19

Grande y elegante, la biblioteca de la mansión del agente Pendergast en Riverside Drive podía calificarse de cualquier cosa menos de recargada, pero por una noche, pensó D’Agosta, taciturno, era el único adjetivo que le cuadraba. Las mesas, las sillas y gran parte del suelo estaban cubiertos con planos y diagramas. Media docena de caballetes con pizarras blancas mostraban esquemas, mapas y vías de entrada y salida. El reconocimiento in situ de hacía unas noches se había visto enriquecido por un seguimiento a distancia de alta tecnología que incluía imágenes de Herkmoor en falso color por satélite en longitudes de onda de radar e infrarrojos. Las cajas apoyadas en una de las paredes rebosaban de listados, datos procedentes del sondeo informático de la red de Herkmoor y fotografías aéreas del recinto carcelario.

En medio de aquel caos controlado, Glinn hablaba con su voz de siempre, suave y monocorde, moviéndose lo mínimo en su silla de ruedas. Había abierto la reunión con un análisis de una riqueza apabullante de detalles sobre la planta de Herkmoor y sus medidas de seguridad. En relación con ese punto D’Agosta ya estaba convencido de antemano. Si existía una cárcel a prueba de fugas era Herkmoor; sus barreras a la vieja usanza —puestos de vigilancia duplicados, triple valla— se beneficiaban del refuerzo de una serie de instrumentos de tecnología punta como «tramas» de rayos láser en todas las salidas, centenares de videocámaras digitales y una red de aparatos de escucha pasiva en los muros y el interior del recinto que detectaban cualquier ruido, desde el de alguien cavando hasta pasos furtivos. Todos los presos llevaban un aro en el tobillo con un GPS que emitía la situación del preso a una unidad de control central. Cortar el aro hacía saltar inmediatamente una alarma, a la vez que ponía en marcha una secuencia automática de cierre.

Desde el punto de vista de D’Agosta, Herkmoor era inexpugnable.

El siguiente punto abordado por Glinn, el plan de fuga propiamente dicho, fue la gota que colmó el malestar de D’Agosta. Lo peor no era que la idea pareciera simplista y torpe, sino que la persona encargada de su cumplimiento resultara ser el propio D’Agosta, sin ayuda de nadie.

Miró la biblioteca mientras esperaba impacientemente que Glinn acabara. Wren había llegado antes de la reunión con diversos planos arquitectónicos de la cárcel, «préstamo» de la reserva de la biblioteca pública de Nueva York, y ahora estaba cerca de Constance Greene. Con sus ojos luminosos, y su piel casi translúcida, tenía el aspecto de un hombre de las cavernas, todavía más pálido que Pendergast… si cabía.

La mirada de D’Agosta se posó en Constance. Estaba sentada delante de Wren, frente a una mesa y un montón de libros, tomando notas de lo que decía Glinn. Llevaba un vestido negro muy austero, con una hilera de botones en forma de perlitas que iba desde la base de la columna vertebral hasta la nuca. D’Agosta se preguntó espontáneamente quién los había abrochado. Ya la había sorprendido varias veces mientras se acariciaba una mano con la otra o contemplaba fijamente, ensimismada, el crepitar del fuego en la enorme chimenea.

«Seguro que lo ve con el mismo escepticismo que yo», pensó. Entre otras razones porque en vista de quiénes eran los integrantes del cuarteto —reducido a tal por la incomprensible ausencia de Proctor, el chófer—, D’Agosta era incapaz de imaginar a un grupo menos indicado para una misión de aquella magnitud. Tenía que reconocer que Glinn nunca le había caído demasiado bien. Se preguntó si finalmente habría encontrado la horma de su zapato en la cárcel de Herkmoor.

Glinn hizo una pausa en su letanía para mirar a D’Agosta.

—¿Tiene alguna pregunta o comentario, teniente?

—Sí, un comentario: este plan es una locura.

—Me he expresado mal. ¿Tiene algún comentario importante?

—¿Acaso cree que puedo presentarme como Pedro por su casa, montar el número y marcharme de rositas? Estamos hablando de Herkmoor. Tendré suerte si no acabo en la celda contigua a la de Pendergast.

La expresión de Glinn no varió.

—Mientras se ajuste al guión, no habrá problemas y se irá «de rositas». Todo está planeado hasta el último detalle. Sabemos exactamente cómo reaccionarán los guardias y el personal de la cárcel a todos sus movimientos. —Una sonrisa repentina tensó sin alegría los finos labios de Glinn—. De hecho ese es el punto débil de Herkmoor; eso y los aros GPS que muestran la posición de todos los presos en el conjunto de la cárcel con solo pulsar una tecla. Una innovación muy imprudente.

—Y si entro y monto una escena, ¿no sospecharán?

—Si sigue el guión no. Usted es el único que puede obtener determinada información crucial. Y el único capaz de realizar ciertos preparativos.

—¿Preparativos?

—Dentro de poco se lo explicaré.

D’Agosta sintió que aumentaba su frustración.

—Perdone que se lo diga, pero una vez dentro sus planes serán papel mojado. Estamos hablando de la realidad. La gente es imprevisible. No se puede saber qué harán.

Glinn lo miró sin moverse.

—Disculpe que le lleve la contraria, teniente, pero los seres humanos son extremadamente previsibles, sobre todo en un entorno como Herkmoor donde las normas de comportamiento están estipuladas con extrema minuciosidad. Quizá a usted el plan le parezca simple, y hasta estúpido, pero ahí está su fuerza.

—Para lo único que servirá será para joderme aún más de lo que estoy.

Después del exabrupto, D’Agosta miró a Constance de reojo, pero la extraña mirada de la joven seguía fija en la chimenea. Ni siquiera parecía haberlo oído.

—Nosotros nunca fallamos —dijo Glinn, manteniendo una calma y una neutralidad exasperantes—. Es nuestra garantía. Solo tiene que seguir las instrucciones, teniente.

—¿Sabe qué nos hace realmente falta? Un par de ojos dentro de la cárcel. ¡No me diga que no se puede sobornar a alguno de los guardias, o chantajearlo, o lo que sea! ¡Los celadores de las cárceles son lo más parecido a un delincuente, y lo digo por experiencia!

—Estos no. Sería una verdadera insensatez intentar sobornarlos. —Glinn aproximó la silla de ruedas a una mesa—. De todos modos, ¿estaría más tranquilo si le dijera que ya tenemos a alguien dentro?

—¡Hombre, claro!

—¿Nos aseguraría su colaboración? ¿Acallaría todas sus dudas?

—Si fuera una fuente fiable, sí.

—Creo que nuestra fuente le parecerá irreprochable.

Glinn cogió un papel y se lo tendió a D’Agosta.

El teniente le echó un vistazo. Contenía una larga columna de números, cada uno de ellos con dos horas.

—¿Qué es? —preguntó.

—Un horario de rondas de vigilancia durante las horas de cierre, desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Solo es una pequeña parte del material aprovechable que ha llegado a nuestras manos.

D’Agosta estaba impresionado.

—¿Se puede saber cómo lo ha conseguido?

Glinn se permitió una sonrisa; al menos D’Agosta consideró como tal un afinamiento casi imperceptible de sus labios.

—Por nuestra fuente interna.

—¿Y quién es esa fuente, si se puede preguntar?

—Lo conoce muy bien.

La sorpresa de D’Agosta se hizo mayúscula.

—¿No se referirá…?

—Al agente especial Pendergast.

Se dejó caer en el sillón.

—¿Cómo se lo ha hecho llegar?

Esta vez lo que tensó las facciones de Glinn fue una auténtica sonrisa.

—Pero teniente, ¿no se acuerda? Me lo trajo usted.

—¿Yo?

Glinn metió la mano debajo de la mesa y sacó una caja de plástico. Al mirar su interior, D’Agosta se llevó la sorpresa de ver parte de la basura que había recogido durante su reconocimiento de los alrededores de la cárcel: envoltorios de chicle y trozos de tela que habían sido cuidadosamente secados, planchados y montados entre láminas de plástico. Al fijarse en los trozos de tela distinguió algunas marcas.

—La celda de Pendergast, como la mayoría de las de Herkmoor, tiene un viejo desagüe que nunca ha sido conectado al sistema moderno de tratamiento de aguas residuales. Desagua en una cuenca que hay fuera de los muros de la cárcel, la cual a su vez desagua en Herkmoor Creek. Pendergast nos escribe un mensaje en un trozo de basura, lo mete en el desagüe y lo expulsa con agua del grifo, que acaba en el arroyo. Es muy sencillo. Lo descubrimos porque hace poco el departamento de medio ambiente citó a Herkmoor por no cumplir la normativa de aguas.

—¿Y la tinta? ¿Y lo necesario para escribir? Es lo primero que deben de quitarle.

—Francamente, no sé cómo se las arregla.

Se hizo un breve silencio.

—Pero sabía que se comunicaría con nosotros —dijo D’Agosta en voz baja.

—Naturalmente.

A su pesar, D’Agosta estaba impresionado.

—Lástima que no haya ninguna forma de enviarle información a él…

Una chispa de ironía y diversión alumbró brevemente los ojos de Glinn.

—Desde que averiguamos el número de celda eso ha sido lo más fácil.

Antes de que D’Agosta pudiera contestar se oyó algo dentro de la biblioteca. Eran unas notas agudas, suaves y urgentes a la vez, que llegaban de donde estaba Constance. D’Agosta se giró justo a tiempo para ver cómo recogía de la alfombra un ratoncito que al parecer se había caído de su bolsillo. Constance lo tranquilizó con palabras dulces y lo acarició suavemente antes de volver a meterlo en su escondrijo. Al darse cuenta del silencio, y sentirse observada, levantó la cabeza y se sonrojó.

—¡Qué animalito más encantador! —dijo Wren después de un rato—. No sabía que te gustaran los ratones.

Constance sonrió nerviosa.

—¿Dónde lo has encontrado, pequeña? —añadió Wren con voz aguda y tensa.

—Pues… en el sótano.

—Ah, ¿sí?

—Sí, entre las colecciones. Están infestadas.

—Me parece muy dócil. Los ratones blancos no suelen andar sueltos.

—Quizá se le escapara a su dueño —dijo ella con cierta irritación. Se levantó—. Estoy cansada. Si tienen la amabilidad de disculparme… Buenas noches.

Después de su salida, y de un corto intervalo de silencio, Glinn habló en voz baja.

—Entre los papeles había otro mensaje de Pendergast, urgente pero sin ninguna relación con lo que nos ocupa.

—¿Sobre qué?

—Sobre ella. A usted, señor Wren, le pide que la vigile muy atentamente durante las horas del día, siempre que esté usted despierto, y que de noche, cuando se vaya a trabajar a la biblioteca, se asegure de que la casa esté bien cerrada, y ella, dentro.

Wren parecía contento.

—¡No faltaría más! Será un placer. Un gran placer.

Glinn miró a D’Agosta.

—En cuanto a usted, aunque viva en la casa, le pide que se comprometa a pasar de vez en cuando durante sus horas de trabajo para ver si Constance está bien.

—Parece preocupado.

—Mucho.

Tras una pausa, Glinn abrió un cajón y empezó a sacar objetos y dejarlos sobre la mesa: una petaca de whisky, una memoria flash de ordenador, un rollo de cinta aislante, una lámina enrollada de plástico Mylar reflectante, una cápsula de líquido marrón, una aguja hipodérmica, un par de cúters pequeños para alambre, un bolígrafo y una tarjeta de crédito.

—Y ahora, teniente, repasemos los preparativos que debe lograr una vez dentro de Herkmoor…

Más tarde, cuando ya estaban guardados todos los mapas, cajas y esquemas, y D’Agosta acompañaba a Glinn y Wren a la puerta principal de la mansión, el viejo bibliotecario se quedó un ratito más.

—¿Sería tan amable de escucharme un momento? —dijo, tirando de la manga de D’Agosta.

—Sí, claro —dijo D’Agosta.

Wren se inclinó como si fuera a contarle un secreto.

—Usted, teniente, ignora las… las circunstancias del pasado de Constance. Solo le diré que son… insólitas.

D’Agosta vaciló, sorprendido por la agitación que leía en los ojos del extraño personaje.

—Yo conozco muy bien a Constance. Fui yo quien la encontró en esta casa, donde estaba escondida. Siempre ha sido escrupulosamente sincera, de una sinceridad dolorosa a veces, pero esta noche ha mentido por primera vez.

—¿El ratón blanco?

Wren asintió con la cabeza.

—No tengo la menor idea de qué significa. De lo único que estoy seguro es de que Constance tiene problemas, teniente. Emocionalmente es un castillo de naipes a merced del primer soplo de viento. Tenemos que vigilarla muy de cerca, tanto usted como yo.

—Gracias por la información, señor Wren. Pasaré a verla con toda la frecuencia que pueda.

Wren sostuvo su mirada con una intensidad muy peculiar. Después asintió con la cabeza, estrechó brevemente la mano de D’Agosta con su zarpa huesuda y desapareció en la fría oscuridad.