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Hayward llegó a la sala justo detrás de D’Agosta. Entraron en una orgía de luces y colores, y se quedó consternada al ver que la puerta de la tumba de Senef estaba cerrada y la cinta roja en el suelo, cortada. Los invitados más importantes ya habían entrado. Los demás seguían en la sala, repartidos por las mesas de cóctel o apretándose ante la comida y las copas.

—Hay que abrir la puerta. Enseguida —dijo Pendergast al llegar a la altura de la capitana.

—La sala de informática está por allá.

Entre miradas de sorpresa por parte de algunos invitados cruzaron corriendo la sala hasta lanzarse por una de las puertas del fondo.

La sala desde donde se controlaba todo el proceso informático de la tumba de Senef era pequeña. En una punta había una larga mesa con varios monitores y teclados. El hardware formaba dos filas, cada una en un lado: discos duros, controladores, sintetizadores y dispositivos de vídeo. También había un televisor sintonizado sin volumen en la cadena local de la red PBS, que en ese momento retransmitía en directo la inauguración para varias emisoras. En la mesa había dos técnicos sentados; uno de ellos miraba dos monitores con imágenes del interior de la tumba y el otro una columna de números. La irrupción hizo que se giraran, sorprendidos.

—¿Cómo está yendo el espectáculo? —preguntó Hayward.

—Como una seda —dijo uno de los técnicos—. ¿Por qué?

—Interrúmpalo —dijo Hayward—. Y abran la puerta de la tumba.

El técnico se quitó los auriculares.

—Sin autorización no puedo.

Hayward le puso la placa en las narices.

—Capitana Hayward, de Homicidios. ¿Le parece suficiente?

Al principio el técnico miró la placa sin saber qué hacer. Después se giró hacia su compañero con un encogimiento de hombros.

—Larry, por favor, inicia la secuencia de apertura de puertas.

Al mirar al segundo técnico, Hayward reconoció a Larry Enderby, a quien había interrogado dos veces, una con motivo del intento de asesinato de Margo Green y la otra por el robo de los diamantes. Por lo visto últimamente siempre estaba en el lugar y en el momento equivocados.

—Si tú lo dices… —contestó Enderby, no muy convencido.

Justo cuando empezaba a teclear apareció Manetti con la cara roja, seguido por dos vigilantes.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Tenemos un problema —dijo Hayward—. Vamos a interrumpir el espectáculo.

—A no ser que tenga una buena razón, es imposible.

—No tengo tiempo de explicárselo.

Enderby había dejado de teclear. Tenía los dedos encima del teclado y miraba a Hayward y a Manetti.

—Siempre he intentado complacerla, capitana Hayward —dijo Manetti—, pero esto es excesivo. Esta inauguración es vital para el museo. Ha venido gente muy importante y nos están viendo en directo millones de espectadores. No pienso dejar que nada ni nadie lo estropee.

—No se meta, Manetti —dijo Hayward secamente—. Asumo toda la responsabilidad. Está a punto de pasar algo gravísimo.

—Ni hablar, capitana —dijo Manetti de malas maneras, señalando el televisor—. Compruébelo usted misma. Todo va de maravilla.

Se acercó para subir el volumen.

«El quinto año del reinado del faraón Tutmosis IV…».

Hayward se giró hacia Enderby.

—Abra ahora mismo la puerta.

—No cumpla la orden, Enderby —dijo Manetti.

La mano del técnico, que seguía suspendida encima de las teclas, empezó a temblar.

De repente, al mirar detrás de Hayward, Manetti vio a Pendergast.

—Pero ¡bueno! ¿Usted no estaba en la cárcel?

—¡He dicho que abra la puerta! —dijo Hayward a Enderby.

—Aquí pasa algo raro.

Manetti empezó a buscar su radio.

Moviéndose con gran agilidad, Pendergast acercó su cara amoratada a la de Manetti y dijo con educación:

—Mis más sinceras disculpas.

—¿Por qué?

Fue un golpe rápido e inesperado. Manetti se encogió con un «¡uf!» ahogado. Mediante un gesto tan veloz como fluido, Pendergast le sacó la pistola de la funda y apuntó a los dos vigilantes.

—Armas, porras, sprays y radios al suelo —dijo.

Los guardas obedecieron.

Pendergast sacó una de las pistolas de la funda y se la dio a D’Agosta.

—Vigílelos.

—Vale.

Después cogió la pistola del otro vigilante y se la metió en el cinturón como arma de recambio, antes de girarse hacia Manetti, que estaba de rodillas con la mano en la barriga, intentando respirar.

—De veras que lo siento. Pero se ha puesto en marcha una conspiración para destruir a todos los que están en la tumba, y vamos a tratar de detenerla le guste o no. ¿Dónde está Hugo Menzies?

—Acaba de meterse en problemas —dijo Manetti, jadeando—. Aún más graves que antes.

Empezó a ponerse de pie.

D’Agosta levantó amenazadoramente la pistola. Manetti se quedó quieto.

—Señor Enderby, ya ha oído la orden. Abra la puerta.

A pesar del susto que llevaba encima, el técnico asintió con la cabeza y empezó a teclear.

—Tranquilo, no tardo nada.

Un momento de silencio.

Otra ráfaga de pulsaciones, seguida de otra pausa. Enderby frunció el entrecejo.

—Parece que hay problemas técnicos…