81

El sol de la tarde pintaba de bronce las colinas del valle del Hudson, convirtiendo el ancho y perezoso río en una superficie de brillante aguamarina. Los bosques que cubrían Sugarloaf Mountain y Breakneck Ridge empezaban a reverdecer. Un fino plumón de primavera cubría por completo todas las Highlands.

Desde el gran porche de la clínica Feversham, sentada en una tumbona, Nora Kelly contemplaba Cold Spring, el Hudson y los edificios rojos de ladrillo de West Point, al fondo. Su marido, mientras tanto, no paraba de dar vueltas por el porche, distribuyendo sus miradas entre el paisaje y las suaves líneas del hospital privado.

—Me pone nervioso volver a estar aquí —murmuró—. No había vuelto desde que estuve ingresado, Nora. ¡Madre mía! No sé si te lo había dicho, pero cuando cambia el tiempo a veces aún me duele la espalda donde el Cirujano…

—Sí, Bill, sí que me lo habías dicho —dijo ella, afectando cansancio—. Muchas veces.

Giró un pomo, unas bisagras chirriaron suavemente y una puerta se abrió al porche para que asomara su cabeza una enfermera inmaculadamente vestida de blanco.

—Ya pueden pasar —dijo—. Está esperándolos en el salón oeste.

Nora y Smithback entraron tras ella y la siguieron por un largo pasillo.

—¿Cómo está? —preguntó preocupado Smithback a la enfermera.

—Por suerte muy mejorada. Nos tenía tan preocupados… Es que es tan buena… Cada día mejora un poco más, aunque se cansa deprisa. Tendrán que limitar su visita a un cuarto de hora.

—«Es que es tan buena…» —susurró Smithback al oído de Nora, que le clavó en broma un dedo en las costillas.

El salón oeste era una sala grande y semicircular que a Nora le recordó una casa de montaña: vigas pulidas en el techo, revestimiento de pino en las paredes y muebles de abedul. Estaba decorado con óleos de paisajes forestales y tenía una gran chimenea de piedra donde chisporroteaban alegremente las llamas.

Y en medio de todo Margo Green, recostada en una silla de ruedas.

—Margo… —dijo Nora.

Se calló. Casi le daba miedo hablar. Oyó que a Smithback se le cortaba la respiración.

La Margo Green que estaba sentada frente a ellos no era más que una sombra de la férrea mujer que había sido rival académica, pero también amiga, de Nora en el museo. Estaba tan flaca que asustaba. Sobre las venas, su piel blanca parecía papel de seda. Sus movimientos eran lentos y meditados, como de alguien que hubiera perdido la costumbre de usar sus brazos y sus piernas. En contrapartida, su pelo castaño se veía sano y brillante, y conservaba en los ojos la chispa vital que recordaba Nora. Diógenes Pendergast la había mandado a un lugar oscuro y peligroso —a punto había estado de acabar con su vida—, del que ahora, sin embargo, ya volvía.

—Hola a los dos —dijo con un hilo de voz soñolienta—. ¿Qué día es?

—Sábado —dijo Nora—. Doce de abril.

—Qué bien. Tenía la esperanza de que aún fuera sábado.

Sonrió.

La enfermera entró para cambiar a Margo de postura y apoyarla más cómodamente en la silla de ruedas. Antes de salir trajinó por la sala, abriendo las cortinas y ahuecando los cojines. Los rayos de sol que entraron a raudales en el salón se posaron en la cabeza y los hombros de Margo, dorándola como si fuera un ángel. Nora pensó que en cierto modo lo era, ya que había estado al borde de la muerte por haber ingerido un cóctel de fármacos muy peculiar administrado por Diógenes.

—Te hemos traído algo, Margo —dijo Smithback, metiendo una mano en el abrigo para sacar un sobre de papel manila—. Nos ha parecido que te haría gracia.

Margo lo cogió y lo abrió despacio.

—¡Si es mi primer número de Museology!

—Ábrelo, está firmado por todos los conservadores del departamento de antropología.

—¿Incluido Charlie Prine?

A Margo le brillaron los ojos.

Nora se rió.

—Incluido Prine.

Acercaron dos sillas y se sentaron.

—Sin ti el museo está tan aburrido, Margo… —comentó Nora—. Tendrás que darte prisa en curarte.

—Sí, es verdad —dijo Smithback con una sonrisa, recuperando su incontenible buen humor—. A esa mole le hace falta alguien que la sacuda un poco de vez en cuando, para levantar el polvo de los fósiles.

Margo se rió en voz baja.

—Por lo que he leído, lo último que necesita el museo son polémicas. ¿Es verdad que la estampida de la inauguración egipcia provocó cuatro muertes?

—Sí —dijo Nora—, y sesenta heridos, una docena de ellos graves.

Ella y Smithback se miraron. La noticia que había aparecido durante las dos semanas transcurridas desde la inauguración era que el espectáculo de luz y sonido se había descontrolado por un fallo en el software y había provocado el pánico. De momento, la verdad —que todo habría podido acabar muchísimo peor— solo la sabían unos pocos dentro del museo y en los círculos de las fuerzas del orden.

—¿Es verdad que uno de los heridos fue el director? —preguntó Margo.

Nora asintió con la cabeza.

—A Collopy le dio una especie de ataque. Ahora está en observación en el Hospital de Nueva York, pero dicen que se recuperará completamente.

Era verdad, pero no toda la verdad, naturalmente. Collopy era uno de los que, víctimas del espectáculo de luz y sonido de Diógenes, se habían vuelto medio psicóticos por culpa de los láseres intermitentes y de las ondas sonoras de baja frecuencia. Si Nora no hubiera cerrado los ojos y no se hubiera tapado los oídos, podría haberle ocurrido lo mismo. Aun así, durante una semana había tenido pesadillas. Pendergast y los demás habían interrumpido el espectáculo antes de que pudiera infligir lesiones permanentes. Por ello el diagnóstico de Collopy y los demás era muy bueno, mucho mejor que el de Lipper, el técnico.

Nora cambió de postura. Algún día se lo contaría todo a Margo, pero aún no era el momento. Le quedaba mucha recuperación por delante.

—¿Tú cómo crees que afectará al museo? —preguntó Margo—. Me refiero a que la tragedia de la inauguración haya pasado justo después del robo de los diamantes.

Nora sacudió la cabeza.

—Al principio todo el mundo supuso que era la gota que colmaba el vaso, sobre todo porque uno de los heridos era la mujer del alcalde, pero ahora resulta que ha pasado lo contrario —respondió Nora—. Gracias a toda la polémica la tumba de Senef es la exposición más vista de la temporada en Nueva York. El ritmo de reservas es alucinante. Esta mañana, en Broadway, he visto a alguien vendiendo camisetas de «Yo he sobrevivido a la Maldición».

—O sea, ¿que reabrirán la tumba? —preguntó inmediatamente Margo.

Smithback asintió.

—Sí, lo antes posible. La mayoría de las piezas se salvaron. Esperan tenerlo todo listo en un mes.

—Nuestra nueva egiptóloga está remodelando la exposición —dijo Nora—. Ha revisado el guión original y ha quitado algunos de los efectos especiales más artificiosos, pero ha dejado intacta gran parte del espectáculo de luz y sonido. Es un fenómeno. Buenísima compañera de trabajo, divertida, sencilla… Tenemos suerte.

—En las noticias decían algo de que en el rescate tuvo un papel decisivo un agente del FBI —dijo Margo—. ¿No será el agente Pendergast, por casualidad?

—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó Nora.

—Porque Pendergast siempre consigue estar en medio de todo.

—No me digas —dijo Smithback, dejando de sonreír.

Nora observó que estaba acariciándose la mano quemada por el ácido sin darse cuenta.

La enfermera reapareció en la puerta.

—Margo, dentro de cinco minutos tengo que llevarte otra vez a la habitación.

—De acuerdo. —Margo se giró hacia los dos—. Supongo que desde entonces se pasa todo el día en el museo, haciendo preguntas, intimidando a los burócratas y dando la lata…

—La verdad es que no —dijo Nora—. Desapareció justo después de la inauguración y no se ha vuelto a saber nada de él.

—¿En serio? Qué raro…

—Sí —dijo Nora—, rarísimo.