17
Los campos sangrientos de la Puerta Sur
Con pura astucia, —y con la ayuda de un par de conjuros que habían enviado a Valneb, cabecilla de los magos blancos, a un lugar donde sus encantamientos fallarían hasta que aprendiera a decirlos al revés, y que habían convertido a Gilmar, el túnica roja, en una olla de cobre—, el hechicero oscuro Kistilan se había hecho con el control de los representantes de la magia en las montañas Kharolis… exactamente como planeaba hacer desde el día en que había partido de Xak Tsaroth. Los dos líderes rivales acabarían por regresar, lo sabía. Valneb se las arreglaría para invertir el conjuro de regreso, y Gilmar lograría hacer rebosar el líquido y apagar el fuego que ardía bajo él. Pero Kistilan sabía que podía encargarse de ambos sin problemas. En todas estas tierras, quedaban sólo dos hechiceros que eran «favorecidos por los poderes»: él mismo y Megistal. Y Megistal había desaparecido.
Para el resto, Kistilan había explicado con detalle sus condiciones.
—Cuando los enanos hayan sido derrotados, —proclamó—, y la Piedra de los Tres se haya recuperado, podréis disponer de la piedra, para la Torre de la Alta Hechicería, y de todos los enanos supervivientes como esclavos para su construcción y para cualquier otro propósito que deseéis. Pero cualquier otra cosa que encontremos en el interior de la fortaleza de la montaña, incluida la propia plaza fuerte, es mía. Me pertenecerá sólo a mí, para hacer con ella lo que guste.
Kistilan sabía muy bien el precio que el Señor Supremo estaría dispuesto a pagar por tener bajo su dominio el territorio enano. El gran señor soñaba con un imperio, igual que Kistilan soñaba con ejercer el poder absoluto sobre todas las criaturas.
Y, así, el asalto a Thorbardin fue dirigido primordialmente por una persona, y esa persona era Kistilan. Su intención era moverse con rapidez, conquistar a los enanos de este lugar y establecerse como Hechicero Supremo antes de que apareciera alguien que quisiera disputarle su derecho. En consecuencia, utilizando los poderes elementales que había asumido y respaldándose en la magia de todos los demás, duplicó el ejército de mercenarios, y volvió a duplicarlos. Donde antes marchaban siete mil guerreros mercenarios, ahora lo hacían veintiocho mil, acercándose al cordón defensivo dispuesto por los enanos en la base del Buscador de Nubes.
Tras enviar a treinta hechiceros para seguir y dirigir a cada uno de los tres ejércitos reproducidos, el propio Kistilan, —con una escolta de veintisiete acólitos que eran leales a su causa—, acompañó la fuerza mercenaria original en su avance desde el suroeste.
Encaramado cómodamente en un adornado trono que flotaba quince metros por encima de las últimas filas de la retaguardia de la fuerza mercenaria atacante, Kistilan disfrutaba de una excelente vista de todo el campo de batalla. Asintió con satisfacción al ver que dos enanos, levantados como piezas de caza del abandonado campamento de comercio, caían muertos, y de nuevo asintió al observar al pequeño grupo de enanos exterminado por sus tropas del flanco izquierdo. Los dos ejércitos implicados en los sucesos eran réplicas creadas por la hechicería.
—¿Resistentes a la magia? —musitó—. Sigamon era un necio por creer semejante cosa de los enanos. —Con un ademán, el hechicero señaló a los distantes magos que seguían a los ejércitos irreales. Sus tropas y la segunda unidad, justo a su derecha, no participarían en el primer asalto. La tercera y cuarta unidad, al este y al oeste de la línea enana, iniciarían el ataque.
Kistilan musitó un conjuro y lanzó sus órdenes al vacío. De inmediato, dos voces, —las de otros magos situados a casi kilómetro y medio a cada extremo—, respondieron, sus voces sonando tan cerca de él como si ellos hubieran estado a su lado.
En el extenso paisaje de prados al oeste de las formaciones rocosas, el cuarto ejército se desplegaba y se dividía en cuatro para presentar una larga línea frontal a los enanos que aguardaban. Al toque de trompetas, los miles de hombres empezaron a avanzar de manera inexorable, compañía tras compañía de soldados de infantería con escudos, picas y espadas. La oleada frontal era una sólida línea de hombres, hombro con hombro y escudo con escudo, que se extendía casi cuatrocientos metros de punta a punta. Los atacantes llegaron a un centenar de metros de los defensores enanos y entonces se pararon frente a ellos. Las trompetas volvieron a sonar, y la línea frontal de humanos se agachó detrás de los escudos extendidos. Tras ellos, arqueros y Saqueadores dispararon sus proyectiles. Flechas y dardos de mano volaron a centenares, silbando y zumbando en el aire en dirección a los enanos más próximos.
En un abrir y cerrar de ojos, los enanos variaron su formación: las filas delanteras se arrodillaron y las segundas levantaron los escudos. El repiqueteo de flechas y dardos contra el acero enano resultó ensordecedor. Aquí y allí un enano se tambaleó y cayó, pero los huecos en el muro de escudos se cerraron de inmediato al ser sustituidos por otros.
De nuevo, arqueros y lanzadores de dardos dispararon sus proyectiles, y de nuevo la línea enana apenas resultó afectada. Hombres de la ola de asalto aferraron con fuerza sus escudos, preparándose para incorporarse y avanzar.
Era lo que Willen Mazo de Hierro había estado esperando. En el momento en que los portadores de escudos movieron los pies para levantarse, hubo un instante en que fueron vulnerables. Willen hizo una señal, un tambor sonó, y, de las rocas por encima de la suave pendiente, cientos de bolas de hierro salieron disparadas por centenares de hondas.
La precisión en la elección del momento justo fue perfecta. Por todas partes caían hombres, doblándose sobre otros, chocando entre sí mientras se desplomaban. La hilera de escudos se vino abajo y las hondas zumbaron una vez más, como enjambres de furiosas avispas. La segunda andanada de bolas de hierro hizo estragos entre las filas desprotegidas de arqueros y lanzadores de dardos. Sin los escudos y sólo protegidos con armaduras ligeras, los hombres cayeron a centenares a medida que las pesadas bolas de hierro chocaban contra cráneos, costillas, brazos, piernas, gargantas y vientres. Muchas de las bolas rebotaban lateralmente para ir a estrellarse una segunda y hasta una tercera vez en las apretadas filas de mercenarios antes de perder fuerza e impulso.
Una carga de guerreros montados, agrupados justo detrás de los arqueros, se deshizo cuando las bolas de hierro hicieron blanco tanto en jinetes como en caballos.
—¡Mirad a los caídos! —gritó Damon el Anunciado, desde la cornisa de la Puerta Sur—. ¡Fijaos en lo que está pasando!
Por todas partes, en el campo donde hombres y corceles habían caído, el aire pareció rielar con un fulgor verdoso que destelló fugaz aquí y allí. Y los cuerpos caídos empezaron a tremolar y a desvanecerse.
—¡Ese ejército no es real! —dijo Damon—. Sólo es brujería. ¡Decídselo a nuestros soldados!
Los tambores resonaron, y la línea defensiva enana vaciló, atendiendo al mensaje. Entonces, como siguiendo un plan, una docena o más de despeinados guerreros kiars salieron de una de las compañías enanas y corrieron hacia los atacantes, aullando y blandiendo sus garrotes. Las flechas zumbaron, y las espadas arremetieron a medida que llegaban, y en cuestión de un segundo todos los kiars estaban en el suelo, mortalmente heridos… durante un momento. El silencio se adueñó del campo de batalla cuando los cuerpos estremecidos se sentaron mientras arrancaban de sus cuerpos astiles que desaparecían, recogían sus garrotes y reanudaban la carga, directamente contra el grueso de los millares de hombres. Cargaron y siguieron cargando, dejando tras de sí un amplio rastro de cadáveres humanos, en tanto que las hondas zumbaban desde la ladera, reforzando su ataque.
—Locos kiars, —rezongó Willen Mazo de Hierro.
—¿Locos? —replicó Damon—. Tal vez. O tal vez sólo se estén divirtiendo. Dale a un kiar una buena excusa para desmandarse y ten por seguro que la aprovechará.
En su trono flotante, detrás del primer ejército, Kistilan contemplaba fijamente el distante estrago que tenía lugar allá delante, y entonces sus ojos se tornaron fríos. De algún modo, los enanos, o al menos unos cuantos de ellos habían resistido a sus tropas de choque. Siete mil combatientes perfectamente creados con un excelente conjuro, y un simple puñado de enanos corrían libremente entre ellos, derribando todo cuanto encontraban a su paso. Lleno de rabia, apuntó con la mano y musitó algo. De su dedo salió disparado un rayo que pasó chisporroteando sobre las cabezas de sus guerreros para después disparar relucientes descargas a los desmandados kiars. Uno por uno, los enanos se tambalearon y cayeron, ennegrecidos y humeando.
El cuarto ejército, sin embargo, estaba en plena desbandada: caballos desbocados, hombres dándose a la fuga por todas partes. Muchos de ellos se dirigían ciegamente de vuelta a la fuerza principal. Kistilan musitó unas palabras, y el cuarto ejército al completo, con sus miles de guerreros, rieló y desapareció. En el campo de batalla sólo quedaban los cuerpos de los caídos, que todavía no se habían desvanecido, y los restos humeantes de los enanos.
Entonces, dos de aquellos cuerpos ennegrecidos se movieron, se agitaron y se sentaron.
Kral Baden se sacudió, miró en derredor, y esbozó una mueca, de manera que los blancos dientes destacaron en el rostro sucio de hollín. Se volvió hacia el otro kiar que había sobrevivido.
—Creí que un rayo nos había alcanzado. Pero hoy no hay rayos, porque no hay nubes.
El tercer ejército de humanos había seguido avanzando y ahora se enfrentaba a la pequeña línea de enanos, las unidades de cabeza solo a unos cuantos centenares de metros de distancia.
Lodar Faldón Amarillo, al frente de la fuerza de elite daewar llamada Maza Dorada, había oído los tambores y había visto las tropas humanas del oeste derrumbarse y desaparecer. Entonces, los tambores tenían razón. De las tres hordas humanas que quedaban, dos eran sólo obra de la brujería, no eran «reales» en términos enanos, y por ende no eran verdaderamente peligrosas. Pero ¿cuáles eran las ilusiones?
En el campo de batalla, las tropas humanas estaban formando; los jinetes se situaban en primera línea para una carga contra la infantería enana. Lodar hizo una seña, y un tambor hylar corrió hacia él.
—Solicita permiso para probar esta fuerza, —dijo Lodar.
El tambor hizo un rápido redoble con su vibral, y el profundo y obsesivo ritmo se propagó hacia lo alto por las laderas. Hubo un instante de vacilación, y después llegó la respuesta.
—El jefe de jefes da su permiso, —tradujo el tambor hylar.
—¡Voluntarios! —pidió Lodar. Al instante, todos los miembros de la Maza Dorada adelantaban un paso, ofreciéndose voluntarios.
—Muy bien, —asintió Lodar—. La fuerza al completo. Esos jinetes cargarán contra nosotros, —dijo, señalando—. Esperad mi señal, y entonces formad dos compañías. La línea de la primera compañía contraatacará, abajo y defensa, y después a la inversa. La segunda compañía se mantendrá en su posición. Martillo y yunque.
—Tienen lanzas, —comentó el jefe de un escuadrón.
—No tienen lanzas, —replicó Lodar categóricamente—. Eso no es más que brujería. Esos hombres no están ahí.
—Sí, señor. —El jefe de escuadrón sonrió—. Como esos otros que los locos kiars arrasaron.
Las trompetas sonaron, y un centenar de jinetes salieron del frente humano lanzados al trote, desplegándose en una amplia línea, con un hueco de unos dos metros entre jinete y jinete. Lodar Faldón Amarillo hizo el signo de Reorx sobre el peto de su armadura y confió en que lo que había dicho al jefe de escuadrón fuera cierto. Sus tropas estaban convencidas ahora de que los enemigos que tenían delante no eran más que ilusiones de la magia.
Lodar esperaba fervientemente que lo fueran.
La línea de la caballería humana avanzó al trote, después a medio galope y después a galope tendido, con las lanzas de punta de acero en ristre. En cuestión de un momento había cruzado la mitad del campo y estaba a medio camino entre sus propias fuerzas y la línea enana.
—¡Según el plan! —grito Lodar—. ¡Carguen!
Los escudos en alto y los martillos prestos, la mitad de la Maza Dorada corrió hacia los jinetes lanzados a la carga, desplegándose en una formación de punta de lanza, una «V» sólida, cerrada, de enanos a la carrera.
Los jinetes, cogidos por sorpresa por la inesperada contracarga, vacilaron un instante y la línea perdió regularidad. Pero enseguida reanudaron el galope, las lanzas inclinadas hacia los blancos bajos y fornidos que eran los enanos. Con un retumbar de cascos y el estruendo de las botas de los enanos, las dos formaciones chocaron en mitad del campo. Aquí, una lanza atravesó una coraza enana; allí un daewar se agachó, eludiendo la arremetida, y quebró las patas delanteras de un caballo con un único golpe de martillo. Entonces, de repente, todos los enanos cayeron al suelo, boca arriba, con los escudos por encima. Los caballos pasaron, atronadores, por encima y alrededor de ellos, con las lanzas apuntadas hacia abajo, y los hombres fueron cayendo cuando los martillos arremetían desde debajo de los escudos y derribaban a sus monturas.
Los segundos se hicieron eternos, y la carga pasó y continuó retumbante hacia la segunda unidad de la Maza Dorada, todavía manteniendo la posición. Allí donde las fuerzas se habían encontrado había un revoltijo de cuerpos: hombres, caballos y enanos por todas partes. Pero, entre los enanos, la mayoría levantó sus escudos, se incorporó de un brinco y se dio media vuelta.
Lodar apretó los dientes para aguantar el dolor y miró el astil de lanza roto que le sobresalía del peto.
—No es real, —se dijo ferozmente—. Más vale que no sea real.
Todo a su alrededor, otros enanos heridos y lisiados se repetían lo mismo. Y, de pronto, las lanzas se desvanecieron, los agujeros en las armaduras se cerraron, la sangre dejó de fluir. Y detrás, en lo alto de la vertiente, los tambores cantaron lo que los centinelas habían visto. Este ejército, como el del oeste, no era más que una ficción.
Pero, ficción o no, los jinetes seguían a la carga en dirección a la segunda compañía de la Maza Dorada.
—¡El yunque! —ordenó Lodar—. ¡Formación de aplastamiento!
Con una sólida falange de furiosos daewars a su espalda, Lodar Faldón Amarillo se lanzó tras los jinetes humanos.
Todavía con un número de setenta, la carga de caballería llegó al «yunque» de la defensa daergar como una guadaña descargándose sobre trigo… y rebotó como una guadaña que golpeara roca.
Con los escudos reforzados con resistentes mazas de madera aseguradas sobre sólida roca, los daewars hicieron frente a la carga de caballería del modo que habían aprendido a hacerlo un siglo atrás. Real o no, lanzas o no, una carga de caballo no puede romper escudos de acero clavados en piedra. Los humanos chocaron contra la línea, las lanzas se rompieron y muchos de los jinetes salieron desmontados de las sillas por el impacto. Algunos caballos pasaron sobre los escudos y allí las sillas les fueron aligeradas de sus cargas mediante bolas de hierro lanzadas por hondas y golpes de martillo. Otros se dieron media vuelta y chocaron y se dieron empellones con otros.
—¡Retiraos! —gritó una voz humana—. ¡Reagrupación!
Pero era demasiado tarde. Como una personificación de la cólera enfundada en acero y barbidorada, la primera compañía de la Maza Dorada alcanzó a los jinetes por la retaguardia y los aplastó contra el «yunque» de la línea reforzada. Por todas partes, el metal repicó contra metal, los hombres gritaron, los caballos patalearon, y el canto entonado por voces profundas de «¡Reorx! ¡Reorx! ¡Reorx!» se repitió como un eco; los enanos caían y volvían a incorporarse para luchar de nuevo. Los hombres caían, pero no se levantaban.
Lejos de la lucha del campo de batalla, los hechiceros que guiaban la réplica del ejército corrían de aquí para allí en medio del desconcierto y la frustración. El ejército empezó a dispersarse, con grandes grupos dirigiéndose a lugares donde ponerse a cubierto, seguidos por hechiceros que discutían y peleaban entre ellos.
En un lugar donde los deshielos de la primavera habían erosionado la tierra a lo largo de un arroyuelo, formando un laberinto de barrancos de altos bancales, Desliz Codel había estado escondido, esperando una ocasión para emboscar a alguien. El joven theiwar se había separado del grupo al que había sido asignado y después quedó aislado por el avance de los mercenarios por el este.
Ahora permaneció agazapado detrás de una losa inclinada, junto a un alto bancal, mientras centenares de humanos pasaban presurosos frente a él, algunos cabalgando y otros a pie. Desliz los vio pasar, muchos de ellos a menos de un metro de donde estaba escondido, muriéndose de ganas por emboscarlos. Pero estaba solo y ellos eran muchos. Tras unos minutos, todos hubieron pasado, y Desliz empezó a incorporarse. Entonces volvió a agacharse cuando un hombre de aspecto extraño salió corriendo por detrás de un peñasco y se detuvo, resollando y falto de aliento. El hombre no iba armado y sólo llevaba una larga y sucia túnica de tela blanca. Con un siseo de rabia, miró fijamente a las cárcavas por las que los otros humanos se habían marchado y levantó una mano.
—Dek seratis —dijo—. Dek manit…
Lo que quiera que tuviera intención de añadir se quedó sin ser dicho. El martillo de Desliz Cobel le dio un golpe seco en el cráneo y el humano se desplomó en el suelo.
Desliz saltó desde lo alto del bancal junto al hombre caído y luego caminó alrededor de la inmóvil figura. El hombre todavía respiraba. Desliz levantó su martillo otra vez, pero entonces cambió de opinión. Se colgó el arma, se agachó junto al hombre, lo levantó sobre sus fuertes hombros y se puso de pie. Con las extremidades del inconsciente humano arrastrando por detrás y por delante, Desliz se encaminó hacia las vertientes de Thorbardin. Quizá, pensó, a alguien allí le gustaría hablar con este humano acerca de lo que estaba pasando.
Desde la cornisa amurallada, en el exterior de la Puerta Sur, Willen Mazo de Hierro y Damon el Anunciado contemplaron la destrucción de la carga de caballería y supieron que Lodar Faldón Amarillo había estado acertado en su suposición. Habían identificado al segundo ejército producto de conjuros.
Damon, que escudriñaba a través de un artilugio de visión a distancia desarrollado por los vidrieros hylars, —unas lentes de aumento montadas dentro de un tubo de bronce—, vio algo ahora que no había visto antes. Lejos, en el Promontorio, donde todavía quedaban dos ejércitos idénticos, un punto o mota oscura flotaba en el aire por encima de una de las hordas. Girando las bandas marcadas con filetes del artilugio, ajustó las lentes para obtener un mayor aumento de la imagen. La mota creció y se convirtió en un hombre sentado en un sillón…, un sillón suspendido en la nada, simplemente flotando por encima de la masa de humanos que había debajo.
Tendió el «vistalejos» a su padre, señalando el punto en la distancia. Willen atisbó a través de las lentes y después le pasó el artilugio a Barek.
—Un hechicero se ha impuesto sobre los otros, —dijo Damon—. Entonces, él es el que está al mando. —Se volvió hacia su padre y al capitán general—. Si tuvieseis cuatro ejércitos y sólo uno de ellos fuera real, ¿a cuál de ellos dirigiríais?
—Al real, —contestó Willen.
—Comprobemos nuestra teoría, —dijo Barek a Damon—. Ha llegado el momento de sacar los lanzadiscos.
Damon asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo, —abundó Willen—. Veamos si el ejército real está al mando de un hechicero real.
A la orden del capitán general, los tambores sonaron y, un poco más abajo de cada rampa inclinada, los enanos se pusieron a trabajar con cables y tornos. Lentamente, de detrás de cada torre de guardia principal, apareció un enorme instrumento de vigas atadas y reforzadas, tan alto como las propias torres. Moviéndose sobre enormes ruedas de hierro, cada lanzadiscos salió a la vista rodando, y los enanos treparon por sus costados, llevando herramientas. Los tornos de arriba empezaron a chirriar y, en lo alto de cada torre, un brazo largo y articulado, grueso como el tronco de un cedro de montaña, empezó a doblarse hacia atrás más y más, crujiendo a medida que los muelles de cables soportaban la tensión de su inercia.
Cuando los dos brazos estuvieron echados hacia atrás un cuarto del recorrido alrededor de la torre de vigas, unos anclajes de piedra se colocaron en las bases de las estructuras. Más enanos treparon por los ingenios, llevando discos de hierro con los bordes de acero. Cada uno tenía noventa centímetros de diámetro y veinte de espesor en su parte central, y se afinaba gradualmente hacia el borde, que era una fina banda de acero templado, con afilados dientes de siete centímetros y medio de largo. Los discos tenían el aspecto de unas sierras circulares gigantescas.
Con gran cuidado, los enanos operarios colocaron los discos en ranuras curvadas, al extremo de cada uno de los largos brazos echados hacia atrás, y después descendieron a toda prisa de la estructura, dejando arriba sólo a los equipos de lanzamiento.
Barek Piedra miró al abarrotado campo de batalla, calculando distancias.
—Kilómetro y cuarto, —anunció—. Elevación total.
—¿Estos artefactos tienen ese alcance? —preguntó Damon a su padre.
—No del todo, —admitió Willen—. Sólo unos mil metros. Pero Barek sabe lo que se hace.
Damon miró a través de la distancia y asintió con la cabeza.
—Ah, —dijo—. ¿La piedra y el agua?
—Exactamente, —contestó Willen.
—El ejército de la derecha, —indicó Barek a los enanos encaramados en las torres—. ¡El que tiene esa mota negra flotando encima!
—¡No podemos acertar a dar en ese puntito! —replicó alguien a voces—. ¡Herrín, Barek! ¡Puede que seamos buenos en esto, pero no hasta ese punto!
—¡A la mota, no! —chilló el capitán general—. ¡Me refiero al ejército! ¡Apuntad al centro, donde los humanos están más apelotonados!
—Veremos qué podemos hacer, —respondió el operador desde arriba.
Los cables se tensaron y los tornos chirriaron a medida que los brazos trincados de las torres lanzadiscos eran ajustados para la máxima elevación, y se colocaban pasadores de seguridad para tomar puntería.
—¡Listos! —dijo la voz desde arriba.
—¡Pues hacedlo! —bramó Barek.
Con chasquidos gemelos que semejaron los ecos de un trueno, los lanzadiscos cobraron vida. Los brazos sueltos gritaron al girar medio arco, chocaron con estruendo contra los pasadores de seguridad, y las torres de vigas reforzadas al completo se estremecieron y retumbaron. Discos gemelos salieron disparados, alto en el claro cielo, y después iniciaron una curva descendente en la distancia.
—¡Se están quedando cortos! —gritó alguien.
—La piedra y el agua, —repitió Damon.
En el alcance máximo, los grandes discos descargaron tajos hacia abajo. Alcanzaron el suelo a dos tercios de la distancia de la posición del ejército humano, levantando grandes nubes de polvo, y volvieron a elevarse, rebotes gemelos, como dos cantos planos arrojados sobre la superficie de un lago.
En un instante, los dos discos llegaron a las primeras filas de la horda humana y las cruzaron aplastando y machacando, girando y hendiendo, cortando todo cuanto encontraban en su camino. Hombres y caballos cayeron; y trozos de hombres y caballos. Como aullantes segadoras giratorias, los discos de borde aserrado hicieron una carnicería en su recorrido de un centenar de metros entre los mercenarios, cortando cabezas en las primeras filas, sesgando torsos en filas de más atrás, mutilando piernas y pies aún más atrás… Luego chocaron contra el suelo y volvieron a rebotar, derribando más y más hombres a su paso.
Por encima del ejército, el punto flotante se meció arriba y abajo cuando el hechicero se puso de pie en su trono, agitando los brazos y pateando de rabia.
—Buenos tiros, —retumbó Barek Piedra—. Y ahora enfoca con ese aparato de lentes en los muertos. Obsérvalos.
El ejército bullía y se agitaba llevado por el pánico, pero, donde la sangre se acumulaba en charcos alrededor de los cientos de muertos, no ocurrió nada. Los cadáveres yacieron allí, pisoteados por sus compañeros, y no titilaron ni desaparecieron.
—Ese es, —anunció Damon—. Ese es el ejército al que debemos hacer frente. Todos los demás guerreros no son más que ilusiones. —Levantó el artilugio de las lentes para observar al hechicero flotante y gritó—: ¡Guardias! ¡Los espejos!
A todo lo largo de las murallas, los guardias dieron la vuelta a sus escudos, colocando la parte posterior hacia afuera al tiempo que el aire detrás de la Puerta Sur chisporroteaba y ardía.
Descargas de energía mágica, dirigidas a las torres lanzadiscos y a los enanos situados en la cornisa principal, chocaron contra los brillantes espejos y rebotaron. Los rayos de energía salieron disparados desde los espejos hacia afuera, y cruzaron la abierta llanura para descargarse entre los mercenarios agrupados allí. Surgió humo, y hombres prendidos como antorchas salieron corriendo en todas direcciones, calcinándose y desplomándose mientras corrían. El restante ejército duplicado, al este del grupo principal, centelleó y desapareció.
—Este es un truco que aprendí de mi hechicero favorito, —le explicó Damon a su padre.