16

El enemigo

Fue un grupo de mineros daergars que acababan de terminar su jornada de trabajo al final del día el que descubrió la ruta de la invasión. Eran más de un centenar y habían pasado varias semanas recogiendo muestras de minerales en el laberinto de pozos existente bajo los picos del Trueno, al sur del Promontorio, al pie del Buscador de Nubes. Ahora tenían hecho el inventario y se dirigían al norte para informar a Vog Cara de Hierro, en Thorbardin. Salieron de las minas al final del día, cuando el crepúsculo abrazaba las tierras montañosas, y casi ninguno se puso la máscara metálica con rejilla para los ojos. La luz del anochecer era difusa y agradable, y la brisa anunciaba el verdor de la primavera.

Cargados con sus picos, martillos y escudos mineros, algunos llevaban puestos los cascos cónicos que les protegían las cabezas de las piedras desprendidas, mientras que otros los llevaban colgados del brazo por las correas; continuaron su camino hacia el norte en tanto que el largo anochecer meridional iba oscureciéndose hasta dar paso a la noche. Había un trayecto de tres días hasta la Puerta Sur y, como buenos daergars, preferían viajar de noche y descansar durante el día.

Habían recorrido más de seis kilómetros cuando su jefe, Marra Buscavetas, llegó al largo saliente curvado donde la senda de la mina viraba hacia los campamentos de lavaderos de oro del arroyo Helado, y se detuvo, desconcertado. Desde la cornisa se divisaba un panorama grandioso hacia el norte, una vista que abarcaba todo lo que había en ciento sesenta kilómetros a la redonda. Desde aquí, casi toda la zona alta del Promontorio era visible, y detrás de él, las vertientes del gigantesco Buscador de Nubes, que ascendían en la distancia hacia la corona de sus tres riscos: los Tejedores de Nubes.

Todos los mineros daergars habían contemplado la majestuosa vista centenares de veces en sus idas y venidas entre los pozos mineros en lo alto y los campamentos de lavaderos abajo. Pero ahora el panorama era diferente de algún modo, y los daergars se amontonaron alrededor de Marra Buscavetas, llenos de desconcierto.

—¡Allí! —señaló uno de ellos hacia el norte—. Esa loma boscosa, que corre de este a oeste… No recuerdo ninguna loma allí.

—Es que no la hay, —abundó otro—. Al menos, no la había la última vez que pasé por aquí. Hay un pequeño cañón, no una loma.

—Tienes razón, —dijo Marra—. Ahí abajo es donde la trocha principal cruza el cañón. Al menos, así lo hacía. Pero ahora termina. Corre hacia esa loma y se corta.

Pyrr Picoacero se abrió paso a codazos entre los demás. El jefe de pozos mineros era un enano canoso, de piel curtida y arrugada, con unos enormes antebrazos y una vena de testarudez que no les iba muy a la zaga en tamaño. Se situó al lado de Marra Buscavetas y contempló fijamente el panorama que se divisaba en la distancia, a unos cuantos kilómetros.

—¿Qué hace una loma ahí? —retumbó—. No hay nada así allí, donde está eso.

—Eso es también lo que me parecía a mí —se mostró de acuerdo Marra—. Pero parece que ahora sí hay una loma allí.

Perplejos y desconfiados, los mineros descendieron por la serpenteante senda hacia los campamentos de lavaderos, y luego viraron hacia el norte, por el camino principal a Thorbardin. Aquí, en el pequeño valle del arroyo Helado las escarpadas laderas les impedían ver las tierras hacia el norte, pero la senda ascendía, —como había hecho siempre—, hacia el Promontorio y a la fortaleza de la montaña que había detrás.

Habían recorrido varios kilómetros cuando salieron de Pasocortado a las vertientes en declive donde la senda conducía, —o debería haber conducido—, a través de un intervalo de cañones y cárcavas, a donde empezaba la amplia e inclinada pradería llamada el Promontorio. Pero ahora el sendero no conducía a cañones ni grietas. En lugar de ello, corría hacia la falda de un alto serrijón coronado de bosques y allí se paraba.

Más perplejos a cada momento, los daergars se acercaron a la extraña formación, y la contemplaron con absoluto desconcierto. La tarde había dado paso a noche cerrada, pero para los ojos de los daergars la luz de las estrellas era suficiente.

Al principio de la sorprendente vertiente, el sendero terminaba, así, sin más.

—No acabo de creerlo, —gruñó Pyrr Picoacero—. Alguien está haciendo trampas. Aquí no hay lomas ni cerros. Nunca los ha habido.

Marra Buscavetas caminó hasta el final del camino y dio otro paso. El suelo de la ladera parecía ligeramente elástico, pero sostuvo su peso.

—Vamos, —dijo—. Treparemos la loma y veremos qué aspecto tiene el otro lado.

—No tengo intención de trepar un cerro que no existe, —anunció Pyrr—. Aquí hay un sendero que cruza un cañón. Siempre ha habido un sendero y un cañón, y siempre he recorrido el camino y cruzado el cañón. No pienso cambiar de costumbres ahora.

Con un feroz ceño, el jefe de pozos mineros dio un paso fuera del final del sendero y la pierna se le hundió hasta la rodilla en la pedregosa pendiente. Dio otro paso, y se encontró metido hasta la cintura en lo que parecía ser una sólida ladera.

—Te lo dije, —manifestó, alzando la vista hacia Marra, que estaba sobre la pendiente, por encima de él—. Aquí no hay ningún cerro. —Con inflexible determinación, el testarudo jefe de pozos mineros siguió adelante y desapareció en la falda de la loma, que pareció cerrarse tras él, como si no hubiese habido nadie.

Siguiéndolo con la mirada, Marra sintió cómo sus propios pies se hundían en la floja superficie. De repente se encontró de pie sobre suelo firme y la «ladera» lo envolvió hasta el cuello.

—¡Pyrr tiene razón! —dijo—. ¡Este no es un cerro real!

—¿Entonces que es? —quiso saber alguien.

—No lo sé —admitió Marra. Avanzó otro paso y la ladera lo cubrió. Se sintió como si estuviera metido en gelatina y apenas alcanzaba a verse las manos extendidas ante sí. A cada movimiento, el «cerro» se le resistía, y después cedía. Pero podía respirar normalmente y, a despecho de la resistencia de lo que quiera que fuera en donde estaba metido, todavía podía moverse. Retrocedió hasta tener la cabeza y los hombros fuera y se miró las zonas expuestas. No llevaba nada pegado. Fuera lo que fuera, no era pegajoso ni fluido; se inclinó para catar la superficie que tenía delante. No sabía a nada. Era como si no hubiera nada allí.

—Vamos, —les dijo a los que estaban detrás de él—. Voy a llegar hasta el fondo de esto.

Algunos de los enanos vacilaron.

—No es el mejor modo de plantearlo, —comentó alguien. Pero otros se lanzaron hacia adelante, siguiendo a su líder. A continuación se desató una gran confusión. Algunos penetraron directamente dentro de la ladera, como Pyrr y Marra habían hecho, pero otros se encontraron subiendo hacia arriba, trepando un cerro.

Desde abajo, Marra los llamó a gritos:

—¡Eh, vosotros, los de ahí arriba! ¡Bajad aquí!

—¿Cómo? —preguntó uno—. Esto es la falda de un cerro.

—¿A quién vais a dar más crédito, a vuestros ojos o a los míos? —demandó Marra—. Esto no es un cerro. ¡Y ahora, vamos!

Casi todos los que estaban en la ladera se hundieron y se perdieron de vista, y la compañía desapareció en el interior del cerro, todos, salvo seis jóvenes daergars que simplemente parecían incapaces de hundirse. Tenían la afirmación de sus jefes de que allí no había un cerro, pero el hecho era que estaban de pie en él. Sin otra cosa que hacer, los seis continuaron trepando, dirigiéndose hacia la cumbre con la esperanza de encontrarse con el resto de su grupo al otro lado.

Dentro de la extraña loma, Marra anduvo a tientas hacia adelante hasta llegar junto a Pyrr Picoacero, que se había parado.

—¿Qué pasa, Pyrr? —preguntó. Su voz sonaba amortiguada y suave en la densa penumbra.

—Mira, —dijo Pyrr—. Justo al frente. Luces.

Marra estrechó los ojos y vio lo que el jefe de pozos mineros había visto antes. Al frente, aparentemente cerca, una hilera de tenues luces amarillentas flotaban una tras otra, a veces en grupos de cinco o diez, y a veces tan apelotonadas que resultaba imposible ver si se trataba de muchas luces pequeñas o de una única grande. Las luces se movían todas de derecha a izquierda; aparecían desde lo que Marra suponía era el este, y se perdían hacia el oeste.

El jefe minero daergar apartó a Pyrr a un lado y se aproximó cauteloso a la hilera de luces; observó que se volvían más claras y definidas a medida que se acercaba. Parecían antorchas. Siguió adelante y vio figuras borrosas avanzando al trote, o, mejor dicho, las cabezas y los hombros de unas figuras. Era como si gente alta avanzara a lo largo de una zanja y sólo se les viera la parte superior del cuerpo. Se aproximó más, y soltó una exclamación ahogada. Las luces eran antorchas; antorchas que llevaban humanos armados que pasaban justo delante de él.

Mientras daba otro paso, la última antorcha pasó y la oscuridad cayó sobre el lugar. Marra siguió adelante y, de repente, se encontró al otro lado de la extraña y espesa sustancia que lo rodeaba. Estaba de pie al borde de una pequeña zanja, dentro de lo que parecía ser un amplio túnel de roca sólida. Miró a la izquierda y vio el final de un abultado grupo de hombres armados que se alejaban al trote, girando en un recodo. Sus antorchas proyectaban extrañas sombras en las paredes del túnel.

Justo detrás de él, Pyrr Picoacero salió de lo que parecía un sólido muro de piedra, y otros más aparecieron y se fueron agrupando alrededor, mirando boquiabiertos el largo túnel que parecía extenderse a través del fondo de un cerro que no era tal cerro.

—¿Qué es esto? —inquirió un zapador—. ¿Es magia?

—Puede, —repuso Marra—. Nunca he visto magia, pero esto, desde luego, tiene pinta de serlo.

Desde el fondo del túnel llegó el sonido de voces y pies trotando, y el brillo de las antorchas se reflejó en la piedra. Otra banda de hombres armados giró en otro recodo y se frenaron en seco cuando la luz de las antorchas cayó sobre la muchedumbre de daergars que se interponía en su camino.

—¡Enanos! —gritó una voz humana.

Una flecha zumbó por el corredor y se clavó en la garganta de un minero. El enano cayó, sacudido por las convulsiones de la muerte, y otros dos salieron lanzados hacia atrás al ser alcanzados, uno por una flecha y otro por un dardo arrojado por un lanzador de mano.

Marra levantó su escudo de minero.

—¡Defensa! —vociferó.

Al instante, todos los enanos que estaban de pie echaron rodilla a tierra, con el escudo colocado ante sí. Una andanada de flechas, dardos y saetas arrojada por la banda de humanos pasó silbando por encima y retumbó al chocar contra los escudos.

—¡Al ataque! —ordenó Marra. Los enanos se pusieron de pie y cerraron filas al tiempo que cargaban por la zanja, convertidos en un muro sólido y corto de escudos levantados y pies corriendo. La primera línea de daergars chocó contra los humanos, y cayeron hombres, chillando y tambaleándose mientras que martillos, picos y escoplos los machacaban. Incluso mientras estos caían, los que seguían de pie entre ellos se doblaron por la mitad cuando las barrenas aparecieron entre los escudos y destrozaron rodillas y muslos. Treinta humanos o más cayeron en cuestión de segundos, y la primera línea de daergars los barrió; luego se apartó, dividiéndose hacia los laterales con movimientos disciplinados para dejar paso a una segunda oleada de enanos, que se lanzaba al ataque contra los humanos que venían detrás. Aquí y allí, un daergar caía por un golpe casual, pero fueron muchos más humanos los que se desplomaron.

—¡Las antorchas! —ordenó Marra.

Filas de enanos pasaron como un enjambre entre la pelotera, trepando por los costados de la pequeña zanja, y corrieron a lo largo de la línea de humanos que seguían empujando hacia adelante. Las hachas de excavación se descargaron, y las antorchas salieron volando de las manos humanas cuando los daergars aprovecharon el alboroto para extinguirlas con sus escudos. En cuestión de segundos, todo el sector del túnel estaba a oscuras.

En la oscuridad, los daergars se pusieron a trabajar con mortífera eficiencia. Un vago fulgor aquí y allí era toda la luz que los ojos de los mineros necesitaban.

Fue una masacre. Los humanos que intentaron defender su posición, fueron destrozados, y los que trataron de huir fueron alcanzados y asesinados. Cuando volvió a hacerse el silencio, la voz de Marra ordenó:

—¡Reagrupamiento!

Los daergars se reagruparon a su alrededor, empapados de sangre y sudando por el esfuerzo. Habían sido más de cien; todavía quedaban más de ochenta, y por cada enano caído al menos había diez invasores humanos muertos. Con las antorchas apagadas, los humanos no habían tenido la menor oportunidad. Lo que para los ojos de los humanos, —y de la mayoría de los enanos—, era oscuridad, para los daergars era luz para combatir.

—Pregunta a este, —dijo un minero. Varios ceñudos daergars trajeron a empujones a un vapuleado humano, el único superviviente. Marra reconoció la apariencia y las ropas de los asaltantes llamados los Saqueadores, nómadas de los desiertos septentrionales que alguna vez habían intentado penetrar en territorio enano. El hombre estaba ensangrentado y desarmado, si bien todavía llevaba sujeto a la muñeca derecha el extraño y curvo cesto con el que los Saqueadores arrojaban sus mortíferos dardos.

—Sólo ha quedado vivo uno, —gruñó un minero mientras azuzaba al hombre con el mango del pico para que siguiera avanzando.

—¿Quién eres, y qué buscas aquí? —demandó Marra al hombre.

El humano esbozó una mueca burlona y sacudió la cabeza. Sin la más leve vacilación, Pyrr Picoacero se adelantó y se agachó delante del hombre; soltó la correa de su pesado martillo y sacó una clavija larga del morral.

—Le clavaré los pies al suelo, —le dijo a Marra—. Los humanos hablan mejor de ese modo.

Varios enanos cogieron al hombre por las piernas, inmovilizándolo, y el fornido jefe de pozos mineros apoyó la punta de la clavija en el empeine del enorme pie y levantó el martillo.

—¡Espera! —chilló el humano—. Espera, os lo diré. Vinimos… nos contrataron unos hechiceros para luchar.

—¿Para luchar contra quién? —inquirió Marra.

—Contra… —El hombre tragó saliva con esfuerzo—. Contra los enanos.

Pyrr levantó el martillo otra vez.

—¡Espera! —aulló el hombre—. ¡No es nada personal! Han…, han contratado un montón de gente. Sólo son negocios.

—¿Con qué os contrataron? —preguntó Marra.

—Monedas, —respondió el hombre—. En…, en mi bolsa del cinturón.

Unas manos enanas soltaron la bolsa del cinturón del hombre y vaciaron el contenido. Un puñado de brillantes monedas cayeron al suelo. Un minero recogió una, la miró con el ceño fruncido, y la cató.

—Piedra, —rezongó—. Es de una clase que parece una moneda, pero no es más que un guijarro.

—¿Cuántos sois? —quiso saber Marra, pero entonces alzó una mano. En el túnel, en alguna parte, sonaban voces humanas—. Sacadlo de aquí —ordenó.

Sin vacilar, Pyrr Picoacero agarró el brazo del hombre con sus fuertes dedos. Otros lo cogieron por el otro brazo, y el humano fue aupado al borde de la zanja e impulsado hacia el muro. Los enanos, lanzados a plena carrera, llegaron a la pared y desaparecieron en su interior. El hombre chilló, se estrelló contra la roca, y salió rebotado; dio unas volteretas y rodó por el borde de la zanja. Allí donde había chocado, unas cabezas asomaron por la «piedra» salpicada de sangre.

—Puag, —dijo Pyrr.

Marra se agachó al lado del hombre. Estaba muerto. Cerca, un enano se inclinó y recogió un guijarro.

—Piedra, —dijo—. Ahora ni siquiera parece una moneda.

—Creo que mejor será que informemos a Vog Cara de Hierro de todo esto, —decidió Marra.

Túnel adelante, más luces tenues indicaron que más invasores humanos se aproximaban. Dándose media vuelta, Marra trepó lo que esperaba fuera el lado norte de la pequeña zanja y caminó directamente hacia la pared de piedra del túnel.

—Aquí no hay ningún túnel, —se recordó a sí mismo. Penetró en la piedra y desapareció. Tras él, los demás lo siguieron en pequeños grupos a la vez. El último de ellos todavía trepaba al borde de la zanja cuando otra banda de mercenarios giraron en el cercano recodo y se encontraron pisando y tropezando con los cuerpos de los muertos.

Los que iban delante, sosteniendo las antorchas en alto, divisaron a los pocos daergars que todavía estaban en el «túnel» y corrieron hacia ellos con las espadas enarboladas.

Surco Pozohondo, un joven zapador, fue el último daergar que llegó al borde de la zanja, y varios humanos muy grandes le pisaban los talones mientras corría a toda mecha hacia el muro. Se zambulló de cabeza en lo que parecía sólida roca, y la atravesó. A su espalda, las hojas de acero resonaron contra sólida piedra, y un par de guerreros Saqueadores rebotaron contra la pared.

Fuera del extraño cerro, el grupo de daergars emergió a una noche normal y contempló el Promontorio, que se extendía frente a ellos con el Buscador de Nubes elevándose detrás.

Cinco jóvenes mineros, con expresión avergonzada, descendieron presurosos la cuesta de la loma que no era una loma, y se reunieron con ellos, mirando boquiabiertos las ropas y herramientas manchadas de sangre de aquellos que habían logrado cruzar y habían sobrevivido.

—Esto es lo que os pasa por dudar de vuestra buena lógica, —los increpó Pyrr Picoacero—. Sabíais que no había un cerro ahí, pero creísteis que lo había, así que os perdisteis toda la diversión.

—Que os sirva de lección, —agregó Marra—. Si sabéis que una cosa es así, es que es así. Si sabéis que no es así, es que no es así. En caso contrario, es que sois tan tontos como los humanos.

Cuando la primera oleada de mercenarios humanos descendió por los largos prados desde el oeste, encaminándose hacia los caminos que había bajo la Puerta Sur, los tambores dieron la alarma y los enanos se prepararon para hacerles frente. Doce centenas de combatientes holgars —cuatro compañías montadas y ocho compañías de infantería—, salieron de la fortaleza de la montaña por la Puerta Sur y marcharon con la precisión de un desfile cuesta abajo por los terraplenes gemelos de acceso a la puerta, para ocupar posiciones a intervalos, por encima de los tremedales septentrionales del Promontorio.

Algunas de las unidades de combate eran de la misma tribu; tres de las cuatro unidades montadas eran hylars casi en su totalidad; dos unidades de infantería eran theiwars; y una, la legendaria fuerza de asalto Maza Dorada, era daewar en su totalidad. El resto, sin embargo, eran compañías mezcladas de hylars, daewars, theiwars, daergars e incluso unos cuantos kiars.

Con rápida precisión, las compañías ocuparon las posiciones asignadas: a lo largo del flanco expuesto de la vertiente meridional del Buscador de Nubes; en las formaciones rocosas, cerca del Valle de los Thanes; en los cañones de abruptos riscos, antiguos terrenos de asalto de los theiwars; detrás de los bastiones al pie de cada sala de guardia que protegía cada calzada; en la ladera boscosa que se asomaba a los pozos mineros daergars; y fuera del propio Promontorio. La línea de defensa era un arco combado y reforzado de tropas de a pie, con escuadrones de rápido desplazamiento a cada extremo, y caballería con armadura en las alas y la punta.

Mientras situaba a sus unidades, Barek Piedra no hizo el menor intento de ocultar su potencia. Veterano de muchas batallas, el capitán general sabía que el solo espectáculo de los enanos armados y situados en formación para el combate bastaba para impresionar a muchos guerreros humanos.

Así pues, Barek dejó que los humanos vieran a qué se estaban enfrentando; o, al menos, la primera línea de defensa. Lo que no podían ver era el equipo especial transportado por algunos de los defensores y lo que había detrás de la primera línea. Dentro de muchos de los escudos que llevaban los defensores había espejos. Ocultas a lo largo de la mayoría de las trochas y senderos que conducían desde el Promontorio a las vertientes aguardaban, emboscadas, compañías con redes y cables, trampas que soltaban pesos suspendidos y péndulos, estacas con resortes y bolas de espinos. En las rocas por encima de cada ala de línea defensiva, había compañías de honderos, equipados con hondas tejidas de cuero y gran surtido de bolas de hierro.

Y a lo largo de cada camino amurallado que subía hacia la Puerta Sur, ocultos por las torres de guardia que se alzaban a intervalos allí, se encontraban los ingenios de defensa concebidos y creados en las factorías de Thorbardin: unos arcos inmensos, que se tensaban mediante tornos y que podían disparar una lanza gruesa de tres metros de longitud a una distancia de trescientos metros, así como baterías de catapultas armadas con todo tipo de cosas, desde piedras y hojas de dagas, a recipientes de bronce llenos de las horrendas cocciones de Fardo Magnetita. Y, detrás de los puestos avanzados más altos, había dos gigantescos ingenios que se elevaban a gran altura y que los humanos jamás habían visto porque los enanos nunca se los habían enseñado ni los habían utilizado. Era una creación reciente de las fábricas: unos lanzadiscos que podían arrojar discos de hierro de bordes aserrados, con bastante potencia como para derribar árboles de gran tamaño.

Estas eran las defensas exteriores de Thorbardin, las que estaban a plena vista y las que no lo estaban.

Los primeros avistamientos habían sido de un millar o más de asaltantes humanos que venían a través del Promontorio, desde alguna parte cerca de su extremo sur occidental. Pero ahora, mientras el sol de Krynn ascendía en el firmamento, los tambores anunciaron la aparición de otros millares de enemigos. La línea de severos guerreros en marcha parecía duplicarse y cuadruplicarse a medida que llegaba al alcance de la vista, extendiéndose a todo lo ancho del extenso praderal. Los hombres habían avanzado apelotonados, pero ahora, conforme se iban desplegando y formando grupos separados, parecían llenar la mitad del Promontorio. En lo alto de los picos de vigía, unos ojos penetrantes hicieron cuentas y cálculos, y los tambores hablaron de nuevo. Siete mil, dijeron. Diez compañías, desplegadas y aproximándose; cada compañía contaba con setecientos guerreros humanos bien armados y aguerridos.

En la cornisa amurallada, fuera de la Puerta Sur, se encontraba Willen Mazo de Hierro, acompañado por los Diez. El regente oyó el número calculado de enemigos y frunció el entrecejo. Los defensores del exterior, las compañías de campo, sumaban mil doscientos enanos en total.

—Seis a uno, —musitó el jefe de jefes—. Bien, contamos con algunas sorpresas para compensar esa desventaja.

Pero entonces, de repente, los tambores de las montañas entonaron un nuevo mensaje, y todos los ojos enanos se volvieron hacia los prados.

No había un ejército humano ¡sino dos! ¡No, tres! Llegando al Promontorio desde el sur y el este se veían más masas de humanos, hordas en marcha desplegándose y formando compañías de combate. Y cada ejército era igual que el primero.

¡Tres asaltos! Los tambores lo transmitieron con sus ritmos. No eran siete mil invasores, sino tres veces esa cifra.

Y por encima de Thorbardin, en los altos puestos avanzados al pie del Colmillo del Vendaval, otros tambores se unieron al redoble. Willen se volvió, resguardándose los ojos. Directamente hacia el oeste, saliendo justo entonces tras las vertientes que se alzaban sobre los prados, había otro ejército, un cuarto ejército tan numeroso como los otros tres.

Apresurándose a lo largo de la pasarela que cruzaba el Eco del Yunque de extremo a extremo, Damon el Anunciado examinó sus imponentes defensas: el puente, precariamente suspendido, sin nada alrededor excepto el vacío y los agujeros de la muerte y, en su extremo exterior, la garita de la sala de guardia, con su inmenso obturador listo para moverse y encajar en su sitio. Parecía inconcebible que alguna fuerza atacante pudiera llegar a la Puerta Sur, y mucho menos cruzarla. Pero, si tal cosa llegaba a suceder, aquí estaba la última y mejor línea defensiva.

Más allá del Eco del Yunque, Damon oyó los tambores de los centinelas, y sus mandíbulas se tensaron. ¿Tantos invasores? ¿Cuatro ejércitos? ¿Cómo podía haber tantos? ¿Por qué habían traído tantas tropas los hechiceros?

Cruzó Porticada a todo correr, dejando atrás a sus cincuenta voluntarios, y rodeó presuroso el nicho del obturador para salir a la cornisa amurallada donde su padre y los Diez observaban las tierras que se extendían ante ellos. En la muralla, Damon miró hacia el Promontorio y sintió que su respiración se volvía entrecortada. Jamás había visto tantos humanos. ¡Jamás había visto tanta gente de cualquier clase!

El primer ejército, por el suroeste, estaba ya a mitad de camino del Promontorio, una inmensa formación en marcha de hoscos guerreros que avanzaban a lo largo de un amplio frente.

Y a la derecha y a la izquierda, los otros ejércitos también se aproximaban. Ejércitos idénticos. Idénticos en número, idénticos en formación… Damon entrecerró los ojos al reparar en un jinete de primera línea del asalto del este: un hombre con capa de pieles y casco, montado en un caballo pinto, justo como el…

Los ojos de Damon giraron veloces hacia la derecha. Allí, en primera línea del primer grupo, había un jinete idéntico: capa de pieles, casco, caballo pinto y todo lo demás. Damon dio una palmada a su padre en el espaldar metálico de su armadura y señaló.

—¡Mira!

El ejército del sur cruzaba en ese momento las áreas de postas, lejos en el Promontorio. La distancia era mayor, pero allí, también, había un hombre envuelto en pieles sobre un caballo pinto.

—¡Son imágenes! —bramó Damon—. ¡Magia! ¡Un ejército se ha convertido en varios!

—¿Magia? —Willen Mazo de Hierro estrechó los ojos, escudriñando en la distancia—. Entonces ¿no son reales? ¿Quieres decir que no pueden hacernos daño?

En el área de transacciones, —un conjunto de cobertizos bajos y corrales cercados donde las caravanas de mercaderes se reunían en la época de comercio—, algo estaba ocurriendo. Un par de enanos habían aparecido allí, daewars de barbas rubias, vigilantes de mercancías, que salieron de un cobertizo para huir hacia la Puerta Sur. Los humanos los vieron, y una docena de jinetes galoparon entre las líneas de infantería en su persecución. En un momento, los enanos eran derribados con violentos tajos de espadas. Incluso desde esta distancia, los que estaban en la cornisa amurallada pudieron ver el rojo brillante de su sangre.

Los tambores retumbaron, y los enanos miraron hacia el oeste. Justo detrás de las formaciones rocosas al pie del Valle de los Thanes, un pequeño grupo de einars había salido repentinamente de su escondite y se encontraba directamente en el paso del cuarto ejército humano. Altos guerreros se lanzaron presurosos al ataque, y los enanos intentaron defenderse. Un humano cayó, y después otro. Pero todo acabó en un momento. De manera metódica, los asaltantes acabaron con el pequeño grupo de enanos y continuaron el avance.

—Pues parecen muy reales, —gruñó Willen—. Matan como gente de verdad.

—Sólo hay un ejército, —aseguró Damon de forma tajante—. Pero no sabemos cuál es. Hasta que lo sepamos, todos ellos pueden ser muy reales.