14
Brujería y tozudez
—La magia es tan real como las lunas de Krynn, —insistió Megistal al tiempo que señalaba el rutilante firmamento enmarcado por los imponentes muros del Valle de los Thanes—. La magia depende de las lunas, de hecho. Hay tres orientaciones de poder, del mismo modo que hay tres lunas. Vosotros, los enanos, sí creéis que hay tres lunas, ¿no es así?
—Desde luego que sí. Las hemos visto.
Damon el Anunciado echó más combustible al fuego que ardía entre ellos y desvió la vista hacia el corpulento guerrero cobar, Quist Pluma Roja, que estaba asando un pichón ensartado en un espetón. Detrás, a cierta distancia, había otra lumbre donde una docena de voluntarios enanos guardaban una respetuosa distancia mientras preparaban su cena. Damon y Marbete habían traído a los humanos a este lugar, —la única zona de Thorbardin a cielo abierto—, por una buena razón. Con las salas de guardia fortificadas que conducían a las calzadas subterráneas de Thorbardin, cerradas desde dentro a cal y canto, al igual que el gran conducto ventilador, no había salida del Valle de los Thanes salvo un ascenso perpendicular. Marbete descolgó una escala de cable, y los humanos siguieron a Damon hasta el suelo del valle donde esperaban los doce voluntarios; después Marbete había retirado la escala. El hechicero tal vez pudiera salir de allí mediante un conjuro de levitación, pero ningún humano podía hacerlo escalando, simplemente.
Y, Damon estaba bastante seguro de que ninguno de los dos hombres intentaría huir. Tenían sus propios motivos para quedarse.
La fascinación de Megistal por los enanos y su tenaz resistencia a la magia era muy sincera y muy fuerte. El cobar, por otro lado, no tenía el menor interés en los enanos, pero le había jurado a Damon que ayudaría a vigilar a Megistal a cambio de un caballo.
Así que ahora estaban sentados en torno al fuego, en el suelo del Valle de los Thanes, y Quist Pluma Roja asaba pichones mientras el mago y el enano discutían sobre la magia.
—No habéis visto las tres lunas, —argumentó Megistal—. Habéis visto dos. La tercera es…
—Lo sé. —Damon hizo un ademán desdeñoso—. Es negra y no puede verse. Pero tenemos observadores del cielo, humano. Y tenemos lógica para darnos cuenta de que cuando un espacio negro cruza el firmamento de forma habitual, igual que lo hacen las lunas, entonces es que eso, también, tiene que ser una luna. Sí, las lunas son reales. ¡Pero la magia, no!
El semblante del hechicero se crispó con un gesto ceñudo, exasperado.
—¿Cómo puedes discutir la existencia de la magia, enano? La has visto. La has sentido. ¡La magia existe!
—No he dicho que no exista, —comentó Damon afablemente—. Sólo he dicho que no es real. ¿Has mirado alguna vez dentro de un espejo?
—¡Pues claro que sí! —barbotó Megistal—. ¿Y qué?
—¿Qué es lo que viste allí?
—A mí mismo.
—No, no es verdad. Sólo viste una imagen. ¿Crees que eras realmente tú, al otro lado del espejo, devolviéndote la mirada?
—Por supuesto que no, —dijo el mago—. Pero lo que vi era real.
—No lo era. Una imagen no es realidad. Sólo es una imagen.
—¡Una imagen real!
—Como magia real —reflexionó Damon, ocultando una sonrisa—. Sólo porque uno la ve no significa que esté ahí.
—¡Dioses! —Megistal se levantó bruscamente, dio una vuelta dando patadas al suelo y volvió a sentarse—. ¡Qué testarudo eres! ¿Adónde quieres ir a parar, qué intentas insinuar?
—Dijiste que querías probar la magia con los enanos. —Damon se encogió de hombros y se sirvió un trozo del pichón que Quist había cocinado mientras que el cobar ponía otro a asar.
—Sí, quiero saber por qué, y cómo, os las arregláis para resistir algunos conjuros muy poderosos, —repitió Megistal—. Pero ¿a qué vienen todas estas preguntas?
—Un justo intercambio, —contestó Damon—. Yo te ayudo a entender a los enanos, y tú me hablas de la magia. Podrías empezar por explicarme qué es exactamente la magia.
Megistal se rascó la cabeza.
—Eso es difícil, —repuso—. Es como intentar describir el color rojo a alguien que es ciego de nacimiento.
—Inténtalo, —instó Damon.
—Bueno… por ejemplo, tu amigo, el bárbaro, —dijo, señalando a Quist.
—¿Bárbaro? —gruñó Quist—. ¡Soy cobar!
—Vale, el cobar entonces. Pero, por ejemplo, es posible que pudiera no ser un humano en absoluto, sino alguna otra clase de criatura. Existe una realidad para cada posibilidad, y tal vez en alguna otra realidad el cobar es algo distinto, quizá… un lobo.
—No. No lo es. —Damon sacudió la cabeza—. No es un lobo. Es un hombre.
—Claro que lo es… en esta realidad. Pero hay muchas realidades, ¿sabes? La magia es el puente que las comunica entre sí. En otra realidad, este hombre podría ser un lobo. —Despreocupadamente, el hechicero movió un dedo y musitó un encantamiento. De pronto, donde Quist Pluma Roja estaba agachado en cuclillas, desplumando un pichón, pareció que había algo distinto. Una gran figura canina rielaba a su alrededor, los ojos ferales prendidos fijamente en el hechicero.
—¿Te das cuenta ahora? —dijo Megistal—. Ahora es un lobo.
—No, no lo es, —negó Damon.
Megistal señaló la visión junto al fuego.
—¿Es que no lo ves? ¡Mira! Eso no es un hombre. ¡Eso es un lobo!
—Veo un hombre, —se mantuvo firme Damon—. Hay una imagen de un lobo rodeándolo, pero él no es esa imagen.
—¿Cómo puedes ver un hombre ahí? —gritó Megistal—. ¡Yo no veo ningún hombre!
—Tú ves lo que quieres ver, —replicó el enano—. Y yo veo lo que hay ahí.
Con un feroz aullido, la figura lobuna tensó las patas para saltar sobre el mago, y Megistal siseó:
—¡Kapach!
No fue un lobo lo que saltó sobre el mago, sino un furioso guerrero cobar. Los dos rodaron por el suelo, apartándose de la lumbre, insultándose y golpeándose, y Damon tuvo que meterse entre ellos y separarlos gracias a la fuerza de sus brazos y a su determinación.
—¡Basta ya de tonterías! —gruñó.
Los humanos se pusieron de pie, mirándose ferozmente el uno al otro, y el enano se plantó entre ambos.
—¡Ya es suficiente! —repitió. Señaló la lumbre—. ¡Vosotros dos, sentaos!
Rezongando, Quist Pluma Roja volvió a su sitio y Megistal lo siguió.
—¿Lo ves? —dijo—. Era un lobo.
Damon se volvió hacia el cobar.
—¿Eras un lobo en ese momento?
—Sí —barbotó Quist—. Y, si vuelve a hacerme eso, lo mataré.
—Lo que yo decía —Megistal extendió las manos—: en realidad era un lobo. Eso es la magia.
—No era un lobo, —reiteró el enano machaconamente—. Él y tú creísteis que lo era, pero no lo era.
—¡Dioses! —barbotó Megistal—. ¡Entonces, observa esto, enano! —Con ademanes irritados, se cruzó de brazos y se elevó un metro sobre el suelo, luego un metro más, y otro. Cuando estuvo a seis metros por encima de la lumbre, gritó:
—¡Mírame, enano! ¿Puedes verme?
—Con toda claridad.
—¿Dónde estoy?
—Justo ahí arriba, —señaló Damon con un dedo.
—¡Bien! Me ves donde estoy. Y dime, ¿cómo crees que he subido hasta aquí?
—¿Con magia?
—Exactamente. Ahora estamos llegando a alguna parte. Estás de acuerdo en que me encuentro aquí arriba, flotando en el aire.
—No, en realidad no estás. Sólo crees que estás.
Suavemente, Megistal descendió al suelo.
—¡Tozudez! —murmuró—. Pura y simple tozudez.
—¿Quieres probar otro conjuro conmigo? —preguntó Damon.
—Si me das permiso…
—Como te lo prometí —asintió el hylar—. Pero si duele mucho a lo mejor tengo que matarte.
—¡De eso nada! —protestó Quist Pluma Roja—. Cuando llegue ese momento, el mago es mío.
—Está bien, entonces será algo suave, —aceptó Megistal—. Haré que te entren picores. Eso es fácil; puedo lograrlo con los ojos cerrados.
—De acuerdo. —El enano se puso de pie, soltó la correa del escudo y lo sostuvo suelto a su lado.
—Haz que me entren picores manteniendo los ojos cerrados.
Megistal cerró los párpados, levantó las manos y musitó algo. Rápidamente, Damon levantó el escudo y le dio la vuelta. Oculto en su curvatura había un fino espejo hylar. El mago musitó el encantamiento, señaló hacia el espejo y Damon dio de nuevo la vuelta al escudo y lo sostuvo a un costado, como lo tenía antes.
—Ahí tienes. —Megistal abrió los ojos—. Ahora, sabrás que… ¡Ooooh! —Abrió los ojos desmesuradamente y empezó a rascarse con frenesí—. ¿Qué…, qué has hecho?
—Sólo quería comprobar una cosa, —contestó Damon, sonriente—. Interesante.
Megistal se rascaba con tanta fuerza y tan deprisa que le costó un minuto anular el dichoso conjuro. Cuando lo hubo conseguido, suspiró. El cobar, sentado junto a la lumbre, reía a mandíbula batiente, falto de aliento.
—Bueno, vamos a ello, —dijo Damon—. Tengo los voluntarios que te prometí. Puedes probar tus conjuros en ellos siempre y cuando nadie salga herido sin su permiso. ¿Entendido?
—Entendido, —asintió Megistal, que todavía se preguntaba cómo se las había ingeniado el enano para hacer que el conjuro se volviera contra él.
Mientras las lunas ascendían por el cielo nocturno, bañando de suave luz el Valle de los Thanes, Megistal se dedicó a estudiar a los enanos, y Damon a estudiarlo a él.
Los voluntarios eran en su mayoría chicos jóvenes, lo bastante impulsivos y aventureros como para soportar de buen grado los suaves castigos e inconvenientes generales de estar sujetos a la magia. Entre ellos, sin embargo, sin que Megistal lo supiera, había dos personajes del reino enano. Damon no veía motivo para revelar al hechicero que uno de sus sujetos de prueba era Barek Piedra, el capitán general del ejército de Thorbardin, y el otro Gema Manguito Azul, protector de vigilancia y seguridad.
Las horas transcurrieron en el valle iluminado por las lunas mientras Megistal probaba conjuro tras conjuro en un enano tras otro, en tanto que Quist Pluma Roja observaba con fascinación y Damon el Anunciado hacía sugerencias.
Cuando Megistal pronunció las palabras «¡Hippochus bes! ¡Chapak!», Jira Sother, un joven theiwar de largos brazos, fue transformado, —a los ojos de los dos humanos—, en un caballo gris. Para los enanos, era como si la imagen de un caballo hubiera aparecido rodeando al theiwar, pero Jira estaba aún allí. Y, cuando Jira se volvió y se alejó unos pasos, la imagen se desvaneció. Volvía a ser él mismo.
—¡Fantástico! —murmuró Megistal—. ¡Eh, tú! Dime, ¿eras un caballo en ese momento?
Jira se volvió.
—No, pero estaba dentro de uno, y no me gustó.
Terrón Ojoscuro, un fornido joven de oscura ascendencia daergar, se adelantó y se encontró levitando a tres metros sobre el suelo.
—¿Estás flotando en el aire? —preguntó Megistal.
—Eso parece, —respondió Terrón—; pero, como eso es imposible, probablemente no lo esté.
Los dedos extendidos de Megistal empezaron a temblar y la frente se le perló de sudor. A despecho de todo el esfuerzo del hechicero, el enano empezó a descender.
—¡Quédate ahí arriba! —demandó Megistal.
—No estoy arriba, —respondió Terrón, que se iba hundiendo más y más—. Esto no es real.
—¿No puedes mantenerlo en el aire? —preguntó Damon.
—Se está volviendo muy pesado, —resopló Megistal—. Pero eso es imposible. Mientras está bajo este conjuro, no debería pesar nada en absoluto.
Damon se encogió de hombros.
—Terrón Ojoscuro pesa setenta y dos kilos.
De pronto, el daergar cayó a plomo los últimos noventa centímetros que lo separaban del suelo y aterrizó ágilmente.
Megistal sacudía la cabeza, resollando, sin aliento.
—No lo entiendo, —masculló, como si hablara consigo mismo. Se giró, señaló a otro voluntario y musitó unas palabras. El enano seleccionado se encontró cubierto de plumas de repente. Parecía un desdichado búho.
—¡Miradlo! —instó Megistal—. ¿Qué es lo que veis?
—Parece que tiene plumas, —dijo Damon.
—¿Tienes plumas? —preguntó el mago al enano.
—No, —le aseguró el interpelado—. Nunca las he tenido. Ahora mismo parece que las tengo, pero no es así.
—¡Dioses! —Megistal resopló al tiempo que sacudía la cabeza.
El enano que se adelantó entonces era mayor que la mayoría de los demás. Vestía una brillante armadura, y algunas hebras de plata se dejaban entrever en la oscura barba que enmarcaba unas mejillas llenas de arrugas, y unos fríos ojos bien separados.
Antes de que Megistal pudiera iniciar la salmodia, el recién llegado dijo:
—Basta de jueguecitos, hechicero. Mátame, si puedes hacerlo.
Megistal enarcó las cejas y se giró hacia Damon.
—Te di mi palabra de que… —empezó.
—No importa, —contestó el hylar—. Haz lo que te dice. Mátalo, si puedes.
—¿Estás seguro?
Damon alzó los ojos hacia el mago y le sostuvo la mirada con un gesto de desafío.
—¿Y tú? —preguntó.
Megistal respiró profundamente.
—De acuerdo. —Musitó un conjuro, y una roca enorme, impulsada con fuerza, apareció encima del enano de la armadura y se precipitó sobre él. El enano apenas si tuvo tiempo de alzar el escudo para desviarla, y el impacto lo hizo hincarse de rodillas en el suelo. Pero la roca salió rebotada hacia un lado. El enano se puso de pie.
—Ningún hombre habría podido parar eso, —dijo Megistal, sin salir de su asombro—. ¡Esa roca tiene el tamaño de una tina de agua!
El enano de la armadura miró su escudo, examinó su superficie, y susurró algo al enano de barba rubia que estaba a su lado. El barbirrubio se adelantó un paso, tiró a un lado el escudo y se despojó de la armadura.
—Inténtalo conmigo, —demandó, mirando ferozmente al hechicero—. Mátame, si puedes.
—Mátalo, —secundó Damon el Anunciado—. Mátalo con ese hechizo, si puedes.
Megistal inhaló hondo otra vez, concentrándose en sus poderes, poniendo toda su voluntad en el conjuro. Esta vez no fue una roca, sino una gruesa saeta, como las disparadas por las balistas en los asedios. El astil de siete centímetros de ancho con su cabeza de cuatro filos pareció salir de la nada, volar veloz hacia el enano, y atravesarlo de parte a parte. Cayó de rodillas, jadeando.
—¡Ahí tenéis! —barbotó Megistal—. ¡Magia!
Por un momento, el empalado enano yació inerte. Entonces, se retorció, gimió y se sentó mientras se esforzaba por arrancar el astil de su pecho. La saeta empezó a tornarse transparente al tiempo que el enano tiraba de ella. Perdió consistencia, se encogió y por último desapareció. El enano se puso de pie, pálido y tembloroso, pero vivito y coleando.
—¿Te encuentras bien, Gema? —preguntó Damon.
—Por todas las llamas del infierno, eso me ha dolido, —le aseguró Gema Manguito Azul al hylar—. Ahí tenías razón, Damon. Pero me encuentro bien. Realmente no había nada.
Megistal los miró boquiabierto, primero a un enano y luego al otro. Quist Pluma Roja observaba fijamente al recientemente empalado enano con total incredulidad.
—Si hubiese creído que era una saeta real, ahora estaría muerto —le explicó Gema a Barek con voz tranquila.
—Y si yo hubiese creído que esa roca era del tamaño que parecía ser, estaría hecho papilla, —se mostró de acuerdo el capitán general—. Pero la piedra no era real y, sin embargo, me zarandeó.
Damon el Anunciado miró al hechicero, con una expresión de profunda curiosidad en sus ojos entrecerrados. De algún modo, al enano le había parecido que, al menos en dos ocasiones, el mago se había retenido. Los encantamientos habían sido conjuros poderosos y fueron lanzados con fuerza, pero Damon tenía la sensación de que algo más allá de los hechizos había sido contenido, o aplazado… algo contra lo que los enanos quizá no tuvieran defensa.
—¿Has tenido ya bastantes juegos por ahora? —preguntó Damon—. ¿Has descubierto lo que querías saber?
—He descubierto que no eres sólo tú el que puede resistir los conjuros, —contestó Megistal—. Al parecer ocurre con los enanos en general. Y he confirmado que el método de resistencia es una simple y obcecada negativa a creer. No os gusta la magia, así que simplemente… no la dejáis formar parte del concepto que tenéis del universo. Pero todavía ignoro cómo lo hacéis. Debe de haber algunas defensas naturales en vuestra raza. La magia es incontrovertible y tan cierta como las realidades alternativas.
—No existen realidades alternativas, —manifestó Damon, tajante.
—Dioses, —rezongó Megistal—. Tienes una mente tan abierta a las sugerencias como un trozo de basalto. Muy bien, supongo que he aprendido todo cuanto podía. Ahora, ¿qué es lo que queréis de mí?
—Oh, ya sabemos lo que queríamos, —le contestó Damon—. Salvo un detalle: en la magia ¿el poder está en la persona o en el propio conjuro?
—Eso no pienso decírtelo, —repuso Megistal con desconfianza—. Probablemente ya he revelado demasiado.
—Entonces supongo que tendré que descubrirlo por mí mismo. —Damon se encogió de hombros, señaló a Megistal y dijo—: Hippochus bes. ¡Chapak!
El hechicero se quedó boquiabierto; pero, cuando quiso cerrar la boca, ya no era la de un humano, sino el belfo de un caballo. Donde antes se encontraba Megistal ahora se erguía un corcel de capa rojiza, que sacudía las crines con desconcierto.
—El poder está en el hechizo, —determinó Damon—. Es lo que imaginaba. —Luego se dirigió al caballo, dentro del cual todavía seguía viendo al mago, y dijo:— No eres realmente un caballo, ¿sabes? Nunca lo has sido y nunca lo serás. —Se volvió hacia Quist Pluma Roja—. Te prometí una montura. ¿Quieres este caballo?
—¿Cuánto tiempo seguirá con esa forma? —preguntó el cobar, con los ojos desorbitados por la sorpresa.
—No tengo la más mínima idea, —admitió Damon—. Hasta que el conjuro se invierta, supongo. O hasta que el mago comprenda que la magia sólo es una mala costumbre. Cuando llegue a esa conclusión, dejará de ser un caballo. Claro que tampoco volverá a ser un hechicero.
Quist caminó alrededor del caballo rojo, examinándolo. Era un buen animal, grande, tan resistente y bien formado como cualquiera de los que había visto.
—Me llevo este, —dijo mientras se volvía y descubría que él y el corcel estaban solos. En alguna parte, una puerta se cerró con un sonido metálico, pesado. Los enanos se habían marchado. Corrió hacia donde había oído el ruido y sólo encontró un montón de balas de paja y barriletes de agua. Miró en derredor al amplio y profundo vallecillo, con sus muros verticales, y farfulló todas y cada una de las maldiciones de la cultura cobar así como unas cuantas de otras tribus.
El enano había cumplido su palabra de proporcionarle un caballo. Tenía un caballo, siempre y cuando no volviera a convertirse en un hechicero, pero estaba prisionero aquí, en este valle, sin salida.
La intuición empezó a dirigir sus actos y el hombre volvió corriendo hacia la lumbre, donde había dejado el petate. Buscó en su interior. Las credenciales del Señor Supremo y la carta dirigida al monarca de Daltigoth habían desaparecido. Por lo visto, los enanos las habían descubierto. Sabían cuál era su misión. Y lo habían hecho prisionero.
Entonces acudió de nuevo a su mente el extraño comentario que Damon el Anunciado le había hecho: «Si nos ayudas con nuestros problemas, tal vez podamos ayudarte a resolver los tuyos».
Pero ¿qué podían saber ellos de la naturaleza de su problema, de su familia retenida como rehén en Xak Tsaroth para asegurar su regreso, de la crueldad del Señor Supremo…?
Algo le dio un suave golpe por detrás. El caballo estaba allí, apretando el hocico contra su hombro, esperando que lo rascara. El cobar lo miró pensativamente.
—Bueno, —dijo—, yo, por lo menos, creo en tu magia aunque te odie por ello. Te vi transformarte en caballo, y, diga lo que diga el enano, para mí eres un verdadero caballo. —Despreocupadamente, pasó su fuerte mano por el hocico del animal y lo rascó entre las orejas—. Eso es todo lo que eres ahora, —añadió:— sólo un caballo.
Dentro de Thorbardin, Damon el Anunciado, Barek Piedra y Gema Manguito Azul compararon notas mientras volvían presurosos hacia el Gran Salón, donde el regente y los dirigentes estaban aguardando.
—Hemos descubierto que la magia puede hacernos daño, —admitió Gema Manguito Azul—. Tiene un gran poder.
—Pero su poder no es absoluto, —intervino Barek—. Me pregunto si los propios hechiceros entienden realmente la magia.
—Opino que no, —sugirió Damon—. Creo que ese es el motivo por el que quieren construir torres de brujería. Tienen magia, pero su dominio es limitado. Quieren refinar sus facultades.
—También hemos descubierto que los otros hechiceros vendrán por su piedra. Harán cuanto esté en su mano para recuperarla.
—Por lo que he visto, los hechiceros no son buenos en nada salvo con la magia.
—Cuando se produzca el ataque, no será sólo de hechiceros, —le dijo Barek a Damon—. Los guardabosques neidars han informado hoy que varias compañías numerosas de invasores humanos han entrado en Kal-Thax. Ignoramos cómo lograron pasar a los guardias de fronteras sin encontrar oposición, pero sospecho que los hechiceros tienen algo que ver en ello. Los neidars dicen que convergen hacia un lugar al suroeste de aquí, donde es posible que los hechiceros estén ya reunidos.
—Bueno, hemos descubierto algo importante que puede sernos de ayuda, —comentó Damon—. Ahora sabemos que la magia está en las palabras de los sortilegios, que no hace falta ser hechicero para que un encantamiento funcione si se sabe el conjuro.
—Tú realizaste uno, —admitió Barek—. No creía que fueras capaz de hacerlo, pero lo hiciste.
—Espero no tener que repetirlo. —Damon encogió la nariz en un gesto de asco—. Casi me hizo vomitar. Lo que más necesito ahora es meterme un rato largo en un buen baño caliente.