20

Favorecido por los poderes

A los pocos segundos de la marcha hacia el sur de Kistilan, el mago oscuro, el ataque fanático e implacable en las laderas debajo de la Puerta Sur empezó a flaquear; al principio, sólo fue un poco, pero lo bastante para que los enanos defensores notaran un cambio en la intensidad de los ataques humanos. Era como si, aquí y allí, grupos de ellos se sintieran desconcertados e inseguros, haciendo un alto en la lucha, adoptando posturas defensivas mientras contemplaban boquiabiertos los cuerpos destrozados de sus propios compañeros que había todo a su alrededor.

Fue Plumín Cuño de Runa, el custodio de legajos, quien sugirió el motivo. Plumín había venido a la Puerta Sur llevando una brazada de rollos de pergaminos en los que había recopilado todo lo que Damon el Anunciado había informado anteriormente acerca de la naturaleza de la magia. Tenía intención de preguntar al corpulento hylar sobre la extraña «doble visión» que la brujería de ilusión parecía crear. Plumín se encontró con que Damon ya se había marchado, pero llegó a tiempo de ver el ataque neidar contra la retaguardia de las fuerzas humanas y atisbar un poco a través del tubo de lentes cómo la Guardia Independiente rodeaba a los hechiceros.

Lo poco que vio, antes de que un fornido daewar le quitara el tubo de lentes, respondió a sus preguntas. Vio a uno de los miembros de la Guardia Independiente cambiar repentinamente y convertirse en un ogro con colmillos, y se dio cuenta de que podía ver tanto la ilusión del «ogro» como la imagen real del guardia, simultáneamente. Garabateó febrilmente en un pergamino, apuntando sus observaciones, y después levantó la vista justo a tiempo de divisar al mago flotante, —o mago en un sillón flotante—, deslizarse hacia el sur.

Ocupado en tales pensamientos, al cronista le pareció obvio el motivo de que, tal como había hecho notar Willen Mazo de Hierro, la horda humana hubiera perdido ímpetu.

—Algunas de las compañías están sin su mago, —declaró Plumín—. Ahora están viendo el campo de batalla como es en realidad, no como ellos se lo habían hecho creer, y no les gusta. Hay un montón de humanos muertos ahí abajo.

Barek Piedra lo miró con curiosidad y luego asintió.

—Puede que tenga razón, —le dijo a Willen—. No han quedado muchos hechiceros entre los guerreros, y los que hay deben de tener trabajo a montones.

—Preocupémonos de la razón después, —retumbó el jefe de jefes—. ¡Tambores! ¡Tocad avance general!

Los tambores iniciaron un rápido redoble y, a todo lo largo de la ladera, las compañías enanas presionaron hacia adelante, golpeando y acuchillando a las hordas de humanos que tenían ante sí. Con sus cuerpos, bajos y fornidos, y la inclinación de la ladera a su favor, los enanos hicieron retroceder a los atacantes vertiente abajo, y en algunos sitios los humanos se dieron media vuelta y huyeron, llevados por el pánico.

—Localizad a los hechiceros, —ordenó Willen a sus ojeadores—. Damon no los cogió a todos. ¿Dónde está el resto?

Como respondiendo a su pregunta, unas cabezas humanas aparecieron de repente, directamente delante de él, al otro lado de la muralla de la cornisa, y un largo brazo arrojó una centelleante hoja de acero dirigida a su garganta. Apenas justo a tiempo, el jefe de jefes levantó su escudo para desviar la cuchilla asesina. La daga repicó contra metal, pasó centelleante sobre su cabeza, y Willen Mazo de Hierro continuó el movimiento del escudo, arrojándose hacia adelante, medio atravesado en la baja muralla de la cornisa, para hincar el pico de su escudo en el rostro del hombre. La sangre brotó, el hombre gritó, se echó hacia atrás… y desapareció.

En una ojeada, Willen vio que el hombre había estado de pie sobre una piedra plana que había ascendido levitando por medio de la magia. Y todavía había otros tres en la piedra. Willen rodó sobre sí mismo hacia un lado cuando un garrote con pinchos se descargó sobre la muralla en el sitio donde estaba hacía un instante, y vio la espada de Barek Piedra pasar como un relámpago junto a él para ensartar al segundo atacante. El tercero estaba levantando una espada cuando un pesado tubo de lentes se estrelló contra su sien y lo hizo caer fuera de la piedra. Entonces Willen se encontró cara a cara con el hombre que quedaba en la piedra flotante, y sus ojos se estrecharon. El hombre no iba armado, pero por su actitud y su expresión de concentración el jefe de jefes supo qué era: un hechicero. El hombre empezó a pronunciar un conjuro y de repente alguien pasó lanzado junto a Willen, voló por encima de la muralla y fue a parar a la piedra flotante.

Plumín Cuño de Runa, balbuciendo por la excitación, agarró al hechicero por la barba, tiró de su cabeza hacia abajo, y le metió el extremo más fino del tubo de lentes por la boca. El conjuro nunca acabó de pronunciarse, y el dominio de levitación del mago se rompió. La piedra cayó a plomo, y Willen alargó las manos frenéticamente. Cuarenta y cinco metros más abajo, piedra y hechicero se estrellaron con un ruido sordo en la ladera al tiempo que Willen, con medio cuerpo fuera de la muralla, agarraba la muñeca del cronista, que no dejaba de bracear y patalear.

Con un tirón, el corpulento hylar aupó a Plumín a terreno seguro y lo miró con incredulidad.

—¿Es que estás completamente loco? —exclamó—. ¿A quién se le ocurre saltar a una piedra flotante que…?

—Las piedras no flotan. —Plumín miraba fijamente a su jefe—. Es justo lo que dice Damon. La magia existe, pero no es real.

—¿Y esa piedra no estaba aquí arriba, flotando en el aire con gente subida en ella?

—Por supuesto que no. Las piedras no hacen eso.

—Entonces ¿qué clase de imbécil salta a una piedra que no está flotando a cuarenta y cinco metros de altura?

—¡Justo, eso es! —empezó Plumín, y entonces se puso pálido bajo la barba—. Oh. Eh, bueno… —Se puso de puntillas para asomarse sobre la muralla y mirar la pendiente. Allá, justo debajo, había fragmentos de la piedra caída y los cuerpos aplastados de tres mercenarios humanos y un hechicero—. ¡Dioses! —musitó Plumín.

A todo lo largo de los terraplenes, los guardias vigilaban, por si asomaban otras piedras flotantes, pero no aparecieron más.

—Hemos contado al menos dos docenas de humanos desarmados ahí abajo, —informó un observador—. Suponemos que son hechiceros, pero están desperdigados por todas partes. El único grupo que vemos se encuentra más abajo del cerro. Son seis… no, siete ahora los que están juntos. Discuten por algo. Están… ¿Eh? ¡Oh!

—¿Qué? —Willen se volvió hacia el observador.

—Ese grupo de hechiceros. —Un enano con un tubo de lentes señalaba—. Estaban justo ahí abajo. Todos dijeron algo a la vez y han desaparecido de golpe.

Por encima de las cabezas de los enanos, el aire pareció chisporrotear un instante, y un guardia theiwar se volvió hacia la puerta.

—Se han metido dentro, —dijo—. De algún modo, se han transportado y nos han pasado. Están en Thorbardin.

Detrás de la cornisa, más allá de la gigantesca puerta, sonaron gritos y ruidos de pies que corrían, y luego el inconfundible repiqueteo de proyectiles volando desde los agujeros de la muerte, dentro de la gran cámara del Eco del Yunque. Los segundos pasaron, y unos enanos salieron corriendo por la puerta abierta, agitando los brazos con frenesí.

—¡Hay humanos en el túnel principal! —informó el primero—. No sabemos cómo llegaron allí. Sencillamente… aparecieron, sin más.

—¿Cuántos? —preguntó Barek Piedra.

—Eh… —Los recién llegados se miraron entre sí, se dijeron algo en susurros, y el primero contestó—: Siete, creemos. Al menos, esos eran. Tres de ellos aparecieron en la pasarela. Los otros cuatro estaban justo detrás. Los tres de la pasarela están muertos ahora, pero los otros cuatro volvieron a desaparecer y no sabemos dónde están.

—Dentro, —masculló Willen.

Más enanos salían en tropel por la Puerta Sur ahora: centenares de ellos, como si huyeran para salvar la vida.

—¿Qué estáis haciendo? —demandó Barek—. ¿Adónde vais?

—Aquí fuera, —dijo un daewar—. Órdenes de Gema Manguito Azul. Dijo que, si algún humano entraba más allá de la puerta y la pasarela, entonces todo el mundo de la casa de guardia tenía que salir al exterior.

Del gran acceso abierto llegó un ominoso sonido retumbante, como si un gigantesco tornillo estuviera girando y encajando en el correspondiente hueco. Unos cuantos enanos salieron pitando del acceso, y el inmenso obturador-puerta se cerró justo detrás de ellos, clausurando la entrada con un sólido muro de piedra forrada de acero. El golpe al cerrarse tuvo un tono hueco, definitivo.

—Bien, ya está —rezongó Willen—. Damon dijo que confiáramos en Gema Manguito Azul. Supongo que ahora ya no tenemos opción.

El espectáculo de la gran puerta cerrándose atrajo las miradas a todo lo largo de las pendientes superiores e inferiores, y allí la lucha se recrudeció cuando aullantes bandas de humanos se abalanzaron contra los enanos que avanzaban. En cuestión de un minuto, feroces combates cuerpo a cuerpo se dirimieron por todo el marjal al pie de los terraplenes y en las pendientes de ambos lados.

En los terraplenes orientales, un batallón de enmascarados daergars lanzó una carga a una fila de combatientes humanos; su choque fue tan feroz que pasaron a través de la línea, y se encontraron con que tenían cortada la retirada cuando la hilera de humanos se cerró tras ellos. Durante largos segundos la situación se quedó en suspenso: los humanos vapuleados y sangrando, dudando si enfrentarse de nuevo a semejante ferocidad, en tanto que los enanos de máscaras metálicas formaban un anillo compacto y esperaban el ataque. Entonces, desde el anillo, un fornido enano, con muñecas macizas se adelantó, sosteniendo un ensangrentado pico de minero.

Pyrr Picoacero, jefe de pozos mineros, estaba absolutamente exasperado con toda la situación. Señaló con un dedo regordete a los humanos más próximos y gritó:

—Eh, vosotros, ¿qué demonios estáis haciendo aquí? ¿Por qué no volvéis a vuestras casas, que es donde tendríais que estar?

El desafío era tan inesperado que los humanos se limitaron a mirarlo de hito en hito, y alguno empezó a reírse.

—Bueno, —instó el irritado minero—, ¿por qué estáis aquí?

—Por dinero, gorgojo, —le contestó a gritos un guerrero alto—. Luchamos porque nos pagan.

—¿Qué clase de dinero, piedras? —lo zahirió Pyrr.

—¡Buenas monedas, gorgojo! —replicó el hombre. Sacó una brillante moneda y la sostuvo en alto—. ¡Esta clase de dinero!

—¡Eso no es más que un guijarro! —se burló un daergar.

—¿Un guijarro? —El hombre miró la moneda, frunciendo el ceño—. ¡Esto no es un guijarro! ¡Es una moneda de bronce de cien puntos!

—¿Todos tenéis de esas?

—¡Por supuesto que las tenemos todos! ¡No luchamos gratis!

Frunciendo el entrecejo tras la máscara, Pyrr señaló con su pico hacia un humano muerto que estaba tendido casi a los pies del hombre.

—¿Tiene él monedas como esa? ¡Échales un vistazo!

Despierta su curiosidad, y satisfecho por la oportunidad de recobrar el aliento antes de volver a luchar con los enanos, el hombre se agachó junto al cuerpo caído y sacó una bolsa de la túnica del hombre muerto.

—Aquí están, —dijo—. ¿Ves? Todos tenemos…

Había abierto la bolsa y la había volcado. Los hombres que estaban a su alrededor miraron con expresiones incrédulas. Lo que cayó de la bolsa no eran más que unos pocos guijarros.

—Os han estafado, —afirmó bruscamente un enano—. Esos hechiceros no tienen dinero. Hacen que las piedras parezcan monedas, pero sólo siguen siendo piedras. He visto eso mismo antes. Estáis combatiendo y muriendo por unos cuantos guijarros.

En el Promontorio, Damon el Anunciado y la Guardia Independiente observaban con fascinación cómo el hechicero sentado en el trono, Kistilan, flotaba hacia ellos. El sillón tenía el respaldo alto y era muy elaborado y ornamentado, con incrustaciones de gemas y trozos de brillante metal. El hechicero era un hombre grande, sus rasgos ocultos en las sombras de un ancho y oscuro sombrero. Cuando se encontró a unos treinta metros de distancia, el sillón descendió a cuatro metros del suelo, y Kistilan miró fijamente a los enanos armados y a sus dormidos cautivos.

—Necios, —masculló ¡Superados por simples enanos!

—¡Habla más alto, artífice de conjuros! —demandó el enano que se encontraba más cerca—. No puedo oírte.

Kistilan fijó su mirada en el que había hablado, un ser de poderosa constitución, equipado con brillante armadura, y ligeramente más grande que la mayoría de los enanos que había visto hasta ahora. Aun así, no dejaba de ser un enano. Con actitud indiferente, el hechicero musitó un conjuro y apuntó con el dedo a la insolente criatura. Pero, mientras lo hacía, el enano giró su ancho escudo, dejando a la vista su parte trasera cóncava. El encantamiento salió disparado como un rayo y volvió reflejado directamente hacia Kistilan. El mago se puso tenso, soltó una exclamación ahogada, y empezó a brillar con una luz verdosa cuando minúsculos rayos chisporrotearon a su alrededor. Sólo duró un segundo, pero el mago se encontró jadeando para recobrar el aliento. Miró ferozmente al enano y bramó:

—¿Así que eso es lo que hiciste antes? ¿Utilizar espejos? ¿Cómo aprendiste eso?

—He estado estudiando magia, —contestó el enano con un gesto de profundo asco, como si admitiera que se habla pringado con estiércol.

—¡Así que eres tú! —Kistilan estrechó los ojos—. Sigamon dijo que un enano mató a Tantas. Fuiste tú.

—¿Tantas? —Damon vaciló—. Ah, sí, ese. Un hombre perverso. Me limité a defenderme.

—Y ahora estás interfiriendo con otros de los míos. —El mago miraba furibundo al enano—. ¿Cómo has traído a estos…? No, no importa el cómo. ¿Por qué has traído a estos hermanos de hechicería a este lugar?

—Era el único modo que se me ocurrió de atraerte hasta aquí —respondió Damon sinceramente—. Funcionó. Has venido.

—En efecto. —La mirada del mago se endureció—. Bien, ¿qué quieres de mí?

—Librarme de ti, de una vez por todas, —dijo Damon—. ¿Te marcharás de estas tierras?

—Tú… —Kistilan vaciló por la incredulidad—. ¿Crees que puedes amenazarme?

—Acabo de hacerlo, —comentó Damon—. ¿Te marchas o prefieres morir?

—¡Redrojo arrogante! —bramó el hechicero—. ¡Des domenet bes! ¡Cha…!

¡Kapach! —gritó Damon.

¡… pak! —terminó el mago, y entonces dio un respingo cuando una cosa alada con enormes dientes y garras se zambulló sobre él, saliendo de la nada—. ¡Kapach deset! —siseó. La cosa alada se disolvió en humo, pero la sangre manaba de unos arañazos en la mejilla del hechicero, donde las garras la habían alcanzado.

—Otro tipo de espejo, —explicó Damon.

—¡Pestilencia! —chilló Kistilan—. ¡Morirás por esto!

Rabioso, levantó una mano, abrió la boca… y cayó los cuatro metros que lo separaban del duro suelo. Damon había acaparado su atención en él de manera tan absoluta que varios soldados de la Guardia Independiente habían podido situarse debajo del trono flotante. Con un gancho de escalar y una cuerda, habían enganchado el sillón y, con un fuerte tirón, habían hecho caer al hechicero.

Kistilan todavía se estaba recuperando del trompazo cuando un pesado enano aterrizó encima de él. Con sus fuertes manos, Damon lo volvió boca abajo y se puso a horcajadas sobre sus hombros al tiempo que levantaba el martillo. Por un segundo, dudó.

Ese instante de vacilación era todo lo que Kistilan necesitaba. Recurriendo a poderes que les habían sido concedidos a muy pocos magos, y que muy pocos conocían siquiera, invocó a la oscuridad y el caos y los arrojó desde dentro de sí hacia afuera.

En un momento dado, Damon estaba a horcajadas sobre el caído hechicero. De repente, se encontró cayendo en medio de una negra y sofocante nada, con terrores invisibles que lo desgarraban desde todas partes. Su martillo le fue arrebatado, y sintió que su armadura se rajaba y partía. Recurriendo hasta el último gramo de voluntad, rechazó el hechizo, sabiendo con terca determinación que sólo era magia. Pero nunca se había enfrentado a magia como esta. Nada había preparado a Damon para el puro, brutal, maligno poder de las negras fuerzas desatadas. Sintió que las costillas empezaban a rompérsele, su espina dorsal a retorcerse, sus ojos a arder… y en alguna parte de su mente, una voz dijo: ¡Damon, deprisa! ¡Libérame!

—¿Quién…? —intentó preguntar, pero algo le estaba aplastando los pulmones.

Me convertiste en caballo, instó la voz. Sólo tú puedes deshacer lo que tú has hecho. ¡Deprisa, antes de que mueras!

Damon sintió que estaba perdiendo la conciencia. Nada parecía tener sentido, y se dio cuenta de que había dejado de respirar. Pero había algo que tenía que hacer. Algo, pero ¿qué?

¡Deprisa!, urgió la voz en su mente. ¡Invierte tu hechizo, y trataré de ayudarte! ¡Sabes cómo hacerlo!

Borrosamente, Damon recordó una palabra. La palabra espejo.

—K… kapach —musitó a la vez que el mundo se oscurecía y su mente se hundía en la negrura. «Thorbardin», pensó débilmente. «Everbardin, acoge mi alma…». Y luego sólo hubo la nada.

Kistilan se puso de pie, retirándose del enano que forcejeaba y boqueaba para coger aire, y ahora yacía donde había caído. Por encima y alrededor del cuerpo convulso parecía cernerse una oscuridad; una agitada oscuridad repleta de cosas que chillaban y desgarraban y que apenas alcanzaban a distinguirse. Sombrío, el hechicero se concentró, incrementando el poder de su conjuro de muerte atormentadora. Un humano ya habría muerto a estas alturas, pensó, y sin embargo el enano todavía se debatía.

Un martillo arrojado pasó silbando junto al rostro del mago, que echó un rápido vistazo. Los otros enanos lo rodeaban, lanzados al ataque. Rápidamente, se protegió con un hechizo y volvió a concentrarse. Martillos y espadas repicaron contra la pantalla mágica del mago, y algunos de ellos casi lo alcanzaron, pero él hizo caso omiso e incrementó la intensidad de su concentración. Pareció que una sombra pasaba sobre él, y oyó cascos sobre el suelo pedregoso, pero no se volvió. No podían hacerle nada. Con feroz fuerza de voluntad, Kistilan se volcó en el conjuro.

De manera brusca, su escudo de poder pareció implosionar sobre sí mismo, y cayó despatarrado. Un martillo que giraba en el aire centelleó justo por encima de su nariz, y el mago intentó desesperadamente reforzar su escudo. Pero este perdió fuerza y se hizo trizas a su alrededor, y el hechicero comprendió entonces que allí había funcionando otra magia.

Alzó la vista. Cerca, justo detrás del anillo de iracundos enanos que lo rodeaba, había dos hombres, un nómada cobar de aspecto poderoso, y otro a quien reconoció al instante: Megistal.

En el momento en que Kistilan se daba cuenta de quién era, las manos de Megistal se movieron grácilmente y una maraña de enredaderas espinosas creció alrededor del mago oscuro, enroscándose en sus piernas, en torno a su pecho y a todo lo largo de los brazos, a la par que entretejía zarcillos con sus barbas y los clavaba en su rostro.

Con una maldición, Kistilan se liberó bruscamente y siseó una cantinela. Las ondulantes enredaderas se marchitaron y desaparecieron. Una espada lanzada se clavó en el suelo entre sus pies, y el mago masculló un juramento. Todo a su alrededor, los enanos fueron arrojados hacia atrás, dando tumbos y vueltas de campana. Una docena de hechiceros inconscientes salieron lanzados por el aire tras ellos, al igual que el bárbaro que estaba al lado de Megistal. En un instante, el cerro casi quedó despejado. Sólo quedaban dos hechiceros y un enano caído. Damon yacía boca abajo, sin moverse.

—Megistal, —siseó Kistilan—. Así que has venido.

—Sabías que lo haría, —contestó, calmoso, el mago de la correa roja mientras se recogía las bocamangas de su chaqueta—. Tenemos cuentas pendientes entre nosotros, Kistilan.

—Tu juramento de matarme… si pudieras, —asintió el mago oscuro—. Pero tienes otro juramento, Megistal. Dejar todo lo demás pendiente hasta que la torre de la montaña esté terminada.

—No habrá torre. —Megistal sacudió la cabeza—. Los enanos se han ocupado de ello. Ahora debes pagar por lo que hiciste.

—¿Qué hice? —Kistilan soltó una risa cruel—. Los Vástagos me dieron mis poderes del mismo modo que te dieron los tuyos. Soy un favorecido de los Vástagos.

—Lo eras, —admitió Megistal—. Y de todos los que aprendieron a sus pies, fuiste el primero en traicionarlos. Volviste sus dones en su contra.

—¡Rehusaron darme más!

—Te dieron todo cuanto podían. Como el resto de nosotros, los favorecidos, dependía de ti el llegar más lejos, si lo deseabas.

—¡Lo deseé! —barbotó Kistilan—. Lo que no consintieran darme, lo tomé.

—Y los Vástagos ya se han marchado de Krynn. Y yo he jurado, en nombre de nuestros mentores, que morirías.

—¡Careces de los poderes que yo poseo! —gritó Kistilan a la par que lanzaba un conjuro al hombre vestido con polainas de gamo y chaqueta de pieles. Rayos brillantes se retorcieron como serpientes en torno a Megistal, enroscándose y golpeándolo, y después desaparecieron. El hechicero de la luna roja estaba ileso, sonriendo levemente. Con un siseo de rabia, Kistilan se envolvió a sí mismo en oscuridad como con una segunda capa, y desató su furia mascullando conjuro tras conjuro.

Megistal fue tragado por una negrura borbotante y arremolinada donde unos fulgores salvajes, rojo apagado, trazaron dibujos demenciales. Vórtices gemelos de oscuridad parecieron descender desde el cielo en lo alto e hincharse desde la tierra debajo para envolverlo. Entonces el remolino perdió velocidad, enmudeció, y desapareció. Sólo una cosa había cambiado en Megistal. Si antes en sus ojos había una ligera expresión de tristeza, ahora había cólera.

—Los Vástagos te conocían, Kistilan. Pronosticaron que habría corruptos, y supieron que tú serías el primero. Los poderes elementales no pueden invocarse; sólo pueden ser estudiados. Amenazan la propia estructura de la existencia de este mundo.

—¡Soy un favorecido de los Vástagos! —bramó Kistilan—. ¡Sólo yo soy el favorecido de los poderes!

—¿Sólo tú? —preguntó Megistal sarcásticamente—. Éramos veintiuno los honrados con tal distinción.

—Lo éramos, —se mofó Kistilan—. Pero yo encontré a los otros. Eres el último del resto.

—Es lo que me temía, —dijo Megistal.

—¡Eres el último del resto! —repitió el mago oscuro—. ¿Crees que no he llegado más allá de los poderes? ¿Crees que dudo en usarlos? —Ardiendo en cólera, lanzó llamas y bolas de fuego que salieron de las puntas de sus dedos.

Megistal se vio obligado a retroceder por la pura fuerza de la magia perversa que embestía contra sus escudos. Había esperado fuerzas elementales, pero no había imaginado que Kistilan pudiera haberlas corrompido hasta tal punto. Ahora eran algo nuevo e implacable. Megistal intentó contraatacar con sus propios conjuros, pero la intensidad de la magia del mago de túnica negra lo zarandeaba. Parecía inconcebible que tanto poder pudiera ser liberado por un solo hombre y, sin embargo, así era, y el hechicero oscuro incrementaba su concentración segundo a segundo.

Kistilan estaba al límite de sus fuerzas, recurriendo al puro odio que vivía dentro de él para dar fuerza a sus hechizos. Concentró, amplió y regeneró los poderes que salían disparados por sus dedos, y vio que el mago de la luna roja empezaba a desfallecer. Entonces, de repente, la magia se rompió, y Kistilan se encontró tumbado boca abajo en el duro suelo. Algo lo había zancadilleado y lo había hecho caer. Volvió la cabeza y alzó la vista hacia el semblante más colérico que jamás había visto.

Damon el Anunciado, todavía herido y estremeciéndose por los tormentos mágicos, se encontraba de pie junto al hechicero caído, mirándolo ferozmente.

—Te atreves a…

Damon propinó una fuerte patada al hechicero en las costillas.

—Me atrevo, —bramó—. A ese hombre de ahí —señaló a Megistal—, lo desprecié por ser hechicero, por usar la magia, pero no es un hombre perverso. Ahora lo veo claro. Es un mago, pero no tiene nada que ver contigo. No es malvado. ¡Tú sí!

Inclinándose, el enano agarró al hombre por la pechera y lo levantó en vilo del mismo modo que un niño levantaría un muñeco de trapo. El hechicero escupió, siseó, y empezó a musitar algo, y una dura mano enana lo abofeteó con tal fuerza que sus dientes chocaron entre sí.

Los ojos del mago se tornaron salvajes, y su mano señaló al enano. Un duro resplandor salió disparado hacia Damon y se apagó bruscamente cuando una flecha humana, —una flecha cobar—, atravesó la mano de Kistilan. Entonces Megistal gritó algo que no era ningún tipo de lenguaje.

Los ojos de Kistilan se desorbitaron y soltó una exclamación ahogada. A Damon le pareció que se había vuelto de repente tan ligero como una pluma, y el enano aferró con más fuerza la tela de la pechera del hombre. Pero el tejido se volvió tenue, como humo, y se partió entre sus manos. Kistilan sollozaba, y Damon cayó en la cuenta de que podía ver a través de la cabeza del hombre.

Por un instante, Kistilan permaneció colgado allí, jadeando, desvaneciéndose gradualmente. Luego, se desvaneció por completo, y Damon se encontró solo y con el puño vacío. De alguna parte llegó una mano que se posó en su hombro.

Damon se volvió a medias y alzó la vista al semblante triste de un hechicero desilusionado.

—¿Tenías tanto poder desde el principio? —preguntó al mago.

—Lo tenía —admitió Megistal.

—Entonces, todas esas veces, allá fuera, y en el valle… podrías haberme matado. Podrías habernos matado a todos.

—Sí, supongo que sí.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Tenías razón en lo que le dijiste a Kistilan, —repuso el mago—. Soy, desde tu punto de vista, algo vil, un creador de magia. Pero no soy perverso, Damon. Muchos de nosotros no lo somos.

—Favorecido por los poderes, —musitó el enano—. ¿Qué significa eso?

—Significa que tengo una pesada carga sobre mis hombros y que espero que ningún otro hombre tenga que soportarla jamás. Mi conciencia debe ser siempre más fuerte que los poderes que me fueron dados.

Otros miembros de la Guardia Independiente ya estaban recobrados y caminaban penosamente hacia ellos. En medio, rodeados, empujados y, en algunos casos, arrastrados por sombríos enanos, estaban los restantes magos cautivos y el cobar, Quist Pluma Roja.

Damon alzó la mirada hacia Megistal, el ceño fruncido.

—¿Esa conciencia tuya te permitirá partir de Kal-Thax y no regresar?

—No veo por qué no. —El hechicero se encogió de hombros y una sonrisa irónica asomó a sus labios—. No tengo otros asuntos pendientes aquí.

—¡Bien! —dijo Damon. Señaló a los vapuleados humanos que eran traídos por sus guardias—. Y llévate a esos contigo.

—Adiós, Damon el Anunciado. —Megistal levantó una mano en un gesto de despedida—. En verdad he aprendido de ti. —El gran hechicero musitó algo y el aire pareció chisporrotear. Entonces desapareció, al igual que el resto de los magos capturados. Sólo quedaba el hosco cobar en medio de los guardias enanos.

—¡Eh, espera un momento! —gritó Damon al aire vacío—. ¡Llévate también al cobar!

De alguna parte, —desde todas partes y desde ninguna—, una voz risueña respondió:

—Él es problema tuyo, Damon, no mío. Todavía le debes un caballo.

—Mi problema, —bramó Damon. Lanzó una mirada feroz al guerrero humano, que se la devolvió con igual intensidad y ferocidad. Luego Damon miró hacia el norte, a Thorbardin, y el corazón se le quedó helado. En las pendientes, los ejércitos todavía luchaban, pero por encima de ellos la inmensa cara de la Puerta Sur era liso metal. El obturador había sido cerrado. Eso sólo podía significar una cosa: el enemigo había atravesado las defensas y ahora estaba dentro.

—Traedlo, —ordenó Damon mientras señalaba al guerrero humano.