que el cobar no iba a ir a ninguna parte a menos que alguien de autoridad así lo ordenara.
Quist se había hecho dos juramentos a sí mismo. El primero era que, si alguna vez salía de allí, jamás volvería a mezclarse en asuntos de enanos. El segundo era que, después de esto, nunca volvería a jugar con los enanos. Las tabas habían sido siempre un pasatiempo favorito para Quist, y se preciaba de ser bueno en ese juego. Pero, de algún modo, ahora sólo le quedaba la última punta de flecha. Ya había perdido todas sus armas. Aunque lo habían despojado de ellas al entrar allí, ahora ya no le pertenecían a él, sino a varios carceleros enanos. Había perdido las botas, la capa, su tocado favorito adornado con plumas, y su brazalete de cobre. Un jovial guardia de barba dorada, llamado Tartán Clavo de Plata, lo llevaba ahora.
A pesar de toda su vigilante atención, no había encontrado evidencia de que ninguno de los enanos hiciera trampas. Sin embargo, por lo general ganaban. Así pues, para cuando un grupo de enanos apareció con ordenes de que lo dejaran bajo su custodia, Quist Pluma Roja estaba bien dispuesto para un cambio.
Los nuevos guardias iban armados hasta los dientes y eran eficientes. Todos tenían el mismo tipo de barba oscura, peinada hacia atrás, que había visto en Damon el Anunciado. Supuso que pertenecían a la tribu llamada hylar.
Enérgicamente, lo condujeron a lo largo de un corredor donde un inmenso tornillo, con filetes de barrena, reposaba en grandes huecos de encaje, y siguieron más allá del gigantesco obturador que hacía las veces de puerta y que lo había dejado pasmado la primera vez que lo vio; todavía lo pasmaba. Al otro lado, en la cornisa amurallada fuera de Thorbardin, había gente esperando. El que se adelantó, alzando la vista hacia él y observándolo con duros y sabios ojos, guardaba un asombroso parecido con Damon el Anunciado, aunque este enano era mayor y tenía un porte que sugería una posición elevada.
—Soy Willen Mazo de Hierro, —se presentó el enano con una voz que recordaba el suave y profundo canto de un río—. Mi hijo me dijo que lo ayudaste y que actuaste con honor cuando podrías haber hecho lo contrario. —Sin esperar respuesta, el enano se volvió y empezó a descender por el terraplén—. Ven conmigo, humano, —dijo.
Quist lo siguió. Lo habría hecho, incluso aunque no hubiese querido, debido a los diez enanos armados de aspecto eficiente que lo rodeaban y lo conducían. Al final del terraplén, Willen dio unas palmadas y otros enanos vinieron de detrás de unas nuevas murallas almenadas recién talladas en la roca. Conducían a doce caballos, once de ellos equipados con sillas de montar y equipos para enanos; el otro animal iba magníficamente enjaezado con el equipo del tamaño apropiado para un humano.
Mientras Quist miraba boquiabierto al caballo y después fruncía los labios en un gesto apreciativo por sus finas líneas y bella presencia, Willen dijo:
—Este animal es el mejor corcel de Damon el Anunciado. Se llama Shamath, y ahora es tuyo, por deseo expreso de mi hijo.
El hombre caminó hacia el animal, sin poder dar crédito a sus oídos; luego se detuvo y miró de reojo al jefe hylar.
—Es un caballo de verdad, ¿no? Quiero decir, que no es un hechicero transformado ni nada por el estilo, y que no le crecerán alas, ¿verdad?
Por un instante, los severos rasgos del semblante del enano se suavizaron. Faltó poco para que sonriera, pero enseguida recuperó el gesto adusto.
—Shamath es un caballo, —le aseguró al humano—. Nunca ha sido otra cosa. —Dio más palmadas, y uno de los diez escoltas se adelantó con un paquete que le entregó a Quist. En su interior había un exquisito y ligero escudo de fabricación enana; un arco fuerte, recurvado, de fina madera de limonero; una hermosa daga; un grueso haz de flechas con puntas de acero enano; y diversas fundas y correas de cuero para los instrumentos. Otro miembro de la escolta se adelantó con un paquete que contenía las botas que Quist había perdido, la capa, el brazalete de cobre, y el tocado de plumas.
—Tuve que comprar estas cosas a tus…, eh… anfitriones del cuartel, —dijo Willen severamente—. Además, me costaron un buen precio. Hasta un humano debería saber que no es aconsejable jugar a las tabas con un daewar.
Sin dar más explicaciones, los enanos montaron en sus caballos, trepando por las cortas escalas que colgaban de las sillas, y, a un gesto del jefe hylar, Quist subió a lomos de Shamath. Supo en el mismo instante en que sus piernas se ciñeron en torno a los flancos del animal que jamás había montado un caballo mejor.
Todavía rodeado por los enanos armados, el humano fue conducido hacia el Promontorio y, tras virar hacia el este, en dirección a las calzadas de la frontera.
Fue un trayecto de tres días desde la Puerta Sur hasta una retirada abra, por encima de la Calzada del Tránsito, adonde los enanos llevaron a su invitado, y ni una sola vez en aquellos tres días ninguno de ellos, —ni Willen Mazo de Hierro ni ninguno de los Diez—, le dio una sola explicación sobre adónde se dirigían o por qué. Los enanos, decidió Quist Pluma Roja por centésima vez, podían ser la gente más exasperante del mundo.
Aun así, no tenía opción, y, salvo por el hecho de tenerlo sumido en la ignorancia, fue tratado con cortesía.
Entonces, cuando la tarde del tercer día ya estaba avanzada, remontaron una cresta baja que se encontraba directamente encima del abra donde la Calzada del Tránsito pasaba de territorio enano a tierras humanas. Bajo ellos, había tiendas, lumbres y gente; gente humana, haciendo cosas de humanos.
Willen Mazo de Hierro acercó su caballo junto al del hombre y señaló.
—Aquella tienda de allí, la del toldo. Dime a quién ves en ella.
Quist escudriñó en la escasa luz del anochecer y entonces sus ojos se abrieron de par en par por la incredulidad.
—Seena, —dijo con voz ronca—. ¡Mi esposa! ¡Y esos son mis hijos! Pero ¡si estaban cautivos! Los grandes señores…
—Ha habido cambios en la ciudad de Xak Tsaroth, —le informó Willen—. Los grandes señores han sido derrocados, y otros han asumido el poder ahora. Tal vez podamos establecer algún acuerdo comercial con los nuevos dirigentes; eso es lo que nos ha dicho nuestro protector de comercio. Afirma que Darr Bolden y sus seguidores parecen personas razonables… para ser humanos.
Quist contempló los fuegos del campamento, sus ojos muy abiertos al observar las familiares figuras y los rostros amados de su familia. Alzó las riendas y entonces vaciló.
—Tu hijo, Damon… —dijo, volviéndose hacia Willen—. ¿Arregló esto por mí?
—Le pareció que era hacer lo correcto, —repuso Willen con voz ronca.
—¿Y Damon? ¿Dónde está?
—Mi hijo se casó hace unos cuantos días con una muchachita einar muy testaruda, pequeña, de cabello cobrizo y opiniones firmes como el hierro. A continuación de la boda, se instalaron en sus nuevos aposentos en Hybardin y… En fin, no se los ha vuelto a ver desde entonces.
—Entonces, te daré las gracias a ti, —dijo Quist, asintiendo con la cabeza y ofreciendo su mano.
Con un gruñido, el jefe hylar tiró de las riendas de su montura y dio media vuelta.
—Jamás entenderé a los humanos, —rezongó al tiempo que echaba una ojeada hacia atrás—. Si fuera mi familia la que está ahí abajo, no estaría perdiendo tiempo aquí, charlando. —El hylar sacudió las riendas y volvió por donde habían venido, con sus diez escoltas detrás de él.
—Enanos, —masculló Quist Pluma Roja mientras sacudía la cabeza—. De todos los…, todos los… —Falto de palabras, incluso para sí mismo, azuzó a Shamath con los talones y se dirigió hacia el abra donde su familia lo estaba esperando.
Tras él, en lo alto de un saliente de la montaña, Willen Mazo de Hierro volvió la vista atrás y luego miró al Primero de los Diez.
—Cuando hayamos regresado, Cable, ve y encuentra al protector del comercio. Dile que esos campos de grano que lleva codiciando tanto tiempo, en las tierras cobars, al norte de Ergoth, pueden rendir beneficios comerciales para nosotros ahora que tenemos a un cobar agradecido que hable en nuestro nombre allí.
Sacudió las riendas, dirigiéndose de vuelta a casa, y musitó para sí mismo:
—La gratitud del que antes era tu enemigo debe tener el valor de doce pruebas de amistad a la hora de alcanzar un acuerdo comercial. —El jefe hylar sacudió la cabeza y suspiró. Su forma de pensar empezaba a parecerse cada vez más a la de Olim Hebilla de Oro, se dijo.
En una tienda de muebles en Theibardin, un fornido tendero descubrió que se había hecho un trueque. Un buen compás de calibres faltaba de la tienda, y en el lugar del instrumento se había dejado una gema ovalada y pulida que tenía un sabor horrible y la desconcertante costumbre de cambiar de colores. Con una maldición, el tendero arrojó el objeto fuera de su establecimiento.
—Lo sabía, —rezongó—. Sabía que esa kender iba a llevarse algo.
En la plaza de la calzada quinta, un granjero kiar que pasaba por allí reparó en la piedra, la recogió y se la guardó en la bolsa del cinturón. Más tarde, en la madriguera de los gusanos remolcadores, la examinó, moviéndola bajo la luz y observando cómo cambiaba de rojo a blanco y luego a negro, con millares de matices intermedios.
Si hubiese sido daewar, tal vez la habría guardado como un objeto curioso digno de exhibirse. Pero era kiar, y no le encontró ninguna utilidad. Después de mirarla de nuevo, la arrojó a un lado.
Durante un tiempo, la gema permaneció tirada, medio enterrada, en un montón de piedra menuda y residuos; después fue cargada en una carretilla, junto con escombros, residuos y demás, y volcada en los pesebres donde se alimentaban los gusanos remolcadores.
La Piedra de los Tres de Kal-Thax, que tendría que haber sido la piedra angular de la séptima Torre de la Alta Hechicería, nunca volvió a ser vista. Se observó, sin embargo, que un lote particular de tejido de gusanos enviado a los tejedores de piedra hilada tenía la tendencia de cambiar de color a intervalos irregulares.